Pero hay igualmente otro bien al que atiende secundariamente la caridad, es decir, el bien temporal, como la vida corporal, las propiedades temporales, la buena fama y la dignidad eclesiástica o secular. Este tipo de bienes no estamos obligados por caridad a quererlo para los demás, sino en orden a la salvación eterna, tanto propia como ajena. De ahí que, si un bien de estos que posee alguno puede impedir la salvación eterna de otros, no es razonable que por caridad lo queramos para él; antes al contrario, debemos querer, por caridad, que carezca de él [...] Según eso, si los herejes conversos fueron recibidos siempre para conservar su vida y demás bienes temporales, podría redundar esto en detrimento de la salvación común, tanto por el peligro de corrupción, si reinciden, cuanto porque, si quedaran sin castigo, caerían otros con mayor desembarazo en la herejía, a tenor de lo que leemos en la Escritura: ¡Otro absurdo!: que no se ejecute en seguida la sentencia de la conducta del malo, con lo que el corazón de los humanos se llena de ganas de hacer el mal(Ecl 8,11). Por eso la Iglesia, a los que vienen por primera vez de la herejía, no solamente les recibe a penitencia, sino que les conserva también la vida; a veces incluso les restituye benévolamente a las dignidades eclesiásticas, si dan muestras de verdaderos convertidos. Y tenemos constancia testimonial de que esto se ha hecho con frecuencia por el bien de la paz. Mas cuando, admitidos, reinciden, es una muestra de su inconstancia en la fe; por eso, si vuelven, son recibidos a penitencia, pero no hasta el extremo de evitar la sentencia de muerte.” (
II-IIae, q.11, a.4).
Precisamente porque el hombre vive en sociedad, y no se le puede considerar separado de ella, no es una injusticia que para el bien de la sociedad se castigue la herejía con pena de muerte, tal como se hace con otros delitos:
“si fuera necesaria para la salud de todo el cuerpo humano la amputación de algún miembro, por ejemplo, si está podrido y puede inficionar a los demás, tal amputación sería laudable y saludable. Pues bien: cada persona singular se compara a toda la comunidad como la parte al todo; y, por tanto, si un hombre es peligroso a la sociedad y la corrompe por algún pecado, laudable y saludablemente se le quita la vida para la conservación del bien común; pues, como afirma 1 Cor 5,6, un poco de levadura corrompe a toda la masa.”
Un poco de levadura corrompe a toda la masa. La herejía, aparte de perder las almas de los individuos, tiene una segunda consecuencia que se manifiesta en el plano de la sociedad, de menor importancia salvífica (1) pero más tangible en el inmediato mundo terrenal:
la propagación de doctrinas heterodoxas subvierte el orden social y político.
Ya sea un país católico o protestante, bien rinda culto al emperador o a la democracia parlamentaria, las autoridades no gustan excesivamente de que se subviertan los fundamentos sobre los que se apoyan. Esto es común a todos los tiempos. Si la herejía en materia religiosa se ha convertido en algo indiferente para los Estados modernos, no es porque hayan descubierto súbitamente la tolerancia que tanto eludía a sus antecesores, sino porque la religión se ha recluido en el ámbito de lo privado, y el fundamento de las lealtades políticas ha sufrido un trasvase radical:
“Hobbes y Bodino prefieren la uniformidad religiosa por razones de estado, pero es importante ver que una vez que a los cristianos se les hace cantar “No tenemos más Rey que el César” realmente es indiferente para el soberano que haya una religión o muchas. Una vez que el Estado ha conseguido dominar o absorber a la Iglesia, solo hay un pequeño paso desde el establecimiento absolutista de la unidad religiosa a la tolerancia de diversidad religiosa. En otras palabras, hay una progresión lógica de Bodino y Hobbes hacia Locke. El liberalismo lockeano puede permitirse la clemencia hacia el “pluralismo religioso” precisamente porque la “religión” como asunto interior es una creación del propio Estado.”
-William T. Cavanaugh,
The Wars of Religion and the Rise of the State.
La "herejía" en la modernidad no versa sobre lo teológico, sino sobre ese amalgama ideológico que hoy conocemos como lo políticamente correcto, que descansa en una visión antropológica individualista completamente demente y divorciada de la realidad (porque pretende que la libertad individual sea soberana, prescindiendo incluso de los límites que impone la naturaleza), y que viene desarrollándose en toda su radicalidad desde que la Revolución
―bebiendo del luteranismo
― plantara sus premisas. Todos los días vemos que esta nueva “ortodoxia” no solo no resulta tan indiferente como la religión para las autoridades, sino que les es absolutamente fundamental:
cuando alguien no se aviene a seguir su vertiginosa evolución, cunde el pánico. Detrás de todo el abuso mediático que suele perseguir a esa persona siempre se percibe cierto sentimiento de inquietud. Y con razón: su actitud es una amenaza, con auténtica potencia subversiva si no previene su propagación.
Y es que la herejía tiene consecuencias. Toda idea las tiene. La herejía no es subversiva por el hecho de ser diferente; lo es por el contenido concreto que la diferencia. Éste debe ser el pensamiento que nos acompañe como clave para formar un juicio valorativo de la Inquisición, respondiendo a la tercera y última de las preguntas que se plantearon al comienzo, que dejo para la próxima entrada.
(1) Aunque se puede argumentar que también la tiene, porque la sociedad en la que se enmarca el hombre, por muy amoral que sea, en cuanto sociedad ya es un bien apetecible. Material y, aventuro, espiritualmente. Pensando por ejemplo en el Justo del mundo pagano, el Sócrates, que no conoce la Revelación: el orden de la ciudad le proporciona la posibilidad de un perfeccionamiento que no sería posible, o menos probable, en la anarquía o en la jungla.
Firmus et Rusticus