EL SEÑORÍO TEMPORAL DE LOS OBISPOS DE ESPAÑA EN LA EDAD MEDÍA.


INFORME DADO Á LA REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA CON MOTIVO DE LA «HISTORIA DE LA ANTIQUÍSIMA
VILLA DE ALBALATE DEL ARZOBISPO»


escrita por el Dr. D. Vicente Bordaviú Ponz, cura párroco de la misma villa.
(Zaragoza, 1914-)


I
De nuevo me cabe la honra de informar á la Academia acerca de otro libro presentado por nuestro ilustre compañero el señor Salvador y Barrera, dignísimo Obispo de Madrid-Alcalá; pero esta vez, lejos de tratarse de una obra con vuelos divinos, como
era la Autobiografía de Sor María de Jestís de Agreda, se trata de una historia tan distinta de aquélla, que, aun siendo meritísi- ma por el espíritu que la informa, por los documentos que con- tiene y por el trabajo que representa, aparece algún tanto deficiente por el desajuste de su composición y por la prolijidad de noticias recientes y vulgares, confirmando el eterno lamentar de las imperfecciones inherentes á todas las obras humanas.


Es la historia de un pueblo modesto de la provincia de Teruel, escrita por su párroco actual, el Doctor D. Vicente Bordavíu Ponz, y forma un volumen en 4,0 menor de ó/O páginas, dividida en doce libros, y comprende desde la prehistoria de su primitivo territorio hasta el sorteo de su última quinta; libro, es verdad, sin pretensiones críticas, abundante en divagaciones y en. bagatelas, que impone muchas veces al lector el sacrificio de estéril y fatigosa lectura; pero libro que, á vueltas de estos defectos, achacables siempre al deseo de su discreto y bondadoso autor de familiarizarse con sus convecinos y feligreses, merece recogerse en la más selecta bibliografía de nuestra Historia política y religiosa, y del cual se pueden sacar, como virtudes medicinales de las plantas más sencillas, enseñanzas con que sorprender en los arcanos de la Edad Media el régimen de ins- tituciones venerables y fecundas, que contribuyeron á la formación y desarrollo de la vida nacional á través de las más graves crisis de su historia.


Lo que prueba que en las Historias locales, aun de pueblos pequeños y amortiguados, y sin aquellos elementos tan valiosos para su aprecio y difusión como la severidad del método, las ga- las del estilo y el aparato de erudición, hay algo más hondo y más substancial que reanima su vida interior y las convierte en verdaderos materiales de reconstrucción histórica, como son ios indicios aprendidos en las tradiciones populares, los docu- mentos imprevistos, tan frecuentes en los archivos privados, y hasta la llaneza y sencillez, á veces, con que exponen y comentan los hechos sus honrados y modestos autores.


El libro del laborioso y diligente párroco Sr. Bordavíu, es de aquellos que ilustran más por lo que inspiran que por lo que enseñan, y para demostración de este hecho voy á dedicar algunas páginas á comentar estas inspiraciones de su labor histórica en el punto más transcendente y capital de su copioso y vario contenido; me refiero á la institución que se señala en la simple nominación del pueblo, objeto de su trabajo, el cual, al llamarse Albálate del Arzobispo, bien á las claras indica que constituyó en la Edad Media un Señorío temporal de los Arzobispos de Zaragoza.


II


Mezclados y confundidos con los demás Señoríos eclesiásticos que compartieron con los laicos la organización feudal de los siglos medios, los que ejercieron los Obispos españoles no han alcanzado hasta ahora el detenido examen á que son acreedores por los singulares beneficios que dispensaron á la formación y al .progreso de la sociedad española durante la Reconquista.


Es verdad, que como tales Señoríos participaron de los mismos privilegios é inmunidades de todos ó casi todos los que el régimen feudal creó para suplir á la debilidad de los Reyes, faltos de los necesarios medios de acción con que acudir al remedio de las necesidades de sus pueblos; pero aunque iguales a los demás Señoríos en cuanto á su condición jurídica, en el orden histórico, que es el que á nosotros más interesa, ó sea en las formas y modos de su funcionamiento, merecen capítulo aparte en la historia ejemplar y educadora de nuestras instituciones jurídicas y sociales.


Desde luego, difieren notablemente en este concepto de los Señoríos de Abadengo, con los cuales han venido unidos hasta ahora por razón de la jerarquía eclesiástica de sus poseedores; pues el carácter de ambas potestades, por muy estrecho que haya sido á veces su contacto, es tan distinto, que mientras los Abades representaban una autoridad colectiva, en cierto modo anónima, como que eran elegidos trienalmente por los monjes y no asu- mían sino facultades transitorias y precarias, el Obispo era un poder personal y vitalicio, equiparado por su dignidad á los Príncipes, cuyos honores y prerrogativas compartían en la Corte y en los campamentos, en las Asambleas y en las Catedrales, y cuyas facultades y derechos alcanzaban, por los medios espirituales de que disponía, á imponerse á los demás elementos sociales, y á veces, á hacer valer los fueros de su jerarquía aun á la majestad de los mismos Reyes.


No importa que por fórmula cancilleresca ó por rutina notarial, aparezcan en muchos documentos confundidos los Obispados y los Abadengos, ni que nuestros tratadistas de Derecho, ateniéndose estrictamente á la condición jurídica del Señorío feudal, hayan aceptado esta clasificación, cuando sus investigaciones y sus
juicios históricos tenían bastante con separar los eclesiásticos de los laicos; el hecho es que, reflejando su distinta condición histórica, la Ley dada por D. Juan I en las Cortes de Guadalajara, incluida en el título ó.° de la Nueva Recopilación, dice terminantemente: «no consiente el derecho que las personas legas tengan en encomienda lugares de Obispados ni de Abadengos», y apoya esta resolución el Rey «en la Ley y Ordenamiento que fizo y ordenó, dice, el Rey D. Alfonso, nuestro progenitor, en las Cortes de Alcalá...»


La distinción no puede ser más explícita, y se comprende, porque tan diferente de los demás Señoríos fue históricamente considerado el de los Obispos españoles durante la Edad Media, que hasta su origen, traspasando las fronteras de esta Edad, puede llevarse á los últimos días de la Antigua y sin filiación ninguna germánica, relacionarlo con la descomposición y ruina de la sociedad romana.


Guizot, nada sospechoso en la materia, y tratando de la Historia de Francia, que en punto á la influencia episcopal en el régimen del Estado fué menos eficaz que en España, ha dicho que «el Obispo vino á ser en las ciudades huérfanas del poder imperial latino el jefe natural de sus habitantes, el verdadero Corregidor elegido con el concurso del pueblo, y que a ellos se debe, sobre todo, el que se hayan conservado en las ciudades las leyes y costumbres romanas, que más tarde llegaron á ser la legislación general del Estado» (i).


Así hablaba Guizot respecto de Francia; pero aquí, ese hecho casi general, que dio á los Obispos una potestad temporal cuando todos los poderes públicos se hallaban quebrantados por la anarquía de las invasiones y la ruina del Imperio, tomó carácter legal en el Código del Fuero Juzgo donde en repetidas disposiciones, pero principalmente en la ley 28 del libro 11, artículo I.°, se manda que los Obispos, no solamente amonesten á los jueces que «íudgan tuerto contra los pueblos», sino que en el caso de- ser el Juez porfiado, «entonce el Obispo lo pueda iudgar por sí, y el juicio que fuese enmendado, faga ende un escripto de cuerno lo enmendó», y lo envíe al Rey para que lo confirme; disposición que entraña el principio esencial de todo Señorío que, según la
Ley de Partida, consiste en el merimt imperium, «que quiere tanto decir, añade el Rey sabio, como puro é esmerado mandamiento de juzgar los de su tierra».


De este origen peculiar de la más alta atribución de los Señoríos Episcopales de España, resulta otra diferencia con los de Abadengo, y es que mientras éstos fueron más territoriales, acumulando la propiedad en sus vastos dominios, aquéllos fueron más jurisdiccionales, concediendo á los Obispos más autoridad y más amplitud en la administración de justicia, como expresión del mero y mixto imperio consignado en la Ley de Partida.


Un Señorío que tiene raíces tan hondas en la Edad Antigua,
como elemento de renovación social al derrumbarse el vasto edificio del imperialismo romano, que encarna en nuestro derecho positivo cuando la Monarquía hispano gótica había alcanzado su mayor esplendor y cultura en el Código del Fuero Juzgo; que fiel á su carácter y á su historia, al verse invadida España por las huestes muslímicas, acude con solicitud paternal á salvar de la ruina los restos de la civilización hispano goda y á liberar el territorio de la servidumbre agarena, restaurando las Sedes episcopales como valladares inexpugnables de la reconquista nacional; un Señorío que tiene tales orígenes no puede confundirse con los demás, aunque tenga con ellos las analogías á que obligaba el régimen feudal de aquellos tiempos, tan predominante en la constitución de los pueblos europeos, como pueden serlo las reivindicaciones del proletarismo en la sociedad contemporánea.


La alta representación del Obispo, ungido como los Reyes con el óleo santo, investido de facultades sagradas, ostentando una tradición de méritos contraídos en las grandes crisis por que había pasado la sociedad cristiana, entró, como entraron todos los poderes sociales en el régimen feudal de la Edad Media; pero no por eso se amenguó su autoridad, ni se confundió ni unificó con las de los demás Señoríos temporales, sino que poseyendo los mismos privilegios y las mismas inmunidades, los realzó con su ministerio divino y los transformó con su acción paternal y fecunda.


De aquí, que en muchas ocasiones, según consta en los diplo- mas, los Obispos cooperasen con los Reyes en la concesión de esas mismas inmunidades que fueron el origen del poder feudal (i).




En el pergamino más antiguo que existe en nuestra Biblioteca Nacional, y que ha ilustrado, como él sabe hacerlo, nuestro sabio director el P. Fita, con motivo de inmunidades concedidas al Monasterio de San Millán, dice el privilegio real: «.El annuentibue et cooperantibus ómnibus regni nostri episcopis>>\ y más adelante repite: «kirie regie donacioni inierfuerunt episcopi Iulia- nus, etc., etc.» (2).


¡De tal modo los Obispos aparecen cooperando á las más altas funciones de los Reyes dentro de la misma organización del régimen feudal!


III


Ya comprenderán los señores Académicos que no permiten las. proporciones de un Informe entrar á comparar aquí esta institución nuestra con las análogas de las demás naciones cristianas de Europa, donde el poder de los Obispos ejerció también influencia eficacísima en la reconstrucción de la sociedad perturbada por la caída del Imperio romano y por la invasión de los pueblos germánicos; sólo diré, adelantando ideas que he de desarrollar después, que los Señoríos temporales de los Obispos de España no alcanzaron, ni en las Sedes más altas y poderosas, como fueron las de Toledo, Tarragona y Santiago, aquella plenitud de la potestad política y civil, que fué tan común en las Sedes alemanas durante la Edad Media, hasta elevarse á la categoría de verdaderos Principados temporales, con intervención directa en el régimen del Imperio, federalmente organizado; nuestros Obispos, aun los más insignes y más esforzados, se mantuvieron siempre dentro de la órbita de un Señorío paternal, ejercido en beneficio de las clases humildes, amparadas por ellos de las violencias de los magnates, empeñados en hacer valer su poderío y sus privilegios contra la soberanía y prerrogativas de los mismos Reyes.


Pero aun sin la importancia política que los extranjeros, los Señoríos Episcopales de España, por su número y por su acción social, merecen el estudio atento ,y hasta cierto punto separado de los investigadores y tratadistas de nuestras instituciones medioevales.


Para calcular aproximadamente su importancia y su número, he dispuesto de un recurso muy eficaz que me ha proporcionado nuestro sabio compañero el señor Obispo de Madrid-Alcalá, solícito para toda obra de progreso histórico y científico, y ha consistido en preguntar á sus Venerables Hermanos por los Señoríos que poseyeron sus ilustres predecesores, y por los documentos, publicados ó inéditos, que acerca de ellos se conservan en sus archivos diocesanos.


Las contestaciones, tan eruditas como acertadas, forman por sí solas una fuente muy útil para ei investigador que trate de ha- cer el estudio definitivo de este asunto; pero aquí sólo aprovecharé sus datos más salientes., empezando por afirmar que, si no todas las Sedes episcopales, dos terceras partes de las españolas poseyeron Señoríos temporales.


Su origen no puede ser más vario, ni más diversos los derechos dominicales que disfrutaron sus poseedores; fué distinta su duración y pasaron por vicisitudes muy diferentes; pero todos, desde los que empezaron con los primeros pasos de la Reconquista en las escabrosidades de las montañas cántabras, hasta las que se formaron con los últimos en las fértiles márgenes del Guadalquivir y del Darro (i); desde los más humildes hasta los más encumbrados, fuera cualquiera su importancia religiosa y política, ostentaron un mismo espíritu de benignidad y de protección para sus clientes y vasallos.


En tres grupos me atrevo á clasificar los Señoríos Episcopales de España: los enclavados en la zona del Nordeste, que formaba el territorio de la Marca hispana, ó sea Cataluña con los Estados adyacentes en la Edad Media; los establecidos en el Noroeste, que abarcaba todo el término de Galicia, con Asturias y algo de León, y, finalmente, los de la región central, comprendida en las
fronteras ele Aragón y Castilla.


En esta sección es donde se hallaba el Señorío que motiva el
presente estudio.


Los Señoríos Episcopales de Cataluña participaron más que los
otros de la influencia germano-franca, traída á esta región por las intrusiones de Cario Magno y de sus sucesores los Reyes Carlovingios, influencia que ha sido objeto de esmerado estudio por parte de nuestro docto compañero el Sr. Hinojosa (i); los de Galicia, por su contacto con Santiago, población cosmopolita en la Edad Media y por sus relaciones con Sahagún, participaron del carácter germano-franco, aunque con caracteres de independencia propia por su alejamiento de los altos poderes del Reino; su estudio ha adquirido gran interés en las obras de López Ferreiro y singularmente en sus Fueros municipales de Santiago y de su tierra, y en las de nuestro erudito compañero el Sr. Puyol (2),




En cuanto á los Señoríos del territorio central, con ser los más desatendidos, son precisamente los que mejor ostentan y con más vivos caracteres demuestran el espíritu propio de esta institución, que si por una parte se enlaza con nuestras instituciones legales, por otra se relaciona directamente con la vida social, religiosa y política de la Monarquía cristiana de España durante los siglos medios.


Antes de seguir adelante creo justo decir que al hablar de señoríos temporales, parece expresar esta frase un estado de prosperidad material que iguala á nuestros Obispos con los señores laicos que acomularon riquezas capaces de competir con las de los Reyes y en ocasiones de superarlas; pero de tal modo este concepto pugna con la verdad histórica en la mayoría de los casos, que cuando D, Fernando III en 1231 donó al Obispo de Orense, que disfrutaba de varios Señoríos desde los días de Ordoño I, la Iglesia de Quizanes, lo hizo, según declara en el documento que se conserva (i), «para que tuviese pan de trigo á su mesa». ¡Tan próspera debía ser la situación de estos señores temporales en el siglo XIII!


Y se comprende que sucediese así al considerar en lo que consistían y á lo que obligaban la mayor parte de estos Señoríos.


Nada menos que diez y seis jurisdicciones poseyó el Obispo de Mondoñedo, pero de su importancia puede juzgarse por la del valle de Tornes, concedida en 952 por el Rey D. Ordoño, y cuyo tributo consistía en un jabalí (2).


Sin ir tan lejos, ahí está el dignísimo Arzobispo Primado de España, el sabio Cardenal Guisasola, que con singular gracejo, refiere la inesperada audiencia que recibió, cuando habiéndose posesionado en 1893 de la Sede del Burgo de Osma, le anunciaron un día la visita de nutrida Comisión de autoridades y vecinos de Quintanas Rubias de Arriba, que venían á rendirle pleito homenaje como á Señor de la villa y le traían la prestación ó tributo correspondiente, que consistía en un pingüe cordero.


La desproporción entre la mezquindad de estos tributos y los enormes dispendios que imponía la dignidad episcopal en aquellos siglos revueltos y calamitosos era tan grande, que el Señorío, más bien que lucroso beneficio, era carga pesada por las atenciones y compromisos que traía consigo, empezando porque los bienes territoriales de los Obispos, aunque recibidos en juro de heredad, eran cedidos por éstos á sus vasallos en diversas formas de precario', término que, según el Sr. Azcárate , comprende, á juicio de unos, todas las formas de la propiedad censual, y á juicio de otros, una de ellas; pero que todos están conformes, añade el citado profesor, en que, como tal forma de la propiedad fué usada antes que por nadie por la Iglesia'(l), y consistía en dar la propiedad de por vida; especie de desamortización equitativa y ordenada que ponía espontánea y aseguradamente la tierra eclesiastizada del Señorío en manos de los vasallos, para que como propia y libre la cultivaran y disfrutasen.


IV


Con gran sagacidad, propia de su claro juicio, ilustrado por el conocimiento exacto de los hechos, nuestro docto compañero el Sr. Puyol ha sacado de su profundo estudio sobre el Abadengo de Sahagún (2) varias luminosas y fecundas conclusiones, y entre ellas una que arroja sobre todas sus páginas claridad meridiana, y es que para juzgar del poder que los Reyes concedieron á los Señores de sus reinos, no basta la lectura de los privilegios; «entonces como ahora y como siempre, añade el docto historiador, el derecho que se cumple representa una parte mínima del derecho que se escribe; una cosa es el precepto, y otra cosa es su eficacia» (3); observación muy atinada que sirve para esclarecer muchos hechos, al parecer, inexplicables, y que tratándose de los Señoríos temporales de los Obispos españoles, aún más que de los de Abadengo, es clave que puede aplicarse á los diversos períodos de su historia.


Porque, no obstante la profunda religiosidad de los Reyes, tan ponderada en los diplomas, siendo poderes que tenían que luchar con enemigos implacables y fuertes, como propulsores y reguladores de toda la organización política y social, no desaprovecharon nunca la ocasión de abastecerse de armas eficaces para la ejecución de sus empresas, y acudían á cada paso á la Iglesia para recabar de su acción eficaz y poderosa los recursos de que necesitaban, y los medios de allanar, hasta con. gracias espirituales, el áspero camino de sus empresas políticas y guerreras.


De aquí la especie de condominio ó de coparticipación, si se quiere, que mantuvieron los Reyes con los Obispos en las funciones del Señorío, y la difícil situación, que crearon á éstos las reivindicaciones de los vasallos asediados por dos poderes, que estrechaban sus libertades y mermaban su bienestar económico con doble suerte de prestaciones y tributos.


En vano los privilegios reales están llenos de altísimas inmu- nidades y de concesiones espléndidas sobre todos los ramos del Gobierno del Estado y de la Administración publica, pues m en el orden legislativo, ni en el ejecutivo, ni en el judicial, como prueba cumplidamente Puyol, dejaron los Reyes de intervenir en el régimen de los Señoríos Episcopales como en los Abadengos, manteniendo con los elementos plebeyos una relación, á veces capciosa, que le servía para ir apoderándose de la vida civil y política de los pueblos á espaldas de las repetidas pragmáticas y sentencias conformatorias de los privilegios señoriales.


Con notable acierto en los problemas de la historia de las ins- tituciones medioevales, dice el Sr. Puyol al terminar de exponer las enseñanzas de su admirable trabajo: «Acaso la importancia de las precedentes conclusiones no quede limitada á condensar la doctrina expuesta sobre un caso particular de feudalismo, pues es casi seguro que con pequeñas y muy accidentales variantes pudieran extenderse á todos los demás Señoríos de Abadengo de
los Reinos de León y Castilla» (i),


Y así es, en efecto, con la circunstancia agravante de que los Señoríos Episcopales por su carácter más eclesiástico, si cabe decirlo así, por la jerarquía más espiritual de sus poseedores, por las funciones más paternales con que se ejercía, fueron aún más intervenidas por los Monarcas y resultaron aún más absorbidos y como asimilados á las funciones y prerrogativas de la Corona.


He dicho que esta constante intervención de los Reyes en la administración y gobierno de los Señoríos Episcopales, creó muchas veces á los Obispos graves conflictos con sus vasallos, y en efecto, en aquellos días de verdadera anarquía social, propia de la reconstrucción de un pueblo desolado por las guerras más encarnizadas, las luchas fueron inevitables, pero se redujeron á dos formas principalmente; desde el siglo XIII hasta el xv lucharon los Obispos para contener y refrenar la revolución popular que fermentaba en los Concejos, ávidos de lograr su emancipación de las clases privilegiadas, acogiéndose á la potestad más apartada, y, por lo tanto, menos vigilante de los Reyes, y desde el siglo xvi al XVIII lucharon con sus Cabildos, que les disputaban el condominio temporal, para sustraerse 3.1 hacerse fuertes contra los avances crecientes de las regalías de la Corona. !


Siempre apuntando la perpetua lucha entre la Iglesia y el Imperio!


De estas dos etapas de las luchas temporales de los Obispos españoles, la más interesante, la más compleja, la que encarna más en nuestra historia social y política, es.la relativa á la emancipación de los Concejos, mal avenidos con todo régimen de privilegio que mermase de alguna manera su independencia política y su autonomía administrativa.


En este punto se conservan páginas interesantísimas que, revueltas con las de la historia general de nuestras instituciones, no han tenido aún el relieve que merecen para que se destaquen en la marcha progresiva de nuestra organización social durante la Edad Media.


Y sucedió entonces lo que sucede ahora, y es que á las justas reivindicaciones de las clases humildes, casi siempre oprimidas, se mezclaron, con espíritu de rebeldía, todos los elementos mal avenidos con el sosiego público, promoviendo asonadas y motines que obligaban á la autoridad inmediata á reprimirlos, con menoscabo de las aspiraciones legítimas de sus vasallos.


De este hecho tenemos en la historia de los Señoríos temporales de los Obispos de Galicia dolorosos ejemplos, hasta el punto de que en Lugo, cuyo Señorío temporal se remonta á los días de su restauración, las luchas entre el Señor y sus vasallos llegaron al extremo de que un Obispo, D. Juan Martínez Díaz, en el primer tercio del siglo xiv, fué condenado á muerte á petición del Municipio, aunque la sentencia se conmutó en estragamiento perpetuo, y otro, D. Lope, á principios del xv, fué asesinado en una sedición popular, en la que se mezclaron, según parece, elementos hostiles á la paz del Reino, como que entre los asesinos figuraban los llamados hombres del juez.


En el resto de España, y sobre todo en León y Castilla, no faltaron tampoco estas intestinas discordias, que obedecían, á una causa ya expuesta anteriormente, y era que los pecheros se veían importunados por dos clases de exacciones, las del Señor y las del Rey, y ante situación tan precaria buscaban la emancipación en el cambio del Señor próximo por el lejano, tanto más cuanto que el lejano se ofrecía como el amparador de sus libertades y era sin remedio el juez definitivo de sus quejas y apelaciones.


Pero digamos muy alto, que en Castilla no alcanzaron estas diferencias la violencia que en Galicia, donde según López Ferreiro, abundaban los caballeros poderosos, altaneros y sueltos á toda clase de excesos y atrevimientos, que arrebataban á la Iglesia sus tierras y promovían contra los Prelados continuas rebeliones para encubrir sus rapiñas y desafueros.


Se comprende que la Historia, de la que dijo Lacorclaire que era el archivo de las miserias humanas, haya recogido los sucesos más escandalosos, con preferencia á los que corrían edificantes y tranquilos en los demás Señoríos Episcopales.


En Palencia, por ejemplo, cuyo Obispo poseyó muchos lugares ele Señorío, y entre ellos la capital Diocesana, ocurrió en los días de Enrique IV que, como este Monarca arreciase en la constante intrusión de los Reyes en la jurisdicción temporal de los Obispos, envió un Corregidor, que fué el Br. Alonso González de la Serna, y el pueblo se amotinó contra el enviado regio, en defensa de la jurisdición del Prelado, y no tuvo otro remedio que escapar dejando libre y desembarazada la autoridad temporal del Obispo, á quien el Concejo reiteró el juramento de obediencia y de vasallaje; por los privilegios, decía, y donaciones reales de que gozaba.


V


Entre las numerosas cargas que agobiaban el' patrimonio de los Obispos, y que si á todos alcanzaba, comprometía más de cerca á los que ejercían Señorío temporal por razón de la jurisdicción y del patronato, hay dos que tenían casi constantemente agotados sus recursos, muy escasos para atender á necesidades tan urgentes y tan caras; me refiero á la repoblación del territorio diocesano, después de su reconquista, y á la erección de catedrales, monasterios, escuelas y hospitales.


De la repoblación monumental no he de ocuparme ahora, porque forma la historia entera de nuestra arquitectura religiosa durante los siglos medios; pero sí de la función más alta del Señorío, que, á modo de la ejercida por el padre de familia en el hogar doméstico, empezaba por levantar los arruinados solares de la patria y agrupar en ellos la antigua población indígena que había dispersado la invasión, para que creciese y se multiplicase al amparo de los privilegios de que gozaba la Iglesia, rejuvenecida por el esfuerzo de la resistencia y de la lucha.


Porque es un hecho perfectamente demostrado, que á los avances de las armas cristianas reconquistando el territorio nacional, correspondían las restauraciones de las Sedes episcopales como consolidación del dominio adquirido y reconstrucción progresiva de la patria.


La distribución de la población nueva, su organización por medio de las Cartas pueblas, fué obra en que intervinieron muchas veces los Obispos, por lo cual sus Señoríos fueron surgiendo bajo muy diversas formas, por etapas sucesivas, como expresión de necesidades crecientes de la sociedad, y como régimen de paternidad que iba acrecentando bajo la misma defensa y protección el patrimonio moral y religioso de la nueva familia española y cristiana.


Así sucedió en Lugo, donde el Obispo Odoario no solamente repobló la ciudad con sus propios parientes (ex estirpe mea populabi) y con sus criados (fmnuli et servitores), sino que extendió su incansable solicitud á otros muchos pueblos derruidos, y á los diez y siete años de haber dejado de ondear el estandarte de la medía luna sobre el territorio lucense, se hallaba repoblado con familias cristianas y reorganizado con una administración paternal y previsora.


Esto ocurría al mediar el siglo vnr. ¿Qué Señorío más antiguo, más legítimo, ni más fecundo para la Reconquista de España?


No lejos de Lugo, otro Obispo, D. Juan Segundo de Mondoñedo, obligaba á sus vasallos, por virtud del Señorío que ejercía sobre el Castro de Oro, á que aumentasen la población con nuevos vecinos, hasta llegar á 300, y concedía á este efecto gracias y mercedes, tanto para los antiguos, como para los nuevos moradores.


El primer Señorío de los varios que tuvo el Obispo de Palencia, fué concedido por Bermudo III en atención á la repoblación de su territorio, por lo que dice el documento cujus exhortatione ipsam Palentiam restaurare volumus, llevando su munificencia el Rey hasta transferir al Obispo todos sus derechos y honores: Nullo jure nobis reservato, jura et honores (1).


En Sigüenza, cuyo Señorío empezó con la conquista del territorio, que quedó por algún tiempo siendo frontera de los- moros, para contener las irrupciones de éstos, el Emperador Alfonso VII concedió al Obispo la facultad de llevarse de distintos lugares hasta
cien casados con sus familias ne >,.maurorum.,,, dice el diploma, impetuosa violeniia... devastare valeant etpraedari (2).


Verificada la reconquista definitiva de Murcia en Febrero de I2Ó6, fueron muchos los moros que se bautizaron en los caseríos de su Huerta, y como demandasen brazos los fértiles campos valencianos, fomentados por la política organizadora de D. Jaime, se desarrolló la práctica de comprar moros bautizados de Murcia para llevarlos á aquellas tierras, con lo cual la despoblación de la vega murciana iba en aumento, y con ella la decadencia y ruina de sus espléndidos regadíos.


Un Obispo, D. Diego Magaz, acudió á remediar este daño, obteniendo del Rey Don Sancho IV, en 29 de Julio de 1290, una Real pragmática para que no se pudieran vender moros bautizados, con cuya acertada providencia, á un mismo tiempo, se dignificaba la condición de los conversos y se contenía la creciente despoblación de la Huerta (i).


Últimamente, he aquí cómo describe el ilustre López Ferreiro el origen episcopal de la ciudad de Santiago: «Descubierto el cuerpo del Apóstol bajo la bóveda de una antigua arca y túmulo de piedra, y entre las espesas breñas de una parte de bosque, el Obispo Iriense, Teodomiro, fijó allí su residencia é invitó al Rey Don Alfonso II á que viniese á reconocer por sí mismo el ven- turoso hallazgo; el arca se convirtió en iglesia, las breñas y matorrales pasaron en breve tiempo á ser viviendas y habitaciones; y allí, en el solitario bosque, surgió de pronto una ciudad cuyos destinos, si modestos en el orden civil, habrían de brillar entre
los de los más célebres del orbe cristiano» (2).


VI


Pero si la repoblación de los campos fué durante la Edad Me- dia la función primordial de los Señoríos Episcopales, por singular providencia quedó como vinculada en ellos para mantener la tradición gloriosa que había sido el complemento obligado de la empresa nacional de la Reconquista.


Y así fué que, tan pronto como el marqués de la Ensenada
inició el propósito de remediar la despoblación de España, que venía arrastrando de los siglos xvi y xvn, con el establecimiento de colonias que bajo la protección del Estado llevasen la vida y la fecundidad á los lugares más abandonados y más estériles, varios Obispos que poseían Señoríos se apresuraron á cooperar con su acción personal á esta empresa patriótica, renovando aquel espíritu de paternidad que había contribuido á la repoblación de España durante la Edad Media.


La historia de Albálate del Arzobispo nos ofrece un ejemplo muy notable, que si no iguala á las tentativas de los Gobiernos en los dispendios, las supera, con grandes ventajas, en el acierto y en ia duración.


El Sr. Bordavíu ha sido en este punto pródigo de noticias interesantes que, bajo el rótulo de Señorío, yacían se- pultadas en los más relegados legajos del archivo metropolitano de Zaragoza.


La despoblación de la villa de Almochuel, perteneciente al Señorío de los Prelados de Zaragoza, debió ocurrir en el primer tercio del siglo xvi, y á contar desde esta fecha desapareció el pueblo y quedó convertido en pardina (nombre aragonés, que equivale á prado ó dehesa).


Enterados los Arzobispos de esta pérdida, comienza un período de tentativas para repararla, y ora construyendo casas y cediéndolas á los colonos, ora dando graciosamente porciones de tierra, fué formándose un nuevo pueblo con plantíos de viñas, olivos y moreras.


Pero el desarrollo de la población era todavía lento, sin duda por egoísmo de los mismos patrocinados de los Arzobispos y Señores, cuando ocupó la Sede de Zaragoza D. Agustín de Lezo y Palomeque, el cual, respondiendo al movimiento iniciado por los Monarcas, obtuvo de Carlos IV una Real Cédula aprobando un plan nuevo de repoblación, conforme al cual se llevó á cabo en el año de 1788, La Carta de población, (i) es un documento interesantísimo, He aquí en Qué términos se expresa el señor Arzobispo: «Considerándome íntimamente obligado por mi Señorío y dignidad, á la gloria de
Dios y servicio del Rey y de la patria, he podido hacer y formar en mi Arzobispado y en la Pardina llamada de Almochuel, propia de nuestra dignidad, existente entre los términos de esta nuestra referida villa de Albalate y los de Belchite, una población de 14 casas, que se están concluyendo de construir á nuestras propias expensas, que las han de ocupar otros tantos vecinos honrados, á quienes se les han de aplicar y asignar los catorce Quiñones ele tierra, que se hallan -formados ya, y distribuidos en las catorce hojas que de nuestra orden se han hecho; y se hallan en el expediente que en razón de ellos se ha formalizado por nuestro Administrador general, y debiendo ya ahora elegirse pobladores para dichas casas, ponerle nombre á la villa y nombrar Alcalde que ejerza la Jurisdicción, y formar con dichos pobladores el correspondiente acto de población que les asegure las haciendas, tierras y demás cosas que han de tener y disfrutar para su más feliz estabilidad, como también los derechos, frutos y emolumentos que han de quedar reservados para Nos y nuestra Dignidad.»


Los actos que se siguieron á esta Carta puebla, la elección de vecinos, la demarcación de tierras que recuerda uno de aquellos famosos repartimientos de la Edad Media, el sorteo de las casas y quiñones, la toma de posesión y las declaraciones que hicieron los nuevos vecinos, referido todo en la Historia de Bordavíu, forma un conjunto de prácticas tradicionales y jurídicas que enlazan las postrimerías del. siglo xvm con las repoblaciones de la Reconquista en los siglos xn y XIIL El Arzobispo añade á estas concesiones,, como nuevo estímulo de sus moradores y para que sus fatigas pudiesen alcanzar la felicidad temporal correspondiente, en servicio del Rey y del Estado, así para los vecinos actuales, como á cualesquiera otros que acudiesen á poblar y avecindarse en dicha villa, todo el distrito y término de ella, con todas sus tierras, hierbas, leñas, aguas, etc., con sólo las reservas de los derechos del Señorío.


¿Y qué reservas eran éstas? «La jurisdicción civil y criminal, el derecho de nombrar Alcalde y el designar para Regidor uno de aquéllos á quienes se propusiera para ello por el pueblo, para que éstos administren y ejerzan la referida jurisdicción conforme al estilo y práctica de España» (i).


¿Podía ser ni más benigno, ni más popular, ni más español el Señorío? En cuanto á las prestaciones materiales, la principal era el derecho de ocheno, 6 sea el pago de una octava parte en la percepción de ciertos fondos, incluyendo en él los diezmos y primicias que de tiempo inmemorial se cobraban por todos los rendimientos de la tierra.


Compárense estos procedimientos con los dispendiosos y complicados de nuestra Colonización Interior, iniciada, como dice la ley de su creación (i), con el carácter de ensayo, y para el cual se empezó por destinar 1,500.000 pesetas, y dígasenos lo que cuesta á la nación el desconocimiento y menosprecio de la Historia, llena de útiles enseñanzas para los altos ñnes de su prosperidad y grandeza.


VII


Justo es decir algo, antes de concluir, sobre el uso que los Obispos hicieron de las funciones de justicia, que como Señores temporales disfrutaban.


En este punto me bastará citar un caso que los eclipsa á todos. Por los años de 1468 al 9$ ejerció el Señorío de Sigüenza su Obispo D. Pedro González de Mendoza, vastago insigne de la poderosa casa del Infantado, y como en uso de sus atribuciones tuviese que nombrar un Alcalde Mayor para la ciudad, puso grande empeño en que recayese el nombramiento en sujeto digno por la entereza de su carácter y por la capacidad de sus talentos de representar y ejercer con el mayor acierto esta alta función del Señorío.


¿Y sabéis á quién nombró? A un pobre clérigo, que á despecho de la humildad que le arrastraba al claustro, se veía empujado de la corte del Cardenal Carrillo á la del Cardenal Mendoza, y que más tarde, ceñido ya el sayal franciscano, había de recoger de las manos del Rey Católico el cetro de España para entregarlo más entero y más respetado á las del Emperador Carlos V.


De este Alcalde del Señorío Episcopal existen, en el archivo del cabildo de Sigüenza varias sentencias y ordenaciones que más de una vez he manejado con veneración en los empolvados Legajos del Señorío, y que ahora andan ya impresas en su mayor parte, gracias á la sabiduría y abnegación de otro Obispo, que por su consagración histórica, bien puede recabar el título honorífico del antiguo Señorío (i).


El.Br. Gonzalo Jiménez de Cisneros, así se titulaba entonces, en sus funciones de Alcalde Mayor «sentado en la Puerta de la Cadena de la Santa Iglesia Catedral, á los pies de la imagen de Nuestra Señora», como encabezaba sus fallos, dictó una serie de disposiciones para promover el abaratamiento de las subsistencias en la ciudad, que ya quisiéramos que en lo que el cambio de los tiempos permite, se pusieran hoy en práctica para la buena ordenación y regimiento de nuestras costumbres y beneficio de las clases pobres.


El carácter de Cisneros se apunta ya en estas disposiciones y, sobre todo, cuando en un Otro sí, dice: «que por cuanto poco aprobecha facer ordenaciones para el buen regimiento de las ciudades é otros lugares, sino se traen á ejecución, se procure que haya fieles ejecutores, y estos hayan de ser puestos por el Señor uno, y otro por el Concejo, y estos fueren por un año entero é no más, é fagan juramento que fiel é verdaderamente sin cautela ó encubierta ó engaño alguno ejercerán é ejecutaran sus oficios é trabajaran por todas maneras de saber la verdad de todo lo que á sus oficios tocare» (2).


Bien se ve que estos Señores feudales, no de horca y cuchillo, sino de báculo pastoral, no entregaban á cualquiera la administración de justicia y el gobierno de sus vasallos, sino que, con sagacidad paternal, descubrían en los hombres más modestos a los más hábiles jueces y gobernantes, y por tan pequeños ensayos los disponíanla dirigir, con soberana maestría y acierto, los destinos de su patria.


De aquí una deducción que tanto nos interesa como historiadores y como ciudadanos, y es que, registrando con diligencia y crítica competente en los Archivos eclesiásticos ó episcopales los legajos de Señorío al parecer tan pasados de actualidad y de moda, se podrían encontrar tesoros de ordenaciones y regimientos como los citados de Sigüenza, y con los cuales se acrecentaría la legislación moderna en lo que toca, y tanto interesa, á la cuestión social, que es el caballo de batalla de nuestra legislación económica.


VIII


La decadencia y la extinción de los Señoríos Episcopales vino á corroborar los caracteres con que se habían desarrollado en el largo curso de su historia, porque no fueron las Cortes de Cádiz con sus leyes desamortizadoras las que les dieron el golpe de gracia, sino todo lo contrario, fué Felipe II el que obtuvo de la Santidad de Gregorio XIII un Breve, por el cual se le autorizaba para desmembrar, aun sin consentimiento de los Prelados, pero mediante una equitativa recompensa, cualesquiera villas y lugares pertenecientes a la Iglesia de España.


La medida centralizadora fué tan dura, que el mismo Monarca hubo de arrepentirse de ella á la hora de la muerte, mandando que se buscase forma para volver y restituir á la Iglesia los lugares que se le habían quitado y desmembrado (i); pero el golpe estaba dado, y no fué preciso mucho esfuerzo para que los Obispos, cansados de una lucha secular, se rindiesen á la nueva acometida del regalismo, y fueran devolviendo á la Corona sus privilegios de jurisdicción y sus inmunidades temporales.


Por eso, la ley de 1811 apenas se dejó sentir en este orden de la vida nacional, y los Señoríos continuaron como venían ya siendo, un título meramente honorífico, que representaba una tradición venerable y gloriosa.




Fuerza es concluir, ya que la materia es inagotable. Aquéllos Señores que con paternal solicitud y acierto consagraban las mentas de sus Señoríos y las atribuciones de su jurisdicción á la repoblación de los campos y al alivio de los menesterosos, podían errar en muchos casos, y hasta abusar, á veces, de sus inmunidades y privilegios; pero no puede negarse que se adelantaron algunos siglos á las empresas de la administración moderna, y con ahorro para la hacienda pública, realizaron obras de mejoramiento en aldeas y ciudades, en los territorios más pobres y en los campos más abandonados.


Ya que en el correr de los tiempos pasan los hombres y sus instituciones, sus empresas y sus monumentos, sus grandezas y dignidades, que recoja la historia las enseñanzas que nos han dejado, para encauzar con la experiencia de sus sacrificios, el curso progresivo de las generaciones futuras, herederas de un rico patrimonio en una patria formada por guerreros y por Prelados.


Madrid, 15 de Febrero de 1916.


MANUEL PÉREZ-VILLAMIL


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