Prólogo
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El fracaso de la actual civilización europea
EL OCCIDENTE Y LA HISPANIDAD no es propiamente un libro de historia, sino más bien de filosofía de la historia, ciencia que, entre nosotros, cuenta con predecesores tan ilustres como Orosio, San Isidoro, Balmes, Menéndez y Pelayo y, en nuestros días, Ramiro de Maeztu.
Pero ni la Historia ni la Filosofía de la Historia, pueden hacerse al modo hegeliano, con arreglo a fórmulas preconcebidas, que imprimen de antemano a los hechos un necesario y particular sentido; por eso este libro, sin ser una historia, recoge en sí todo cuanto de más significativo en ella ha acaecido, particularmente en la española, para ensayar sobre ello una explicación racional que nos ponga en posesión de los estambres fundamentales sobre que va urdida la trama del acontecer histórico del mundo.
La coyuntura histórica que motiva este libro tiene mucho de parecido con la que motivó los de San Agustín y Orosio, a la caída del Imperio Romano. Hoy está en crisis una civilización tipo standard, mecanicista y ateo, de predominio de la máquina sobre el hombre, de la raza y el dinero sobre los valores éticocristianos. Pero así como la caída del Imperio no acarreó la muerte de lo que había de sustantivo y humano en la obra de Roma, lo que recogido por el Cristianismo pasó a informar, vigorizado por la nueva fe, la vida de las nuevas sociedades; así, hoy, lo que ha de morir no ha de ser la auténtica civilización cristiana, sino el sentido materialista y ateo, de maquinismo exagerado, que se le ha venido imprimiendo desde el Renacimiento a esta parte, acentuado por las doctrinas de la Ilustración, y llevado al orden de las realizaciones prácticas y sociales por los secuaces de Rousseau. Marx, Engels, Nietzsche y Lenin. Asistimos al fracaso, como dice el autor, de lo que alguien ha llamado acertadamente “estado bárbaro de la razón sabia”.
Y el gran problema de la Filosofía de la Historia ha sido siempre enlazar los hechos temporales con una idea trascendente que los dote de sentido. El hombre ha perdido la fe en sí mismo y en la colectividad de que forma parte, y no se trata ya de una cultura que muere aquejada de un desgaste biológico, ni del final de una etapa histórica; es el fracaso total y rotundo de unos principios que, alejando al hombre de Dios, en quien se hace fuerte y estable, le ha alejado de sí mismo, dejándole a merced de su movilidad e inconstancia. Como ha dicho Ortega y Gasset, las gentes frívolas piensan que el progreso humano consiste en una acumulación cuantitativa de las cosas y de las ideas. No; el progreso verdadero es la creciente intensidad con que percibimos media docena de ideas cardinales que late convulsas, como perennes corazones, en la penumbra de la Historia. Cuáles son esas ideas es lo que nos reclama el autor de este libro.
Camino de salvación
Para salvarse, hoy como ayer, el Occidente no tiene más que un camino: la vuelta a su tradición cristiana, rehaciendo la unidad espiritual de Europa, dentro del Catolicismo, única universalidad y único imperialismo en que se respetan los derechos de cada nacionalidad sin incurrir en exagerados nacionalismos.
Después del intento de universal monarquía ensayado por España, y cuyos frutos perduran a través de la Hispanidad, toda otra universalidad -ha dicho muy bien Menéndez Pidal- ha quedado excluida. “Sólo, ahora, algunos hombres -dice- vuelven a buscar afanosos un principio unificador que pueda restaurar en el mundo la deshecha ecumenicidad. Si, cualquier día, la Humanidad emprende tal restauración, entonces, sin duda, España tendrá algo que hacer en el abnegado camino de ese ideal”. Esta es la gran lección que el autor de este libro intenta recoger en sus páginas.
Unidad moral del Occidente europeo
El autor, después de demostrar la existencia de un espíritu general en Europa conjugándose con el peculiar de cada nacionalidad, pasa a desentrañar lo que está en la esencia de ese espíritu, que no es otra cosa que la civilización cristiana, en quien y por quien pasaron a Europa las esencias culturales de Grecia y Roma. Con Chesterton, Keyserling y Belloc, repite el autor que el cristianismo es el destino de Occidente y la fuente de su prosperidad.
Hay que volver al sueño medieval del reinado de Dios sobre la tierra. “Las más eminentes figuras de todas las confesiones -ha dicho Keyserling- acarician hoy la idea de establecer un cristianismo universal”. Ese cristianismo es el Catolicismo, que tiene en España su más alto exponente, ya que la Hispanidad no es otra cosa que la realización de la idea católica en el universo.
Esta conclusión se impone: sin Cristianismo no hay Europa. Hasta los fenómenos políticos y culturales europeos de índole menos religiosa (la Revolución francesa, el socialismo o el idealismo de Kant) son estrictamente incomprensiones sin supuesto radical del Cristianismo; y otro tanto vale para los principios básicos del invocado orden nuevo. ¿De dónde sale, en su última instancia, el derecho de todas las naciones al disfrute de los bienes de la tierra? ¿De dónde la afirmación de la dignidad humana en las relaciones económicas y sociales, o la superación de la antinomia clasista, a base de una igualdad sustancial de los hombres y una accesoria desigualdad por la jerarquía en el servicio? Si se suprime lo que el Cristianismo ha traído a la conciencia de todos los hombres, y en primer término de los europeos, la máxima natio nationi lupa será la básica de la historia, y el hombre, un manojo de apetitos sin freno.
La eterna lucha de España
El autor halla en España a perfecta armonía entre los elementos que intervienen en la constitución del Occidente como espíritu, lo mismo que la más denodada defensa contra los intentos de mutilación de ese espíritu. España es lo que dijo Menéndez y Pelayo: “Espada de Roma, luz de Trento y cuna de San Ignacio”. “La que en aras (son palabras textuales del libro) del interés católico y cultural del mundo y en defensa de las libertades nacionales, se desangró y arruinó a sí misma en la época de su mayor grandeza.
“Pero fuimos el único pueblo de Europa que cuando todos los demás volvían de una manera o de otra la espalda a la tradición medieval, supimos mantener la continuidad histórica, salvando la unidad espiritual de Occidente, por lo menos en el Mediodía, y trasplantarla a otros continentes. Nuestra muerte fue la salvación de Europa y la vida de infinitos pueblos de América. Quedamos para lección y ejemplo del mundo por nuestra postura gallarda y nuestra manera típica de realizar la idea imperial a base de una Monarquía cristiana que nadie después ha recogido”.
España ganó en Trento para el mundo dos conceptos universales: la existencia de una norma moral superior a todos los soberbios, y la unidad del género humano. La grandeza de España no fue jamás, ni podía serlo, un mero engrandecimiento interno sin proyección exterior, sino el logro de un anhelo ecuménico y misionero que aspira a compartir con los demás su generosa ambición universalista: unos principios a que sacrificamos todo. Sirviéndolos logramos nuestra grandeza, y por servirlos también la perdimos. Gran nación ésta, en la que hasta las decadencias son timbre de gloria.
La grandeza de un pueblo se mide por la magnitud de sus ideales y por la lealtad con que los sirve. Suele decirse de España lo que de su rey Alfonso el Sabio, que por mirar al cielo, perdió la tierra. Aunque esto fuera verdad, supondría para nosotros un título de gloria. La vida de una nación reside en la realización sucesiva de una serie de conceptos espirituales. Los de España, en el orden ecuménico fueron siempre: ser defensora constante de la fe cristiana y de los valores espirituales, así como de la dignidad humana.
Por eso, precisamente, es por lo que hay que volver siempre, en momentos de crisis, a los valores tradicionales y fundamentales del pueblo español, cuyo genio ha sido más ecuménico a medida que era más español, y deja de serlo en cuanto se olvida de lo que es, como sucedió a los afrancesados del siglo XVIII, a la generación del 98, a los que gritaban: “¡Viva Lenin!”, “¡Viva Rusia!”, etc.
Hoy, que el mundo tiende, como decía José Antonio, a ser dirigido por tres o cuatro entidades raciales, España puede y debe ser una de ellas, pues, además de estar situada en una clave geográfica del mundo, tiene un contenido espiritual que en esta crisis constituye una reserva, y mañana puede ser norte y guía para la regeneración de Europa.
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El entusiasmo por la causa del Cristianismo y de España, y la admiración por el autor, me han llevado más allá de los estrechos límites deseados e impuestos. Entra, lector, en el libro: lee, medita y hallarás que no puede tacharse de utopía a lo que sigue siendo profundamente español, fue base de nuestra pasada grandeza y es, en todo caso, muy preferible a las teorías demoníacas y sus caricaturas, siempre dispuestas a disfrazarse, que vienen sacudiendo hasta en sus cimientos los pilares del mundo.
ANTONIO ARANDA MATA
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