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Tema: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

  1. #1
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    El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    "El Occidente y la Hispanidad" (P. Bernardo Monsegú) Año 1949



    Prólogo

    I. LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU EN LA HISTORIA

    1. Después de la catástrofe
    2. Forcejeo del espíritu con la materia
    3. Jerarquía en orden el espíritu

    II. EL ESPÍRITU COLECTIVO

    1. Su existencia y naturaleza
    2. Conocimiento y trascendencia del espíritu colectivo
    3. Variedad de genios nacionales
    4. Genio de Egipto y Grecia
    5. Genio de Roma
    6. Genio nórdico y genio meridional
    7. Genio francés
    8. Genio español e italiano
    9. Ojeada rápida a los principales genios colectivos

    III. JERARQUÍA Y ESPÍRITU

    1. Jerarquía de los espíritus colectivos
    2. Espíritu y cultura
    3. Cultura, humanismo, patria y tradición

    IV. EL ESPÍRITU DE OCCIDENTE

    1. Tras las huellas del espíritu europeo
    2. Tradición y porvenir de Occidente
    3. El Occidente y Cristo
    4. La génesis espiritual de Europa
    5. Fidelidad al espíritu europeo
    6. Lealtad española


    V. EL ESPÍRITU DE ESPAÑA

    1. La Hispanidad
    2. Fisonomía de la Hispanidad
    3. La gloria espiritual de España
    4. Espiritualidad consciente

    VI. LA HUELLA ESPIRITUAL DE ESPAÑA EN LA ROMA PAGANA

    1. España y la romanidad
    2. La romanización de España
    3. Romanización de industria, armas y letras

    VII. LA HUELLA ESPIRITUAL DE ESPAÑA EN LA ROMA CRISTIANA

    1. El cristianismo en España
    2. La semilla de la unidad católica
    3. El testimonio de los mártires recogido por Prudencio
    4. La España romana y la cultura europea

    VIII. EL ESPÍRITU DE LA EDAD MEDIA

    1. En la agonía del Imperio
    2. Los valores espirituales de la Edad Media
    3. Germanismo y cristianismo

    IX. ESPÍRITU DE LA ESPAÑA VISIGODA

    1. En el umbral de la nueva época
    2. La invasión visigoda
    3. Godos e hispanorromanos
    4. Consagración oficial del espíritu español
    5. La cultura visigótica
    6. Su influjo en la cultura europea
    7. La cultura visigoda fuera de España


    X. EL ESPÍRITU DE LA RECONQUISTA

    1. En el ocaso de la monarquía visigoda
    2. Lucha armada en defensa del Credo y la unidad patria
    3. Batalla de ideas
    4. Los Beatos y la creación del arte románico
    5. El Camino de Santiago
    6. Cultura árabe y cultura española
    7. El siglo de Alfonso el Sabio
    8. Evocación del espíritu de la España medieval

    XI. EL RENACIMIENTO

    1. Edad Media y Renacimiento
    2. Orígenes del Renacimiento y espiritualidad renacentista
    3. La sociedad renacentista
    4. La literatura
    5. El arte
    6. Falsa interpretación del ideal clásico

    XII. SIGLO DE ORO DEL ESPÍRITU ESPAÑOL

    1. España ante el Renacimiento y la Reforma
    2. Los españoles en Italia
    3. El gesto español
    4. Humanismo español
    5. Clasicismo español

    XIII. GLORIA Y BLASÓN DE LA ESPAÑA IMPERIAL

    1. De Alfonso V a los Reyes Católicos
    2. Santidad y Teología
    3. La Compañía de Jesús
    4. Los misioneros
    5. Ascetas y místicos
    6. El teatro, la lírica y la novela
    7. El arte
    8. Imperialismo español
    9. Clasicismo español

    XIV. EUROPA BAJO EL SIGNO DEL LIBERALISMO

    1. De El Escorial a Versalles
    2. El espíritu liberal
    3. ¿Vuelta a la Edad Media?
    4. El pecado original moderno

    XV. EUROPA Y EL ESPÍRITU CATÓLICO

    1. Virtud regeneradora
    2. Fuerza aglutinante
    3. ¡Vuelta al espíritu católico!
    4. Catolicismo y Patria

    XVI. LA ESPAÑA LIBERAL

    1. ¡Patria de dominicos y jesuitas!
    2. El siglo de los renegados
    3. Vuelta al espíritu tradicional de España

    XVII. SECUENCIA FINAL

    1. La España que se nos fue
    2. La España que ha de volver
    3. Al estilo imperial de España
    4. El mensaje de la Hispanidad
    Última edición por ALACRAN; 29/03/2022 a las 13:56
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  2. #2
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    Prólogo
    (…)
    El fracaso de la actual civilización europea

    EL OCCIDENTE Y LA HISPANIDAD no es propiamente un libro de historia, sino más bien de filosofía de la historia, ciencia que, entre nosotros, cuenta con predecesores tan ilustres como Orosio, San Isidoro, Balmes, Menéndez y Pelayo y, en nuestros días, Ramiro de Maeztu.

    Pero ni la Historia ni la Filosofía de la Historia, pueden hacerse al modo hegeliano, con arreglo a fórmulas preconcebidas, que imprimen de antemano a los hechos un necesario y particular sentido; por eso este libro, sin ser una historia, recoge en sí todo cuanto de más significativo en ella ha acaecido, particularmente en la española, para ensayar sobre ello una explicación racional que nos ponga en posesión de los estambres fundamentales sobre que va urdida la trama del acontecer histórico del mundo.

    La coyuntura histórica que motiva este libro tiene mucho de parecido con la que motivó los de San Agustín y Orosio, a la caída del Imperio Romano. Hoy está en crisis una civilización tipo standard, mecanicista y ateo, de predominio de la máquina sobre el hombre, de la raza y el dinero sobre los valores éticocristianos. Pero así como la caída del Imperio no acarreó la muerte de lo que había de sustantivo y humano en la obra de Roma, lo que recogido por el Cristianismo pasó a informar, vigorizado por la nueva fe, la vida de las nuevas sociedades; así, hoy, lo que ha de morir no ha de ser la auténtica civilización cristiana, sino el sentido materialista y ateo, de maquinismo exagerado, que se le ha venido imprimiendo desde el Renacimiento a esta parte, acentuado por las doctrinas de la Ilustración, y llevado al orden de las realizaciones prácticas y sociales por los secuaces de Rousseau. Marx, Engels, Nietzsche y Lenin. Asistimos al fracaso, como dice el autor, de lo que alguien ha llamado acertadamente “estado bárbaro de la razón sabia”.

    Y el gran problema de la Filosofía de la Historia ha sido siempre enlazar los hechos temporales con una idea trascendente que los dote de sentido. El hombre ha perdido la fe en sí mismo y en la colectividad de que forma parte, y no se trata ya de una cultura que muere aquejada de un desgaste biológico, ni del final de una etapa histórica; es el fracaso total y rotundo de unos principios que, alejando al hombre de Dios, en quien se hace fuerte y estable, le ha alejado de sí mismo, dejándole a merced de su movilidad e inconstancia. Como ha dicho Ortega y Gasset, las gentes frívolas piensan que el progreso humano consiste en una acumulación cuantitativa de las cosas y de las ideas. No; el progreso verdadero es la creciente intensidad con que percibimos media docena de ideas cardinales que late convulsas, como perennes corazones, en la penumbra de la Historia. Cuáles son esas ideas es lo que nos reclama el autor de este libro.

    Camino de salvación

    Para salvarse, hoy como ayer, el Occidente no tiene más que un camino: la vuelta a su tradición cristiana, rehaciendo la unidad espiritual de Europa, dentro del Catolicismo, única universalidad y único imperialismo en que se respetan los derechos de cada nacionalidad sin incurrir en exagerados nacionalismos.
    Después del intento de universal monarquía ensayado por España, y cuyos frutos perduran a través de la Hispanidad, toda otra universalidad -ha dicho muy bien Menéndez Pidal- ha quedado excluida. “Sólo, ahora, algunos hombres -dice- vuelven a buscar afanosos un principio unificador que pueda restaurar en el mundo la deshecha ecumenicidad. Si, cualquier día, la Humanidad emprende tal restauración, entonces, sin duda, España tendrá algo que hacer en el abnegado camino de ese ideal”. Esta es la gran lección que el autor de este libro intenta recoger en sus páginas.

    Unidad moral del Occidente europeo

    El autor, después de demostrar la existencia de un espíritu general en Europa conjugándose con el peculiar de cada nacionalidad, pasa a desentrañar lo que está en la esencia de ese espíritu, que no es otra cosa que la civilización cristiana, en quien y por quien pasaron a Europa las esencias culturales de Grecia y Roma. Con Chesterton, Keyserling y Belloc, repite el autor que el cristianismo es el destino de Occidente y la fuente de su prosperidad.

    Hay que volver al sueño medieval del reinado de Dios sobre la tierra. “Las más eminentes figuras de todas las confesiones -ha dicho Keyserling- acarician hoy la idea de establecer un cristianismo universal”. Ese cristianismo es el Catolicismo, que tiene en España su más alto exponente, ya que la Hispanidad no es otra cosa que la realización de la idea católica en el universo.

    Esta conclusión se impone: sin Cristianismo no hay Europa. Hasta los fenómenos políticos y culturales europeos de índole menos religiosa (la Revolución francesa, el socialismo o el idealismo de Kant) son estrictamente incomprensiones sin supuesto radical del Cristianismo; y otro tanto vale para los principios básicos del invocado orden nuevo. ¿De dónde sale, en su última instancia, el derecho de todas las naciones al disfrute de los bienes de la tierra? ¿De dónde la afirmación de la dignidad humana en las relaciones económicas y sociales, o la superación de la antinomia clasista, a base de una igualdad sustancial de los hombres y una accesoria desigualdad por la jerarquía en el servicio? Si se suprime lo que el Cristianismo ha traído a la conciencia de todos los hombres, y en primer término de los europeos, la máxima natio nationi lupa será la básica de la historia, y el hombre, un manojo de apetitos sin freno.

    La eterna lucha de España

    El autor halla en España a perfecta armonía entre los elementos que intervienen en la constitución del Occidente como espíritu, lo mismo que la más denodada defensa contra los intentos de mutilación de ese espíritu. España es lo que dijo Menéndez y Pelayo: “Espada de Roma, luz de Trento y cuna de San Ignacio”. “La que en aras (son palabras textuales del libro) del interés católico y cultural del mundo y en defensa de las libertades nacionales, se desangró y arruinó a sí misma en la época de su mayor grandeza.

    “Pero fuimos el único pueblo de Europa que cuando todos los demás volvían de una manera o de otra la espalda a la tradición medieval, supimos mantener la continuidad histórica, salvando la unidad espiritual de Occidente, por lo menos en el Mediodía, y trasplantarla a otros continentes. Nuestra muerte fue la salvación de Europa y la vida de infinitos pueblos de América. Quedamos para lección y ejemplo del mundo por nuestra postura gallarda y nuestra manera típica de realizar la idea imperial a base de una Monarquía cristiana que nadie después ha recogido”.

    España ganó en Trento para el mundo dos conceptos universales: la existencia de una norma moral superior a todos los soberbios, y la unidad del género humano. La grandeza de España no fue jamás, ni podía serlo, un mero engrandecimiento interno sin proyección exterior, sino el logro de un anhelo ecuménico y misionero que aspira a compartir con los demás su generosa ambición universalista: unos principios a que sacrificamos todo. Sirviéndolos logramos nuestra grandeza, y por servirlos también la perdimos. Gran nación ésta, en la que hasta las decadencias son timbre de gloria.

    La grandeza de un pueblo se mide por la magnitud de sus ideales y por la lealtad con que los sirve. Suele decirse de España lo que de su rey Alfonso el Sabio, que por mirar al cielo, perdió la tierra. Aunque esto fuera verdad, supondría para nosotros un título de gloria. La vida de una nación reside en la realización sucesiva de una serie de conceptos espirituales. Los de España, en el orden ecuménico fueron siempre: ser defensora constante de la fe cristiana y de los valores espirituales, así como de la dignidad humana.

    Por eso, precisamente, es por lo que hay que volver siempre, en momentos de crisis, a los valores tradicionales y fundamentales del pueblo español, cuyo genio ha sido más ecuménico a medida que era más español, y deja de serlo en cuanto se olvida de lo que es, como sucedió a los afrancesados del siglo XVIII, a la generación del 98, a los que gritaban: “¡Viva Lenin!”, “¡Viva Rusia!”, etc.

    Hoy, que el mundo tiende, como decía José Antonio, a ser dirigido por tres o cuatro entidades raciales, España puede y debe ser una de ellas, pues, además de estar situada en una clave geográfica del mundo, tiene un contenido espiritual que en esta crisis constituye una reserva, y mañana puede ser norte y guía para la regeneración de Europa.

    ***
    El entusiasmo por la causa del Cristianismo y de España, y la admiración por el autor, me han llevado más allá de los estrechos límites deseados e impuestos. Entra, lector, en el libro: lee, medita y hallarás que no puede tacharse de utopía a lo que sigue siendo profundamente español, fue base de nuestra pasada grandeza y es, en todo caso, muy preferible a las teorías demoníacas y sus caricaturas, siempre dispuestas a disfrazarse, que vienen sacudiendo hasta en sus cimientos los pilares del mundo.

    ANTONIO ARANDA MATA
    Última edición por ALACRAN; 29/03/2022 a las 14:00
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  3. #3
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    IV. EL ESPÍRITU DE OCCIDENTE

    1. Tras las huellas del espíritu europeo

    El contenido secreto de una palabra tan vulgar y que tanto se maneja como es la de “civilización” no es fácil aprehenderlo.

    La civilización tiene por misión hacer al hombre más hombre en lo que tiene, sobre todo, de específicamente tal. Acentúa el carácter de humanidad, que nos diferencia de las bestias. Esto parece ser lo que hay de más medular en el contenido secreto de la palabra civilización.

    Pero la civilización, como la perfección humana, en este mundo, no son cosas definitivamente hechas. Es perfecto el hombre que vive la vida de acá abajo en un esfuerzo permanente por llegar a su máxima plenitud de expansión y eficiencia moral. Todo hombre, por perfecto que se le suponga, puede, mientras vive sobre la tierra, adquirir un grado más de perfección. Por eso decimos la perfección humana está siempre in fieri. Algo parecido hay que decir de la civilización. La humanización que persigue el hombre describe una línea parabólica de intensidad creciente en el tiempo y en el espacio. Por eso, la fórmula de Berr: “La civilización es, sencillamente, el carácter de humanidad que va creciendo y acentuándose”, parece buena para recoger y expresar lo medular del concepto de civilización.

    La civilización, cosa humana, de hombres y para hombres, se predica de éstos en cuanto son seres históricos, es decir, vivientes en el tiempo y en el espacio. Es como la realización de su destino terreno o temporal. La civilización, de suyo, abstrae de nuestro destino eterno.

    Esto no quiere decir que la civilización pueda realizarse desconociendo el carácter religioso del hombre y haciendo caso omiso de su destino eterno, sino simplemente que la idea de civilización expresa de suyo una realidad formalmente de tipo terreno, aunque humano.

    En la medida en que se haga ver que todo lo temporal realizado por los hombres debe tener, al menos implícitamente, una misión eterna, se hará ver también la necesidad de que la civilización, por ser cosa humana, sea, a la par, temporal y eterna o, por mejor decir, cosa temporal hecha en función de eternidad.

    Y en la medida que lo humano necesite de lo cristiano para afirmarse y perfeccionarse echaremos de ver la necesidad de que nuestra civilización sea cristiana para ser perfecta civilización.

    Lo civilizado y lo cristiano no son conceptos idénticos, pero pueden ser conceptos que se impliquen en una auténtica y acabada realidad humana. La razón es muy sencilla. Es porque donde quiera que entran en juegos valores humanos, allí hay valores morales; y en el terreno de la moral, que tiene siempre una perspectiva eterna, es donde el cristianismo dice precisamente la última palabra.

    Dice lo que es compatible en el terreno de la civilización con la dignidad moral del hombre, estableciendo jerarquía entre los distintos valores que sirven al hombre para realizar su misión temporal sin perder nada de su categoría propiamente humana. “Si la civilización, que es un hecho humano, temporal de suyo, puede decirse cristiana, es porque el cristianismo tiene una doctrina a propósito no sólo del destino eterno del hombre, sino también de su destino temporal; es porque la civilización supone un desarrollo armónico y jerarquizado de los valores temporales, y el cristianismo tiene la clave de esa jerarquía” (1).

    El cristianismo determina lo que humaniza o deshumaniza al hombre, “y hay una civilización cristiana porque hay un estado de la Humanidad sobre la tierra que responde a la idea cristiana del destino temporal humano, a la idea que el cristianismo tiene de la naturaleza humana. Si esta idea es la sola verdadera, si, cuando uno se aparta de ella, el hombre se deshumaniza, entonces hay que convenir que una civilización no merece absolutamente el nombre de tal, sino en la medida en que ella sea cristiana (2).

    Y en la medida que los no católicos realicen la idea cristiana del hombre, realizarán la idea fundamental civilizadora. Y son los hombres los que en cada momento determinado habrán de trabajar a tono con las circunstancias para realizar el tipo de la auténtica civilización humana, que sin ser formalmente cristiana lo es siempre de un modo virtual e implícito por lo menos.

    La utilización de los valores materiales que juegan en las civilizaciones, su mismo cultivo y acrecentamiento no es cosa propiamente cristiana ni que competa a la Iglesia, depositaria de la esencia cristiana; eso es fruto del esfuerzo propiamente humano o, por mejor decir, de los hombres, pero cuya función civilizadora está en relación directa con la inserción en ellos del sentido cristiano de la vida que aporta la Iglesia.

    El destino del hombre contemporáneo ha ligado inexorablemente el de la cristiandad. Según Berdiaeff, en su libro “El destino del hombre en el mundo contemporáneo”, no hay posibilidad de realizar íntegramente la personalidad humana en su doble aspecto corporal y anímico sin infartar en ella la espiritualidad cristiana. Esto lo demuestra la historia del mundo en que actualmente nos debatimos. La deshumanización del hombre corre parejas con su descristianización. Se ha querido oponer el hombre al Cristianismo, y no se ha logrado sino embrutecer al hombre, individual y socialmente, como lo prueban las guerras modernas y las luchas de clase.

    Hay que levantar, pues, bandera por una nueva concepción humana impregnado de cristianismo. “la condición en que se halla el mundo moderno exige una revolución espiritual y moral, una revolución en nombre del hombre, en nombre de la persona humana, que restituye la escalera de valores perdida y ponga lo humano por encima de los ídolos que ha entronizado la producción técnica”.

    Búsquese en hora buena la cooperación, colaboración mutua entre todo lo que puede contribuir a dignificar y hacer más agradable la convivencia humana sobre la tierra, pero no alteremos los valores, no incurramos en la maldición que la Historia reserva a quienes no supieron vivir con los ojos abiertos a la eternidad, con ventanas al mundo, sino que se recluyeron egoístamente en sí, viviendo en la limitación que el espacio y el tiempo impone a la vida que no es, según el espíritu.

    Roma vive y vivirá siempre en la Historia porque supo dar a su Imperio un sentido de espiritualidad, de universal ciudadanía, que sólo España podrá ya superar cuando, iluminada por la fe, haga de su Imperio expresión de la hermandad humana, rubricado con sangre de Cristo, proclamando la capacidad de salvación y, por ende, de perfección de todos los hombres, no haciendo diferencia de griegos o judíos, bárbaros o civilizados, pues a todos se les da una gracia suficiente para conseguirla.

    En la Edad Media, cuando el Imperio romano se hundía, anegado por el torrente de invasiones bárbaras, ¿cree nadie que lo que entonces se hundió fue lo que había de espiritual, de universal y de humano en la gran comunidad ciudadana levantada por Roma? No. El espíritu de Roma siguió viviendo a través de toda la Historia; lo que desapareció fue lo que tenía que particularista y de brutal, de egoísmo sostenido por la sed de riquezas y abuso de poder.

    Los vencidos por las armas resultaron vencedores por la cultura, y en vez de una Europa deshecha, sin unidad de espíritu, sin valores morales, surgió una Europa compacta, un nuevo Imperio sacro-romano, una universalidad de fe, una empresa y un destino; a la selva germánicas la sustituyó una catedral gótica.

    Por eso la Edad media es la edad más grande de la Historia: porque una fe, un ideal y una luz parecía patrimonio único de todos los pueblos de Europa. Nunca las naciones habían vivido, ni han vuelto a vivir después, en una tan amplia y soberbia comunidad de amor, de espíritu, de ideal. Esa es la edad de las grandes creaciones del espíritu, de las grandes síntesis filosófico-teológicas, de la concentración, digamos así, del espíritu de Occidente, uno en lo vario, universal dentro de la singularidad de cada nación.

    Si no hubieran venido la Reforma y el Renacimiento, que fueron, la una, regreso a la selva y al individualismo de los antiguos germanos, con seccionamiento en el dogma, y el otro, negación del espíritu cristiano que diera ser y vida a la comunidad occidental, la Edad media hubiera despuntado una Edad Moderna, muy distinta de la que hoy nos ha traído a esta encrucijada.

    (1) YVES DE MONTCHEUIL: “L’Eglise et le monde actuel”
    (2) Íbid.

    2. Tradición y porvenir de Occidente (…)

    3. El Occidente y Cristo

    Que los occidentales comulgamos en unidad de cultura, quiere decir que por encima de las diferencias que nos separan y distinguen flota la universalidad del espíritu, compatible con la diversidad de tierras y de sangre.

    ¿Cuál es, pues, el espíritu que da ser a esta gran comunidad de empresa y de destino? No andemos con rodeos. El porvenir de nuestra civilización, ha dicho Chesterton, es el porvenir del Cristianismo; luchar por aquélla es luchar por éste, y viceversa. El Occidente es una empresa común y un destino común, una tradición y un ideal. Si los pueblos son espíritu, y el espíritu es el que forja la Historia, y la Historia es recuento de valores, y los valores dan el ser a la patria, que es comunidad de espíritu, y el espíritu de ésta se revela a través de su cultura, que tiene dos tiempos, representados en la tradición para el pasado, y el ideal para el presente y porvenir, los pueblos de Occidente, como síntesis de una gran comunidad de alma, serán expresión también de una comunidad de cultura, en el fondo y la raíz una, aunque adopte en las ramas pluralidad y matices diferentes.

    El espíritu que informa a toda nuestra cultura debe ser como rayo de sol que se refleja en los cuerpos según su diafanidad, adoptando los matices de la superficie en que reverbera.

    Entre las ramas de un mismo tronco, las hay mayores y menores, que parecen sorberse todas las esencias del árbol, y que sólo las participan parcialmente. Pero por todas ellas corre la misma savia, una raíz las sustenta. Lo mismo dígase de las nacionalidades que participan en la comunidad de espíritu europeo; unas pueden ser manifestación espléndida de todo el contenido valioso que encierra su cultura, otras manifestación menos lúcida, deficiente o parcial. Unas pueden seguir una dirección, y otras otra.

    Mas por encima de todas las diferencias territoriales, raciales o lingüísticas, alienta un anhelo común y late una espiritualidad de raigambre cristiana, que no es posible negar sin ponerse en contradicción con la Historia. “Europa es Cristo, y Cristo es el destino de Europa”, ha dicho Hilario Belloc. Y antes, había escrito Chateaubriand en su libro “El genio del cristianismo”: “El mundo moderno le es deudor de todo (al Cristianismo), desde la agricultura hasta las ciencias abstractas, desde los hospicios para los desgraciados hasta los templos edificados por los Miguel Ángel y adornados por los Rafael”.

    Por algo los que luchan por dar a Europa una estructura nueva, que no tenga nada que ver con el pasado, hacen a Cristo objeto del más enconado odio, y en el hundimiento de su religión esperan el amanecer de una Europa nueva, que ya no sería Europa, sino un eslabón más añadido a la cadena de pueblos asiáticos, enemigos declarados del verdadero ser de Europa.

    Se ha necesitado que los bárbaros llamen, como quien dice, a las puertas, para que en defensa de un ideal común y de una común cultura se alineasen las naciones que forman en el Occidente, reducido a unidad por la síntesis espiritual originada por el Cristianismo.

    4. La génesis espiritual de Europa

    No es posible escribir la historia de Occidente sin Cristo. Cristo y Europa son inseparables. Y el Cristianismo, a cuyo rescoldo se coció el pan de nuestra cultura -no había olvidarse que civilización cristiana y civilización occidental son sinónimos-, es troquel y símbolo de todo el ser de Occidente. A él debe ajustarse el desarrollo y progresión de su cultura.

    Antes de su aparición en el suelo de Europa, todo era variedad; no había más unidad que la que imponían las armas de Roma, incapaz de crear una comunidad de amor y de empresa.

    Vino el cristianismo, se apropió las esencias puras que atesoraba la civilización antigua, las puso a buen recaudo mientras pasaba el aluvión de las invasiones bárbaras, y, vigorizándolas con el nuevo elemento traído del cielo, las dio nuevo ser y nueva eficacia, e hizo que, insertas en el tronco viejo y aplicadas al tronco nuevo que venía de las selvas germánicas, surgiese para la Historia la gran comunidad de Occidente, participando de un solo ideal, una sola fe y una sola cultura.
    Por toda Europa sopló entonces el espíritu divino, representado por la Iglesia, poniendo orden en el caos. Así, la raza de ojos cerúleos y cabellos estoposos, puesta en contacto con la de ojos vivos y cabello negro, se hizo culta, nació para la Historia y aportó su impulso y su alma ardiente para la reconstrucción del sacro romano imperio.

    Es un bautismo el que la Roma cristiana hizo sobre la frente, humillada de la Roma pagana y la cerviz salvaje de los bárbaros del septentrión. Por ese bautismo surgió una misma criatura espiritual, hija directa de la matriz fecunda de la religión de Cristo. “Hay un bautismo -ha dicho Piazza- de la nación, como hay un bautismo religioso, y ambos transforman y elevan al hijo del hombre. Después de haber bautizado dos veces a las razas en la fuente de la nación, a Roma le cupo en suerte bautizarlas de nuevo en la de la religión universal, reconfirmando así el crisma del romanismo con la universalidad de la idea y de la fe, y no con el hecho bruto del nacimiento”.

    Un bautismo supone una sola creencia, una moral y un destino. Por el bautismo recibido en Cristo, nació a la vida del espíritu la comunidad de Occidente. Ni romanismo, pues, ni germanismo a secas; la síntesis de ambos en una gran unidad católica es lo que debe perseguir el Occidente cristiano. Mejor trabajará por el porvenir y la existencia de su cultura quien mejor se compenetre con la catolicidad que su espíritu demanda y procure realizarlo sobre todos los pueblos.
    Y en esto precisamente están la gloria y la prez inmarcesible que nadie puede disputarnos a los españoles. Somos los abanderados de la cultura europea y a quién más debe el Occidente que comulga en unidad de historia y de destino, porque somos, como dijo el Maestro, los gonfalonieri de la Iglesia Católica, que dio ser a toda nuestra cultura, o, como ha dicho Maeztu, porque la Iglesia “no ha producido en el curso de los siglos otro imperio que se dedicara casi exclusivamente a su defensa, más que el nuestro”.

    Y, comentando este pensamiento con lenguaje vibrante, añadía el llorado cardenal Gomá: “El catolicismo es, en el hecho de dogmático, el sostén del mundo, porque no hay más fundamento que el que está puesto, que es Jesucristo; en el hecho histórico, y por lo que a la Hispanidad toca, el pensamiento católico es la savia de España. Por él rechazamos el arrianismo, antítesis del pensamiento redentor que informa la Historia universal, y absorbimos sus restos, catolizándolos en los Concilios de Toledo, haciendo posible la unidad nacional. Por él vencimos a la hidra del mahometismo en tierra y mar, y salvamos al catolicismo de Europa. El pensamiento católico es el que pulsa la lira de nuestros vates inmortales, el que profundiza en los misterios de la teología y el que arranca de la cantera de la revelación las verdades que serán como el armazón en nuestras instituciones de carácter social y político. Nuestra historia no se concibe sin el catolicismo: hombres y gestas, artes y letras, hasta el perfil de nuestra tierra, mil veces quebrado por la Santa Cruz, que da sombra a toda España, todo está sumergido en el pensamiento radiante de Jesucristo, luz del mundo, que, lo decimos con orgullo, porque es patrimonio de raza y de historia, ha brillado sobre España con matices y fulgores que no ha visto nación alguna sobre la tierra”.

    Todo intento de mutilación del espíritu católico que invade la cultura europea será un atentado contra su unidad y su permanencia en la Historia. Quien no comulgue con la idea cristiana, no forma parte de la cultura occidental que vive del espíritu de Cristo; y en mayor o menor grado, los pueblos maquinan contra la cultura según trabajen por escindir la gran unidad católica que trajo el Cristianismo.

    De este delito fueron reos la Reforma y el Renacimiento, la Enciclopedia y el marxismo, de quien es secuencia brutal la barbarie asiática que se cierne como un castigo bíblico sobre un Occidente quizá demasiado olvidado de la fe que le hizo ser para la Historia y preparó la unidad de su misión y de su destino.
    Odiar al Cristianismo o a Roma, que mejor que nadie representa la unidad católica del mundo, es, como ha dicho Chesterton, “tener odio a cuanto ha acaecido en el mundo; es decir, hallarse a dos dedos de odiar al género humano en el terreno propiamente humano”.

    Y el alemán Dr. Adam, en su magnífico estudio “Christus Und der Geist des Abendlandes”, escribe: “Por Cristo, el Occidente recibió su verdadera unidad, superior a todos los lazos de la sangre, más vigorosa y fuerte que los vínculos de una sociedad ligada por idéntico destino, la unidad de la misma fe y del mismo amor. Entonces, y sólo entonces surgió un alma europea, nacida de la participación de la carne y de la Sangre de Cristo”. Cristo era para los pueblos medievales el corazón de Occidente, su patria, su riqueza, su todo.

    El Cristianismo, que es gracia al injertarse en el cuerpo de la civilización helénico-romana, se apoderó de los elementos utilizables que ella poseía: pensamiento y arte en Grecia, fuerza y ley en Roma, y les hizo servir para la configuración de la nueva criatura que salía a luz amasada y regenerada con sangre de Cristo, iluminado y acrisolada por su fe.

    Apareció entonces, lo que, con frase de Letamendi, podríamos llamar la Europa en gracia de Dios. Cierto que no todo es Cristianismo en la civilización occidental, como no todo es gracia en la vida de hombre cristiano. Ni la gracia destruye lo que hay de bueno en la naturaleza humana, ni el Cristianismo desechó lo que había de aprovechable y naturalmente bueno en la cultura grecolatina.

    La corrupción causada en el alma por el pecado no fue tal que inficionase el mismo tronco o raíz de nuestra naturaleza. Sufrió una privación o ablación de los dones gratuitos, padeció de resulta grave quebranto en el uso de los naturales, pero la vitalidad y capacidad radical de conocer y amar la verdad no se destruyó con ello. Pudieron los hombres, usando de la virtud de su inteligencia y de los dictados de su razón, hallar no pocas verdades útiles para el ordenamiento de la vida y de sus costumbres. A éstas no las desechó el Cristianismo, las aceptó, mejorándolas y poniendo en ellas el fuego de la caridad de Cristo.

    El cristiano no niega al hombre, le perfecciona. La gracia sana y eleva, como dicen los teólogos. ¿Por qué había el Cristianismo de negar la civilización grecorromana en lo que tenía de humano y naturalmente bueno?

    Pero todo el mérito de la conservación y aplicación al organismo europeo de aquella antigua cultura pertenece al Cristianismo. Era yo un árbol incapaz de dar buen fruto, de servir para sustentar la vida de los pueblos; el injerto cristiano hizo fecunda a esa civilización y la insertó, además, en el tocón de los nuevos pueblos, desgajados de la selva germánica, que, merced al Cristianismo, comienzan a vivir para la Historia, para el espíritu.

    Así, todas las fuerzas de Occidente se pusieron al servicio del Cristianismo, modeladas y revalorizadas por éste. La savia del Evangelio se inyectó en todas ellas. La vida espiritual de Occidente comienza con la unción que la Iglesia hizo sobre el nuevo conglomerado de razas que se derramaron por Europa. “Tan íntima es la relación con el Cristianismo, que puede concluirse: el cristianismo es el destino del espíritu de Occidente”.

    Y Juan Valera, en un juicio crítico sobre un estudio de Pi y Margall a propósito de la Edad Media, reconoce también que de los tres elementos que intervienen en la constitución de la cultura occidental, el más influyente, preponderante y eficaz es el Cristianismo. Es el elemento masculino de nuestra civilización. Europa es la criatura mortal de Roma.

    (...I

    6. Lealtad española

    Después de estas consideraciones, ¡cómo campea el esfuerzo español en pro de la cultura europea, penetrada en su origen y constitución del espíritu cristiano y católico! ¡Qué blasón más honroso para nuestra patria no ha de ser pensar que sólo nosotros hemos acertado plenamente, a través de nuestra historia, a realiza en nuestras empresas, en nuestras leyes y en nuestra cultura el ideal religioso que da vida a la civilización, poniendo en ella el sentido universal, humano y trascendente que tiene una palabra que lo expresa adecuadamente: catolicidad!

    Cuando hoy todos confiesan que andamos errados, que, de unos siglos a esta parte, nuestra civilización marcha por el camino de su decadencia, por haberse desprendido de los brazos de Cristo y haber renegado del espíritu católico que la hizo ser para la Historia, es cosa que debe envanecernos recordar que, cuando se inició esa desviación, sólo España se mantuvo firme, sólo España quiso tener su reforma y su renacimiento sin perder el sentido católico; antes bien: acrisolándolo y defendiéndolo contra toda clase de enemigos de dentro y fuera, con la espada y con la pluma, no contentándose con conservarlo para sí y con ponerlo a salvo en los demás pueblos -que si hoy no son acatólicos lo deben a España-, sino desangrándose por llevarlo a nuevos pueblos, que al abrir sus ojos a la Historia los abrieron con mirada amplia, universal y eterna, iluminados por la fe católica que les llevara nuestra amada Patria.

    Por mantener viva la llama de la caridad, que fundía en una gran unidad de acción y de pensamiento a la comunidad de los pueblos europeos, España estuvo siempre arma al brazo en defensa de su credo por espacio de más de ochocientos años, y, cuando se vio libre de enemigos interiores, se hizo abanderada de la Iglesia católica, se convierte en martillo de herejes, luz de Trento y espada de Roma, llevando en la lanza de sus soldados, en la pluma de sus teólogos, en las naves de sus marinos y en la voz de sus misioneros, el mensaje de la catolicidad que España consideraba sustancial para el progreso y bienestar de los hombres.

    Al profundizar en la Historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen (los españoles) que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que, en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre si el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama, y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: Ecce sto ad ostium et pulso: si quis… aperuerit mihi januam intrabo… (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré” (1), porque, también. la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

    Ningún pueblo sintió la idea de universalidad que fundiera a todas las naciones nacidas de la corrupción del Imperio romano en un solo haz, apretado por la fuerza que venía del Pontificado a través de toda la Edad Media, como lo sintió España en su época de máximo esplendor.

    Y prueba de ello, como apuntaba Gracián en su Críticón, es el odio que se granjeó para con las demás naciones. Todos los enemigos que contribuyeron a crear una leyenda negra en torno nuestro, nos hicieron blanco de sus iras, por haber reñido solos las batallas del Señor contra medio mundo que renegaba de su pasado y quería romper la túnica inconsútil del cuerpo místico de la Iglesia.

    A nosotros se nos combatía desde un punto de vista particularista y mezquino, mientras nosotros combatíamos por la universalidad de un credo y una moral, que reconocíamos causa de todo el bien humano, engendradora de toda verdadera cultura, dignificadora del hombre en medio de su miseria y su pobreza.
    Es que España es, en lo moderno, un pueblo, no una nación; el único pueblo quizá que ha permanecido en esta Edad Moderna que, como dijo Barja Quiroga, es la única que no cuenta con pueblos sino con naciones.

    Las naciones ocupan el lugar de los pueblos, pero tienen características inconfundibles. Los pueblos se fundan en un sentimiento universalista, tienden a comunicarse, se dan y se expanden de dentro a afuera: “Así, Roma, primero; así, España, y solo España, después.

    “Las naciones dominadas por el exclusivismo no se dan a las demás; antes, al contrario, con tendencia irrefrenable ansían la absorción de todos. Las naciones persiguen un fin: el enriquecerse; los pueblos otro: el ennoblecerse. Las naciones, cuanto más poderosas, más egoístas; los pueblos, cuanto más fuertes, más generosos. Las naciones no dejan tras de sí otro rastro que el de la desolación; los pueblos, la estela brillante de su fecundidad multípara. Frente a las naciones, España.

    “España que no entro en la vía de bifurcación de la decadente Edad Moderna. Que llena del espíritu de la catolicidad, hizo, en gran parte, ella sola lo que el pueblo cristiano entero debía haber hecho. Que no expolio a América, sino, al contrario, engendró en aquel continente un pueblo, su semejante” (2). Es que se dio expansivamente, sin poner límites a su generosidad. Es que nuestro genio universalista, según vamos a ver, tiende naturalmente, a la comunión en espíritu con todos los demás.

    (1) Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad)
    (2) Véase Acción Española, “Pueblos y naciones, núm. 48
    Última edición por ALACRAN; 03/04/2022 a las 12:00
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    V. EL ESPÍRITU DE ESPAÑA

    1. La Hispanidad

    Teniendo en cuenta las emociones que hemos dejado expuestas sobre la naturaleza y existencia de los espíritus colectivos o genio peculiar de las naciones, no hay duda que nos asiste pleno derecho para hablar del genio español, cuya pervivencia y acción en la historia es innegable.

    Hay una filigrana especial que enlaza y da unidad a todas las producciones del ingenio español en cualquiera de los momentos de su historia. Hay una filosofía y una literatura, y un arte, y una vida, y una cultura que podemos llamar española, como otra que podemos denominar occidental, no sólo porque nacidas en España u Occidente, sino también porque llevan un sello o matiz particular que las diferencie del de los demás países o continentes.

    Esto me induce a mí, como inducía a Valera, “sin el menor escrúpulo de que alguien me acuse de herejía, a dar adoración y culto al genio o, si se quiere, al ángel custodio de la gente española. Así es que yo, si bien deploro que aquel grande imperio de España y sus Indias se desbaratase, todavía absuelvo a los insurgentes que se rebelaron contra el señor rey don Fernando VII y acabaron por triunfar de él y sustraerse a su dominio; pero no absuelvo, ni absolveré nunca, a los insurgentes contra el genio de España; y ora se rebelen en ultramar, ora en nuestra misma Península, los tendré por rebeldes y sacrílegos y lanzaré contra ellos mil excomuniones y anatemas. Disuelto ya el imperio, no hay más recurso que resignarse; pero no debe disolverse, ni se disuelve, la iglesia, la comunidad, la cofradía, o como quiera llamársele, que venera y da culto al genio único que la guía y que la inspira”. (1)

    No hay justificación posible para los atentados contra el genio nacional, sobre todo cuando ese genio es, como en el caso de España, todo luz y amor.
    Este espíritu español que flota sobre el río fluyente de la vida y de la cultura nacionales, que perdura por encima de todas las contingencias políticas y sociales, que no se estrecha al espacio ni al tiempo, sino que es algo de superior categoría, asentado sobre la base del espíritu que lo ve todo en función de eternidad, sub especie aeternitatis, que diría Espinosa, hoy, desde que Maeztu lo consagró en las páginas de su libro, tiene un nombre para expresarse, que se dice: Hispanidad.

    Hispanidad, genio de la raza, bullente y derramándose por todos los caminos de la Historia, yo creo en ti, siento el soplo de tu espíritu lo mismo en la prosa recia de frase sentenciosas, cortantes como puñales, de Séneca y el verso enfático y solemne, a guisa de militar parada, de Lucano, que en la entereza y viril arrogancia de aquellos españoles “especie de románticos de la antigüedad”, que iban estoicamente a la muerte; lo mismo en la sangre de nuestros gloriosos mártires: Lorenzo, Vicente y Eulalia, que en el verso españolísimo, como de hierro celtibérico, de Prudencio; en la voz ecuménica de San Dámaso o de Osio, lo mismo que la misión imperial de Trajano y Teodosio; en las asambleas conciliares, donde se gestó la unidad de la Patria y se oyó la voz enciclopédica de Isidoro, lo mismo que en los entretenimientos literarios y en los fervores místicos, en que se abrasaban con sed de martirio los que penaban bajo la cimitarra musulmana; en la bravura y el esfuerzo propio de titanes, de los que rehicieron la unidad geográfica y política de España, descolgándose por las abruptas cumbres de Covadonga, el Pirineo y el Moncayo, y en los que, penando bajo el yugo del Islam, mantenían a salvo la unidad de la creencia y de la fe contra los compromisos seccionistas de Recafredo y las persecuciones de los califas; en la lanza del Cid y en el cordón de Cisneros; en los que clavaron los pendones de Castilla sobre las torres de la Alhambra y en los que, en nombre de Dios y para la majestad de España, tomaron posesión, enarbolando las banderas de la Cruz, de las ignotas tierras de América, a cuyos moradores llevaron el mensaje de la Hispanidad; en los tercios y en los misioneros; en los teólogos y en los capitanes; en los reyes y en los monjes; en la Universidad y en el campo de batalla; en lucha contra el infiel y en lucha contra el hereje; en la santidad y en la cultura; en la misión y en el Imperio; en una palabra, en toda aquella España que, al decir del poeta,
    … se nos fue mundo adelante,
    velas henchidas y la Cruz en alto;
    sandalias misioneras para el polvo
    para el Imperio, limpio castellano.
    y para la aventura y el peligro.
    el acero mejor que templó el Tajo.
    Una inquietud de fe transverberada
    por un quehacer de místico y soldado.
    voló -quimera azul- al mar y al viento,
    con ansiedad de rumbos y de arcanos…
    Y en el milagro de su genio fueron.
    la Cruz, consigna y el Imperio, brazo.


    G. HOYOS

    (1) Carta a Don Luis Alonso, que va al frente del “Tabaré”, por ZORRILLA DE SAN MARTÍN. Barcelona, 1937.

    2. Fisonomía de la Hispanidad

    El Catolicismo, como fórmula de nuestra unidad nacional, savia de nuestra cultura, impulso de nuestra misión imperial y “forma sustancial del ser español”, es la nota más sobresaliente en el concepto y genio de la Hispanidad.

    El genio de la raza, revelándosenos a través de la cultura, marca una trayectoria eminentemente práctica y moralizadora en filosofía, propendiendo a la acción más que a la especulación.

    Nuestros escritores se complacen sobremanera en las cuestiones de orden práctico y moral, y nuestra filosofía, desde Séneca a Balmes, pasando por Vives, es la del sentido común.

    Grande debió ser -escribe a este propósito Menéndez y Pelayo- el elemento español en Séneca, cuando a éste siguieron e imitaron con preferencia nuestros moralistas de todos tiempos y cuando aún hoy es en España su nombre el más popular de los nombres de filósofos y una especie de sinónimo de la sabiduría, lo cual indica que sus doctrinas y hasta su estilo tienen alguna especial conformidad con el sentido práctico de nuestra raza y con la tendencia aforística y sentenciosa de nuestra lengua, manifiesta en sus proverbios y morales advertencias, de expresión concisa y recogida, como los apotegmas de Séneca, que pugnan con el genio de la lengua latina y la cortan, seca y abruptamente”. (1)

    En él apunta también y está perfectamente bosquejada esa peculiar tendencia de la raza al eclecticismo y armonismo, que le hacen adoptar indistintamente doctrina de una y otra parte, imprimiendo en ella el sentido moralizador y práctico que le es característico.

    Dentro de este predominio de lo ético y lo realista en nuestro carácter, se complace el genio español más en las cosas del espíritu que en las de la materia, y su fino instinto le lleva a sacrificarse a menudo en aras de los ideales más puros y levantados.

    Todos son para él iguales ante Dios, y el mendigo se cree un caballero, si sus obras le dan derecho a ello. Cada uno es lo que son sus obras.

    La cultura española vivió siempre en una atmósfera de espiritualidad, y España fue grande cuando los valores espirituales tenían estima en el mundo; así como empezó a decaer cuando ellos estuvieron en quiebra y la civilización se puso al servicio de la máquina.

    Y es esta recia espiritualidad hispana la que da carácter a la misma literatura nacional, revelándose incontenible lo mismo en los escritores hispanorromanos que en los castellanos de los siglos XVI al XVII. Un mismo espíritu es el que alienta en todos ellos y les da un cierto aire de familia. Sentido del deber y de la justicia, democracia espiritual, nobleza a base de virtud, hidalguía y entereza moral, honor y religión, eso es la épica del Romancero y eso la dramaturgia española.
    La poesía es, por lo común, esencialmente descriptiva, huyendo de lo abstruso y maravilloso, para quedar dentro del más sano realismo, como todo nuestro arte. “El temple grave y heroico de nuestra primitiva poesía; su plena objetividad histórica; su ruda y viril sencillez, sin rastro de galantería ni afeminamiento; su fe positiva y sincera, sin mezcla de ensueños ideales ni resabios de mitologías muertas (salvo la creencia, no muy poética, de los agüeros), eran lo más contrario que imaginarse puede a esa otra poesía, unas veces ingeniosa y liviana, y otras peligrosamente mística, impregnada de supersticiones ajenas al cristianismo”. (Menéndez y Pelayo)

    Todos nuestros escritores de los más gloriosos tiempos realizan, en el orden de la idea, lo que en el orden de la vida y de la acción realizaron nuestros misioneros y soldados. España es en ellos una unidad de destino en lo universal, quiero decir que es la actitud católica, con sus mil formas y el principio cristiano consociado al sentido ético y humanístico de la vida, lo que da carácter y fisonomía propia a toda nuestra cultura. Universalismo católico, eso fue nuestra historia militar y política de los mejores tiempos, y ésa es la trayectoria desarrollada por el pensamiento español a través de la literatura.

    Por lo universal descuidamos lo nacional, pero hicimos la unidad física del planeta, y sellamos la moral en Trento, salvaguardando la libertad y el dogma de la responsabilidad moral, amenazadas por el protestantismo. Nuestra unidad, más que ibérica, ha de llamarse siempre cristiana y de común destino. Y dentro de esa unidad se salvará el mundo y se salvará España.

    (1) Ciencia española, I, 252.


    3. La gloria espiritual de España

    La Hispanidad es un hecho vivo cuyos gérmenes se difunden por el planeta en semilla esperanzadora para el porvenir del mundo. Nuestra posición bifronte, mirando al Mediterráneo y al Atlántico, al nuevo y al viejo continente, nos invita a esta misión de catolicidad. En estos momentos de inquietudes terebrantes, España, como la Iglesia, tiene una palabra de paz y de salvación para todos los pueblos: HISPANIDAD. El nuevo orden europeo, concebido en función de espíritu, debe asentarse sobre el pasado tradicional de Occidente y reposar sobre los tres grandes puntales de su tradición: lo clásico, lo imperial y lo cristiano o, mejor aún, católico. Y todos tres los resume y conjuga del modo más admirable la Hispanidad.

    El que no sepa establecer una debida subordinación entre esos tres elementos o, lo que es peor, pretenda (con desconocimiento absoluto del valor de cada uno de ellos) dar la supremacía a lo racial, económico, geográfico o político, en que aparecen infartados los valores espirituales, no es el llamado a configurar o modelar la nueva Europa.

    Europa, como unidad de destino y comunión de espíritus, con un valor histórico definido y eterno, pertenece forzosamente al mundo del espíritu; debe, por tanto, ser configurada en orden a él y por él, con amplia visión de perspectivas supraterrenas, en universalidad de destino, que se realiza por encima de todas las diferencias territoriales, raciales y políticas.

    Y aquella nación será la más llamada a configurar y moderar el alma de la nueva Europa, que mejor haya vivido siempre cara al espíritu, debatiéndose por la conservación de los valores que están en el fondo del espíritu europeo, y haciendo patria e imperio por encima de toda diferencia geográfica o temporal, caso en el que se encuentra España, cuya misión es toda humanismo, cuya historia ha sido de defensa del espíritu universal contra el de secta, de predominio del elemento ético y cristiano sobre el material y económico, de triunfo de lo educador sobre lo meramente erudito, del espíritu sobre la materia, de la gracia, sobre la naturaleza, de lo eterno sobre lo temporal.

    Recórrase, si no, la Historia, y dígasenos a qué se reduce la Hispanidad si no se la considera como la realización del espíritu en el espacio y el tiempo, en misión permanente de catolicidad. La cultura al servicio de la fe; la fe al servicio del hombre, sin distinción de razas ni de nacionalidades, y el hombre y el imperio al servicio de Dios: eso es la Hispanidad en la Historia.

    Nadie nos supera en espiritualidad, porque no hay visión del mundo más amplia, más humana y divina a la vez que la que la Historia testifica ser patrimonio y herencia de nuestra patria.

    Somos los Quijotes de la espiritualidad cristiana, los caballeros del ideal más sublime que es dado imaginar, y por ese ideal hemos librado siempre nuestras más grandes batallas.

    Nuestra misión de catolicidad ha consistido en hermanar a todos los pueblos en la fe de Cristo, llevando a todas partes el ideal humano más puro, y colaborando de la manera más cumplida a la empresa de la regeneración de los hombres por la infusión de la gracia, que con nuestra civilización les llevamos.

    Porque teníamos conciencia de que es el espíritu el que engrandece las naciones, y de que más vale quién más espíritu tiene, y que no hay que mirar en los hombres ni el color de la piel ni a la sangre que circula por sus venas, sino al alma que en todos ellos reconoce un mismo principio y está llamada al mismo católico fin; por eso jamás hicimos de la raza un mito, ni creímos ser mengua de nuestro honor mezclar nuestra sangre a la de pueblos aborígenes de muy inferior cultura, pero capaces de tenerla.

    Nadie ama más que el que al amarse a sí ama en él a todos. Sólo Dios sabe y puede hacer esto a perfección. Pero nosotros podemos y debemos procurar acercarnos a ese ideal. El que en su patria sabe amar a la Humanidad entera, y en su ideal retrata el anhelo, y lo satisface, de todas las demás naciones, ése se levanta a un grado de espiritualidad por encima del cual, sólo esta Dios.

    Después de España, Dios, se ha dicho, y es necesario que nos convenzamos de que así fue, efectivamente, en el pasado, y así debe serlo en el porvenir.
    Jamás hicimos nosotros de nuestros límites geográficos barrera infranqueable a la comunicación de la vida, ni de la que da la sangre ni de la que causa el espíritu.
    Todos los hombres son o pueden ser de sangre azul y del más noble linaje si la centella de la fe, la llama de la caridad., la luz de la ciencia entra en ellos, como ha entrado en nosotros. Basta que haya quien se encargue de comunicársela o de volverla a encender, cuando parece que se va a apagar.

    Nosotros nos creemos, nos creímos al menos un día, pueblo escogido de Dios en la nueva ley para custodiar su fe y llevar a todas partes la unidad y universalidad católica que ella representa. Abanderados de Dios, brazo armado de la cristiandad, espada de Roma, luz de Trento, nos dedicamos a pasear triunfantes por todos los mares y tierras las banderas de nuestra fe católica, tremolándola a todos los vientos y llamando a todos los pueblos a cobijarse bajo sus pliegues.

    En la mente de nuestros teólogos y en la espada de nuestros soldados, en París y Lovaina, Oxford e Ingolstadt, lo mismo que en Tánger y Otumba, Mühlberg y Lepanto, el espíritu español daba testimonio de sí, luchando por la unidad en el dogma y la universalidad en el amor, que todos los hombres hermana en la caridad de Cristo.

    Por ser ése nuestro ideal y cifrar en su realización nuestra misión histórica resulta que, al hacer patria, que parece decir algo particular, hicimos mundo, o sea una patria en que cabe todo el mundo: catolicidad.

    Una consecuencia se deriva de esto: que el genio español es más ecuménico a medida que es más patriota, y deja de ser ecuménico cuando se olvida de que es español, como sucedió con nuestros afrancesados del XVIII, con los intelectuales del 98 y con toda la morralla socialcomunistoide que gritaba “¡Viva Rusia!”, y condenaba a quien profería el grito de “¡Viva España!”.

    En general, puede decirse que desde el 1750 al 1936, la España oficial ha vivido de espaldas a la Historia, en oposición a nuestro espíritu, a lo que le hacía un destino en lo universal: la misión católica, de la que nosotros fuimos en todo tiempo paladines incansables y que es la que nos dio el ser para la Historia, la que afirmó nuestro carácter, mantuvo nuestra unidad, labró nuestra grandeza y nos dio aliento para proyectar nuestro espíritu sobre el mundo entero, constituyéndonos en avanzada de la civilización occidental (que, como veremos, no se explica sin el Cristianismo) y en acreedores máximos de la cultura europea, y aún ahora hace de nosotros, como ha dicho Keyserling, la reserva moral de Europa, “la conservadora del espíritu y el bastión de los valores morales”.

    Por nuestro suelo han pasado todas las razas, todas las corrientes más diversas se han interferido aquí, pero sobre ellas España ha proyectados su luz, se ha asimilado las esencias utilizables y las ha hecho servir al espíritu racial y nacional que permanecía inalterable.

    ¡Cómo no temblar de emoción si, dilatando nuestra vista por los horizontes de la Historia, contemplamos siempre la antorcha de la Hispanidad iluminando el mundo, recordando a éste que la vida es algo más que egoísmo y ramplonería, máquina y vapor, y que no hay cosa más hermosa que, en lucha por una santa causa, morir, si es preciso, agotar la propia entraña en aras de una maternidad por la que salen a luz “ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda”, que dijo Rubén Darío!

    En duro forcejeo contra todos los pueblos, España conservó la fe, artífice de su unidad con sentido católico, trató de imponerla a los demás, apeló para ello a la pluma y la espada, dio sangre y dinero, se deshizo económicamente, pero para perdurar espiritualmente; prefirió la honra a la riqueza, no le asustó el parecer mendigo, porque “no importa que los caballeros sean mendigos si los mendigos son caballeros”.

    De ninguna nación podrá decirse con más verdad que, por mirar al cielo, haya perdido la tierra, según se dijo de nuestro Alfonso el Sabio. No creemos que por mirar al cielo, por mantenerse fiel a su misión histórica, España perdiera sus colonias; todo lo contrario, dejó de tenerlas cuando las ideas negadoras de nuestro espíritu nacional, importadas por la Revolución francesa, se adueñaron de los gobernantes españoles, según han demostrado autores modernos, y Maeztu recuerda en su citado libro.

    Pero aun cuando así fuera, todavía, sería para alabar a Dios, que así sabe dar el ciento por uno, pues por una nación que se desangra, hoy vive de su sangre un continente entero.

    4. Espiritualidad consciente

    Fue precisamente Fouillé el que, con esa ligereza característica en los franceses, cuando enjuician cosas españolas, afirmó con desenfado que nosotros hemos sido a través de la Historia un estallido de voluntad ciega, y lo decía refiriéndose precisamente a nuestro gran Siglo de Oro, a la época de nuestra preponderancia intelectual, moral y política, cuando del uno al otro polo la bandera española tremolaba en todos los mares y tierras sin arriarse nunca, el suelo de Europa trepidaba bajo el pisar fuerte de nuestros soldados, las selvas vírgenes de América se abrían para dar paso a los nuevos emisarios del gran monarca representante de los derechos de Dios sobre la tierra, los corazones salvajes se ablandaban a la palabra suave que les comunicaba vida nueva por los labios de nuestros misioneros, y en Otumba, Lepanto, Mühlberg y San Quintín, lo mismo que en Trento, París o Ingolstadt, un solo pensamiento, una sola aspiración, conscientemente sentida, movía los brazos, los labios y la pluma de las gentes españolas.

    ¡Estallido de voluntad ciega lo que fue la empresa más alta que vieron los siglos, de unos cerebros y unos corazones que, puestos al servicio de la catolicidad, necesitaron tener el mundo por ámbito y la locura de la Cruz por finalidad!

    ¡Si precisamente lo que da el ser a la nación española, lo que le ha salvado en todos los momentos difíciles ha sido el sentimiento hondo de recia espiritualidad, que quiere decir reflexión y conciencia frente a la pasividad y embotamiento del impulso ciego que caracteriza a la sangre y a la materia!

    Nuestro patriotismo no ha podido ser nunca al estilo del de los franceses, particularista, exclusivista o de matiz demasiado territorial.

    ¡Estallido de voluntad ciega nuestra epopeya! Pero ¿es que hay algo que más contradiga el carácter de nuestro humanismo, que es de renuncia consciente a nuestro medro temporal para hacer triunfar en el individuo y en la sociedad los eternos valores del espíritu, que tienen su expresión acabada en la gran idea católica leit motiv de todas nuestras empresas?

    Si hay una nación que haya vivido del espíritu con exuberancia, que en aras de sus derechos, de los derechos de la verdad y del bien, que no tienen patria con fronteras, haya ido voluntaria, espartanamente a la muerte temporal, a la ruina económica, ésa es España.

    Y si hay una patria amasada con espíritu, que no se explique ni por sangre ni por tierras, esa patria es también la patria española. “Ni por la naturaleza del suelo que habitamos -dijo, en el epílogo inmortal de los Heterodoxos, el gran Menéndez y Pelayo-, ni por la razón, ni por el carácter parecíamos destinados a formar una gran nación... Fuera de algunos rasgos nativos de selvática y feroz independencia, el carácter español no comienza a acentuarse sino bajo la dominación romana. Roma, sin anular del todo las viejas costumbres, nos lleva a la unidad legislativa…. España debe su primer elemento de unidad en la lengua, en el arte, en el derecho, al latinismo, al romanismo.

    “Pero faltaba otra unidad más profunda: la unidad de la creencia. Sólo por ella adquiere un pueblo vida propia y conciencia de su fuerza unánime; sólo en ella se legitiman y arraigan sus instituciones; sólo por ella corre la savia de la vida hasta las últimas ramas del tronco social…

    "Esta unidad se la dio a España el Cristianismo. La Iglesia nos educó a sus pechos, con sus mártires y confesores, con sus Padres, con el régimen admirable de sus Concilios. Por ella fuimos nación, y gran nación, en la muchedumbre de gentes colectivas, nacidas para presa de la tenaz porfía de cualquier vecino codicioso. No elaboraron nuestra unidad el hierro de la conquista ni la sabiduría de los legisladores; la hicieron los apóstoles, o sea, los dos apóstoles y los siete varones apostólicos; la regaron con su sangre el diácono Lorenzo, los atletas del circo de Tarragona, las vírgenes Eulalia y Engracia, las innumerables legiones de mártires cesaraugustanos; la escribieron en su draconiano Código los padres de Ilíberis; brilló en Nicea y en Sardis sobre la frente de Osio, y en Roma sobre la frente de San Dámaso; la cantó Prudencio en versos de hierro celtibérico; triunfó del maniqueísmo y del gnosticismo oriental, del arrianismo de los bárbaros y del donatismo africano; civilizó a los suevos, hizo de los visigodos la primera nación de Occidente; escribió en las Etimologías la primera enciclopedia; inundó de escuelas los atrios de nuestros templos; comenzó a levantar, entre los despojos de la antigua doctrina el alcázar de la ciencia escolástica, por manos de Liciano, de Tajón y de San Isidoro; borró en el Fuero Juzgo la inicua ley de razas; llamó al pueblo a asentir a las deliberaciones conciliares; dio el jugo de sus pechos, que infunden eterna y santa fortaleza, a los restauradores del Norte y a los mártires del Mediodía, a San Eulogio y Álvaro Cordobés, a Pelayo y a Omar-ben-Hafsun; mandó a Teodulfo, a Claudio y a Prudencio a civilizar la Francia carlovingia; dio maestros a Gerberto; amparó bajo el manto prelaticio del arzobispo D. Raimundo y bajo la púrpura del emperador Alfonso VII la ciencia semítico-española... ¿Quién contará todos los beneficios de vida social que a esa unidad debemos, si no hay en España piedra ni monte que no nos hable de ella con la elocuente voz de algún santuario en ruinas?”

    (1) Historia de los heterodoxos españoles, 1932, tomo VII.
    Última edición por ALACRAN; 09/04/2022 a las 17:00
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    VI. LA HUELLA ESPIRITUAL DE ESPAÑA EN LA ROMA PAGANA

    1. España y la romanidad

    Toda la historia de España se desenvuelve con un sentido de universalidad y espiritualismo, que hace de ella exponente máximo de la espiritualidad y quintaesencia de la cultura europea.

    Con arreglo a los principios y a las bases sentadas para discernir acertadamente en la serie de valores de una cultura, y para apreciar el mérito de la aportación que cada pueblo o nacionalidad ha hecho al acervo cultural humano, vamos a ver, a través de la Historia, la manera precisa en que España se ha hecho acreedora a la máxima estimación de los pueblos europeos, por haber estado siempre en primera línea, lo mismo en el pensar y el sentir, que en la lucha armada, arma al brazo o pluma en ristre para salvaguardar, acrecentar y velar por las esencias espirituales que han dado ser a la gran comunidad de los pueblos de Occidente, uniéndolos, por encima de las diferencias sociales, en unidad de empresa, de historia y de destino.

    Fue un español precisamente, Orosio, el primero, quizá, que, siguiendo una trayectoria iniciada ya por San Agustín, desarrolló un concepto providencialista y universalista de la Historia, al asentar que, por encima de todas las contingencias que presenta el acontecer humano, en la serie ininterrumpida de esfuerzos y de luchas originadas frecuentemente por el sentimiento particularista y la mirada estrecha de las naciones, hay una providencia, un espíritu que todo lo rige y gobierna y realiza sus designios de universal ordenación de las cosas a un mismo fin, valiéndose de los mismos medios con que los hombres intentan consciente o inconscientemente romper la universalidad de pensamiento y de acción que debieran tener, supuesta la unidad de origen y destino.

    En sus libros de Historia desarrolla este español ilustre, al que luego siguió el francés Bossuet en su célebre discurso sobre la Historia universal, un concepto amplio y universalista de la patria, entendida en el sentido que nosotros hemos explicado anteriormente, considerándola como espíritu y valor que se realiza en individuos y por individuos o bien en nacionalidades, viviendo no en función de un nacionalismo estrecho, sino en comunión de amor y de fe, de empresa y de destino con los restantes pueblos o naciones.

    Y a la verdad, no deja de ser significativo, por lo que ahora vamos a decir, el que haya sido precisamente un español el que, cuando aún era imposible sentir la patria española, pues no había surgido la hazaña creadora de la misma, la conciencia colectiva de una empresa, una misión y un destino comunes, sintiese tan claramente el ideal y el afán que había de ser un día resorte maravilloso de toda nuestra historia, causante de nuestra existencia como nación, y móvil de todas nuestras empresas, realizadas siempre con un sentido ecuménico y católico que ninguna otra nación ha podido igualar. Orosio, al encararse con la Historia y mirarla con ojos cargados de espiritualidad, presintió ya la gesta y el sentir de su pueblo. Era el genio de la raza el que por él discurría entonces.

    Orosio no hizo sino dar expresión gráfica al sentido universalista de su pueblo realizando la idea universal de Roma. Ninguna otra provincia, en efecto, se asimiló el sentido de universal ciudadanía difundido por el Imperio como lo hizo España. Nuestros emperadores y nuestros escritores de la Roma imperial son tan romanos y sienten la causa de Roma con tanta pasión y tanto brío como pudiera sentirla un Augusto o un Virgilio.

    De lo que hubo de humano, de universal y justo en la obra de Roma, España se sintió solidaria como la misma cabeza del Imperio. Prueba de ello que ninguna otra provincia aportó a la causa imperial tanto contributo como nuestra España.

    Y es ello un dato muy interesante para apreciar la parte que nos toca a nosotros en la conformación del espíritu de Occidente, en la constitución del acervo cultural europeo. Al hablar, en efecto, en los capítulos anteriores de la esencia y constitutivo de la cultura occidental señalábamos, a más del elemento cristiano que lo resume y explica todos, el romanismo y germanismo.

    Pues yo creo que ninguna otra nación se nos adelanta en la gloria de haber asociado al complejo espiritual de Europa por tan subida manera esos dos elementos que intervienen en su cultura. Hablaremos primeramente del romanismo y luego del germanismo. Estos dos términos no servirán para estudiar toda la urdimbre de la cultura occidental y ver cómo España, en cada momento, ha sabido adaptarse a las necesidades y exigencias del proceso evolutivo de los pueblos europeos, conservando y acrecentando su rico legado cultural.

    2. La romanización de España.

    En la palabra romanismo comprendemos todo lo antiguo y bueno, que Roma conservó y perfeccionó, y lo que aportó por sí misma. Y, tratándose de cultura, queremos significar concretamente, al decir romanismo, toda la clásica cultura grecolatina que por Roma pasó a ser patrimonio o herencia de la cultura occidental.
    Fue merced a la acción política del Imperio por lo que las naciones o tierras todas de Occidente llegaron a sentirse por primera vez fundidas en un solo haz de pueblos, donde no cabían nacionalidades ni autonomías de índole política, sino que hasta donde se extendían las legiones de Roma, hasta allí se dilataban las fronteras de la única patria, por ser el único valor espiritual que entonces había: Roma.

    Si ésta pudo causar quebranto y proceder despóticamente con las provincias sometidas, es indudable que, a cambio de lo que les quitó, les dio con creces; pues, por tierra, sangre o libertad bravía, les comunicó espíritu, conciencia o ser histórico, y cultura capaz de crear, llegado el momento preciso, la patria y la racionalidad, como algo fundado en unidad de impulso, de fe, de empresa y de destino.

    ¿Qué actitud adoptó España frente a la civilización que Roma le traía? Pasado el resquemor de los primeros encuentros, que fueron durísimos, debido al sentimiento de ingénita independencia, de individualismo y autónomo proceder que todos llevamos en la sangre, y que dio lugar a las gestas, que serán siempre orgullo de la raza que supo realizarlas: de Numancia y Viriato, España hace de Roma su patria, y de las ideas romanas, de su Imperio y su universal ciudadanía, el ideal y el leit motiv de sus empresas, que se refunden en el sentido universalista de la política de Roma.

    Ninguna otra provincia del Imperio sirvió a éste con tanto tesón y tanto coraje, y ninguna de las naciones que aún hoy viven del espíritu de Roma se apropió como España sus esencias y llegó a mandar en él como en cosa propia.

    España se romanizó completamente en usos y costumbres, en lo cultural y en lo militar, en lo social y político. Lo que menos se apropió, quizá porque estaba reñido con el espíritu unitarista de la raza, fue el politeísmo romano.

    ¿Que la romanización no fue tan extensa e intensa como desearía Benedetto Croce, quien nos culpa por ello de haber echado a perder el latín? Es cosa que no debe maravillar a nadie, máxime si se tiene en cuenta que ni la misma Italia llegó a perfeccionarse totalmente en el latín, y que aquí no vinieron a enseñarnos ni Cicerones ni Virgilios, sino toscos soldados romanos que en exquisiteces del lenguaje no debían andar muy atildados, y de los que nosotros lo aprendimos.

    Mas, si se ha de juzgar por las referencias que tenemos acerca de lo que podríamos llamar clase culta de la España de entonces, y por los libros que nos dejó, no cabe duda que los españoles son los únicos entre los europeos que pueden presentar una serie de escritores, de filósofos, retóricos y políticos que no desdicen de los autores o emperadores reduplicativamente romanos.

    El mismo Leclerc, conocidísimo hispanófobo, se ve obligado a reconocer que la civilización había hecho aquí tantos progresos que con dificultad se hallaría otra provincia que pudiera superarla. Y como prueba de su florecimiento señala el anhelo de San Pablo Apóstol de venir por sí mismo a este extremo de Occidente a predicar la palabra de la nueva catolicidad.

    3. Romanización en industria, armas y letras

    Convertido nuestro suelo en tierra nutrix del Imperio, España se vio cruzada en todas direcciones por multitud de vías, grandes arterias que llevaban sangre nutridora del corazón y cuerpo de Roma, y por do llegaba el aliento espiritual que en cambio nos devolvía. Acueductos, puentes, teatros, edificios públicos, dieron pronto a España la posesión de una vida urbana bastante adelantada.

    Los emperadores romanos, como Augusto, hicieron más de una vez asiento nuestra patria; la suerte del Imperio se decidió con frecuencia en nuestro suelo; tropas españolas custodiaban sus fronteras, hacían guardia en la corte imperial y estaban en primera línea con las legiones romanas en Palestina y la Dacia, donde había algún peligro para el Imperio, desarrollando muchas veces una táctica aprendida en las montañas cántabras; productos manufacturados de España, como manteles y pañuelos de Setabis, se pagaban en Roma a precio exorbitante; los encajes de Setúbal no tenían rival; las industrias de tejidos de Asturias, Galicia y Tarragona gozaban de merecida fama; el comercio en los puertos de Cádiz, Málaga, Barcelona y Tarragona era florentísimo; las armas de Bílbilis y herrerías de Córdoba eran populares en el Imperio; nuestra agricultura debía tener entonces proporciones fantásticas, nuestros productos agrícolas alimentaban en su mayor parte a la plebe de Roma, nuestro trigo se compraba cuatro veces más económico que el de las demás partes -debido a su abundancia-, se hacía de él silos o almacenes, el vino y el aceite se exportaban en grandes cantidades, los ramos de metalurgia e industria textil se desarrollaba en proporción sorprendente, y, sobre esto, los españoles identificados con el espíritu de Roma, se aposentaban en esta como en su propia casa y no se sentían más que romanos.

    La unidad política trajo la unidad de lengua, de cultura, de ideal y empresa; todos eran ciudadanos equiparados por una legislación que fortalecía los vínculos familiares y creaba un espíritu de universal ciudadanía como el mundo no soñara hasta entonces.

    Mucho debió favorecer Roma la implantación de su lengua en nuestro suelo cuando maestros tan consumados en el arte de decir vemos florecer en el Imperio oriundos de nuestra patria.

    En las armas y en las letras, españoles y romanos trabajaban unidos por el mismo ideal y fundidos en una común patria. Imposible referir todas las glorias españolas de aquellos tiempos. Higinio, Lucio, son los primeros astrónomos del Lacio; Pomponio Mela, el primer geógrafo; Columela, el más célebre escritor de cosas de campo en la antigüedad; el mejor y primer maestro que vio el Imperio fue el cordobés Porcio Latron; el primer profesor estipendiado por el público, Quintiliano; de entre los filósofos romanos, ninguno puede competir con Séneca, maestro de emperadores y autor de la moral más pura en lo pagano; el mejor epigramático, Marcial; en retórica, nadie disputa la palma a Quintiliano, y, como cosa de todos conocida, puede afirmarse que la cultura romana, en el que podríamos llamar siglo de plata, posterior al de Augusto, fue obra de escritores españoles que, cuando los ingenios romanos languidecían y el Imperio estaba a punto de sucumbir, irrumpieron con su genio pronto y viril para sostener por un poco de tiempo lo que a más andar se moría. Fue aquel siglo el último esplendor de la cultura imperial sostenida por hombros españoles.

    En otro orden de cosas, nadie consiguió más coronas entre los guerreros que Evandro, natural de Osma; los celtíberos alistados bajo las banderas de Escipión fueron los primeros en recibir paga en los ejércitos imperiales, el primer extranjero a quien Roma concedió el consulado fue Balbo, de Cádiz; Trajano, el primer y más grande de los emperadores no romanos de nacimiento y quien más extenso y feliz hizo al Imperio; Adriano, el primer codificador de las leyes romanas; Teodosio II, hijo de padres españoles, el segundo gran legislador, o el mejor hasta nuestros días; Adriano, quien por primera vez estableció universidades en Roma.

    Todo ello revela, a más del genio de la raza, lo bien que nuestro pueblo se había asimilado el sentido universalista y espiritualista de Roma, que se hizo depositaria de la riqueza intelectual y artística de los demás pueblos de la Antigüedad y de ella se sirvió para, con el peso de sus armas y la formidable máquina estatal y política que levantó, fundada en el respeto a la ley y en la consideración del hombre como ciudadano de un universal Imperio, dar vida a la comunidad de espíritu de Occidente en lo que tiene de más humano, siquiera, para hacerlo estable y compatible con las necesidades de cada nación, fuese necesaria la intervención de la luz y de la gracia venidas de lo alto, pero que quisieron también establecer su centro de irradiación en la misma Roma imperial.

    Por Roma, los individuos y naciones de Occidente fueron bautizados en el nombre de una ciudadanía que les hizo solidarios de una misma empresa y de un mismo ideal, representado por el espíritu universalista que Roma dio a su Imperio. España se identificó plenamente con ese espíritu. No se podrá decir que Séneca y Lucano, Trajano y Adriano sean hijos de la patria española, porque ésta aún no había nacido, pero no se podrá negar tampoco que por ellos corría la sangre de la raza y que en ellos luce ya el genio universalista que es nota característica de la misma.

    Para los hispanorromanos, Roma era su única patria, porque allí veían el valor, la cultura, la justicia, la concretización del ideal común y de la aspiración colectiva que origina la patria. Roma era el alma de su tierra, hecha fecunda para la Historia merced al espíritu que con su cultura le infundiera.

    No pudo surgir entonces en pechos españoles el sentimiento de patria, porque no estaban las circunstancias dispuestas, ni los ánimos capacitados para sentirse ligados por una unidad colectiva de empresa o de destino. De ello nos iba a hacer capaces la misma Roma, dándonos conciencia del sentido universalista ingénito en la raza y disponiéndonos para, al soplo venido de la gracia y a la luz de la fe, acertar a hermanar el sentimiento de patria nación con el sentido católico de la vida y de la acción.

    .
    Última edición por ALACRAN; 16/04/2022 a las 16:43
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    VII. LA HUELLA ESPIRITUAL DE ESPAÑA EN LA ROMA CRISTIANA


    1. El cristianismo en España

    Si España se adaptó con tanta facilidad a la manera universal de Roma es porque esa manera cuadraba muy bien con el genio peculiar de la raza ibérica. Recibimos de Roma, con el bautismo de la cultura, el sello de una común fraternidad basada en el saber, como luego recibiríamos por Cristo, de esa misma Roma, el bautismo sobrenatural, basado en caridad y gracia.

    Dios dispuso, en efecto, que a través de la unidad de lengua, de ley y de ciudadanía, por los caminos que Roma había trazado para llevar a todas partes con sus legiones el mensaje de una primera catolicidad, nos llegase también, a nosotros y a los demás, la unidad de la nueva fe, el evangelio de la común fraternidad no basada en carne ni en voluntad de varón, ni siquiera en saber sencillamente, sino en la filiación con Dios, en la gracia divina que se derramaría en nuestros corazones por la caridad de Cristo.
    Y si, como observó Menéndez y Pelayo, no parece que el politeísmo romano hiciera muchos progresos en nuestra patria, ello se debió en parte, sin duda, al antecedente unitario y universalista de la raza ibérica, hecha para vivir en función de unidad católica, explicándose así la rápida difusión y el acogimiento benévolo que en nuestro suelo obtuvo el mensaje de la catolicidad basada en Cristo, que, allá para el siglo II, según San Jerónimo, se había ya casi hecho dueño absoluto de nuestros padres, que supieron mantenerlo con bravura y bizarría, cantadas insuperablemente por el vate de los mártires, el gran español Prudencio, el que, sintiéndose romano de patria y español de sangre, hacía de ambos sentires una síntesis en la gran unidad católica, no reñida ni con el saber, ni con la sangre, ni la nacionalidad.

    Tanta fama adquirió España al servicio del Imperio que, como antes recordábamos, San Pablo Apóstol quiso reservarse, y la realizó, la evangelización de nuestra patria. Nada sabemos en concreto de sus correrías apostólicas, que tan honda transformación estaban destinadas a causar en nuestra patria, pero fácilmente podemos suponer la emoción con que nuestros pueblos recibirían una embajada que tan bien sonaba en vidas hechas a sentir la armonía en unidad de credo y de amor, de aspiración y destino que demostraron los españoles en la convivencia y apropiación de la esencia universal de Roma.

    La Historia -escribe el maestro-, que con tanta fruición recuerda insípidas genealogías y lamentables hechos de armas, apenas tiene una página para aquellos héroes que llevaron a término en el suelo español la metamorfosis más prodigiosa y santa. Imaginémonos aquella Bética de los tiempos de Nerón, henchida de colonias y de municipios, agricultora e industriosa, ardiente y novelera, arrullada por el canto de sus poetas, amonestada por la severa voz de sus filósofos; paremos mientes en aquella vida brillante y externa que en Córdoba y en Híspalis remedaba las escenas de la Roma imperial, donde entonces daban ley de gusto los hijos de la tierra turdetana, y nos formaremos un concepto algo parecido al de aquella Atenas donde predicó San Pablo. Podemos restaurar mentalmente el agora (aquí foro), donde acudía la multitud ansiosa de oír cosas nuevas, y atenta escuchaba la voz del sofista o del retórico griego, los embelecos o trapacerías del hechicero asirio o caldeo, los deslumbramientos y trampantojos del importador de cultos orientales. Y, en medio de este concurso y de estas voces, veríamos la de algunos espíritus nuevos generosos, a quienes Simón Bar-jona había confiado el alto empeño de anunciar la nueva ley al peritus iber de Horacio, a los compatriotas de Porcio Latron, de Balbo y de Séneca, preparados quizá a recibirla por la luz que da la ciencia, duros y obstinados acaso, por el orgullo que la ciencia humana infunde, y por los vicios y flaquezas que nacen de la prosperidad y de la opulencia”. (Hª de los Heterodoxos).

    La unidad de España, que era bajo la idea imperial de identificación absoluta con el espíritu de Roma, y que no podía dar margen a ningún atisbo de nacionalidad o patria propiamente dicha, sometidos como estaban todos a una legislación y un mando que no reconocía más que ciudadanos romanos, fue con el Cristianismo, y a medida que perdía vigor la fuerza cohesionante del Imperio, adquiriendo, dentro de la nueva catolicidad predicada por los emisarios de Dios, un matiz menos difuso, y orientándose al solar patrio.

    La gracia, que venía a hacer nuevos hombres, haciéndoles comulgar a todos en unidad de amor y de fe, pero sin negar lo bueno de la Naturaleza ni las diferencias de personalidad, venía también a constituir la personalidad espiritual de los pueblos, dentro de la universalidad y comunidad de credo y de disciplina.

    Cristo es un valor universal realizado en muchos supuestos, pero en identidad de bautismo y con mejoración de su naturaleza. Su religión, al echar la semilla de una nueva civilización y unidad más alta, basada en amor y luz, hace posible la conjugación de lo singular en lo universal, sin que esto anule a aquello.

    Más, así como no todos los individuos ofrecen las mismas disposiciones a la operación de la gracia, así tampoco todos los pueblos son idénticos en la facilidad de adaptación a la nueva espiritualidad predicada y nacida de Cristo. Radicalmente, todos son capaces de conocerla y de poseerla; próximamente, unos están mejor dispuestos que otros a recibirla. Aquí juega papel importante lo que llamaríamos genio particular de las naciones. Las hay tendentes de suyo al unitarismo religioso político, de pensamiento o de acción, y las hay en sentido inverso. Hay pueblos que aman la línea recta, aborrecen las medias tintas, y los hay que gustan de lo tortuoso, de lo difuso, ambiguo y desvaído.

    Al aparecer Jesús sobre la tierra, el mundo estaba en la mejor disposición para recibir la semilla de la buena nueva. La unidad política y jurídica que le diera Roma favorecía la difusión de la sobrenatural doctrina, y la cultura por ella expandida capacitaba a los oyentes para entenderla. Estas buenas disposiciones debían gozar puesto de privilegio entre nuestras gentes, cuando en los confines de la Bética resonó la palabra de los apóstoles del Crucificado.

    Sólo así se explica la difusión rápida del Cristianismo, que al descender de lo alto no mató los gérmenes de la antigua civilización ni alteró el modo racial o territorial de las naciones, sino que lo mejoró y adaptó a la nueva inserción que en el tronco humano se hacía, sin quebrar las ramas o cortar las flores diferentes de cada nacionalidad. (...)


    2. La semilla de la unidad católica

    La doctrina salvadora predicada por Jesucristo, al terminar el siglo IV se confesaba ya hasta los últimos rincones de la Península.

    A salvo la gratuidad del beneficio divino y la merced que únicamente se debe al Señor, no puede negarse que fue el genio de la raza el que hizo tan fácilmente asimilable la unidad católica que se nos traía.

    Todo el ímpetu que pusiera el pueblo ibero para apoderarse y difundir el espíritu universalista que representaba la cultura romana, lo puso luego para asimilarse y sustentarse con la nueva universalidad traída por el Cristianismo.
    Todo el esfuerzo combinado de los emperadores y leguleyos de Roma no pudo desarraigar de los pechos españoles la semilla de la alta espiritualidad que los heraldos de la Cruz vertieran en ellos. Todas las provincias españolas recibieron su bautismo de sangre; pero, como cantó Prudencio, a cada golpe de granizo brotaban nuevos mártires.

    Del siglo III parecen haber sido los primeros, y ya en la profesión de fe de nuestros atletas, como observa acertadamente el padre Zacarías Villada, aparece el sentido de catolicidad, que nuestros confesores querían dar a su martirio por la fe.


    3. El testimonio de los mártires recogido por Prudencio

    Hacia el año 258 tuvo lugar en Tarragona el martirio de Fructuoso y sus diáconos Auspicio y Eulogio, cuyo proceso verbal auténtico, por dicha conservado, pone en labios del santo obispo este testimonio: “Yo debo acordarme de toda la Iglesia católica esparcida de Oriente a Occidente”, del que San Agustín se valió luego para hacer resaltar la idea de universalidad que en él se incluye “tan en armonía con la idea de catolicidad predicada por Jesucristo y sus apóstoles”. Y ¿quién no conoce aquella magnífica profesión de fe, muy española por muy católica, que hiciera San Paciano al dirigirse a un tal Semproniano, a quien molestara la denominación de cristiano que el santo obispo se diera?: “No te inquietes, hermano -le dijo-. Mi nombre es cristiano y mi apellido católico. Aquél me personifica y éste me muestra. Con aquel soy probado, con éste, señalado”.

    ¡Y qué bien supo recoger Prudencio estos testimonios de sangre que dieran nuestros mártires por la idea y el sentir católico, que será la normativa de nuestra acción a través de la Historia! ¡Qué españoles son sus versos, por el nervio, el fuego, la unción y la férrea coraza que encubre un corazón que, como ningún otro, supo sentir la suave y cálida emoción que produce la sangre!

    Prudencio, que amaba y veneraba a la Roma imperial como a madre de la catolicidad política y de tierra, la amaba todavía más como a cabeza de la catolicidad religiosa fundada en comunión con el espíritu.

    Grande es la gloria que, según él, cabe a Roma por haber dispuesto al mundo con la unidad política a recibir la unidad de fe, que a través de las vías imperiales iba a extenderse hasta los últimos confines del mundo conocido; pero mayor es todavía la que le compete por haber sido escogida para centro y foco radiador de la nueva catolicidad pontifical. Prudencio es la gloria más grande de toda la poesía cristiana bajo el Imperio y de toda la Edad Media, hasta llegar a Dante. De él dijo Vives, en el De tradentis disciplinis, libro III, que tiene muchas cosas que compiten en gracia y elegancia con las mejores de la antigüedad y algunas que las superan.

    Su españolismo lo ha estudiado muy bien Lorenzo Riber, en un trabajo aparecido en Acción Española (números 68 – 69, 1935), como encuadrado en el universalismo y patria espiritual que era Roma. De él entresaco estos párrafos: “Prudencio, que, como hemos visto, es un verdadero español por alguno de sus defectos, lo es aún más por sus cualidades, y nadie ha de maravillarse que un tan fuerte país como el nuestro imprima en sus hijos aquel indeleble sello que los teólogos llaman carácter. Prudencio la ama con afecto hipérbolico. Para él, España es una tierra bendita, poblada de unos hombres sobre quienes reposa apacible la mirada de Dios: -Hispanos Deus adspicit benignus-.

    España es ya en Prudencio lo que será en todo el curso de su historia: la devota, la católica España… Este candente españolismo de Aurelio Prudencio resuélvese en su obra en un patriotismo superior, en el amor de la “romanidad”, palabra creada por Tertuliano, y sentimiento asimilado por todos los grandes poetas del tiempo de Prudencio. ¿Quién pudiera creerle tan romano después de haberle visto tan español? Todos los poetas contemporáneos celebran el beneficio de la unidad romana… Pero a los dos grandes poetas romanizados (Claudiano y Rutilio), al africano y al galo, supera, en fervor de romanidad y en adhesión a aquella Roma onde Christo é Romano… Aurelio Prudencio es español, pero español de Roma; de aquella Roma en donde Cristo es romano y de quien Lorenzo es cónsul perpetuo. Perder esta suerte de romanidad es caer en la barbarie y en la abyección… España y Roma, patria y fe, ya son en Aurelio Prudencio, consustanciales”.


    4. La España romana y la cultura europea

    Este carácter de señera españolía, encuadrado en la gran catolicidad espiritual representada por Roma, aparece en todos los españoles de aquella época. ¿Quién no sabe de Osio, el gran obispo de Córdoba, el instrumento de la conversión de Constantino, por la que la corona quedó rematada con la cruz, y la espada se puso al servicio de la fe? ¿Quién no sabe de su actuación en los Concilios, sobre todo en el de Nicea, por la que una profesión de fe se pone hoy en labios de toda la catolicidad?

    Tres fueron los acontecimientos principales que tuvieron lugar en el siglo IV, recuerda el padre Villada en su libro El destino de España, y en todas tres cupo a España participación muy importante: la conversión de Constantino, la promulgación del Código teodosiano y el Concilio de Nicea.

    Por la primera, España contribuye como la que más a la realización de la idea sacro-imperial que prevalecería a través de los siglos medios.

    Por la segunda, toda la legislación romana se codifica en sentido católico, mediante la intervención concorde de un emperador y un Pontífice de origen español: Teodosio y San Dámaso. Por esa promulgación, hecha el 27 de febrero de 380, “es su voluntad que todos los pueblos sometidos a su cetro abracen la fe de la Iglesia romana de San Pedro, declarando a todas las sectas heterodoxas fuera de la ley”.

    Por la tercera, o sea, por la redacción del símbolo de Nicea, el genio español aparece iluminado con la luz de la más alta teología, que en Trento y en labios españoles brillaría más tarde con resplandores de cénit.

    Osio, teólogo; Teodosio, emperador, y Dámaso, Papa, son la síntesis de la historia española, de nuestra cultura y de nuestra epopeya, que se desarrolla el amparo y en defensa de la fe. “Luz de Trento, espada de Roma y martillo de herejes”, esos son nuestros blasones sobre un fondo de catolicidad inconfundible.

    El siglo IV, por consiguiente, señala para España, dentro de la romanidad, la época de más alta y definida expresión del genio unitario y universalista de la raza. La patria de todos los españoles, como en Prudencio, era Roma, a la que se sentían ligados por la comunidad de bienes y de valores, únicos capaces de crear patria, y que todos venían de Roma.

    No es pequeña gloria nuestra el que pechos españoles sintieran ya entonces, cuando no se puede hablar de verdadera patria, de una manera tan definida y precisa, los anhelos y los ideales, que luego había de consagrar y convertir en patrimonio histórico nuestro, la hazaña creadora de la patria propiamente española, que nace con el bautismo, que en nombre de la catolicidad recibió en el Concilio de Toledo.

    El universalismo que representaba la Roma pagana en el orden político, cultural y jurídico, lo asimiló y mantuvo España con gloria incomparable, lo mismo en la pluma de sus escritores que en la espada de los emperadores nacidos en su suelo.

    Y cuando el Cristianismo se fue apoderando poco a poco de todos los valores humanos del Imperio, cuando la Iglesia, a los pueblos insatisfechos con el ideal romano, les ofreció el sublime, representado por la Cruz de Cristo, fue también entonces España la que supo sentirse identificada con la nueva catolicidad de la manera más cumplida, consagrando de nuevo la espada y la pluma al servicio de este universalismo de tipo divino, que iba a hacerse compatible con el particularismo o genio peculiar de cada nacionalidad.

    Así se inició la gran empresa en que España iba a poner, a través de la Historia, lo mejor de su sangre y de su espíritu para realizar la misión católica que Dios le había confiado.

    La espada al servicio de la Cruz, esto significa, como hemos dicho, la conversión de Constantino. La cultura santificada por la fe, la filosofía al servicio de la teología, eso representan Osio en Nicea y Teodosio con la promulgación del nuevo Código ungido por la gracia del Evangelio. Penetración, en una palabra, del espíritu de Cristo en el organismo social, militar, político de la nueva Europa que llenará la historia de la Edad Media.

    Así tenemos que España, que hizo del elemento cultural grecorromano (integrante de la cultura occidental) santo y seña, cuando aún no existía como nación, y que lo promovió como ninguna otra provincia, preparó con su acción en favor de la idea cristiana la configuración definitiva de la cultura europea, que no podrá vivir si no es con dependencia y al influjo de la caridad de Cristo. Desde Teodosio, todo humanismo adopta un sentido y matiz católicos en armonía con la impronta indeleble que sobre la legislación romana impusiera este emperador español, saturándola de esencias evangélicas. ¡Cuánta gloria no nos cabe, pues, en la formación de la gran unidad espiritual que llamamos Occidente!
    Última edición por ALACRAN; 20/04/2022 a las 17:53
    Kontrapoder dio el Víctor.
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  7. #7
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    VIII. EL ESPÍRITU DE LA EDAD MEDIA

    1. En la agonía del Imperio

    Teodosio el Grande es el último claro esplendor de una luz que agoniza en la lámpara imperial de Roma. Su valor y su genio lograron detener por un momento la disolución que se iba adueñando del organismo del Imperio y que amenazaba dar al traste con la obra de tantos siglos.

    Dos son los méritos capitales de este español romano o romano español ante la cultura europea. El primero, haber refrendado mientras vivió el ímpetu de los bárbaros que llamaban a las puertas del Imperio, batiéndoles en todas partes y gobernando así sobre la totalidad indivisa del mismo. El segundo, haber salvado las esencias espirituales de Roma, sus valores culturales, su concepción jurídica, en especial, regenerándola con la gracia evangélica.

    El paganismo, en efecto, como doctrina y moral imperante sobre los pueblos europeos, desapareció jurídicamente con los decretos que este emperador promulgó, prohibiendo bajo severas penas el culto de los dioses y consagrando la legislación romana con el crisma evangélico.

    Si no se quiere admitir que esto sea mérito de la Hispanidad como patria, no se podrá negar, empero, el que lo sea del genio de la raza, del genio ibérico, que después de latinizarse completamente, sumergiéndose en el universalismo cultural y político de Roma, que tan bien cuadraba con su tendencia racial, supo hacer de la nueva y más alta catolicidad, representada por el Cristianismo, sangre de su sangre, motivo e ideal de todas sus empresas, visto que el ideal pagano era ya incapaz de satisfacer las aspiraciones de los pueblos que caían dentro de la órbita imperial de Roma.

    Grande y muy grande fue, pues, la parte que cupo a los españoles en la conservación del legado cultural de Grecia y Roma, transfundido luego a los pueblos que hoy forman en el Occidente cristiano, y que nacieron a la luz de la civilización al ser ungidos con la gracia evangélica.

    Si Grecia había puesto el alma, el pensamiento y el arte que enalteció al Imperio, Roma puso la organización, el impulso, la fuerza, la ley y la red nerviosa a través de la cual se difundía a todas partes la savia de vida que provenía del saber griego, pero que sin el poder romano y sin el sentido práctico y organizador de éste, no hubiese, tal vez, llegado a convertirse en sustratum humanum de la cultura occidental.

    Pereció, por causas que no es del caso estudiar aquí, el magnífico organismo levantado por la fuerza de Roma. A los golpes de los bárbaros del Septentrión, el cuerpo del Imperio comenzó a disolverse y el alma salió de él como de morada que ya no le era conveniente.

    Pero el alma no muere. El espíritu cultural que animaba al Imperio se fue a buscar otro asilo. Y como corruptio unius est generatio alterius, a la Roma de universal acción, de un solo cuerpo y de una sola cabeza, que no consentía diferencia de pueblos y nacionalidades, sino que a todos los refundía en la unidad compacta del Imperio, sucedió la Europa medieval, donde las nacionalidades se perfilan, las provincias se sienten desligadas de la cabeza del Imperio y los nuevos pueblos que van a llenar esta época se apropian e incorporan el espíritu de la Antigüedad clásica mediante la acción que en ellos ejerce la fuerza sobrenatural venida de arriba, que doblegó su cerviz y ablandó su corazón, haciéndole apto para vivir la vida del espíritu.


    2. Los valores espirituales de la Edad Media

    Es muy útil estudiar al llegar a la Edad Media (época en que el Cristianismo se convierte en aglutinante de los pueblos europeos, a los que aduna y conforma en unidad de cultura, haciéndoles comulgar en espíritu por encima de las diferencias de sangre o de tierras, creando así lo que hoy se llama comunidad, civilización y cultura occidental) la relación que el Cristianismo guarda con los demás elementos que intervienen en nuestra cultura, y la parte que le cabe en la consumación o adaptación de los mismos a nuestra vida.

    Grecia y Roma suman el elemento grecolatino, expresión de lo bueno que la Naturaleza había producido antes de aparecer el cristianismo, y que tiene una sola palabra para que expresarse: romanismo. El otro elemento humano, posterior ya al Cristianismo, y que desde ahora comienza a intervenir en la cultura europea, se llama germanismo. El Cristianismo es puente, resumen, mejora y superación de ambos.

    Grecia es el primer gran exponente del espíritu de los pueblos en la antigüedad. El período de su apogeo no fue muy largo: lo que va de la batalla de Maratón, 490 a. de Jesucristo, a la subyugación del país por Filipo de Macedonia, 336 a. de Jesucristo; pero el surco que dejó en la Historia, difícilmente podrá ser igualado por nadie.

    Sin Grecia, el despotismo y la barbarie asiática habrían prevalecido contra Europa. En las llanuras de Maratón, el espíritu triunfó de la materia. Grecia significa el triunfo de la libertad y del pensamiento sobre el despotismo, la esclavitud y la fuerza bruta.

    Hay cosas que el genio de Grecia creó, que no han podido ni podrán ser jamás suplantadas o desvirtuadas. La especulación griega rayó tan alto como puede hacerlo el entendimiento confiado a sus propias fuerzas. Su arte no tiene parejo.

    Las categorías de ser, de vida y acción establecidas por el genio de la filosofía helénica pasaron a Roma, de Roma al Cristianismo y éste las comunicó a todos los demás pueblos. La filosofía cristiana se sirvió de la trama conceptual elaborada por Grecia.

    Y es que no todo el hombre se echó a perder por el pecado. “La razón -como ha dicho en un hermoso estudio sobre Catolicismo y nacionalismo el padre Victorino Capánaga- se extravió, oscureciéndose en grandes tinieblas y errores; pero guardó una viva centella, una conexión irrompible con las verdades axiológicas universales. El amor a los bienes sensibles ha debilitado las fuerzas sanas de la conciencia; pero ésta no ha perdido su orientación a la eternidad, patria de los bienes verdaderos. Ni se ha apagado aquel rumor de las sindéresis, murmur sinderesis, de que habla un ascético, que susurra en nuestra alma las leyes de la moral.

    El amor a la verdad, el amor al bien, el amor de la hermosura son bienes de la Naturaleza, bienes universales propios de todas las naciones y razas, y que pueden manifestarse en valores culturales de significación universal y humanística, creando una ciencia, un arte, una organización política asimilable por el catolicismo”. (1). Tal es el fenómeno de la asimilación grecolatina.

    La aportación de Grecia a la cultura occidental fue más especulativa que práctica. La de Roma, más práctica que especulativa. Estudiadas ambas fuerzas concretamente, sin abstracciones que falsean la realidad, acaso suponga más para la cultura occidental Roma que Grecia. Roma, en efecto, parece trabajar sobre el hombre entero, mientras Grecia es pueblo de artistas y de filósofos. El individuo y la sociedad reciben de Roma espíritu, moderación, disciplina e impulso.
    Pero a Roma, como a Grecia, le faltó el sentido de orientación a lo eterno, redujo al hombre a la estrechez de una mirada en la que no aparece más que espacio y tiempo, carne y placer sensual. El sentido de divinal progenie y sobrenatural destino, la vida y conciencia del espíritu no podía dárselo a nuestra civilización nadie más que Jesucristo.

    Si, como ha dicho Sanderson, toda la historia antigua conduce a Roma a través de Grecia, toda la moderna, podemos decir nosotros, lleva a Cristo a través de Roma.

    De las flores que brotaron del genio griego, de los productos de su saber y su arte, Roma entretejió una corona y fabricó una veste con que se coronó a sí y revistió a todo el cuerpo del Imperio. Grecia es la patria de los intelectuales y de los artistas; Roma, la de los hombres; el Cristianismo, la de los Santos.

    La gracia no niega nada de lo bueno que trae la naturaleza, el santo es un hombre divinizado; el Cristianismo tampoco anuló nada bueno de cuanto el sabio y artista griego, o el hombre romano, habían creado, pero lo sobrenaturalizó, lo mejoró e inyectó nueva vida.

    Fue la levadura que hizo fermentar toda la masa humana, sin diferencia de griegos, ni de judíos, de romanos o bárbaros. Más aún: por el Cristianismo iban a quedar constituidas las nuevas nacionalidades dentro de una comunidad de espíritu.

    Si en aquella grave crisis histórica por la que atravesó el mundo, cuando los pueblos bárbaros cayeron como buitres sobre la carroña del Imperio romano, no hubiera la Iglesia intervenido para hacerse testamentaria de la cultura grecolatina y tutora de los pueblos jóvenes, quizá hoy el Occidente, que blasona de su cultura y desconoce con frecuencia la mano bienhechora a quien se la debe, estuviera convertido en una inmensa e intransitable selva.

    La Iglesia, que presidió los funerales del Imperio, no consintió que muriera ab intestato, le ungió con el crisma de salud, se hizo albacea de sus tesoros culturales y los entregó sin regateos ni egoísmos a los nuevos pueblos que bajo su amparo llegaron a la mayoría de edad.

    Sin pararse en diferencias de razas ni de nacionalidades, el espíritu de Cristo flotó sobre las aguas que acumulara el turbión bárbaro, e hizo amanecer un nuevo mundo, como el espíritu de Dios al sacar el universo del caos. (...)

    (1) Religión y cultura, junio de 1936

    3. Germanismo y cristianismo

    Por el germanismo no se alteraron las categorías de serie de valer que la tradición grecolatina, sublimada por la fe, había comunicado al pensamiento europeo.
    No creció la cultura occidental de fuera a dentro, sino más bien de dentro a fuera; por extensión más que por intensión. Fue un nuevo tronco al que se comunicó la inserción de vida espiritual alimentada por la fe.

    La cultura europea comienza a manifestarse con tonalidad desconocida, dada la novedad de la caja de resonancia a que alcanzan sus vibraciones.

    El servicio prestado a la Iglesia por los germanos -ha dicho el cardenal Faulhaber- fue la fundación de una cultura cristiano-germánica. Con la iniciativa robusta de un pueblo mozo acogieron el mensaje evangélico, no sólo por el lado intelectual o institucional, sino también por el de sus fuerzas internas, despertadoras de la vida. El Cristianismo se hizo carne de su carne y sangre de su sangre. Cuando se acabó el proceso, se obtuvo una nueva síntesis: junto al cristianismo grecorromano surgió el cristianismo germánico. Su peculiaridad se halla determinada por la fisonomía germánica, por el carácter activo y creador de su espiritualidad” (1).

    No se puede hablar, por tanto, del germanismo como de una categoría de ser, de vida o de cultura que pueda sostenerse independientemente de lo representado por el cristianismo grecolatino, por la civilización occidental; es sólo una modalidad del mismo ser, una nueva nota en una misma sublime melodía orquestado por la religión de Cristo.

    El Cristianismo, como ha hecho notar muy bien Sertillanges (2), sin ser, rigurosamente hablando, una filosofía, contiene toda la buena filosofía de antes y después de Cristo. “Sin Cristianismo no existiría ninguna filosofía aceptable, y si todas las filosofías aparecidas después de él le deben lo mejor que tienen, las que le preceden, por más que le hayan prestado no pequeña utilidad incorporándosele, no habrían valido para nada por sí solas en orden a nuestra civilización”. Ni el Evangelio ni el Cristianismo son formalmente una filosofía, sino, sencillamente, una norma de vida. Pero en ella reciben aclaración todos los problemas vitales. No a la luz del dato filosófico, sino a la luz del dato revelado, dato que da la certeza no a modo de conquista, sino de aceptación de la verdad bajada del cielo.

    La filosofía pagana puede considerarse al respecto de la cristiana a modo de prólogo o prefacio. En el concepto de prólogo no se implica la idea de causa respecto del libro que le sigue; tampoco la filosofía pagana es causa del Cristianismo. Bergson ha explicado esto diciendo que “el Cristianismo ha sacado más de los filósofos griegos y de las religiones antiguas que cuanto de ellos ha podido recibir”. El Cristianismo se levanta por encima de todas las filosofías para iluminarlas a todas, darlas vida y calor.

    Todos los valores humanos, sin distinción de origen ni de pueblos, hallan cabida en el Cristianismo. La vieja cultura grecolatina pasó toda entera a manos de los modernos pueblos de Europa, merced a los cuidados solícitos de la Iglesia católica. El Cristianismo es el principio viril de la cultura occidental, salida del seno de Judea, Grecia y Roma. El que reniega de Cristo reniega, por consiguiente, de su padre, de su patria y de toda auténtica cultura que no puede ser otra que humanismo integral y cristiano.

    El humanismo, a secas, es imposible sin el aditamento del cristianismo. No es posible la moderación del hombre sin la gracia, tampoco lo es la perfecta cultura sin el Cristianismo. El humanismo, confiado a sus solas fuerzas, se hunde en los vicios más infrahumanos. Sería curiosa una historia secreta de la vida privada de los más celebrados humanistas, viviendo de espaldas al Cristianismo. La cultura es fundamentalmente espíritu y el espíritu reclama como su atmósfera apropiada la religión. Fuera de ella el espíritu del hombre se arrastra por los suelos y hunde en la abyección la corona de su realeza con el agravante de no tener esperanza de reponerla.

    La cultura que no ven formada por la religión se convierte a la larga en la mayor enemiga de los pueblos y del progreso humano. Desemboca en la barbarie intelectual y social de que han llegado a ser representantes. Conspicuos, aunque por caminos diferentes, según observa Berdiaeff, Nietzsche y Carlos Marx. (...)

    (1) Cit. por V. CAPÁNAGA en Religión y Cultura, abril 1936
    Última edición por ALACRAN; 23/04/2022 a las 17:36
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

  8. #8
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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    IX. ESPÍRITU DE LA ESPAÑA VISIGODA


    1. En el umbral de la nueva época

    El sentido universalista, verdaderamente católico y cristiano, que hemos descubierto en el genio de la raza, al estudiar su actuación durante el Imperio, en sus dos fases, la pagana y la cristiana, perdura y da nuevos y más lozanos frutos al producirse la irrupción de los bárbaros que, dispersando la romanidad y descentralizándola, vino a convertirse en poderoso coeficiente del nuevo imperialismo cristiano, que tuvo su culminación en plena Edad Media.

    Para castigar las abominaciones de la Roma Imperial y el delito de sangre cometido en la persona de los mártires, Dios arrojó sobre ella un enjambre de bárbaros. La confusión entonces fue enorme.

    El sobresalto y la desorganización, motivados en el Imperio con la acometida de los bárbaros, y que se adueñó particularmente de su cabeza, dio lugar a movimientos aislados de reacción y autónoma defensa en cada una de las provincias que formaban en aquel organismo ingente. Nadie pensó ya en Roma, sino que cada provincia y pueblo miró sólo a la propia conveniencia, procediendo contra el invasor según que las necesidades del momento y lugar lo exigían.
    España, que vio rodar por su suelo como una tromba a la tempestad de vándalos, suevos, alanos y silingos, hacia el año 409, acaudillados por Genserico, sintió restallar sobre sus carnes al azote de la barbarie, que le hizo derramar sangre y gemir bajo el yugo de aquella gente hirsuta.

    Los suevos, vándalos y alanos llevaron la destrucción, el incendio y la devastación más espantosa hasta los últimos confines de la Península, donde se produjo, como consecuencia, un hambre horrorosa y, para remate, una terrible peste.

    Y no sólo los devotos de la idea imperial fueron blanco de las iras de sus enemigos, sino, de manera particular, los seguidores de la catolicidad cristiana, pues las nuevas tribus salvajes, por ser arrianas, unían al natural feroz y sanguinario, el odio de secta, tremendo, como dice Menéndez y Pelayo, en ánimos incultos.

    2. La invasión visigoda

    Pero la providencia destinaba a la posesión de España y para sillares de la nueva estructuración social y política que en ella iba a realizarse, a un pueblo no tan feroz y menos inculto que el de vándalos, suevos, alanos y silingos.

    Los visigodos, capitaneados por Ataúlfo, llegaron a Barcelona el año 416 y, en un forcejeo que duró hasta Eurico, se adueñaron de casi toda la Península, derramándose por toda ella, a excepción hecha de Galicia, donde los suevos mantuvieron con alternativas un reino injerto; y penetrando en la Galia, donde establecieron corte en Arlés, independizáronse totalmente de Roma, fundando la monarquía visigoda, a través de la cual vamos a ver surgir la verdadera y auténtica nacionalidad y patria española.

    Desde ese momento, si los españoles no se sienten todavía godos, tampoco siguen sintiéndose ya romanos. Conservan de Roma las costumbres, la civilización, el espíritu, pero éste busca asiento y punto de referencia, no en la capital del Imperio, sino en la propia tierra, donde surge una autonomía militar y política.
    España no se hace bárbara con los bárbaros, sino que inyectando en éstos su cultura, establece una unidad de credo y de espíritu, por encima de las diferencias sociales, basada en la catolicidad del pensamiento.

    Acaso debieron sufrir en el primer momento los hispanorromanos la persecución de sus conquistadores, de quienes no sólo la sangre, sino el espíritu de secta les separaba; pero a la larga, nuestra espiritualidad más honda y la cultura abiertamente superior, nos convertirá de vencidos en vencedores. La Gotia no absorbe a España, sino España a la Gotia, modificándola según su ideal católico.

    Si la monarquía visigoda no logró la unidad política más a tiempo, y (el arriano) Eurico vio escindido sus dominios por el franco Clodoveo, que los atacó en nombre del sentido católico de su monarquía, lo debió a que desde el primer momento no se compenetró con el espíritu universalista y católico que latía en nuestra sangre.

    No obstante, gracias a la penetración que el elemento cultural latino hizo bien pronto en la nueva raza salida de la selva germánica, la recia espiritualidad española transformó a un pueblo hirsuto y bárbaro en la monarquía más floreciente y culta del Occidente europeo, y en la corte más romana de cuentas surgieron del cataclismo que abatió al Imperio.

    3. Godos e hispanorromanos

    El Cristianismo, lo único que quedara en pie, sin mengua, en la catástrofe horrenda del Imperio romano, del que heredó cuánto podía servir para enriquecer a los demás pueblos que ahora iban a llegar a la mayor edad, fue el asilo a que se acogieron ciencia y cultura, moral y arte; el espíritu, en una palabra, que va a poner orden en el caos de gentes que se ponían en movimiento, pero sin saber adónde ni para qué.

    Por lo que toca a los visigodos, el imperio que con ellos levantará Eurico (466-484) se extendía ya por toda la Península hasta la Galia Aquitania. No se daba en él aún libertad para la idea religiosa. Y este poderoso rey arriano manchó, según parece, sus manos en la sangre de los mártires católicos, al menos en la Galia, y no llegó a equiparar en derechos ciudadanos a vencedores y vencidos.

    Los monarcas que le sucedieron se ingeniaron en limar asperezas, tratando de alcanzar la unidad jurídica, siempre tan necesaria para la estabilidad de un reino. Pero la diferencia religiosa era un obstáculo insuperable a la tan deseada unidad.

    En Alarico (484-507) y en el llamado Breviario Aniano se hallan ya leyes comunes para godos e hispanorromanos, pero esta comunidad no se realiza partiendo de un principio que igualaba a los dos pueblos, sino legislando sobre la base de privilegios de casta.

    Cuando Leovigildo (571-586) subió al Poder, comprendió que la situación de sus dominios no podía ser estable, mientras los espíritus anduvieran desunidos. Hombre enérgico y de cultivado ingenio, con cultura aprendida de los hispanorromanos, se forjó un ideal de gobierno lo más parecido al de la antigua Roma.
    Quiso, ante todo, la unidad de tierras, y acabó con el reino suevo de Galicia, abatiendo a los rebeldes en todas partes; quiso la unidad jurídica y ciudadana, y para prueba de ello comenzó por contraer matrimonio con una española, yendo contra la legislación vigente; quiso la unidad política, y promovió una organización estatal semejante a la del Imperio romano, copiando el ceremonial de la corte; quiso, por último, la unidad religiosa, mas no la consiguió, por intentarla en sentido opuesto a la catolicidad, que estaba de Dios había de ser el aglutinante y determinante de la nacionalidad española. No podía, en este caso, salir triunfante lo que doctrinalmente es disyunción, como el arrianismo, de lo que significa unidad e identidad: el dogma católico.

    Leovigildo, que triunfó en todos sus demás intentos, fracasó en este último, por partir de una alteración de valores.

    Este error lo pagó caro. Su derrota era segura, pero entre tanto la sangre y la guerra civil (siempre entre nosotros ésta adopta un matiz religioso) corrió por toda la Península. El vasallo y el hijo (Hermenegildo) se rebelaron contra el monarca y el padre; éste hizo del súbdito vencido un mártir de la fe católica, y por este martirio, la unidad de la patria iba a forjarse en el fuego de la caridad que enciende la verdad católica.

    Mérito grande fue el de los hispanorromanos por haber conseguido adueñarse poco a poco, con las armas que presta el espíritu, del corazón y de la inteligencia de aquella raza bárbara, pero que traía un nuevo impulso, capaz de dar nueva fisonomía a la cultura de Europa.

    Mérito fue también de ellos el haber levantado una monarquía florentísima, émula de Bizancio, y en la que aparecía, cambiado los tiempos y personas, todo el esplendor del fenecido Imperio.

    Hasta la lengua oficial era la de Roma, si bien, para expresar toda la novedad de la patria que iba a surgir, se venía gestando un nuevo lenguaje, digno, como diría Carlos V, de hablarse por todo el mundo y a propósito para hablar con Dios.

    La vieja cultura grecolatina, asimilada y aquilatada por el Cristianismo, pasó de los españoles a los godos, y éstos pusieron el vigor y el aliento de un pueblo joven para tratar de reproducirla en sus obras.

    Es la misma melodía, pero parece nueva al ser reproducida por una nueva orquestación. Es la misma voz que, después de resonar en un templo romano, ahora resuena en un templo gótico.

    España, que dio carácter a la literatura de Roma en su última fase; que procuró al Imperio días de gloria, que ninguna otra provincia igualó; que bajo la espada de Trajano dilató al máximo sus confines, bajo Adriano puso en el trono al emperador más culto, y con Osio preparó en Constantino el primer emperador que ciñó corona rematada en cruz, acabando, por contera, al subir Teodosio, con el paganismo como doctrina moral y jurídica imperante, estaba en disposiciones inmejorables para realizar en la nueva edad que comienza la idea de una monarquía en que la espada quedará consagrada, puesta al servicio de la Cruz.
    En Toledo, en efecto, va a nacer un Estado teocrático semejante al del pueblo de Israel, en el que el monarca es ungido por los ministros del Santuario y el trono se compromete a defender y velar por los derechos de la Iglesia católica. La monarquía al servicio de la religión, la espada al servicio de la Cruz, la Hispanidad, por decirlo así, que hace de la catolicidad bandera, blasón, destino y empresa.

    4. Consagración oficial del espíritu español

    En aquella hora solemne en que Recaredo, llevando la representación de todo un pueblo, abjuró de la herejía arriana y entró a formar en la unidad católica, que era la sustancia de nuestra cultura, se echaron las bases de nuestra verdadera y auténtica nacionalidad, surgió la hazaña creadora de la patria viviendo y obrando en catolicidad de espíritu y acción.

    La nacionalidad española se formó con sentido genuinamente católico, profundamente religioso, con el doble carácter de universalidad que la Iglesia y la razón adunadas pudieron crear.

    Ese memorable 8 de mayo de 589 fue día de justificada alegría no sólo para España, sino para la catolicidad entera. Bien lo sintió ya entonces San Leandro cuando, en su memorable discurso, decía en aquella solemnidad: “Alégrate y regocíjate, Iglesia de Dios; alégrate y levántate formando un solo cuerpo con Cristo… No llores, no te aflijas porque temporalmente se apartaron de ti algunos que hoy recobras con grande aumento... ¿Cómo dudas que todo el mundo habrá de convertirse a Cristo y entrar en una sola Iglesia? La caridad juntará a los que separó la discordia de lenguas… No habrá parte alguna del orbe, ni gente bárbara a donde no llegue la Cruz de Cristo… ¡Un solo corazón, un alma sola!... De un hombre procedió todo el linaje humano para que pensase lo mismo y amase y siguiese la unidad…”

    “Aquellos que concebiste les has dado a luz”, dice también el Santo en esa magnífica oración que por tan alta manera supo interpretar el espíritu universal humano y civilizador del Cristianismo.

    Y es que, a la verdad, la Gotia estaba ya en España ganada para Cristo, desde el momento en que consintió en recibir de sus manos la cultura y la vida del espíritu.

    San Martín Dumiense había realizado la conversión de los suevos, y, en secreto, en la misma corte de Leovigildo se procesaba el catolicismo, y hasta aparece un embajador católico en Francia.

    San Leandro fue el nuevo Osio de este segundo Constantino. No más que bendiciones puede merecer la acción desarrollada por la Iglesia Católica, lo mismo para convertir y civilizar al pueblo godo, que para dar un sentido teocrático a la nueva monarquía.

    No por ello se hundió el trono visigodo, sino, precisamente, por todo lo contrario. Cuando los enemigos de la unidad, representados por judíos y militares con resabios heréticos, maquinaron en contra del sentido católico imperante en la monarquía, en especial en los tiempos de Witiza y sus hijos, “o quienes quiera que fuesen los traidores que abrieron a los árabes las puertas del Estrecho”.

    Fue el olvido de lo que les había hecho ser para la Historia, fue la infracción de la ley de unidad católica que les imponía la tradición, lo que precipitó a los godos en el abismo que se tragó a su monarquía. “La raza que se levantó para recobrar palmo a palmo el suelo nativo era hispanorromana; los buenos visigodos se habían mezclado del todo con ella. En cuanto a la estirpe de los nobles que vendieron a su patria, Dios la hizo desaparecer el océano de la Historia”, como dijo Menéndez y Pelayo.

    5. La cultura visigótica

    Comparando el estado cultural del pueblo visigodo con el de los restantes pueblos de Occidente, levantados sobre la romanidad, no puede por menos de advertirse la superioridad no sólo militar y política de la monarquía fundada por Ataúlfo, sino también la social y literaria.

    Realizada la abjuración de Recaredo, que “vino a doblar la frente para levantarla con inmensa gloria ante aquellos obispos, nietos de los vencidos por las hordas visigodas, esclavos suyos, pero grandes por la ley del entendimiento y por el brillo incontrastable de la fe”, la fusión entre hispanorromanos y godos se hizo rápidamente, se españolizaron todos y se creó un Estado lleno de sabiduría con un Fuero Juzgo, superior a los códigos de las demás naciones.
    En ninguna parte aparece por entonces una serie de lumbreras del saber comparables a las que ofrece España en esos siglos de hierro y que expanden su luz con amplio sentido de catolicidad y de cultura enciclopédica. Liciniano nos ofrece, en las pocas cartas que de él se conservan, demostración palmaria del saber, no solo teológico-escriturístico, sino también de fino análisis psicológico, en su doctrina del alma continente y no contenida. San Leandro, San Isidoro, San Braulio, Tajón, San Eugenio, San Ildefonso y San Julián son nombres que aún se recuerdan con respeto.

    La obra de San Isidoro, síntesis de toda una edad de tránsito, es un arsenal inmenso donde está reunido el saber antiguo y se asientan las bases sobre que se levantará el nuevo. Santo y sabio, eso debía ser el genio que Dios escogiera para comunicar a pueblos jóvenes, fácilmente maleables, el saber de la antigüedad pagana, sin daño de la piedad cristiana. La enciclopedia de San Isidoro es como la cultura ungida por la santidad.

    En el momento en que España empieza a ser como nación, el obispo de Sevilla es como el guión orientador de su inteligencia, pedagogo de la nueva criatura, consejero de la joven monarquía. Siguiendo la trayectoria unitaria y universalista que hemos descubierto en el genio de la raza, trabaja denodadamente por fusionar las dos razas, haciéndolas vivir de una sola fe, con una sola alma y un solo ideal.

    Puesto en una época de transición, recoge con brazo de gigante todo el haber cultural antiguo y traza el rumbo a los pueblos nuevos. Él es el primero que siente ya en su plenitud todo el saber y el valer, la tradición y el destino universal de España. En él aparece el primer canto a la patria bendita. (...): “¡Oh España -exclama-, eres la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India; tierra bendita y feliz en tus príncipes! Eres la Reina de todas las provincias. De ti reciben luz el Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el orbe. Tú, la porción más ilustre del Globo. En tu suelo florece con exuberancia la fecundidad gloriosa del pueblo gótico…”

    Si habla con loores que suenan a adulación de la raza goda, es porque quiere fundirla en el ideal hispánico, quiere meterla en la entraña de la caridad de Cristo, hacerla vivir de su cultura y de su religión y lanzarla así, confirmada en gracia, a la lucha por la conquista del mundo para el ideal católico.

    Nace su entusiasmo por la Gotia del recelo con que miraba a Bizancio que, con sus bases en nuestras costas, era un obstáculo a la unidad territorial y espiritual de España.

    San Isidoro no siente a España en romano, como Prudencio la sentía, sino en español. Unidad, armonía orden: tales son, según Menéndez y Pelayo, las tendencias y los caracteres del pensamiento ibérico, que tiene en San Isidoro el más alto exponente científico y el primer gran maestro.

    Parece ser nuestro destino estar siempre en primera línea en las épocas cruciales de la Historia. Cuando el Imperio romano agonizaba, los españoles jugaron papel importantísimo en el nuevo sesgo espiritual que demandaba el mundo, y cristalizó la corona imperial. Al caer el turbión bárbaro, no sólo logramos aminorar su fuerza destructora, sino que, venciendo con suavidad la dureza, con la cultura la barbarie, con la santidad la herejía, pusimos a disposición de las nuevas sociedades el patrimonio heredado de Roma, santificado por las manos de San Isidoro, manos episcopales. (... )

    En esa España aparecen ya en germen, pero claramente perfilados, los rasgos fundamentales de la Hispanidad: hermanar a todos en Cristo; no hacer diferencias de razas; creerles a todos capaces de salvación y, por ende, de perfección; hacer patria en sentido universal y religioso. (...)

    San Isidoro no es, pues, únicamente el conservador de la cultura antigua, el grito de guerra de la ciencia española, que dijo Menéndez y Pelayo, el que dio “unidad de gobierno, unidad de disciplina y unidad de liturgia” a la Iglesia española, sino el primer gran caballero y heraldo de la Hispanidad, que, abroquelado en su fe y afianzado en la tradición, pone manos a la obra de hacer marchar a su patria a la realización de un destino universal. “Recoger, ordenar, unificar, transmitir; he ahí, resumido en cuatro palabras, el ideal de toda su existencia”, según el padre Pérez de Úrbel.

    Todos los ramos del saber humano hallaron cabida en su poderosa inteligencia, y de todo nos habla en sus libros. Parece como si hubiera tenido conciencia de la misión histórica que Dios le señalaba. En todo busca la unidad: presenta un texto de la Biblia ya casi perfecto y que fue común en la cristiandad de la Edad Media; sintetiza, aclara y ordena la legislación monástica; la liturgia se unifica por él en nuestra patria y lleva un tinte personal suyo hasta en el nombre; sin ser original en los conceptos, lo es en el método, iniciando el camino que seguirá luego Pedro Lombardo y otros, y mereciendo ser llamado el Santo Tomas de su época por la sistematización que dio en sus libros a la teología; el método de la Catena Patruum es también suyo, y él abre la marcha a los grandes controversistas españoles, como Raimundo Martí, Lulio, etc.

    6. Su influjo en la cultura europea

    De su influjo en la cultura general de Europa son testimonio elocuente estas palabras de Menéndez y Pelayo en su discurso sobre San Isidoro: “Por siglos y siglos fue San Isidoro el grito de guerra de la ciencia española… Los libros isidorianos fueron enseñanza asidua en los atrios episcopales y en los monasterios. San Braulio ordenó las Etimologías; Tajón imitó las Sentencias; San Eugenio, los versos; San Ildefonso, el torrente y la copia de los sinónimos; San Valerio, las visiones alegóricas; San Julián, todo. A San Isidoro invocaron los sínodos toledanos.

    “Por la fe y por la ciencia de San Isidoro, Beatus et lumen noster Isidorus, como decía Álvaro Cordobés, escribieron y murieron heroicamente los mozárabes andaluces. Arroyuelos derivados de aquella inexhausta fuente son la escuela del abad Spera-in-Deo y el Apologético del abad Sansón… y, finalmente, aquella ciencia española, luz eminente de un siglo bárbaro, esparce sus rayos desde la cumbre del Pirineo sobre otro pueblo más inculto todavía; y la semilla isidoriana cultivada por Alcuino es árbol frondosísimo en la corte de Carlomagno, y provoca allí una especie de renacimiento literario cuya gloria se ha querido atribuir exclusiva e injustamente a los monjes de las escuelas irlandesas…” (1)


    1. Crítica literaria, 1ª serie, págs. 158-159. Madrid,


    7.
    La cultura visigoda fuera de España

    En estas palabras del maestro se alude ya a la influencia de España, mediante la literatura isidoriana, en la corte carlovingia. Bien puede decirse, con Dante, que del ardente spiro d’Isidoro vivió la primera fase de la cultura europea. Las Etimologías se convirtieron en texto ordinario en las escuelas. De ellas se conocen hoy más de mil códices, y los que se hicieron deben ascender al número de diez mil, en esa época. Es que se consideraban como la fuente casi única de poder beber las aguas de la cultura grecolatina, de la que se desconocían casi por completo los textos originales. Si con Carlomagno el centro de la cultura pasa a la corte de los francos, todavía España sigue preponderando ella, y desempeña un papel decisivo en el renacimiento literario promovido por aquel monarca.

    El mismo elevado número de códices de la obra isidoriana hace suponer lo intenso de su estudio. Y en el ciclo carlovingio hunde sus raíces en la España visigoda. Alcuino, que es figura relevante en esa época y esa corte, se sirve de San Isidoro, al que cita más de cuarenta veces. Jonás de Orleáns inserta trozos enteros de la obra del obispo sevillano en sus Institutiones. Wubodo se inspira en él al escribir en las cuestiones sobre el Octateuco. Rábano Mauro le utiliza y estudia, revelando en sus escritos de manera clara las influencias del Santo, sobre todo en su libro De Universo, calco, según observa el P. García Villada, de las Etimologías. De la influencia de San Isidoro en los monasterios, principales centros del saber en aquellos tiempos, habla largamente y con acopio de datos, el padre Pérez de Úrbel en su libro Los monjes españoles en la Edad Media, y allí remito al lector.

    En cuanto a los Cánones y Colecciones Canónicas, la utilización de los escritos del obispo hispalense es bien conocida. Por no citar más que un hecho, el padre Villada comprueba más de sesenta y seis fragmentos del Santo hispalense en el Decreto, de Graciano.

    La mitad de los que promovieron el renacimiento carlovingio son españoles: Félix de Urgel, Claudio de Turín, entre los herejes, y entre los no manchados de herejía, el insigne poeta Teodulfo, autor del himno de las palmas, Gloria Laus et honor... y Prudencio Galindo, adversario de Escoto Erígena.

    Hechos son todos estos que demuestran el grado de cultura de los visigodos y el influjo que España ejercía sobre las demás naciones en el aspecto cultural. Todavía siguió derramando su luz por encima de los Pirineos, aún después que el estrépito de las armas quitó a los españoles el reposo necesario para consagrarse al uso de las letras. Por el siglo X florecían en Cataluña matemáticos como Lupilo, Bonfilio y Joseph, y a las aulas de Atón, obispo de Vich, vino a adquirir su extraordinaria ciencia, Gerberto, el que fue luego Papa con el nombre de Silvestre II. Pero no adelantemos los hechos.
    Última edición por ALACRAN; 04/05/2022 a las 17:15
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    X. EL ESPÍRITU DE LA RECONQUISTA

    1. En el ocaso de la monarquía visigoda

    2. Lucha armada en defensa del Credo y la unidad patria

    Pero la Providencia, que escribe derecho con renglones al parecer torcidos, dispuso que el fuego cauterizador de la barbarie musulmana sanase la llaga de desunión que hasta entonces impedía que godos e hispanorromanos se sintieran verdaderamente unos, purificase las faltas de unos y otros, y en el crisol de la persecución, se separase el oro de la ganga y saliese de nuevo a luz el espíritu de la patria.

    Hubo esta vez cruzada, epopeya y martirio. Ante el enemigo común, godos e hispanorromanos se sintieron unos en la fe, en el ideal y en la empresa. La bandera de la cruz les cobijó a todos. En adelante ya no habría sino españoles en lucha contra los enemigos de la religión, cruzados durante más de ochocientos años, caballeros de la Hispanidad que, con la espada y con la pluma, la gesta y el martirio (¡nombres gloriosos de Pelayo, el Cid, y los mozárabes Eulogio, Álvaro, abad Sansón y mártires de Recafredo!), harán la epopeya más grande de los pueblos modernos y forjarán, en la fragua de un común heroísmo, una sola fe y una ardiente caridad, la definitiva patria española, vigorosa y robusta, madre fecunda de innúmeras naciones que vivirán de su sangre y de su espíritu.

    La Reconquista no creó una España de la nada, no hizo sino llevar a cabo la construcción del edificio cuyas bases se sentaron en los Concilios toledanos con un sentido de catolicidad en el que, sobre las esencias de griegos y latinos, de godos y hasta de musulmanes, apareció el sello, la impronta del verdadero genio español.
    En los primeros momentos parecía que la monarquía, iniciada en Asturias y establecida luego en León, resucitaba con todas las características de la visigótica, y continuadores de ésta se decían sus reyes, pero allá por el siglo XI, al influjo de los navarrocastellanos, adopta un sesgo menos particularista: se hace genuinamente española y se orienta en el sentido que ya prevalecerá a través de toda nuestra historia. Con Alfonso VI, que se denomina a sí mismo totius Hispaniae Imperator, España comienza a sentir anhelos de imperio, y es cosa cierta que estos anhelos arrancan de la idea y del espíritu de catolicidad que hacía batirse a los españoles en su tierra en nombre de la Iglesia y la cultura europea.

    Sólo la conciencia del común destino, sólo la fe que mueve de su lugar las montañas y resucita a los muertos pudo hacer que se levantara el cuerpo exánime de la nacionalidad española, abatido por el alfanje mahometano. Fue la caridad de Cristo la única que pudo lograr dar unidad y poner orden en el caos de reinos que, con independencia de acción, fueron surgiendo a medida que progresaba la reconquista del suelo patrio. (…)

    Lucha por la unidad espiritual de España, lucha en defensa del sentido universal y religioso de su cultura, eso fue la Reconquista como empresa guerrera y como cruzada ideológica. “España es la unidad de destino histórico que la mano del Altísimo ha señalado a los militantes de la épica cruzada”, ha dicho el P. Villoslada.

    Como cruzada ideológica he escrito, porque no fueron sólo las armas las que entonces lucharon, sino también las ideas. Si la España mozárabe no queda absorbida por la ola musulmana que la envolvía, lo debió al tesón con que se mantuvo firme en la fe, velando por el sagrado depósito, no transigiendo en lo doctrinal ni acatando siquiera el poder que la tenía sojuzgada. Hubo traidores, ¿y cuándo ha dejado de haberlos? No faltaron Recafredos y renegados; pero abundan también los leales, que ya con la pluma y la enseñanza, verbigracia: San Eulogio, Álvaro, Sansón; ya con la sangre: los innumerables mártires que dieron testimonio de su fe, conservándola intacta contra las tergiversaciones de Recafredo, hicieron fructificar en tierra de moros la idea de la patria española, manteniendo la unidad en espíritu con los cristianos del norte que, más afortunados que ellos, tenían ocasión de promover con la unidad religiosa la territorial y política.

    No acataron los mozárabes las decisiones de Recafredo; haciéndolo, hubiera sido condenarse a desaparecer como parte española, anegando su personalidad en el océano que la envolvía. Gracias a esta energía, España no quedó mahometizada, y entre los mozárabes siguió el fermento católico trabajando en el mismo sentido que lo hacía al Norte, tierra adentro, fuera de la opresión musulmana.

    3. Batalla de ideas

    No voy a seguir aquí, paso a paso, las alternativas y la suerte de las armas españolas en la lucha por la liberación del suelo de la patria. No entra ello en el plan de este libro, que sólo mira a poner de relieve el tesoro de espiritualidad que través de la Historia ha ido acumulando nuestra patria y que ha de ser base de su futura grandeza.

    Como defendió y conservó nuestra cultura cuando solo podía llamarse romana, cuando la promovió y cristianizó, cuando sólo haciéndolo podía salvarse, así, ahora a través de la Reconquista, siguió velando por la conservación y aumento del sagrado depósito que tenía la misión de custodiar y defender en esta parte de Occidente.

    Y esos siglos, los menos aptos, al parecer, para consagrarse al ocio que requiere la batalla de las ideas, no fueron, sin embargo, baldíos en este aspecto para la cultura occidental.

    Aunque sólo fuera por la defensa armada que hicimos en nuestro suelo de la cultura europea contra la barbarie sarracena, oponiendo dique irrompible al torrente de invasiones que, saltando el Estrecho, querían lanzarse sobre Europa, España merecería honor y consideración primaria en la aquilatación de los méritos que cada pueblo tiene contraídos para con la cultura occidental. Inmensa debe ser la gratitud para con ella, por haber deparado a los demás países occidentales reposo y huelgo para levantar el magnífico edificio cultural que, en los siglos medios, sobre todo del XII al XIII, llegó a ser expresión máxima de la capacidad humana sostenida y alentada por la fe.

    Mas no fue solo arma al brazo, en cruzada portentosa de más de ochocientos años y que, desde Covadonga a Granada, nos hizo dueños palmo a palmo de la totalidad de nuestro suelo, sin ayuda casi de nadie, como España hizo méritos indiscutibles para ir a la cabeza de los pueblos que han luchado por el ser de nuestra cultura, fue también de una manera directa, convirtiéndose en centro difusor y punto de interferencia de todas las ideas literarias de la Edad Media, como España prestó contribución ingente a la obra cultural de aquellos siglos.

    Junto la epopeya de la Reconquista, en la que no faltaron ni Aquiles ni Héctores, y surgió el tipo de caballero cristiano más admirable que han visto los siglos: el gran Rodrigo Díaz de Vivar, Cid Campeador, hubo otra gesta silenciosa, mejor dicho, ruidosa, pero incruenta: la de las letras y disputas doctrinales.

    Prueba magnífica de que nunca la lanza embotó la pluma, nos la ofrece la serie de discusiones, discordias y reyertas de tipo ideológico, casi siempre con matiz religioso, que presenciamos en la España del siglo VIII, cuando más amedrentados debieran estar los ánimos, lo mismo dentro que fuera del espacio ocupado por los agarenos.

    En la Marca Hispánica, reconquistada por los reyes francos, brota la planta de la herejía adopcionista, que se extiende rápidamente por toda la Península, pero aquí está vivo y alerta el pensamiento de San Isidoro, representado por Beato, que con energía de cántabro se encarga de extirpar la mala hierba. Por sus libros, lo mismo que por los escritos de sus adversarios, echamos de ver, dice Menéndez y Pelayo, que no está muerta ni desconocida la ciencia española isidoriana y que sus rayos bastaban para iluminar a otras gentes. “Esa controversia, nacida en nuestras escuelas, dilucidada aquí mismo, pasa luego los Pirineos, levanta contra sí Papas y emperadores, Concilios y aviva el movimiento intelectual haciendo que, a la generosa voz del montañés Beato y del uxumense Heterio, respondan, no con mayor brío, en las Galias, Alcuino, Paulino de Aquileya y Agobardo.

    “El relato de las discordias religiosas que siguieron a la conquista musulmana mostrará a nueva luz, de una parte, el desorden, legítima consecuencia de tanto desastre; de otra, la vital energía que conservaba nuestra raza el día después de aquella calamidad, que con tan enérgicas frases describe el rey Alfonso el Sabio, siguiendo al arzobispo don Rodrigo Jiménez de Rada, como éste al Pacense. (1).
    (...)

    La polémica de España trascendió muy pronto el patrio suelo y media Europa se puso en movimiento para combatir o terciar en la contienda. La Corte de Carlomagno se sintió agitada por este revuelo literario-teológico, y Alcuino tomó cartas en el asunto contra la herejía, pero ésta estaba ya de capa caída, gracias a nuestros hombres, que hacían con la pluma lo que Pelayo con la espada: velar y batallar por el sentido católico de nuestro pensamiento y de nuestra patria.

    “Esta tribulación, como todas, a la vez que providencial castigo de anteriores flaquezas, fue despertador para nuevas y generosas hazañas. Ella aguzó el ingenio y guió la mano de Beato y Heterio, para que defendiesen la pureza de la ortodoxia con el mismo brío con que había defendido Pelayo de extraños invasores los restos de la civilización hispanorromana, amparados en los montes cántabros. Allí se guardaba intacta la tradición isidoriana, allí vivía el salvador espíritu de Osio y de los padres iliberitanos, de Liciniano, de Mausona y de Leandro”.

    Los monjes españoles lanzados de su tierra por el turbión agareno, al buscar asilo en tierras extranjeras, llevaron a todas partes el esplendor de la ciencia isidoriana y pusieron a disposición de los demás pueblos los tesoros de saber y de cultura que, bajo el floreciente imperio visigodo, habían acaudalado.
    Sus huellas se encuentran en todas partes, desde el sur de Italia hasta la parte más septentrional del imperio carolingio. “Con ellos pasa la literatura visigoda -escribe el P. Pérez de Úrbel-, los manuscritos de las bibliotecas españolas, las influencias bíblicas, litúrgicas y caligráficas de la España isidoriana”. Los principales escritores carolingios revelan la presencia de nuestros expatriados: en Montecasino se nos revela por el códice de Eteria; en la Cava, por la Biblia de Dúnula; en Vercelli, por las notas a un manuscrito del siglo VIII; en Verona, por el famoso Eucologio visigótico; en Luca, por la forma hispanizante de la Crónica de Eusebio. En cuanto a Francia, su influjo aparece en Tours, Limoges, Lyon, etc.

    Digno de especial mención es el monasterio creado a orillas del Rin por un grupo de monjes españoles capitaneados por San Pirminio, que llegó a aquellas tierras el año 720 y fundó la abadía de Reichenau, importantísimo centro cultural. San Pirminio unió sus esfuerzos a los de San Bonifacio en la reforma y propagación del espíritu benedictino y en la obra de apostolado entre los germanos.

    Quien quiera más detalles sobre esto puede ver la obra del p. Úrbel Los monjes españoles en la Edad Media, digna por todos conceptos de hallarse en manos de todos.

    1. Hª de los Heterodoxos


    4. Los Beatos y la creación del arte románico

    Pero la influencia de Beato se proyecta sobre la cultura occidental en un sentido artístico que creo necesario declarar aquí. Hoy son los eruditos extranjeros los primeros en reconocer que a España toca la mejor parte en la creación del ideal de arte románico, que tan hondo surco abrió en la cultura europea.

    El arte románico no es originario de Francia, sino de España. Nacido en nuestro suelo, peregrinos franceses lo llevaron a su tierra, de donde luego se nos devolvió como si fuera cosa de importación y no mercancía propia. El influjo de los Beatos en ese arte es hoy indiscutible.

    Nadie ignora que Beato escribió un famoso comentario al Apocalipsis, de San Juan, y al libro de Daniel, del que apareció la primera edición el año 776 con miniaturas de a página y hasta de doble página, y de una intensidad emotiva que aún hoy produce el efecto perseguido por sus ilustradores. La serie de los manuscritos ilustrados parece comenzar con el de San Miguel, hacia el año 920, al que siguió luego, según indica el P. Pérez de Úrbel en su libro Los monjes españoles, página 361, el de Tábara (Zamora), incompleto por muerte del Magio en 968, pero rematado por Emeterio, que repite otro semejante en 975, con la ayuda de la monja pintora de Ende y el presbítero Juan, habitantes del monasterio fundado por San Froilán. Cinco años antes había reproducido otro el monje Oveco, en Valcabado (Palencia), y lo mismo vinieron haciendo los monjes de San Millán, pues eran los Comentarios libro preferido que apasionaba a aquellas generaciones próximas al año 1000, que traía tan preocupados a los hombres que se interesaban locamente por los problemas escatológicos.

    No se reproducían, sin embargo, los Comentarios con exactitud, sino que se variaban y adaptaban según el capricho de los ilustradores, que lo hacían con vistas a los gustos de la época y sus propios intereses. Este trabajo se prolongó por espacio de más de cinco siglos (del VIII al XIII), de modo que una misma escena aparece interpretada con arreglo a los gustos de generaciones tan distantes. Por una serie de Beatos puede verse el proceso cultural del Medievo.

    El sacerdote católico alemán doctor Wilhem Neuss fue el primero en señalar las relaciones entre los códices manuscritos que se conservan de los Comentarios (la mayoría en bibliotecas españolas, pero algunos en el Museo Británico, de Londres; en la Nacional de París, y en Estados Unidos), y la decoración y esculturas románicas francesas de San Pedro de Moissac, Limoges y otras muchas iglesias de Languedoc.

    Emilio Male, miembro del Instituto y director de la Escuela Francesa de Roma y autor de una obra interesantísima sobre iconografía medieval, recogió la advertencia en su libro, y en su libro L’art religieux du XII siécle en France… demuestra que no tan solo son versiones de láminas del Apocalipsis de Beato el tímpano de Moissac y los capiteles de sus claustros, sino que son interpretaciones de sus miniaturas, adaptadas al espacio y materia, las labores de Saint- Benoit-sur-Loire, Cubzac, Saint Hilaire de Poitiers, etc., y que, por tanto, los orígenes del románico deben buscarse en España, en la serie de beatos que cruzaron el Pirineo, en manos de peregrinos que iban de Santiago.

    Así, ya en 951, Gotescalco, obispo de Puy, se detiene en nuestros monasterios para sacar copias de nuestros códices (manuscrito latino, núm. 2.855 de la Biblioteca Nacional de París), y, más tarde, los monjes de Cluny establecen monasterios en el Camino de Santiago que sirvan de lazo entre los pueblos. El monasterio de Albelda, por ejemplo, donde vivían más de 200 monjes, llegó a ser un centro cultural receptor y difusor de máxima importancia, donde se cruzaban corrientes francesas y mozárabes, como lo prueba el hecho de que en el Códice de Vigila aparezcan cifras árabes referidas al Concilio de Aquisgrán del 817, que hicieron así su aparición en el Occidente.

    Todo ese arte prueba, como advierte el P. Pérez de Úrbel, que los pintores y calígrafos de Albelda, Valeránica y San Millán vivían de la tradición española y que, en técnica y motivos, siguieron a la antigua miniatura y caligrafía visigodas. En ellos hay que reconocer “la posteridad artística de los maestros y desconocidos y trabajaron en tiempo de los godos”. (1)

    “Los estudios de Neuss sobre las Biblias catalanas y los manuscritos de Beato confirman este carácter tradicional de la civilización española”.

    El notable escritor Kingsley Porter, primera autoridad en arte románico, ha hallado recientemente nuevas influencias de los beatos en la iconografía de la Edad Media.

    Así, tenemos en nuestra patria en aquellos siglos, tan poco aptos para las labores de paciencia que exige la transcripción y adorno de manuscritos, los orígenes de una cultura que papel tan importante desempeña en la Edad Media.

    Beato es probable tomara sus miniaturas de un libro bíblico del siglo VI, decorado, y el P. Zacarías Villada opina que sus elementos primordiales son indígenas, unos, y otros, orientales, traídos por San Leandro de Constantinopla (siglo VII) y por los bizantinos establecidos en Levante entre los años 554-624.
    Toda la parte norte de la Península tenía sus centros culturales, de ordinario monasterios, y cada uno presenta motivos peculiares. Los de Cataluña sincronizan elementos nacionales, carlovingios y mozárabes.

    “Por la elegancia en el romanismo de sus mayúsculas, por su amplio concepto de la ilustración pictórica, Florencio de Valeránica puede considerarse como el primero de los calígrafos españoles. Anterior a él, Magio le disputa la superioridad por su inventiva inagotable y por su sentido del color, y junto a ellos puede codearse el gran miniaturista de Albelda, Vigila, cuya obra acusa una preferencia por las tonalidades azules y pajizas en la decoración. La mayor perfección en la belleza de la letra visigótica la alcanzaron los copistas de San Millán”. (P. Pérez de Úrbel).


    1. Los monjes españoles, II, pág.3



    5. El Camino de Santiago

    Hemos recordado el Camino de Santiago como arteria por donde los pueblos medievales comulgaban en espíritu con la España guerrera, piadosa y santa, y bueno será hacer notar la importancia que este centro de peregrinaciones, que simboliza los afanes y los anhelos de la Edad Media tuvo el florecimiento cultural de aquella época.

    Guerreros y artesanos, sabios y santos, nobles y plebeyos, todos se sintieron imantados por la atracción poderosa que ejercía el sepulcro del glorioso Apóstol.
    Eugenio Montes ha cantado en prosa fulgurante y con sentir de auténtico gallego, enamorado de su tierra, en la que ve la expresión de todos los ideales patrios, la significación y el alto valor cultural de este camino que hace de “Europa, una invención del camino de Compostela”. No resisto a la tentación de reproducir una página tan poética y tan densa de contenido para declarar la significación civilizadora de la España de aquellos tiempos.

    Por el aire de la Edad Media vuela siempre en socorro la sombra lanceada de Santiago Matamoros, gran patrón de la Orden de Caballería, aquel de los Apóstoles que montó a la jineta... El primer hombre medieval y europeo que trocó el bordón en la lanza y en lanza el bordón, es el primer cruzado a Jerusalén y el primer peregrino a Compostela. (…) “Ser caballero y campeón de Santiago era el más florido título de los pares de Francia. (…) “No hay ni una sola ciudad ni un solo pueblecito francés en donde no se encuentre alguna vieja, musgosa, conmovedora rue Saint-Jacques. Rue Saint-Jacques de París enternecida de yedra, poblada de escuelas, de hospitales, de puestos de libros entelarañados y amarillos. Por ahí pasaban los peregrinos a Compostela, a través de la oscura antigüedad pirenaica”. (1).

    Inútil añadir ni una palabra para hacer resaltar lo que España significa en la creación literaria más abundante y rica de la Baja Edad Media, y que se conoce con el nombre de ciclo carolingio. En el anterior texto queda puesto de relieve, y declarado al mismo tiempo, el papel que España desempeñó con su Santiago en la creación de aquella unidad de sentir y de pensar, de anhelos y de empresas que hace de la Europa medieval un todo heterogéneo en razas y tierras, pero movido por un solo espíritu, una sola idea y una sola fe. Es la expresión más alta de la comunidad de historia y de destino que hemos descubierto en los pueblos de Occidente.

    El grito de Santiago y cierra España resonaba en todos nuestros combates, la imagen del Apóstol aparecía en toda batalla contra moros, los reyes se honraban con su insignia, y cuando el Apóstol truena sobre la torre nazarita, Fernando III el Santo se precia, según la crónica, de ser alférez de Santiago, “y ya es cosa bonita -comenta Eugenio Montes- eso de ser santo y ser teniente de caballería”.

    Toda la Historia de España a partir de la Reconquista va anudada a Santiago de Compostela. Desde el segundo de los Alfonsos, que fue el primero que puso su corona a los pies del Apóstol, todos nuestros reyes han ido a postrarse de hinojos ante el sepulcro del Santo. Príncipes, reyes y emperadores extranjeros llevaron allí, con el sentir de sus pueblos, la comunidad de espíritu y de destino de todo el Occidente.

    Los santos más grandes, tales como San Francisco de Asís, llegaron como peregrinos a Compostela, y allí fundó el primer convento español de su Orden; Santo Domingo de Guzmán, cuya acción fue tan influyente en el sesgo católico que tomaron los acontecimientos en el Mediodía de Francia al combatir a los albigenses; San Vicente Ferrer, que recorrió Europa entera, atónita al contemplar las numerosas conversiones que realizaba este ángel del Apocalipsis; Santa Brígida de Suecia, la gran vidente y fundadora de monasterios; todos ellos y otros muchos más vinieron a tomar aliento, dirección e impulso en este gran centro, donde, con el fuego de la caridad divina, se sentían unos en unidad de espíritu, en catolicidad de pensamiento y acción los individuos y las naciones todas de Europa.

    Sería, pues, ridículo negar hoy ya la influencia de España en la cultura occidental en este largo periodo que va de los principios de la Reconquista a los albores del Renacimiento.


    1. Acción Española, núm. 58, pág. 325



    6. Cultura árabe y cultura española

    En la España ocupada por los árabes, como lo hemos dado a entender, no estaba tampoco muerta toda actividad cultural, y queremos decir algo más en particular sobre la cultura árabe y mozárabe.

    Los árabes, pasados los primeros encuentros, mostraron cierta tolerancia con los vencidos, consintiéndoles el ejercicio de su religión y hasta el vivir reunidos en monasterios y escuelas. Numerosos eran aquéllos en la misma Córdoba, y la escuela del abad Spera-in-Deo fue el gimnasio en que se formaron muchos de esos héroes de la fe y de donde se comunicó los árabes esa decantada cultura que muchos creyeron privilegio de los dominadores, cuando la verdad es lo contrario.
    Las discordias motivadas por la actitud de Recafredo, a las que antes hicimos alusión, promovieron una lid de ideas que basta para probar que entre los mozárabes la cultura no estaba ni muerta ni dormida.

    San Eulogio, ante cuyos ojos la sangre inocente derramada por los mártires de la fe corre humeante, se siente aún con ánimos para entretenerse en la lectura de clásicos latinos, y Álvaro le felicita por acercarse en sus narraciones “al lácteo estilo de Tito Livio, al ingenio de Demóstenes, a la facundia de Cicerón y a la elegancia de Quintiliano”. “¡Singular temple de alma de aquellos hombres -exclama Menéndez y Pelayo-, que en vísperas del martirio gustaban todavía de sacrificar a las Gracias y coronar su cabeza con las perpetuas flores de la antigua sabiduría!” “En la cárcel se entretuvo San Eulogio en componer nuevos géneros de versos que en España no habían visto”, dice su amigo y biógrafo.

    Muy grande debió ser, sin duda el influjo de estos atletas de la fe sobre la rudeza de los conquistadores, cuando éstos, que en todas partes se nos muestran como de inferior cultura a los pueblos conquistados, aquí, en España ofrecen un florecimiento cultural tan adelantado, que muchos miran como cosa de verdadero asombro.

    Nadie desconoce ni niega el mérito contraído ante la cultura por los mozárabes al poner a disposición del Occidente todo el saber oriental, trasladado de libros árabes, en la famosa escuela, sobre todo, de Toledo. Pero hoy es necesario reconocer también que la cultura árabe, en todas sus formas, es tributaria de los españoles, y que si llegaron los invasores a un tan alto grado de esplendor en tiempo del Califato fue porque se apoderaron y apropiaron del saber que poseían los visigodos.

    En todas partes, ha escrito Munch, la ciencia arábiga nació del trato con los cristianos, sirios y caldeos. ¿Por qué en España había de darse una excepción? El francés M. Bertrand -en su Historia de España- ha insistido en este mismo concepto, considerando a España no sólo como campeona de la Cristiandad contra el Islam, sino como levadura también que hizo fermentar aquella masa tosca, representada por la raza árabe, que de suyo fue siempre salvaje, y si se civilizó fue merced al trato con los españoles, como antes con sirios, egipcios o persas. Su crueldad corrió doquiera parejas con la relajación de sus costumbres. (…)
    Las tonterías, pues, de Draper al afirmar que nosotros sofocamos la civilización árabe, nadie las cree ya después de los estudios de Menéndez Pelayo, Rivera y Asín Palacios. Si algo tuvieron de propio y original, nos lo apropiamos nosotros y los repartimos sin envidia a los demás países de Occidente. La Iglesia y los reyes fueron los que más trabajaron en esta empresa. Por tanto, “como intérprete de lo bueno y sano que hubiese en la ciencia arábiga, cabe a España la primera gloria, así como la primera responsabilidad en cuanto a la difusión del panteísmo”.

    Y de cuál sea la significación histórica de este hecho, dan testimonio las palabras de Renan, citadas por Menéndez y Pelayo: “La introducción de los textos árabes en los estudios occidentales divide la historia científica y filosófica de la Edad Media en dos épocas enteramente distintas… El honor de esta tentativa, que había de tener tan decisivo influjo en la suerte de Europa, corresponde a Raimundo, arzobispo de Toledo y gran canciller de Castilla, desde 1130 a 1150”. (1)

    Muy poco era, en efecto, lo que hasta entonces se conocía de los antiguos griegos; pero, gracias a la escuela de traductores de Toledo, esos textos y la filosofía griega, siquier fuese deturpada por los comentaristas árabes, llegó a conocimiento de los sabios de Occidente. El arzobispo Raimundo ordenó de traducción de toda la enciclopedia de Aristóteles, glosada y comentada por los filósofos del Islam, cuya misión no fue de creadores, sino de transmisores. Domingo Gundisalvo y Juan de Sevilla tradujeron lo mejor de la filosofía árabe, poniendo a disposición de los escolásticos del siglo XII la parte propiamente filosófica de Aristóteles. Y tanto creció la fama de este colegio, que a él acudían, afanosos de saber, los más celebrados eruditos extranjeros “sedientos de aquella doctrina greco-oriental que iba descubriendo ante la cristiandad absorta todas sus riquezas”. Baste citar, entre otros, los nombres de Pedro el Venerable, Daniel Morlay, Gerardo de Cremona, Miguel Escoto y Hermanus Alemanus.

    Y sí es mérito nuestro el que, a través de estas traducciones, se conociese la filosofía antigua, también lo es el que, gracias a la intervención de Alfonso el Sabio, penetraron y se pusieran en lengua vulgar los conocimientos astronómicos y científicos de los árabes.

    Este rey mandó traducir el Corán, y fundó en Sevilla una universidad interconfesional. Y el fin de todo ello, como nos dice don Juan Manuel en su libro de Cetrería, no era otro que el predominante en todos los pechos españoles; combatir en todos los sentidos la impiedad y el error y sacar triunfante, con la unidad católica, la unidad territorial de la patria.


    1. Heterodoxos



    7. El siglo XIII: siglo de Alfonso X el Sabio

    Don Alfonso X el Sabio promovió, además, en otro orden de cosas, el progreso de la cultura occidental. A su tiempo se remonta el origen de las instituciones académicas (hay, empero, quien lo busca en las escuelas mozárabes de Córdoba y Sevilla), que hacen por primera vez su aparición en Europa.

    En 1252 creó la que llevó su nombre, en Toledo, y a ella acudieron eruditos y sabios de todo Europa, para perfeccionarse en estudios astronómicos. También instituyó este rey una especie de Academia de la lengua, ordenando, en 1253, “que si de allí en adelante, en alguna parte de su reino, hubiese diferencia en el entendimiento de algún vocablo castellano, recurriera con él a esta ciudad, como a metro de la lengua castellana, y que pasaran por el entendimiento y declaración que al tal vocablo aquí se diese”, misión que tardaron tres siglos en poseer -como observa Picatoste en su libro “Los españoles en Italia”- las demás Academias de Europa.

    Toda la historia social y política de la España medieval se halla reflejada en sus códigos. El Fuero Juzgo representaba la concepción de una monarquía teocrática; era la expresión del bautismo cristiano que la Iglesia católica hizo sobre el saber antiguo. Los Fueros municipales confirmaban, al par que la intensidad de nuestra cultura, el carácter regionalista y de libertad que adoptaba la acción de nuestro pueblo en cada provincia, sirviendo de lazo y fusión el elemento cristiano y católico. (…)

    Alfonso X el Sabio afianzó la romanidad en todo el Occidente como elemento de cultura con su magna obra de las Siete Partidas. Continuando la tradición visigótica, que nos dejó en el Fuero Juzgo testimonio insuperable de la legislación romana con sentido católico, Alfonso el Sabio nos legó en las Partidas un monumento de saber que no tiene parejo en la Edad Media.

    “Sin Alfonso -dice Picatoste- faltaría una civilización completa de que nos es deudora toda Europa. Dentro de España perfecciona la lengua, es prosista y poeta; pero dentro y fuera de España, es un político y un legislador, cuya fama y cuya influencia se extiende de uno a otro mundo. Ticknor hace constar que las leyes de don Alfonso X sobre los estudios generales “son tan notables por su sabiduría como por encontrarse en ellas las semillas de la organización y régimen que hoy tienen muchas universidades de Europa”. Un abogado eminente del Tribunal Real de apelaciones de Inglaterra declara que, en veintinueve años de práctica, no ha encontrado caso alguno que no esté resuelto en las Partidas, (…) y Gaspar Duro (italiano), en sus Apuntes para la Historia del Derecho, dice que si las obras de don Alfonso, y especialmente las Partidas, son “un monumento nacional, desde el punto de vista literario, son también un monumento de los siglos y de la Humanidad, desde el punto de vista del progreso, porque no forman un código vulgar, como los demás que han recibido este nombre, sino que son obra completa de política, de gobierno, de legislación, de administración y de moral”. (1).

    “Cabe también a nuestra patria -ha dicho Gómez del Campillo- el honor de haber servido de cuna a una de esas instituciones que constituye el inexpugnable baluarte de las llamadas garantías individuales, sin el concurso de las cuáles los más sagrados derechos quedan frecuentemente a merced de los que asuman la gobernación del Estado; y fue en una monarquía donde, por primera vez en la historia política del mundo, aparece claramente dibujado un poder moderador, colocado por cima de todos y aun los más altos poderes del Estado, en tiempos en que todavía Europa, atomizada y feudal, desconoce totalmente no ya la defensa, sino aun los mismos derechos que celosamente salvaguarda esta institución: el Justicia de Aragón, cuyos orígenes se pierde en las brumas de la leyenda; pero que desde luego, se remonta a los siglos cuya cultura, historiamos.

    Con don Alfonso X el Sabio adquiere también la lengua castellana, la primogenitura, podríamos decir, de las lenguas romanas; se acrisola, dignifica y perfecciona en tanto grado que sólo un siglo más tarde podría superarle Italia con Petrarca, Dante y Bocaccio.

    Mas aun cuando en España no se produjeran por aquellos siglos obras personales de tan empinada magnificencia como la Divina Comedia, se originó entonces una corriente literaria, que podríamos llamar popular y colectiva y culminó en la creación del Romancero.

    Contemporáneo de lo que hay de más poético, heroico y caballeresco en el alma española. Conjunto épico tan admirable y plástico, que la realidad histórica parece como si estuviera obrando actualmente sobre nuestros sentidos, y hacen de él, como dijo Hegel, “un collar de perlas: cada cuadro particular es acabado y completo en sí mismo y, al propio tiempo, estos cantos forman un conjunto armónico. Están concebidos en el sentido y el espíritu de la caballería, pero interpretados conforme al genio nacional de los españoles. Los motivos poéticos se fundan en el amor, en el matrimonio, en la familia, en el honor, en la gloria del rey y, sobre todo, en la lucha de los cristianos con los sarracenos. Pero el conjunto es tan épico y plástico, que la realidad histórica se presenta a nuestros ojos en su significación más elevada y pura, lo cual no excluye una gran riqueza en la pintura de las más brillantes proezas (2). Y esto lo decía Hegel refiriéndose a los romances posteriores, calco de los primitivos que, de haberlos conocido, lo mismo que el Mío Cid, quizá el juicio hubiera sido aún más enaltecedor.

    Por todos los conceptos, pues, el genio de Alfonso X el Sabio hizo avanzar la cultura, y España ocupa por él puesto de honor entre los pueblos medievales que vivían del espíritu de Occidente.

    (1) Los españoles en Italia, págs.. 170-171
    (2) Esthétique, trad. francesa por Ch. Bernard. 1875, II, pág. 397


    8. Evocación del espíritu de la España medieval

    ¡Espectáculo admirable de la España medieval en lucha contra el moro y con tiempo no sólo para consagrarse al oficio de las letras, sino también para salir fuera, lanzándose a la conquista de las demás naciones con las armas de la teología y el poder de la santidad!

    Santo Domingo de Guzmán es no sólo el debelador de las herejías, el que vela por la unidad católica fuera de España, quien enseña a rezar al mundo cristiano, sino, de una manera particular, el que promueve el movimiento cultural filosófico-teológico de los siglos XII al XIII, con la fundación de la orden de los dominicos, de cuyo seno salieron los más altos representantes del pensamiento y cultura occidental en aquellos tiempos. San Vicente Ferrer, el apóstol de toda Europa, la trompeta del Apocalipsis, que predicaba al mundo la cruzada de catolicidad práctica, de sentimiento y de vida, que debía regir los pueblos de Occidente, y que se convierte, por su actuación en el Compromiso de Caspe, en artífice y obrero de nuestra unidad política.

    San Pedro de Mezonzo, que pone en labios de todos los cristianos la plegaria más dulce que saliera de labios humanos: la Salve. El beato Raimundo Lulio, genio peregrino y peregrino incansable, hombre inquieto y tumultuoso, filósofo y místico, enamorado y asceta, misionero y mártir, es la expresión del genio de la raza (…)

    Raimundo Martí, célebre autor del Pugio Fidei o puñal de la fe, obra de apologética, hoy tan estimada, y demostración elocuente de la cultura inmensa que atesoraba aquel cerebro español, al que, primero Santo Tomás y luego Pascal, saquearon a manos llenas, el uno en la Summa contra Gentes, donde hay capítulos que, como observa Asín Palacios, parecen copia literal del Pugio, y el otro en sus Pensamientos.

    Los grandes teólogos como Juan de Segovia, el Tostado, y otros que intervinieron en las famosas asambleas conciliares como Basilea; los mismos Concilios españoles de la época visigótica; sus monasterios, focos de saber y oasis de cultura para cuantos venían peregrinando camino de Santiago, son hechos que pregonan muy alto que la España que se empleaba a fondo en reconstruir con la unidad territorial la unidad religiosa de la patria, no perdía de vista el pensamiento, capital de toda su acción a través de la Historia; esto es, el sentido de catolicidad que hace patria por encima de las diferencias de razas y fronteras y cumple la misión de ser brazo armado y gonfaloniere de la Iglesia católica. ¿Qué extraño, pues, que la Iglesia concediera a ésta su hija predilecta y hacendosa, ocupada siempre en su servicio y en velar por el honor y la integridad de su casa, la magna carta de privilegios y favores que aún hoy se nos reconoce con el nombre de Bula de la Santa Cruzada?

    Aquí venían los mejores caballeros a pelear, arma al brazo en las mejores batallas del Señor en aquellos siglos en que el Occidente tenía un solo corazón y un alma sola. Farinelli, en su libro España y su literatura en el extranjero a través de los siglos recuerda cómo apenas concluido el siglo X, huestes enteras de italianos y franceses pasaban en suelo español a luchar contra el moro y cantaban las victorias en rudos versos latinos. Los caminos de Santiago atraían gentes devotas, trovadores, menestriles y maleantes de todos los sitios. La escuela de Toledo se hizo famosísima como puente entre la cultura oriental y la occidental. (...)

    Fue el cardenal Albornoz, el gran arzobispo de Toledo, cuya figura se yergue señera sobre el tapiz histórico del siglo XIV, el que dentro y fuera de su patria se encargó de velar por la unidad católica y el respeto a los derechos de la Iglesia. Sus méritos son bien conocidos por el apoyo prestado a los Estados Pontificios de manera muy española. Aquí asistió como guerrero y estuvo en el cerco de Algeciras, trabajó por la solidaridad internacional como embajador de España en Francia, elaboró las Constituciones Aegidianas, y en Italia fundó el colegio de Bolonia y puso paz y orden en los dominios del Papa. (…)

    La batalla de las Navas decidió la suerte del Occidente en el sentido de catolicidad de pensamiento, vida y acción gracias a España. Toda Europa participó en la contienda y toda se sumó luego al triunfo y participó de la misma alegría. La victoria fue de la fe y la cruz, el estandarte o pabellón que les cobijó a todos. España rehízo su unidad, templó su espíritu en la fragua de todos los heroísmos y se dispuso a entrar triunfante en la nueva época en que la España una va a convertirse en la España grande que impondrá su fe y tremolará la bandera de la unidad católica del uno al otro polo en un imperio para el que el sol no conoció ocaso.
    La Reconquista -ha escrito maravillosamente Ramón Menéndez Pidal en La España del Cid- “es la más valiosa colaboración que ningún pueblo ha prestado a la gran disputa del mundo entablada entre el Cristianismo y el Islam, disputa que, ora en lo material, ora en lo espiritual, hinche y caracteriza una gran parte de la llamada Edad Media”.

    En esa disputa -ha dicho unas páginas antes-, “los españoles, sintiéndose solos, eran perfectamente conscientes de que trabajaban su Reconquista en cumplimiento de un deber respecto a la cristiandad occidental, por eso se tenían por mártires en la guerra común, como dice don Juan Manuel… Los reinos nuevos sólo consideraron la Reconquista como empresa de la nueva España en servicio de la cristiandad. Esa empresa de la cristiandad es la que pone a la nación hispana frente a los demás pueblos hermanos… Dios, que hiere y sana, es el que ayudó a los españoles a liberar la santa Iglesia del poder islámico; no les ayuda nadie más, ni siquiera les ayuda Carlomagno, que sólo saco de España la derrota que los navarros le infringieron en el Pirineo; derrota que hasta hoy permanece invengada…”

    Castilla, asumiendo desde el tiempo del Cid la parte principal de la Reconquista, directora de la cultura peninsular, dominadora de las islas, de África y América; Aragón, con sus empresas en Sicilia, Nápoles y Grecia; Portugal, con sus atrevidas exploraciones en África, Asia y América. Estos reinos llenan más sitio en la Historia que en el mapa de Occidente y llega tiempo en que, cuando se unen, llenan el mapa en toda la redondez del mundo y la Historia… “y todo: la incansable defensa de Occidente contra el Islam, la expansión por Grecia, por Sicilia y Nápoles, donde fraternizan durante muchas centurias cultura italiana y energía española; los reiterados e incomparables descubrimientos geográficos, iniciados en el siglo XIV y con cuyo florecer se inaugura la Edad Moderna; la colonización de ambos hemisferios; la gigantesca cruzada de la Contrarreforma; la guerra de la Independencia”, todo ello es obra de la voluntad de España, obra de su espíritu obrando en función de eternidad, que así se obra cuando se obra en sentido católico y humanitario, demostración de que, en los pueblos, el espíritu lo es todo, y que la grandeza de las naciones se mide no por el espacio o longevidad de que se hallan en posesión, sino por la energía espiritual, el surco más o menos profundo que han abierto en la historia de la cultura, siquier ello sea en periodo limitado de tiempo o en espacio reducidísimo de tierras.
    Última edición por ALACRAN; 19/05/2022 a las 14:01
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XI. EL RENACIMIENTO


    1. Edad Media y Renacimiento

    (…) El Renacimiento, debido a causas que brevemente apuntaremos, en vez de haber sido como el perihelio de una cultura y la revelación plena del espíritu que venía manifestándose de modo más o menos claro a través de toda la Edad Media, fue, en su generalidad, la negación de ese espíritu, de la idea cristiana y católica que había informado la vida, el pensamiento, la política y el arte de los siglos medievales, en los que las nacionalidades comenzaron a perfilarse, pero sin perder la vinculación al principio uno y universal, representado por la idea católica que hacía comulgar en espíritu a todo el Occidente cristiano, llamando a una misma mesa a todos los hombres, que podían presentarse con el tipismo de su raza o nacionalidad. (…)

    El Humanismo endiosó al hombre, y la cultura revistió un carácter antropocéntrico en lugar del teocéntrico predominante en la Edad Media. (…)

    El Humanismo, a secas, por ser contrario a Dios, es también contrario al hombre. “Si realmente -ha dicho Berdiaeff- no hubiera nada superior al hombre; si el hombre sólo pudiera percibir los principios que contiene su misma naturaleza humana, nunca llegaría a conocerse él mismo. La negación de un principio superior lleva como consecuencia ineludible a la esclavitud del hombre por principios subhumanos y no sobrehumanos. Este es el resultado inevitable del humanismo ateísta de la Historia moderna… La individualidad del hombre muere en brazos de un individualismo desenfrenado. Ahora aparecen con toda claridad los resultados del proceso histórico humanista: el humanismo se convierte en anti humanismo”. (…)

    Si el Occidente de hoy tiene muy poco parecido con el Occidente medieval se debe a que el Renacimiento quebró la línea espiritual cristiana que venía presidiendo la evolución cultural y política de Europa. El Cristianismo, que había surgido en el momento preciso para salvar a la cultura grecorromana en decadencia (siglo IV), determinando un nuevo sentido del imperio y de la juridicidad, fue el que trazó el rumbo definitivo a la marcha progresiva de los pueblos europeos, enseñándoles a hacer patria sin menoscabo de la unidad católica que debía hermanarles a todos.
    El Renacimiento (siglo XV) desconoció este hecho o, por mejor decir, trató de oponerse a las consecuencias del mismo, volviendo al sentido pagano y a los seccionismos religiosos perturbadores de la paz y de la convivencia social.


    2. Orígenes del Renacimiento y espiritualidad renacentista

    Los orígenes del Renacimiento, tal como vulgarmente se entiende, hay que buscarlos en la segunda mitad del siglo XV, cuando, con la caída de Constantinopla en poder de los turcos, los sabios griegos se desparramaron por Europa y presentaron ante los ojos estupefactos de los occidentales los modelos insuperables de literatura y el arte helenos.

    La belleza deslumbró de tal manera que por ella se hizo traición a la conciencia o fondo cristiano de Europa. Se renegó de la idea cristiana para idolatrar en la forma pagana. Se materializó la vida al endiosarse el hombre. Circunstancias extraordinarias crearon en el hombre del Renacimiento nuevos afanes, le abrieron, al parecer, nuevos horizontes; pusieron en su corazón nuevas ansias y le hicieron perder el sentido de la vida que había imperado sobre los pueblos medievales con la doctrina de la Cruz, que fue superación de la simple cultura humanista, dueña del mundo al sonar el anuncio de la buena nueva en Roma, capital del Imperio. (…)

    Se dio a la vida nueva orientación, consecuente con las aficiones literarias y científicas que comenzaron a despertarse ante la revelación de lo pagano. Ante la magnitud de los acontecimientos que sus ojos se desarrollaban, el hombre del Renacimiento creyó bastarse a sí mismo, y como, por su medio, la naturaleza había tenido partos tan portentosos, creyó que solo en el estudio de ella, dentro del círculo de lo terreno y temporal, de lo sujeto a los sentidos, o, cuando mucho, accesible a la razón, debía buscar su felicidad y su dicha.

    Las creencias cristianas, en consecuencia, sufrieron un grave quebranto; el espíritu se materializó. Por dejar de ser cristiano, el hombre comenzó también a decaer de su nobleza, materializándose y dando preferencia al desahogo de los instintos bestiales, abandonando los levantados y puros, que sólo con la intervención de la gracia podía hacerse que se mantuvieran triunfantes. (…) Júpiter y Jesucristo, Venus y la Virgen, aparecían en monstruoso abrazo, unidos en la misma invocación, a la manera que Aristóteles y Platón marchaban del brazo de los Santos Padres y doctores de la Iglesia, Agustín y Tomás de Aquino. (…)


    3. La sociedad renacentista

    4. La literatura

    En salones fastuosos y en palacios cortesanos de Italia se representaban comedias tan groseras como la Calandria, y para el público que las frecuentaba se reproducían las comedias de los romanos Plauto y Terencio, llenas de chistes groseros y alusiones que hacen ruborizar al más desvergonzado.

    Inútil nos parece detenernos a numerar hechos o anécdotas que declaran el exceso vergonzoso a que se llegó en este punto. La literatura del Quattrocento revela, en general, bien a las claras, la degradación, libertinaje, lujo y muelle escepticismo en que se mecía la sociedad culta de aquella época, gloriosa, sin embargo, bajo otros conceptos.

    Los nombres de Valla, Poggio, Vellori, Bandello, Manuccio, etc., a su gloria de humanistas llevan anejo el oprobio de haber sido los divulgadores y fautores de esa literatura alegre y soez en que la glorificación del adulterio y la predicación del amor libre era la cosa más natural y estaba a la orden del día.

    El Humanismo significaba para todos ellos la vuelta al paganismo en fondo y forma, letra y espíritu. Todo lo que no era griego o romano era bárbaro y menospreciado.

    Todo lo cristiano aparecía en un monstruoso abrazo con lo pagano. La literatura era reflejo fiel de aquella sociedad tan corrompida. (…)

    5. El arte

    6. Falsa interpretación del ideal clásico

    7. Interpretación española

    Lo que hace grande al renacimiento español y le pone por encima del italiano, francés o alemán, es precisamente el acierto en escoger el camino del verdadero clasicismo moderno, al aunar maravillosamente la belleza de la forma clásica, con la belleza del ideal cristiano, al hacer arte clásico con asuntos, leyendas, tradiciones y creencias nacionales.

    El pueblo griego, para hacer arte clásico, no acudió a inspirarse en asuntos extraños. Bebió la poesía en la realidad de sus hazañas y de sus creencias y en el sentir común del pueblo heleno; y esto hizo también el clasicismo español. No fue a buscar inspiración fuera de sus fronteras, sino que la halló en la realidad misma de su vida, en su fe y en las hazañas que con ella realizara, haciendo arte griego en la forma, y arte cristiano y español en el espíritu.

    “Para España -ha dicho Méndez y Pelayo-, la edad dichosa y el siglo feliz fue aquel en que el entusiasmo religioso y la inspiración casi divina, de los cantores se aunó con una exquisita pureza de la forma traída en sus alas por los vientos de Italia y de Grecia”. Y es que entonces, cual en ninguna otra época de nuestra historia, y como en ningún otro pueblo de la Tierra, se llegó a establecer una perfecta armonía de fondo y forma, buscando para el mejor espíritu la mejor y más exquisita concreción en la materia.

    El pueblo español, creyente como ninguno, estaba también en mejores condiciones que ninguno para dar a su fe y a sus sentimientos la gracia de expresión que exige todo verdadero arte.

    Educados nuestros escritores del Siglo de Oro en el estudio de griegos y latinos, disponían de arte suficiente para hacer de sus producciones expresión acabada del sentir cristiano de su nación. ¿Quién no lo echa de ver en la horaciana elegancia y el humanismo trascendente de un fray Luis de León o un Cervantes? Porque, como dijo del primero Menéndez y Pelayo, “desde el Renacimiento acá, a lo menos entre las gentes latinas, nadie se le ha acercado en sobriedad y pureza; nadie en el arte de las transiciones y de las líneas y en la rapidez lírica; nadie ha volado tan alto ni infundido como él en las formas clásicas, el espíritu moderno. El mármol del Pentélico, labrado por sus manos, se convierte en estatua cristiana y sobre un cúmulo de reminiscencias de griegos, latinos e italianos, de Horacio, de Píndaro y de Petrarca, de Virgilio y del himno de Aristóteles a Hermi, corre juvenil aliento de vida que todo lo transfigura y remoza todo”.

    .
    Última edición por ALACRAN; 25/05/2022 a las 17:56
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XII. SIGLO DE ORO DEL ESPÍRITU ESPAÑOL


    1. España ante el Renacimiento y la Reforma

    Como islote a quien no causan impresión los suaves murmullos y el vaivén adormecedor de las ondas blandamente agitadas por brisas susurrantes, así la España heroica de los siglos XV y XVI, figura recia, hecha de pedernales, curtida en una larga lucha de siglos en defensa y por la conservación del espíritu cristiano que daba ser a la cultura occidental, cargada de blasones y ceñida la frente de laureles, se erguía arrogante y dominadora en medio de aquel mar de voluptuosidad y descreencia que los aires venidos de la Grecia pagana tenían trémulo y blandamente agitado, sin rendirse a los halagos con que los paganizantes de la época y los ciegos adoradores de la belleza de la forma pretendían arrancar de la cultura europea el espíritu y sello de divina progenie y sobrenatural belleza que el Cristianismo infundiera en ella.

    Con voluntad firme, se negó a abdicar del espíritu, a renunciar a lo que la había hecho ser para la Historia, dándole unidad de acción y haciendo posible la reconquista del suelo perdido; se afianzó en su fe y en su tradición, y se dispuso a llevar triunfante, fuera de su patria, la bandera de la unidad católica y a luchar hasta morir por la conservación en la cultura europea del espíritu que le diera el ser y era único capaz de salvar a los pueblos de Occidente del fanatismo e incultura que representaba el poderío otomano, de la disgregación y la muerte y el regreso a la selva, simbolizado en la Reforma, y el retorno al paganismo predicado por los voceros del Renacimiento.

    Era la España joven que, después de una lucha titánica en defensa de su ser y de su unidad, se sentía con ánimo y valor bastante para hacer triunfar el espíritu de unidad católica en todos los pueblos, llevando la bandera de la idealidad, el estandarte de la cruz, suprema expresión de los eternos valores del espíritu, a los más dilatados confines, muchos de ellos inexplorados hasta entonces.

    España fue, o se creyó, entonces el pueblo escogido de Dios. El espíritu español, curtido en dura lucha de siglos por su patria y por su fe en contra del Islam, que había pretendido sofocarlo, orgulloso de sí por haber llegado a barrer de su suelo el último resto de la dominación agarena, consciente de su fuerza por la unión de todos los Estados peninsulares bajo el cetro de Isabel y de Fernando, se lanzó empresas que jamás soñara: a perseguir al turco en su propio suelo; dominar a Italia; vencer a Francia, que arroja a puntapiés más allá de los Alpes, acosada por la bota militar del Gran Capitán; a dar la batalla al hereje y someter al infiel, alumbrando un Mundo Nuevo y llevando a él la llama de la civilización más esplendorosa. El espíritu español, en tales condiciones hubo de contrarrestar y vencer el nuevo espíritu pagano, afeminado y superficial que se apodera de la sociedad del Renacimiento.

    Por eso, como observa el mismo Ludovico Pastor, que poca justicia suele hacernos, la conducta de los españoles era la más severa reprensión que podía hacerse a aquellos escritores y personajes del Renacimiento que vivían como si el Cristianismo no existiera sobre la Tierra.

    2. Los españoles en Italia

    Vencedores absolutos en el suelo de Italia, impusimos un nuevo estilo en la sociedad italiana; y si nuestros escritores y artistas asimilaron todo lo que había de bueno en la cultura renacentista, la finura, gracia y delicadeza de expresión, nosotros, en cambio, nos impusimos a ellos por el espíritu cristiano y austeridad de costumbres, comenzando por la Curia romana y llegando hasta las últimas capas sociales. “Por su parte, los españoles -dice Goetz- fueron haciéndose cada día más los dueños de la situación política y ofreciendo con la distinción de su porte unos modales doquiera admirados. El elemento español fue el último importante que la cultura asimiló en el momento de su más alto florecimiento”.

    Y que el influjo de nuestro espíritu abarcase y se extendiera a todas las clases de la sociedad italiana, vióse en el cambio, que tomaron las cosas en la Curia de Roma y, en general, en todo el pueblo italiano después del rudo golpe que fue para todos, la toma de Roma, en 1527, y la de Florencia, en 1530.
    Un romano advirtió entonces que sus compatriotas eran más hábiles en las tareas de Venus que en las de Marte. Y el grave Sadoleto escribió: “Si estos terribles castigos han de abrirnos nuevamente el camino hacia mejores costumbres y mejores leyes, acaso pueda decirse que esta desgracia no ha sido la peor que pudiera acontecernos”.

    “Si desde entonces reinó indisputado el poderío español, no hubo más remedio que concederle también en la Iglesia mayor influencia que hasta entonces. Recordamos cuán pronto ya el gusto español hubo de arraigar en Italia como carácter digno de ser imitado. Después de la catástrofe de 1527 y del movimiento protestante cada día más peligroso que se alzaba en Alemania e Inglaterra, acomodóse también la Curia romana a hacer una política a gusto de los españoles. España recompensó a la Iglesia romana principalmente, poniendo a su disposición la Compañía de Jesús, la nueva Orden de Ignacio de Loyola, fuerza impoluta, extraída de las energías religiosas y disciplinarias de España, tropa de asalto para la inminente contraofensiva de la Iglesia romana”.

    Con esto no queremos decir que España fuese modelo intachable en la pureza de costumbres; los tipos de Tenorios, creados entonces, lo revelan; pero, desde luego, en ella había un sentido moral muy superior al de Italia y aun opuesto, como observa Picatoste. Nunca, entre nosotros, la prostitución se erigió en culto. “La literatura, las artes, estimulaban en Italia al sensualismo, teniendo casi exclusivamente este objeto; de tal modo, que aquellas artistas, aquellas poetisas, aquellas mujeres cuyo nombre ha conservado la Historia por su ilustración y que brillaban en los salones, en los palacios, en las academias, en las fiestas públicas y alguna vez en la política, eran, con raras excepciones, verdaderas cortesanas, mujeres del mundo, que salían del recinto de la familia para tomar parte en aquella vida pública tan licenciosa”.

    En España sucedió lo contrario: se educaba la mujer con vistas a la vida de familia; de ahí que en nuestra patria las mujeres ilustres fueron modelo de virtud; verbigracia: la Latina, Luisa Sigea y doña Cecilia Morillas.

    Por eso, sólo los españoles podían acusar públicamente por sus crímenes y lujurias a la sociedad romana. Los mismos escritores italianos se maravillaban de que los nuestros no penetrasen en aquella vida de disolución e ignominia. Poseían una moral mucho más levantada, y jamás rindieron culto a los vicios que privaban en la tierra que por las armas sojuzgaron. Los españoles eran tan celosos del honor, que hasta simples soldados se presentaron a sus jefes declarando haber dado muerte a infames viciosos, y pidiendo de ello, testimonio, aun cuando, como observa Picatoste, un tribunal les condenara. Los españoles se creían gente superior por su honradez y la conciencia que tenían de su misión católica.

    3. El gesto español

    España iba a la conquista de los ideales más estupendos en el orden cultural y religioso a través de luchas, de sacrificios y muertes, y objetivaba su espíritu en una literatura y un arte que reflejan el carácter agónico, atormentado y esperanzado al mismo tiempo, que ha puesto en la vida la idea cristiana, al hacer de ella superación de los instintos carnales. Buscaba la gloria, no como quiera, sino en la realización de una misión divina por la que debe darse a todos en comunión de bien y de verdad. Prefirió morir desangrándose militar y económicamente a arriar la bandera de la unidad católica que le hizo grande y heroica, manteniéndola esperanzada en larga lucha de siglos.

    Cuando todos los demás pueblos volvían la espalda o cerraban los ojos a la clara luz que emanaba de la cátedra de la verdad y el magisterio de la fe, arrojándose ciegamente en brazos del paganismo embrutecedor, España, armada de fe y puesta la confianza en Dios, se lanzó a conquistar nuevos mundos para Cristo, hizo tremolar su bandera victoriosa por todos los confines del planeta, levantó un valladar inexpugnable a los nuevos bárbaros del Septentrión, hundió la soberbia del turco en las aguas de Lepanto, hizo resonar la palabra de Cristo en las más remotas gentilidades y sembró idealismo, virtud y religión en medio de una sociedad descreída, indiferente, entregada al lujo, la disipación y la orgía.

    España bajo entonces sola a la arena, como dijo Menéndez y Pelayo, y en aquel duelo entre Cristo y Belial, ella, la gran amazona del Mediodía, se creyó el pueblo escogido de Dios para realizar la empresa más alta, que puede confiarse a un pueblo. “Cada español de entonces -dice Menéndez y Pelayo en sus Heterodoxos-, cual otro Josué, sentía en sí fe y aliento bastante para derrocar los muros al son de las trompetas o para atajar el sol en su carrera. Nada parecía ni resultaba imposible; la fe de aquellos hombres (nuestros viejos padres), que parecían guarnecidos de triple lámina de bronce, era la fe, que mueve de su lugar las montañas. Por eso en los arcanos de Dios les estaba guardado el hacer sonar la palabra de Cristo en las más bárbaras gentilidades; el hundir en el golfo de Corinto las soberbias naves del tirano de Grecia, y salvar, por ministerio del joven de Austria, la Europa occidental del segundo y postrer amago del islamismo; el romper las huestes luteranas en las marismas bátavas, con la espada en la boca y el agua a la cintura y el entregar a la Iglesia romana cien pueblos por cada uno que le arrebataba la herejía”.

    En aquel grave momento histórico, cuando el paganismo antiguo parecía haber resucitado al soplo de las musas, de las artes y de las letras impregnadas de espíritu sensual y anticristiano; cuando la barbarie septentrional, representada en la Reforma, se atrevía a rasgar la túnica inconsútil de Cristo; cuando el galopar de los caballos de los turcos hollaba la santa tierra vivificada por la fe, y a los enemigos de la unidad católica les salían padrinos y favorecedores entre los mismos que se preciaban de reyes cristianísimos, España sola, hecha cruzada, teología, arte y santidad, se empeñó en dar al Renacimiento el sentido cristiano y católico que debía tener, promoviendo una reforma auténticamente tal, creando un teatro, una novela, una filosofía y una teología en que la cultura llegaba a ser expresión de los más altos ideales que pueden caber en cerebro y corazón humano, a ser el desiderátum de toda civilización con sentido humano, trascendente y divino: la cultura mística de que nos ha hablado Bergson en uno de sus últimos libros.


    4. Humanismo español

    Hubo renacimiento entonces en España, y hubo humanismo, como hubo reformadores y hubo clásicos, pero el Renacimiento, y el humanismo, y la Reforma se hicieron aquí a la manera española; es decir, con el sentido cristiano y católico que era ley de su historia.

    El humanismo fue aquí verdaderamente tal: misericordia y caridad, moderación de la carne por el espíritu, de la naturaleza por la gracia; no sublimación y endiosamiento del placer y de la bestia humana, como hicieron los paganos, que, si por serlo merecen alguna disculpa, no la merecen por ser hombres y tener razón, y mucho menos la habían de merecer los nuevos paganizantes de la época que historiamos, que, sobre negar la razón, pretendían ignorar lo que la revelación y la gracia podían sobre la vieja cultura grecolatina.

    Nuestro humanismo no fue vuelta a los viejos principios morales de griegos y latinos, superados ya definitivamente por su ineficacia para regenerar al hombre, sino afianzamiento en la fe recibida, apego a la tradición católica, entusiasmo por sus ideales de cultura y esfuerzo para poner al servicio de la idea cristiana las formas y valores clásicos de cuya conservación era el mundo deudor a la Iglesia.

    Nuestro humanismo, al revés del que nos ofrecían los humanistas de Italia y Alemania, era preponderantemente religioso y católico. Su ideal es divino; el hombre no es la medida de las cosas, sino Dios, expresión de toda la verdad y de todo el bien, con independencia de los juicios de los hombres.
    La igualdad y fraternidad que nosotros predicamos se basaba en la comunidad de fe, de origen y destino, y en la capacidad que a todos reconocíamos de salvarse y perfeccionarse, regenerados por la sangre de Cristo.

    Este humanismo es el que predicaban nuestros misioneros, al que abría paso la espada de nuestros conquistadores, el que daba aliento a nuestros navegantes, arrojo a nuestros exploradores, eficacia a nuestras leyes, vida a nuestra literatura, valor a nuestra teología, carácter a toda nuestra cultura y temple a nuestras armas. Nuestra lucha armada, más que por ganar tierras, lo fue por ganar almas para Cristo.

    Nuestros héroes y nuestros reyes llevaban la mira puesta en la difusión del ideal católico y en la misión civilizadora para que Dios les escogiera. “El principio, fin e intención suya -decía Isabel la Católica en su testamento- y del rey su marido de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la santa fe católica a los naturales”. Lo mismo decía Carlos V a don Pedro de Mendoza en 1534, encargándole llevara misioneros a cuyo parecer se atuviese, que tratase bien a los indios y procurarse su conversión, pues de lo contrario él no se creería obligado a guardarle la palabra.

    Por la unidad física del planeta y por la unidad católica del mundo, España, lo mismo en Trento que en Otumba, en Filipinas que en Ingolstadt, en Mühlberg que en Lepanto, en Túnez que en San Quintín, dio lo mejor de su sangre y lo mejor de su espíritu. “Los pueblos hispánicos se hicieron en torno a una creencia religiosa”, ha dicho Maeztu.

    El catolicismo español lleva implícito el deseo de cristianizar y reducir a unidad al mundo entero. Toda nuestra legislación está penetrada de este hondo sentido humano y teológico, y lo mismo la Reconquista, con la hazaña realizada en el siglo XV por los aragoneses a instancias del Papa Urbano V en tierras de Grecia, constituyendo un reino católico en Acaya y Morea, que se dilata hasta el siglo XV; que la colonización de América, la lucha contra el turco y la batalla contra los protestantes, se basa y fortalece con la misión de catolicidad que Dios nos ha confiado, tendiendo a hacer de todos los hombres, sin diferencias de razas ni de fronteras un solo rebaño y un solo pastor.

    5. Clasicismo español

    El camino que debió seguir el Renacimiento al pretender resucitar el ideal clásico, fue el de infundir en las formas antiguas, en ese arte humano insuperable, quizá, cuanto a la delicadeza de líneas, el espíritu y la idea cristiana, únicos capaces de dar vida a lo que para siempre la había perdido.

    Pero esto no se supo o no se quiso hacer ni por el Renacimiento italiano ni por el alemán. Pagados unos y otros exclusivamente de la belleza de la forma, anhelosos de resucitar en su totalidad el ideal clásico de los antiguos, creyeron podría ofrecerse a las nuevas generaciones, educadas a los pechos de la Iglesia católica, tal como aparecía en los escritos y monumentos de la antigüedad que cada día iban saliendo a luz.

    No cayeron en la cuenta de que ya no se vivía en tiempo de Pericles, ni siquiera de Augusto, y de que no en balde habían pasado más de catorce siglos, a través de los cuales la idea cristiana se había consustanciado con la vida y la cultura de Occidente, poniendo otros afanes y otros anhelos en individuos y colectividades, a los que no era posible traicionar sin negarse ipso facto a la realización del verdadero arte clásico.

    Otro fue, empero el camino que siguió el Renacimiento español (quizá por esto alguien ha dicho que no lo hubo). España, pletórica entonces de energía y vitalidad, llena de ensueños y ocupada en legendarias empresas, tenía una fe por la que se creía capaz de todo. No desconocía la belleza y perfección del arte helénico, pero tampoco ignoraba que la idea en ese arte expresada era pobre y adolecía de defectos que la idea cristiana no tenía. Por eso busca las formas e imita el plasticismo griego, pero no trata de sorberles el espíritu creyéndole superior al cristiano de que ella vivía y por el que ella operaba.

    “El alma española borboteaba entonces bríos y energías por las que todo el mundo estaba henchido de hechos y realidades tan hazañosas, que casi tocaba a las más desaforadas aspiraciones; estaba empapada en los sentimientos más hondos del Cristianismo, hasta el estoicismo en lo moral, la intransigencia en el dogma y el misticismo en el pensamiento. Tenía que ser el Renacimiento español, por consiguiente, de empuje personal y característico, realista y exagerado de tintas y sentimiento, espiritual y cristiano hasta el arrobo. mal cuadraba a la serena objetividad, la belleza superficial de la pura forma, notas distintivas del arte clásico, a un alma ensimismada en la lucha interior cristiana de vicios y virtudes y arrobada en la contemplación de la nada del hombre y del universo, de la inmensidad y eternidad de Dios y de la vida futura”. (1)

    Los españoles hicimos así el arte más genuinamente clásico que haya hecho pueblo alguno moderno, precisamente porque supimos imitar a los griegos bebiendo el espíritu del clasicismo de las formas, pero sin renegar del espíritu propio que era menester infundir en ellas. Hicimos arte clásico pero con asuntos y creencias españolas como los griegos lo hicieron con las suyas. (…)

    Por eso, el ideal estético del cristiano se levanta inconmensurablemente sobre el grecolatino. “Todo el ideal platónico y olímpico de Grecia -dice Cejador- es nada si se compara con el soberano ideal de nuestro Dios infinito y de su Iglesia y de la doctrina que Jesús trajo al mundo y con inmortalidad de las almas”. Y aunque Jesucristo no vino al mundo para enseñar arte u otra ciencia humana, todavía el Verbo Encarnado -como dice Menéndez y Pelayo-, “presentó en su persona y en la unión de sus dos naturalezas el prototipo más alto de la hermosura y el objeto más adecuado del amor, lazo entre los cielos y la tierra. Por él se vio magnificada, con singular excelencia la naturaleza humana, y habitó entre los hombres todo bien y belleza. (2).

    Quien no sepa comprender esta ideal del que los españoles de los siglos XVI y XVII somos, quizá, los exponentes más altos, bien puede decirse que se ha cerrado a la inteligencia de los supremos valores. (…)

    La gran diferencia entre el helenismo y el Cristianismo -creo lo dijo el mismo Renán- consiste en que el helenismo es natural y el cristianismo es sobrenatural. Las formas griegas son insuficientes para el corazón que aspira a lo infinito. “Un templo antiguo podrá ser de belleza más pura que una iglesia gótica; pero, ¿en qué consiste que pasamos horas enteras en éstas sin fatiga, y no podemos permanecer en aquel cinco minutos sin fastidiarnos?”. (…)

    (1) J. CEJADOR. Historia de la literatura castellana. Tomo 1, página 360.
    (2) MENÉNDEZ PELAYO Historia de las ideas estéticas, Tomo IX, capítulo I.
    Última edición por ALACRAN; 09/06/2022 a las 13:03
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

    XIII. GLORIA Y BLASÓN DE LA ESPAÑA IMPERIAL

    1. De Alfonso V a los Reyes Católicos

    Imposible de todo punto poder condensar en breves páginas la serie de acontecimientos, de empresas y valores por los que en aquella hora solemne se puso a España a la cabeza de las naciones y en corto espacio de tiempo abrió hondo surco en el campo de la cultura europea.

    Los primeros albores del Renacimiento humanista hallaron en Alfonso V un amparador, un Mecenas. Amigos suyos fueron casi todos los sabios de la época; para él no había diferencia de clases en tratándose de humanistas; con todos trataba amistosamente; su divisa era un libro abierto; su primer cuidado, al entrar los soldados en una ciudad, el que se pusiesen a buen recaudo los libros; en su magnífica biblioteca se daban cita los más ilustres helenistas; pagaba precios exorbitantes por conseguir una reliquia de la antigüedad clásica; estableció relaciones diplomáticas para conseguir libros, y con el mismo “irresistible ímpetu bélico -dice Menéndez y Pelayo- con que había expugnado la opulenta Marsella y la deleitable Parténope, se lanza encarnizadamente sobre los libros de los clásicos, y sirve por su propia mano la copa de generoso vino a los gramáticos, y los arma caballeros, y los corona de laurel, y los colma de dineros y de honores, y hace traducir a Jorge de Trebisonda la Historia natural de Aristóteles, y a Poggio, la Ciropedia, de Xenofonte, y convierte en breviario suyo los Comentarios, de Julio César, y declara deber el restablecimiento de su salud a la lectura de Quinto Curcio, y concede la paz a Cosme de Médicis a trueque de un códice de Tito Livio (…) Es el Alfonso V que, preciado de orador, exhorta a los príncipes de Italia a la cruzada contra los turcos o dicta su memorial de agravios contra los florentinos en períodos de retórica clásica, el traductor en su lengua materna de las epístolas de Séneca y el más antiguo coleccionista de medallas después de Petrarca”. (1)

    Él contribuyó a crear entre los españoles que iban a Italia, aun entre los mismos soldados, aquel aire de distinción y respetuosidad para con la gente de letras y los mismos libros y obras de arte de que se hacen lenguas los mismos escritores italianos.

    Y cuando, debido a esta comunicación entre ambas naciones, se despertó en nuestra Patria la afición a los estudios clásicos, el humanismo tomó aquí tal impulso, que todas las clases de la sociedad se preciaban de saber latín; la nobleza hizo blasón de las letras, y el soldado, punto de honor. Nebrija, Hernán Núñez y Sobrarias fundamentan sobre base sólida el estudio de las humanidades; los Montalvos abren nueva era a la jurisprudencia; Padilla, Juan de la Encina y Lucas Fernández preludian nuestro gran teatro popular y teológico y la alta poesía mística del Siglo de Oro. La Corte de Don Juan II había sido ya una verdadera academia literaria, y en tiempos de los Reyes Católicos, la cultura se generaliza. De ese tiempo es la creación de uno de los grandes mitos literarios del mundo moderno: La Celestina.

    A nuestro suelo vinieron a enseñar celebrados humanistas de Italia, como Lucio Marineo Sículo, Pedro Mártir de Anglería y Antonio Geraldino. No hubo ciudad sin humanistas, y el humanismo cobró tal pujanza, que hasta las damas llegaron a desempeñar cátedras, como Luisa Medrano y Beatriz Galindo.

    Pero en España el humanismo no descristianizó a los hombres, sino que los asoció al alto sentido trascendente y divino representado por la idea cristiana en nosotros tan arraigada. La recia personalidad española y su honda espiritualidad no podían perderse en la embriaguez de la forma. Se habló griego y latín, pero con pensamiento cristiano, y el príncipe de los filósofos renacentistas, Luis Vives, aquel en “cuya mente encontró asilo la antigüedad entera para salir de allí con nuevos bríos”, parejo, por su sabor clásico de Erasmo y Budeo, se yergue sobre toda la pléyade de humanistas por su sentido práctico, su piedad y el carácter cristiano que da a toda su filosofía, pudiendo, con verdad, ser llamado el cristianizador de la filosofía del Renacimiento.

    Tampoco estará de más recordar al hombre que, con brazo de gigante cubierto del humilde sayal franciscano, dio impulso a nuestro Renacimiento espiritual, literario y político, impulsándolos por los caminos de la aventura y del peligro: Cisneros, reformador insigne, mecenas de la cultura, político y estadista formidable, superior a los Richelieu y Mazarino y, desde luego, con más conciencia que éstos, penitente y cruzado a la vez, inquisidor y monje, austero y afable, reflexivo y emprendedor, tenaz y audaz al mismo tiempo, cuya influencia literaria, al decir de Menéndez y Pelayo, es “comparable en algún modo a la de Lorenzo el Magnífico o a la del León X”, pues hizo avanzar los estudios orientales en manera grande, y clavó los puntales sobre qué había de sostenerse el siglo más grande de nuestra historia, y acaso no fuera exageración decir que de toda la historia universal. Nunca, al menos hasta entonces, se había visto un alarde de vitalidad y grandeza en un pueblo como el que a la sazón realizó España.

    Antología v. pág. 271

    2. Santidad y Teología

    Nadie ha hecho todavía -recordaba Menéndez y Pelayo- la verdadera historia de la España de los siglos XVI y XVII. Pocos se han detenido a considerar el verdadero espíritu que dio ser y vida, lo mismo que a las grandes hazañas, a las grandes creaciones literarias de aquella época.

    Gracias al espíritu católico, tan arraigado en el alma nacional, tuvimos nosotros una reforma acaudillada por Cisneros, que nada de parecido tiene con la que nos ofrecía Lutero: de esta reforma auténtica salieron santos tan ilustres como San Pedro de Alcántara, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, San Juan de Dios, San Pedro Claver, San Ignacio, San Francisco Javier y otros innumerables amartelados de la soberana hermosura.

    Y entre los sabios, “¿cuándo los hubo en tan gran número y tan ilustres? Desde el franciscano Luis de Carvajal y el dominico Francisco de Vitoria, que fueron los primeros en renovar el método y la forma y exornar las ciencias eclesiásticas con los despojos de las letras humanas, empresa que llevó a feliz término Melchor Cano, apenas hay memoria de hombre que baste recordar a todos, ni siquiera a los más preclaros de la invicta legión”.

    La teología escolástica, remozada por el Renacimiento, se hizo nuestra por derecho de conquista, como ha dicho Leibnitz. Los que la siguen forman legión; en sus filas militan Vitoria, a quien hoy todos consideran como el verdadero fundador del derecho de gentes; Domingo de Soto, triturador de la doctrina protestante sobre la justificación; Pedro de Soto, reformador de universidades y apóstol de la unidad católica con la pluma y la enseñanza; Báñez, agudísimo comentador de Santo Tomás; Laínez y Salmerón, las dos grandes lumbreras de Trento; Molina, el promotor de las grandes disputas de Auxiliis, que solas bastarían “para mostrar la grandeza de la especulación teológica entre nosotros”; Vázquez, el agudísimo teólogo y filósofo; Gregorio de Valencia, autor de uno de los libros “más extraordinarios que ha producido la ciencia española: De rebus fidei hoc tempore controversis; Ripalda, Toledo, Fonseca, Mendoza, Arriaga, los Coimbricenses, los Salmanticenses, Pereira, Juan de Santo Tomás, el príncipe de los comentadores de la Suma; Maldonado, príncipe entre los escrituristas, y, sobre todos ellos, Francisco Suárez, cuya obra metafísica es quizá lo más alto y completo que en este género haya producido el genio de los hombres.

    Recordemos también al obispo Pérez de Ayala y a los innumerables que hicieron de Trento un concilio tan español como ecuménico, según frase de Menéndez y Pelayo, continuando la tradición de Osio en Nicea; de Alonso de Cartagena, Juan de Segovia, el Tostado, y Fernando de Córdoba en el concilio de Basilea, y que mantuvieron la antorcha de la fe católica encendida en todas las Universidades de dentro y fuera, en Salamanca y Alcalá, lo mismo que en París, Oxford, Lovaina, Dilinga, Ingolstadt y los colegios de Roma, ganando para Dios infinitas almas, mientras nuestros soldados ganaban al rey infinitas tierras. ¿Quién no oyó hablar además de Arias Montano, la Biblia Políglota, de Alcalá; Sánchez, Fox Morcillo, Gómez Pereira y otros mil que abrieron hondo surco en la cultura europea?

    3. La Compañía de Jesús

    Sólo la Compañía de Jesús bastaría para hacer de la España de los siglos de oro el exponente máximo de la espiritualidad que está en la esencia de la cultura occidental. A todas partes llevó sus misioneros, en todos los centros de saber aparecieron sus hábitos; siempre en primera fila para combatir al error, dio la batalla al protestantismo y al paganismo, traídos por el Renacimiento, y, haciéndose toda para todos, no hubo clase de saber, ni humano ni divino, en que ella no tuviese los más claros representantes y en que, con el sentido humano de la vida y al lado de la educación clásica, no reflejara el sentir cristiano, la más pura ortodoxia y la pureza de costumbres más excelente.

    “San Ignacio es la personificación más viva del espíritu español en su edad de oro; ningún caudillo -ha dicho Menéndez Pelayo-, ningún sabio, influyó tan poderosamente en el mundo. Si media Europa no es protestante débelo, en gran manera, a la Compañía de Jesús”.

    Cisneros e Ignacio realizaron en la Iglesia la única reforma posible e hicieron más por la cultura que todos los protestantes y seudorreformadores manchados con creces de los vicios que en otros reprendían.


    4. Los misioneros

    A sembrar semilla de catolicidad y fuente de cultura iba, tras la espada del soldado, el crucifijo del misionero, y si los héroes de la patria forman selva en aquellos siglos en que el Mediterráneo era un lago español, Europa nuestra dependencia, Asia, África y América campo por el que corría a chorro suelto con nuestra sangre la catolicidad de nuestro espíritu, los santos, los místicos y los ascetas forman una falange que ningún otro pueblo puede presentar en ningún período de su historia. Sólo España produjo entonces más misioneros para tierra de infieles que hayan dado después todas las demás naciones de Europa juntas. Nunca la Iglesia había logrado ganar más tierras y más almas para Cristo.

    5. Ascetas y místicos

    Los escritores ascéticos y místicos, cuyos nombres se pronunciarán siempre con veneración: los Ávilas, Teresas, Luises de Granada y de León, Juanes de la Cruz y de Los Ángeles, Estellas, Fonsecas, Malones de Chaide, etc., etc., en cuyas obras el entendimiento se abisma y halla luz la fantasía y consuelo el corazón, al paso que los oídos se regalan con la música de una lengua que parece hecha para hablar con Dios, como dijera Carlos V, forman al lado de los grandes teólogos, según ha escrito la eximia doña Blanca de los Ríos, un soberano grupo de cabezas, iluminado cada cual diversamente por el reflejo astral o por el resplandor de llama de la lumbre interior, pues sobre todos “había bajado en lenguas flamígeras el espíritu; pero como la gracia se humaniza en cada cual, no destruyendo sus dotes naturales, sino acrecentándolas y purificándolas, así, de todos los labios fluye la misma inspiración, pero cada cual nos la dice con su voz, nos la expresa según sus facultades y su individualidad propia; unos nos abisman y anegan en la grandeza de Dios, como fray Luis de Granada, de quien dijo Capmany que “parece que descubre a los lectores las entrañas de la divinidad”; otros, como el autor de los Nombres de Cristo, diríase que nos alumbran y suavizan el entendimiento con el lácteo fulgor tranquilo de la belleza intelectual, empapada de misericordia evangélica; otros, como San Juan de la Cruz, nos arrebatan al cielo en el carro de fuego en que hiende las nubes su espíritu; otros, como fray Juan de los Ángeles, nos convidan a buscar a Dios en el arcano de nuestra propia alma, o, como Santa Teresa, nos hacen entrever el augusto misterio de la esencia divina y nos revelan las reconditeces y maravillas de las Moradas.

    “De suerte que, mientras la legión de ascéticos, teólogos, humanistas y escriturarios, cuya representación más alta es fray Luis de León, derramaba sobre el pueblo el raudal de las inspiraciones divinas y abría a la inspiración de los poetas las puertas del maravilloso oriente bíblico, la legión de los místicos, cuya encarnación soberana es Teresa de Jesús, transfiguraba la lengua nacional en el Tabor de las visiones celestiales y completaba la dualidad humana empalmando la realidad visible con la invisible realidad imperiosa y abismática de nuestro mundo interior” (1).

    Es decir, que descubrían un mundo nuevo para el espíritu y la conciencia “a la hora solemne en que España, haciendo palidecer a la leyenda, acababa de completar el mundo y se preparaba a realizar conquistas aun más gloriosas en las regiones del arte”.

    Gloria fue de los ascéticos, prosigue diciendo la escritora insigne, el haber regenerado la lengua consagrándola para el cielo y enriqueciéndola opulentamente, al derramar en ella el tesoro de las Sagradas Escrituras; gloria de los místicos incorporar a ella todo el tesoro psicológico encendiéndola en el fuego que derretía sus almas, suavizándola con su dicción dulcísima y levantándola hacia Dios sobre las tendidas alas del éxtasis; de los teólogos, el haber opuesto al avance triunfal del Renacimiento pagano un verdadero Renacimiento cristiano, en el que se produce un arte nuevo lleno de alma, vigoroso de complexión, realista e idealista a la vez, del que son símbolo Cervantes, Calderón, Santa Teresa, fray Luis de León, Velázquez y Montañés.

    (1)
    “De la mística y la novela”. Cultura Española, núm. 13. (1909).

    6. El teatro, la lírica y la novela

    El teatro español de entonces fue el padre del teatro moderno, por el que entraron a saco todas las demás naciones, y el que, sin copiar servilmente al teatro helénico, indicó a los pueblos modernos la pauta a seguir para hacer verdadero arte clásico con asuntos nacionales; teatro rebosante de espíritu caballeresco y cristiano, realista e idealista en una pieza; clásico y romántico, profano y teológico, pasional y místico, para el que la escenografía no tiene secretos ni el corazón escondrijos, y por donde la fantasía vaga perdida en el mar de las más asombrosas invenciones que fluyen a través del más poético decir, como en Lope, Fénix de los Ingenios, enciclopédico y universal en espíritu y en asuntos como la España de que quería ser retrato; y el pensamiento vuela a alturas inconmensurables sostenido por las alas de la fe, de la filosofía y teología, como en Calderón, síntesis de todo el sentir, pensar y obrar de aquella nación en lucha por la catolicidad de credo y de moral.

    Y ¿qué decir de la poesía lírica de corte clásico y genuino sentimiento cristiano? ¿Qué de la novela, que alcanza en Cervantes la suprema consagración del genio y crea tipos de valor universal? ¡Cuán en estrecho nudo se enlazan y funden, como ha dicho un escritor, lo espiritual y místico del pensar en la oda a la Ascensión (Fray Luis de León) con la horaciana elegancia, con la serenidad helénica en la expresión! ¡Cuán maravillosamente se casan en el Quijote la áurea amplitud del período y el exquisito humanismo en el sentir con el pensar hondamente cristiano y castizamente popular de todos sus personajes!

    7. El arte

    Y ¿para qué hablar de nuestra escultura y pintura ni recordar nombres como los de Becerra, Montañés, Alonso Cano, Mena, Hernández, Juni, Berruguete, Murillo, Zurbarán, el Greco, Morales, Rivera, Velázquez, que están en la mente de todos y que a un realismo muy español unieron un sentido muy trascendental y divino, como el espíritu cristiano que informaba su arte y que hacen de la pintura española, por ejemplo, la más original, quizá, que se haya visto, según ha dicho modernamente el francés Louis Bertrand, pues con estar formada en la escuela flamenca e italiana y reunir todas las perfecciones de éstas “posee, además, una cosa única: el sentido de la vida? Es la realidad viviente, la vida actuando, la vida envuelta en esplendor y en gozo… Este adueñarse de la vida tiene en Velázquez un ritmo tan soberano, tan triunfal, que los otros pintores, comparados con él, descienden casi al nivel de simples imagineros”.

    El Escorial es el símbolo de toda la España de entonces, grande, sorprendente, que nos aplana con la magnitud del esfuerzo que representa, pero que nos levanta con la sublimidad de la idea y el impulso vital que le dio el ser. Grandeza ungida con la misericordia de Cristo, imperio consagrado y puesto al servicio de la fe, corona rematada con la cruz, panteón y templo en el que mora Dios.

    Louis Bertrand, el gran historiador de nuestra civilización, después de recorrer la civilización occidental a través del Mediterráneo, encuentra la luz consoladora que la salva de la decadencia y de la muerte en el espíritu que agita a la España de Felipe II; que pone en los dedos gotosos y ulcerados de éste la Biblia; que hace, como ha dicho Pemartín, del Escorial, si sepulcro guardador del pasado, también del porvenir, que espera la resurrección de nuestras glorias.

    8. Imperialismo español

    Maravillosa gesta de espiritualidad la que supieron realizar hombres españoles en pro de la causa de la civilización europea o cristiana, puesta en peligro por los embates paganizantes del Renacimiento y los fervores seudorreformistas del Protestantismo, no menos que por las furibundas acometidas del Islam y las concomitancias perniciosas de los “reyes cristianísimos” con los enemigos de la verdad católica. “España, que había expulsado a los judíos y que aún tenía el brazo teñido en sangre mora, se encontró, a principios del siglo XVI, enfrente de la Reforma, y por toda aquella centuria se convirtió en campeón de la unidad y de la ortodoxia, en una especie de pueblo elegido de Dios, llamado para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos en tiempo de Matatías y de Judas Macabeo” (1).

    Fue un pueblo de teólogos y de soldados, según frase del mismo Menéndez y Pelayo, encargado de velar y trabajar por la unidad en el dogma, lo mismo con el razonamiento que con la espada. Nuestra hegemonía política, nuestro predominio militar y nuestra expansión colonial estaban condicionados a este fin supremo de salvaguardar los intereses de Dios y de su Iglesia. Y sólo el que desde este punto de vista estudie el pasado español, podrá comprender la tragedia de un pueblo que se desangró en aras de un interés espiritual, yendo estoicamente a la muerte temporal.

    Prescindiendo de ciertas inevitables singulares excepciones, sobre las que, por otra parte, sería ridículo pretender hacer hincapié, no hay duda que la España del siglo XVI, lo mismo en el viejo que en el nuevo mundo, se debatió oficialmente con la mira siempre puesta en el ideal religioso y católico, entonces en trágica coyuntura, que estaba en la conciencia de cada uno de los españoles.

    El sueño imperial de Carlos V, con su aspiración a una monarquía universal, tan hermosamente cantada por su poeta favorito Hernando de Acuña, era hijo, como ha hecho observar muy atinadamente Menéndez Pidal, más que de la ambición política del emperador, del celo religioso de los españoles, que al encontrarse, terminada la gran epopeya de la Reconquista, con una patria espiritual y políticamente una y fuerte, con un nuevo mundo, regalo del Señor al tesón y coraje puestos en la defensa y conservación de su fe, con un pie en África y otro en Flandes, se creyeron llamados a ser los defensores y difusores, por todas las cuatro partes del Globo, de la unidad católica, la que les había mantenido unos durante toda la Edad Media, haciendo posible la liberación del suelo patrio, y que ahora les impulsaba a llevar el mismo mensaje liberador a otros pueblos.

    La misma grandiosidad y dificultad de la empresa dio alas y acrecentó el impulso. Ante el asombro en ellos producido por un mundo de dimensiones gigantescas y riquezas fabulosas, “donde los ríos eran como mares y los montes veneros de plata, y en cuyo hemisferio brillaban estrellas nunca imaginadas por Tolomeo ni por Hiparco”, el espíritu español se sintió fatalmente impulsado a la aventura y al peligro, y su robusta fe, enardecida a la consideración de innúmeras naciones, en las que el nombre de Cristo era totalmente desconocido.

    El espectáculo, por otra parte, de una Europa que quería renegar de su fe, deshaciendo la unidad religiosa a que debía su ser y su cultura, y por la que nosotros nos habíamos debatido por espacio de ochocientos años, era otro motivo para enardecer el ánimo, ganoso de aventuras y eufórico con la conciencia de la unidad nacional ganada a punta de lanza de los españoles, que, sintiéndose fuertes, se creían llamados, al mismo tiempo, a ser el brazo de Dios y la espada de Roma, con tanta mayor razón cuanto que en aquel preciso momento la corona imperial venía a ceñir las sienes de un rey de Castilla. Por eso nuestro grito de guerra fue un grito de religión, y nuestra gesta imperial continuación de la cruzada que en el propio suelo mantuviéramos durante siglos.

    En este empeño, España puso a contribución todas sus fuerzas y todas sus armas: militares, religiosas, intelectuales y políticas. Fuimos, en consecuencia, pueblo de teólogos, pueblo de soldados, de legistas y de misioneros o reformadores.

    El Concilio de Trento fue un Concilio tan ecuménico como español, por el número y valía de los miembros que España mandó a tan memorable asamblea, y porque gracias a ella se inició, y gracias a ella tuvo término y feliz remate.

    En ese Concilio quedaron sentadas las bases de la auténtica y efectiva reforma católica, que ya de atrás venía gestándose en nuestra misma nación por obra de Cisneros y de los Reyes Católicos, particularmente Isabel.

    Si España y los españoles recogieron luego la iniciativa de Erasmo, en lo que respecta a la reforma de costumbres en el bajo y alto Clero, llegando a ser el erasmismo bandera de lucha y de combate y denominador casi común de los anhelos reformistas en tiempo del emperador Carlos V, no se ha de olvidar que la reforma en el Clero secular y regular estaba ya iniciada, y con progresos tangibles, merced a los esfuerzos del cardenal Cisneros y la reina Isabel la Católica.

    Y, sobre todo, es indudable que la auténtica reforma cristiana, la verdadera renovación espiritual de Europa, con sentido tradicional y católico, sin transigencias, blandenguerías ni concomitancias sospechosas, tuvo su adalid y su más genial organizador en un cerebro español: Iñigo de Loyola, reclutador del más aguerrido y compacto ejército de operarios de la religión y de la cultura (Compañía de Jesús), que hizo sentir su acción en todos los campos de lucha, lo mismo aquende que allende los mares.

    El espíritu de la Contrarreforma, o por mejor decir, auténtica reforma, encarnado en Ignacio de Loyola, no tiene nada que ver con el la patrocinada por Erasmo. Aun cuando a éste se le reconozca buena fe y buenas intenciones, no cabe dudar que fue un vacilante indeciso, enemigo de malquistarse con nadie y amigo de dar gusto a todos, aunque fuesen los mayores enemigos de la Religión. (…) Pudo ser caudillo y héroe; pero su espíritu contemporizador, en una época de radicalismos y decisiones tajantes, no le dejo ser ni lo uno ni lo otro. (…)

    Ignacio de Loyola, en cambio, capitán primero de los ejércitos imperiales, tenía todas las condiciones que le faltaban neerlandés para ser jefe y adalid, reformador y organizador. (…) En su persona y en la institución que él levantó, supo armonizar maravillosamente la piedad más acendrada y la más subida cultura, simultaneando el estudio de las artes y humanidades con el de la más alta teología. Ignacio de Loyola es la síntesis alquitarada del humanismo español sobrenaturalizado, como Vives lo fue del humanismo a secas, o si se quiere, cristiano, pero sin alcanzar la Santidad.

    (1) MENÉNDEZ Y PELAYO: Calderón y su teatro. Conferencia segunda


    9. Clasicismo español

    El mundo andaba lleno con la fama de las realidades épicas de españoles y portugueses, y nuestros tercios triunfaban en todos los campos de Europa; cuando maestros españoles abrían cátedra en las principales universidades de este viejo mundo, y hacían de Salamanca la Atenas de los nuevos tiempos; cuando nuestros novelistas y dramaturgos creaban de la nada un teatro lleno de vida y de bizarría, como bizarros y arrogantes eran nuestros políticos y embajadores, España no podía resignarse al papel de secundona en la producción de obra culta, contentándose con literatura o arte de puro remedo.

    Por un fenómeno osmótico de maravillosa eficacia, España hizo suyas, verdaderamente suyas, las posibilidades renacentistas, creando un Renacimiento genuinamente español. Los organismos robustos convierten en sustancia propia los elementos que de fuera les vienen. “No es, diremos con José María Pemán, que no hiciera España Reforma o Renacimiento, es que tuvo una Reforma cristiana y un renacimiento cristiano, en que continúa el proceso medieval de cristianización de todas las contingencias de cada hora y de cada época… España llegó al Siglo de Oro dotada, por virtud de su profunda civilización cristiana, de un poder infinito de aborrecer todo lo nuevo. Por eso su defensa contra la Reforma y el Renacimiento no consistió en expelerlos de un modo absoluto y petrificarse frente a ellos en completa inmovilidad; consistió en absorberlos como en una vacuna, en cristianizarlos como en un bautismo.

    España aceptó todas las iniciativas del Renacimiento y de la Reforma en cuanto significaban mejoría por crecimiento y desahogo de la vitalidad intrínseca de la doctrina y moral cristiana, pero no transigió con la desvirtuación de la ética ni del credo cristiano. Hizo renacimiento clásico en la forma y cristiano en el fondo.

    La obra de Fray Luis de León y la de Calderón con sus autos sacramentales son la mejor demostración de cómo con ideas cristianas se puede realizar arte perfectamente clásico, sin incurrir en servilismos extremosos (…)

    Arte clásico con asuntos y creencias nacionales, como con las suyas lo hicieron los griegos; éste fue precisamente el ideal que se propuso la España del siglo XVI, y que llevó a la práctica con la pluma, la gubia y el pincel, en el orden de las ideas y en el terreno de los hechos. Fue una siembra cristiana la que España hizo en aquella primavera de renovación del arte heleno. El catolicismo era el alma de todas sus empresas, a cuyo servicio andaban las armas, que hacían imperio, y la lengua, que es “compañera del Imperio”, según decía Nebrija a Isabel la Católica en la introducción a su Gramática.

    Fracasamos en nuestro sueño de una monarquía universal, no conseguimos ver realizada la unidad política ni aun religiosa de Europa, pero llevamos nuestra fe y nuestra lengua a innúmeras y extensas regiones, al mismo tiempo que impedíamos que la vieja Europa se sumiese en el caos de un paganismo reformista y de una política maquiavélica. Fue la nuestra una gesta de catolicidad de ecuménica. Hicimos patria, cultura y arte nacionales con las ideas y los sentimientos más universales. Hicimos Renacimiento a nuestro estilo, poniendo en él la impronta o sello del espíritu nacional, como lo pedía el genio viril de aquella raza, que realizaba epopeyas como la de la Reconquista, descubrimiento y civilización de un nuevo mundo. (…)

    Recoger todas las aguas desatadas con el advenir renacentista, para verterlas y hacerlas correr por el álveo de la Teología católica, estableciendo el más amigable consorcio entre la Religión y el Arte, Humanismo y Cristianismo, ésa fue entonces la misión de España, en la que pusieron a un tiempo la mano los humanistas como Nebrija, Vives, el Pinciano y fray Luis de León, los teólogos como Vitoria, Cano, Suárez y los dos Luises, escrituristas como Arias Montano y Maldonado, filósofos como Vives y Fox Morcillo, literatos como Juan de Ávila, Fray Luis de Granada y de León, Santa Teresa, Cervantes y Lope, y, finalmente artistas como Murillo y Velázquez.
    El hecho mismo de reconocerse unánimemente que aquél es nuestro siglo, siglo de predominio español en todos los órdenes y en la Historia universal, denota bien a las claras que algo pusimos de original y propio en el campo de la cultura, lo mismo que en el de las letras y de las artes. (…)

    .
    Última edición por ALACRAN; 08/07/2022 a las 13:49
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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    Re: El Occidente y la Hispanidad (B. Monsegú)

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    XIV. EUROPA BAJO EL SIGNO DEL LIBERALISMO


    1. De El Escorial a Versalles



    ¡El Escorial y Versalles! ¡La Inquisición y la Revolución! Dos símbolos, dos ideas y dos instituciones con significación diametralmente opuestas.

    El primero evoca el recuerdo de la España imperial, de la España grande, de la España para quien la idea católica, el sentido religioso de la vida, de la cultura y de la política prevalecía sobre todo lo demás. El segundo recuerda a las instituciones modernas, a la concepción de la vida individual, social y política predominante en los pueblos que se han ido modelando al calor de ideas y teorías, cuyos gérmenes sembraron el Renacimiento y la Reforma (protestante), y cuyos frutos recogió la Revolución francesa para repartirlos como doctrina salvadora a las naciones que, entusiasmadas con la gloria de un humanismo ateo, enamoradas de un ideal de progreso en que para nada suena Cristo, han llevado a la cultura occidental a la pendiente de su decadencia, al hacer la ablación brutal del espíritu que le dio el ser, que era el único que podía dar consistencia y perennidad a lo que de suyo no lo tiene.

    Ha sido Louis Bertrand, en su libro Felipe II, en El Escorial, el que ha captado, a través de la piedra y de la arquitectura, estas dos concepciones de la vida que se contraponen: ideal religioso y católico, cuya representación máxima compete a la España de Felipe II y que tiene su símbolo en El Escorial; el ideal pagano, de vida cómoda y sin trascendencia, que se preludia en Versalles y continúa a través del siglo de las luces y se perpetúa en una cultura para la que Dios es el último palo de la baraja y el hombre se pone al servicio de la materia.

    La España de los siglos de oro, batalladora y mística a la vez, todo, hasta sus ensueños de engrandecimiento y de monarquía universal, lo refería y subordinaba a este objeto supremo: Fiet unus ovile, et unus pastor.

    Dios era el móvil de todas sus empresas: por Dios luchaban sus soldados, predicaban sus misioneros, corrían tierra sus exploradores, navegaban sus marinos, disputaban sus teólogos, escribían sus ascetas, contemplaban sus místicos, trabajaban los artesanos y gobernaban los políticos. (…)

    Por eso en El Escorial, en este inmenso “palacio” levantado a la gloria de Dios, el lugar más hermoso es para el Amo. El siervo no tiene más que una celda al lado del trono del Omnipotente. En El Escorial, la basílica es el centro del edificio. Como una corona imperial, la cúpula señorea toda la construcción. Sin embargo, en Versalles la capilla queda relegada en una de las alas del palacio; no es más que un satélite del trono. En El Escorial, el dueño de la casa es el Rey de los reyes. Es Dios el que reina.

    “No hay duda de que Felipe ha levantado El Escorial con espíritu diametralmente opuesto al que movió a su bisnieto a levantar en Versalles su grandiosa casa de campo. Aquí no se trata de asombrar a Europa con fastuosidades que denuncian a veces al nuevo rico, harto de aposentar favoritas, de entretener, cortesanos, de preparar, por último, una decoración encantadora para un perpetuo carnaval. Aquí no es la gloria del rey, sino la gloria de Dios, la que se busca” (1).

    El Escorial es la consagración del trono, del panteón, del arte, de la riqueza, del saber y el poder por la gracia. Es el símbolo de la España grande al servicio de Dios. Es el relicario de maravillas, cifra y síntesis de toda la España tradicional, cuya grandeza está en haber orientado todos sus esfuerzos al triunfo de la verdad y del bien, a la defensa de la idea católica, dando la cultura ese sello de recia espiritualidad, ese sentido, humano y místico a la vez, que hoy tanto añoramos en nuestra civilización.

    Eso es lo que hace admirable nuestro Imperio y hace de nuestra nación el exponente más alto de la espiritualidad de Occidente, y de su aportación cultural la más valiosa y sustantiva de entre los pueblos europeos. España quiso que apareciera siempre en nuestra civilización el sentido humano, religioso y cristiano que por exigencia histórica debe tener. Por conservar ese espíritu dio su sangre y cayó, tal vez, extenuada en la pelea. No le faltó valor; lo que sucedió es que, al excesivo arrojo que puso en el empeño, acompañó un descuido, quizá injustificado, de la parte menos importante, pero no enteramente despreciable, en que encarna el espíritu, el cual requiere un mínimo de condicionantes espacio temporales y económicos para poder ejercer su acción.

    (1) Louis Bertrand, Felipe II, en El Escorial, pág. 91

    2. El espíritu liberal
    Acaso sucedió también que nuestra patria se dejó seducir por los cantos de sirena de la novísima civilización que se le ofrecía y que le prometía libertad, bienestar y riquezas a cambio de renunciar a su tradición y a su fe. Lo cierto es que España perdió su camino desde que luces que no eran las de la Iglesia encandilaron sus ojos.

    Del siglo XVIII a esta parte, mejor diríamos ya, hasta el glorioso Movimiento nacional, España ha sido cosa insignificante en el concierto europeo y ha quedado rezagada por lo que toca a la cultura, quizá porque la nueva civilización no congeniaba con su espíritu.

    Ello ha sido acaso un bien para nosotros, pues quiere decir que nuestra cultura, o vive del espíritu o es cosa muerta. Pero como, por otra parte, resulta que la cultura de Occidente está precisamente en decadencia por haber faltado a la ley histórica de su desarrollo, la desgracia, para nosotros, no ha sido tanta, y hoy (1949) podemos ver con alegría que los ojos de los que están de vuelta miran hacia nosotros: se nos considera, según ha dicho Keyserling, como la reserva moral de Europa, que acabará por ser criatura ética nuestra; y lo que muchos creyeron mengua, no es sino prez inmarcesible por la que España, sobre ser la que mejor ha comprendido el destino cultural de Europa, es la que más reservas espirituales atesora para regenerar con ellas a un mundo que muere por falta de espíritu.

    Y es que la cultura, para ser auténticamente tal y ser expresión adecuada de lo que en el hombre hay de más valioso, necesita ir determinada, como ha dicho Huizinga, por un criterio ético espiritual, y esto es lo que no han comprendido los hombres educados a los pechos del liberalismo, producto híbrido que sucumbe y hace morir a los pueblos, víctimas de atonía mental y encerrados en un autonomismo imposible.

    Lutero y Rousseau son los padres de esta nueva modalidad de Cultura por la que se engaña a las masas con nombres bien sonantes, pero vacíos de todo humano contenido, queriendo hacernos creer que la Naturaleza es buena de suyo y que todo lo que quiere es justo; o bien que está tan corrompida, al decir del protestantismo, que es imposible refrenarla y hay que dejarla obrar como quiera.

    Todo ello ha degenerado en un naturalismo y materialismo grosero, que endiosa la materia y abdica del espíritu. Es la cultura de máquina y vapor, que trueca al hombre de rey en esclavo. El hombre liberal, continuando la trayectoria iniciada por el Renacimiento, se ha ido alejando de Dios, ha renegado de Cristo, sus descubrimientos le han hecho engreído y soberbio. (…)

    Sólo al liberalismo, como ha dicho Spengler, cabe achacar esta situación de quiebra por haber, a partir del siglo XVIII, orientado a la cultura, hacia lo temporal y espacial; se ha hecho el espíritu servidor de lo contingente y mudable; se ha negado el hombre eterno, sujeto a leyes inmutables; se quiere desconocer que hay una verdad y un bien absoluto independiente de lo que a nosotros nos parezca y a cuyo servicio debe ponerse todo el hombre que por ellos es medido en vez de ser medida.

    El liberalismo doctrinal y político, consagración oficial y definitiva de los atentados seccionistas y descatolizadores perpetrados por el Renacimiento y la Reforma contra la unidad espiritual de Occidente, ha abierto la fosa en que ha de quedar sepultada una civilización que quiso establecerse sin Dios, en nombre de una moral antropocéntrica, donde solo se oían palabras sonoras sin base metafísica, como las de libertad, igualdad y fraternidad. (…)

    Así ha podido darse el caso de que sean precisamente los pueblos más civilizados los que han dado ejemplo de la barbarie más espantosa, porque, como he dicho Berdiaeff, la civilización, faltándole todo apoyo espiritual, palidece y se descompone, se va agotando cada día más; el humanismo se trueca en antihumanismo, y en lo más hondo de la cultura humana surgen unos elementos de barbarie que se alzan contra los impulsos creadores de la cultura clásica, contra las formas clásicas artísticas, científicas, estatales y éticas. Nos acercamos al fin del reino medio de la cultura (…)
    Y es que “la barbarie, al decir de Max Scheler, científica y sistemáticamente fundada, sería la más espantosa de todas las barbaries imaginables. Por eso, también la idea “humanística” del saber culto -tal como en Alemania la encarna del modo más sublime Goethe- ha de subordinarse a su vez y ponerse, en su última finalidad, al servicio del saber de salvación. Porque todo saber, es en definitiva, de Dios y para Dios”. (…)

    3. ¿Vuelta a la Edad Media?

    Sí, hay que entrar de nuevo en la Edad Media, o el Occidente, como comunidad de espíritu, como valor, desaparecerá de la Historia.

    Esta vuelta a la Edad Media no significa ningún retroceso, sino afianzamiento de los pies para dar el salto hacia adelante. Significa enraizarse de nuevo en los principios que la hicieron ser para la Historia, a cuya la luz nació el Occidente en esa Edad. Entonces surgió como unidad de destino, en abrazo de fe y de amor. Unidad en la variedad, que es la más hermosa unidad, traducida en armonía. En ella encuentra quietud el espíritu, que busca siempre la unidad y el orden a través de lo vario y aun lo opuesto, no en tensión hostil, sino de polarización, como diría un físico.
    Esta unidad de lo opuesto y lo vario en una síntesis suprema y llena de armonía, la realizó el Cristianismo entre los hombres todos con su doctrina de la gracia para todos, la salvación para todos, la trascendencia e inmanencia a la vez de Dios en el hombre.

    En la Edad Media apareció al exterior esta magnífica unidad católica, al juntarse razas y pueblos diferentes comulgando en la fe y en el amor de Cristo. Por muchos defectos y sombras que quieran verse en aquella edad, una cosa no podrá dejarse de reconocer: la penetración en todo, lo mismo en el individuo que en la sociedad, en las ciencias que en las artes, en la vida que en la cultura, del principio religioso trascendental y unificador, representado por el Cristianismo. (…)

    En fin, podemos decir con Rademacher en su libro Religión y vida: “La Edad Media, a pesar de sus luchas entre el Pontificado y el Imperio, poseía una conciencia católica general. No gozamos hoy de aquella amplitud de conciencia católica de los primeros siglos, cuando un oriental podía llegar a ser obispo de una sede de Occidente. ¿Quién podía imaginar hoy que, aun dentro de un mismo continente, un sacerdote de Colonia fuese nombrado arzobispo de París, o que un belga llegase a ser arzobispo de Munich? (1)


    1. Religión y vida, pág. 97. Madrid, 1940


    4. El pecado original moderno


    (…) La apostasía de las masas ha sido la causa de la tragedia en que hoy se debate el mundo; pero esta apostasía no se hubiera producido si los corifeos del Renacimiento, la Reforma (protestante) y la Revolución o Enciclopedia no hubieran sembrado la semilla de la desconfianza en Jesucristo, enajenándose de su Iglesia y llevando a discusión los principios doctrinales del Cristianismo.

    En la Edad Media podía haber inmoralidades y errores, atropellos e incomprensión. Lo que no había era esta actitud de recelo, de desdén, de indiferencia y odio a la idea religiosa, características de la Edad Moderna. El mal era entonces efecto de la debilidad humana, cuyo desorden se reconocía. Modernamente se ha querido justificar la maldad, llamando virtud a lo que el mundo creyera vicio. Para justificar sus extravíos, los hombres han querido hacerse la ilusión de que sus errores eran la verdad, y el Cristianismo la mentira. Se pervirtió primero la conciencia y la inteligencia, y tras ella se llegó al corazón. (…)

    Por eso nuestros males tienen hoy mucho más difícil remedio que no los de otros tiempos de fe. Perdida ésta, que es luz puesta por Dios para iluminar al hombre en este mundo, la Humanidad anda a tientas y dándose de porrazos, y lo peor es que no puede evitarlos, porque no quiere volver a encender esa luz. Si hoy hay religión, en la mayoría de los casos se la considera exigencia del corazón y no postulado de la razón. (…)

    El laicismo es la gran herejía moderna. Lo que más debiera interesar siempre, que es el pensar religioso de una persona, es lo último que se tiene en cuenta. El último de los valores es el religioso. Más aun: éste aparece en oposición con los demás valores de la vida, según ha observado Max Fisher. Y muy bien ha podido escribir Rademacher en su libro antes citado: “El hecho de la separación de la religión y la vida es una especie de segundo pecado original, contraído después de la Redención, y más funesto que el primero bajo dos conceptos. Ante todo, porque es una regresión, y, en segundo lugar, porque es una recaída de toda la sociedad. La profundidad de tal caída no la notamos apenas, ni la podemos medir, porque rodamos envueltos en ella, y la atmósfera que nos rodea está inficionada del mismo pecado” (…) (1)


    1. Religión y vida, pág. 63
    Última edición por ALACRAN; 02/08/2022 a las 12:58
    Hombre en su siglo. Los sujetos eminentemente raros dependen de los tiempos. No todos tuvieron el que merecían, y muchos aunque lo tuvieron, no acertaron a lograrlo. Fueron dignos algunos de mejor siglo, que no todo lo bueno triunfa siempre; tienen las cosas su vez, hasta las eminencias son al uso, pero lleva una ventaja lo sabio, que es eterno, y si éste no es su siglo, muchos otros lo serán. (Gracián)

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