Fuente: Cruzado Español, Número 75, 1 de Mayo de 1961, última página.



LA MENTIRA DE ULISES

J. A. Llorens Borrás


La importancia de este libro testimonio [1] viene dada, en primer lugar, por la personalidad del autor. Paul Rassinier es un antiguo socialista francés que tomó parte activa en la Resistencia. Por no ser partidario de la violencia, se ganó la enemiga del Partido Comunista, que atentó contra su vida poco antes de que fuera deportado.

La Gestapo le detuvo el 30 de Octubre de 1943, siendo internado en Buchenwald, y luego en Dora.

Después de la liberación, fue elegido parlamentario por el Partido Socialista, oponiéndose a las brutales represalias contra los colaboracionistas franceses.

Al publicarse la primera edición de su libro (que luego, en las ediciones posteriores, ha ido ampliando y completando con nuevas informaciones), en la Prensa y en el Parlamento se produjo tal revuelo que el autor, a pesar del respeto que imponía su persona, según se dice en la decisión del Comité Directivo, tuvo que resultar expulsado del Partido Socialista. A pesar, también, de que la verdad la fue diciendo por dosis, como confiesa él mismo, y como se aprecia de la lectura del libro, más debelador contra los nazis en su primera parte, y en sus primeras ediciones, sin los complementos posteriores.

También por querella interpuesta por la Federación Nacional de Deportados y Resistentes francesa, tuvo que sufrir el correspondiente proceso, siendo absuelto por el Tribunal Correccional, condenado por el Tribunal de Apelación, y finalmente absuelto por el Tribunal de Casación.

Las afirmaciones más trascendentales de su obra son las siguientes:

1,ª Los campos de concentración no fueron un invento alemán. Ha habido campos en muchos países y bajo diversos regímenes.

2.ª La finalidad de los campos alemanes no era punitiva ni, desde luego, de exterminio. Por el contrario, se perseguía inicialmente el fin de aislamiento e incluso de protección (así, cuando los alemanes se referían a ellos, empleaban el término de «schutzhaftlager»).

Los terribles sufrimientos y la enorme mortandad de los campos fueron debidos, en su mayor parte, a la administración y guardia de los mismos, a cargo de los propios deportados. Algunos de éstos, reclutados principalmente entre los comunistas, constituyeron la burocracia concentracionaria, clase privilegiada que, falta de todo sentimiento de solidaridad para con sus compañeros, incapaz y brutal, tenía sometidos a los detenidos bajo el terror de sus vergajos. La responsabilidad de las SS, que se limitaba a la guardia exterior, fue principalmente por omisión.

3.ª Las cámaras de gas no existieron. Todos los testimonios procedentes de la literatura concentracionaria son refutados por el autor, y algunos, a su instancia, rectificaron sus afirmaciones.

Ni en Buchenwald, ni en Dora, ni en Dachau, hubo cámaras de gas con finalidad de exterminio.

Tampoco resultan convincentes los testimonios relativos a las cámaras de gas del campo de Auschwitz, aunque lo allí sucedido resulta de más difícil constatación, por tratarse de un lugar situado tras el telón de acero.

Rassinier se expresa textualmente de esta forma:

«Desde 1947 a 1953, he dicho una y otra vez en la prensa francesa que ningún deportado vivo podía haber visto las cámaras de gas funcionando, y cada vez que se me ha señalado alguno que aceptaba la confrontación, lo he cogido en flagrante delito de mentira, y le he obligado a confesar públicamente que, en efecto, no había visto nada de lo que contaba» (pág. 246).

La patraña sirvió para justificar unas muertes, debidas principalmente a los que luego se presentaron como víctimas de los campos, y, al mismo tiempo, para impedir la reconciliación entre Francia y Alemania, «pilares de la unión general» que Rassinier propugna con su obra.

4.ª En consecuencia, es falsa la cifra de 6.000.000 de judíos que, según las estadísticas, fueron gaseados.

También, partiendo de estadísticas, y siempre con el mayor rigor y escrupulosidad, Rassinier demuestra cómo esta cifra de 6.000.000, que se ha obtenido contrastando el número de judíos que había antes y después de la ocupación de Hitler, ha desconocido la partida de una cifra igual, aproximadamente, de ellos para EE.UU., Palestina, etc.

No se trata de justificar o paliar las crueldades antisemitas nazis, sino sólo de que no se falte a la verdad y se entronice una falsedad histórica, beneficiando con ello al Estado de Israel, muy interesado en su papel de antigua víctima, que le reporta hoy cuantiosos recursos económicos, y también al comunismo soviético, primer interesado en que persista la desunión occidental.

Prescindiendo de la finalidad política que Rassinier persigue con su obra, no cabe duda de que toda voz que se alce para restablecer la verdad sobre hechos que podrían ya haberse olvidado, pero que los poderosísimos medios de difusión sionistas se encargan de recordar a diario –presentándolos, claro está, a su manera–, tiene hoy especial importancia: las persecuciones de que han sido objeto los judíos, son leídas en el mundo por millones de nacionales integrantes de un público carente de tensión espiritual, religiosa o patriótica, y presto a aceptar, consciente o inconscientemente, todo lo que se le ofrezca como obra de éxito, cualquiera que sea el color y la intención de quien la escriba.

Porque, reparemos bien: «El Doctor Zhivago» (aunque en limitada medida), «El diario de Ana Frank», «El último justo», «Éxodo», «El Tercer Reich y los judíos», aparte de lo que hayan tenido de explotación comercial, han contribuido a presentar al pueblo judío como una víctima injusta de la comunidad occidental; comunidad, en definitiva, cristiana, pese a las desviaciones y olvidos, más o menos ocasionales, de la doctrina de Cristo y su Iglesia.

Todas las persecuciones son odiosas; pero también es odioso presentarlas desfiguradas –aumentadas en un 100 por 1– y valerse de ellas para abochornar la conciencia de los pueblos que las realizaron, cuando, si consideramos el carácter de generalidad y persistencia a través de las épocas que aquéllas tuvieron, hemos de pensar que el motivo lo dieron las minorías judías asentadas en las comunidades cristianas.

Y nuestras desviaciones y olvidos, no son los judíos –hablamos en términos generales– quienes nos los deban recordar, sino nuestra propia conciencia. Porque, si es cierto que, al defenderse, aquellas comunidades muchas veces se han excedido, ello no significa que dejaran de estar asistidas de la verdad religiosa. Y acentuar el papel de persecutores y verdugos tiende, indudablemente, a mermar el prestigio que han de ostentar quienes postulan una doctrina de amor.

Nosotros no le hemos de negar a los judíos nuestra actitud fraterna y nuestro esfuerzo para sacarles del error; pero tampoco desconocer que, hasta tanto no llegue el día de su conversión, seremos, para la mayor parte de ellos, el enemigo que les ha relegado de su condición de pueblo elegido y que ha seguido a Aquél que ellos crucificaron hace dos mil años.







[1] Ediciones Acervo, Barcelona, 1961.