Expuesta por Juanmanuelo del Foro Santo Tomás Moro - www.aspa.foro.st





«Muy Sr. mio:




Ante la Ley de 4 de mayo Último, referente a loS títulos nobiliarios, me creo en el deber de manifestar públicamente el sentir de la Comunión Tradicionalista sobre tan delicada cuestión, tanto por la relación que tiene Con la Monarquía como por el reconocimiento anunciado de los títulos concedidos por loS Legítimos Reyes españoles. Holgaría esta manifestación si se pretendiera únicamente la creación de una nobleza de nuevo cuño al servicio del actual régimen y dentro de la ficción jurídico-política del Reino en que se considera hoy constituida la Nación española. Así lo hicieron José Bonaparte y Amadeo de Saboya. Para un tradicionalista son menguados estos precedentes, ¡pero no tiene otros nuestra historia como no se recuerde el más menguado todavía del decreto de Alonso Martínez cuando el Duque de la Torre ejercía el Poder Ejecutivo del Gobierno Provisional de la República régimen improvisado en 1874 para impedir el triunfo de Carlos VII, según declaró el General Pavía en las Cortes de 18 de marzo de 1876 con estas explícitas palabras: «Quizás no hubiera terminado el mes de enero sin entrar Don Carlos en Madrid». Pero la Ley de 4 de mayo tiene un mayor alcance, pues que atribuye a la Nación lo que privativamente pertenece a la Monarquía y Se introduce la novedad del reconocimiento de los títulos concedidos por los legítimos Reyes, si bien a éstos no se les dé otro calificativo que el de Reyes de la rama tradicionalista. Esos transcendentales significados obligan a la Comunión a exponer los principios fundamentales que constituyen a la Nobleza en una verdadera institución monárquica por contra de una mera exhibición de honores y vanidades.



Me facilitará la exposición el conocimiento que de esos principios usted tiene como tradicionalista militante que fue, si bien no a ese carácter, sino al cargo oficial que desempeña es al que me dirijo.



A lo que se ve, en la política seudo-monárquica de esta última época se intenta instaurar una monarquía sin continuidad alguna con la Legitimidad dinástica que representó nuestro último Rey Don Alfonso Carlos de Borbón y que hoy representa en calidad de Regente, el Príncipe D. Javier de Borbón Parma. Se separa, pues, un sector que ha sido el paladín del más acendrado monarquismo, el que ha arraigado en todas las clases sociales españolas, y principalmente en las humildes, los más puros sentimientos monárquicos y que en reiteradas guerras, durante más de cien años, ha mostrado su amor a la tradición española, el único que con significado monárquico luchó el 18 de Julio.



Es indudable la gravedad ,del peligro de fracaso de la Monarquía que, aparentemente, al menos, se quiere instaurar. No tendrían comparación los desaciertos ,del ensayo político intentado en España durante y después de la guerra, con las funestísimas consecuencias que vendrían tras el hundimiento definitivo ,de la institución monárquica. A los ojos de todos no hay más firme valladar contra el comunismo que la Monarquía en su verdadera esencia tradicional, pero la gran masa simplista, la masa que no supo entender la profunda diferencia existente entre la Monarquía constitucional y la tradicional, entendería que el fracaso del experimento que en España se está iniciando, al que prodigan ustedes los calificativos de tradicional e histórico representaba la pérdida de toda esperanza, sin comprender ni alcanzar que ese no sería más que el fracaso de ustedes, como lo fue el de la Monarquía democrática de Prim, pero no el de la verdadera tradición española.



La obra restauradora monárquica necesita el concurso de los monárquicos, pero de los monárquicos acrisolados por sus principios y por su conducta. Hacer una Monarquía sin el concurso de los monárquicos es edificar sobre arena. El camino que se está siguiendo más parece que tiende a conservar posiciones personales que a la fundamentación sólida de la Monarquía. No otra cosa demuestra la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 26 de julio de 1947, que tan abiertamente rompió con la tradición histórica española mantenida por esta gloriosa Comunión Tradicionalista. Y en concordancia con esa aspiración conservadora de posiciones, la Ley de la nobleza no responde a una recta política de restauración monárquica, que es lo que se viene procurando evitar.



Nuestro deber como carlistas, por lealtad a los que durante un siglo murieron en el campo de batalla o ante los piquetes de ejecución, a cuantos, innumerables, sellaron estas ideas Con el testimonio de sacrificios y persecuciones sin cuento, nos impidió aceptar el partido único oficial. Y la misma razón nos obliga a discrepar de estos proyectos de apariencia monárquica, seguros como estamos de que no recogen las esencias de la Monarquía tradicional, ni la citada Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado es fiel a nuestras tradiciones Históricas y a los principios de legitimidad, según patentizó el Príncipe Regente al Jefe del Estado Español en su documento de 7 de mayo de 1947. Ni responden estos proyectos a las esencias tradicionales de nuestra Monarquía, ni, por falta de Rey, podrán tener otro porvenir que la efímera vida de todos los regímenes que se han sucedido en España desde 1812, diversos y opuestos entre sí, pero victorias del momento convertidas al paso de los tiempos en ceniza y polvo. El Tradicionalismo los ha visto nacer y morir: pasaron en rápida visión cinematográfica doceañistas y absolutistas, los del constitucionalismo fernandino y los del despotismo ilustrado, los moderados y los progresistas, los polacos y los puritanos, septembrinos, amadeístas, radicales, cimbrios federales, conservadores y liberales, ,demócratas y dictatoriales, Unión Patriótica y constitucionalistas, republicanos socialistas y comunistas, totalitarios de ayer o falangistas de hoy, cayeron tres dinastías, fue derrocada dos veces la Monarquía constitucional, desaparecieron dos repúblicas y sólo en la historia de España del siglo XIX, y en lo que va del XX, ha perdurado la Comunión Tradicionalista, que por eso ha venido a ser la única que ha permanecido constante en una España que así cambia de regímenes y modos de pensar .



Sólo la Monarquía que representa este acervo de lealtades y de ideales podrá tener el suficiente arraigo para consolidarse en el pueblo español. Una Monarquía, en ,cambio, instaurada con el intento de salvar escollos del momento o prolongar la vida de lo que por naturaleza es precario, nacerá muerta y no podrá tener otra vida que la de estos regímenes del siglo XIX, sin pujanza para resistir la primera crisis profunda, crisis profundas que sólo saben vencer los regímenes enraizados en 1as entrañas de los pueblos. Si grave es el intento instaurador ausentes los monárquicos por mero sentimiento o por lealtades personales, ¿qué decir del apartamiento obligado de los monárquicos de principios, de los verdaderos monárquicos amantes de la institución y conocedores de las gloriosas tradiciones que la constituyeron en el más perfecto régimen de gobierno?



A esta Monarquía nueva, sin arraigo del pasado, sin tradición dinástica en la sucesión, sin raíz en instituciones sociales del pueblo, se le quiere dotar de una nobleza. Tal es el sentido de la Ley que es la segunda de esta ficción monárquica que Se utiliza como medio para prolongar la interinidad presente. La nobleza en el Tradicionalismo es la consagración, al servicio del Estado, de un reducido número de familias cuyo linaje de sucesión en heroicos sacrificios, constituye poderoso imperativo para la continuidad en los mismos. El Estado no es más que el servidor de la Nación. Encarna su más alta representación el Rey, y así son los nobles sus inmediatos servidores. Si gozan de especiales prerrogativas es con renuncia a la condición de los demás ciudadanos. Son en realidad un enlace entre el Rey y la masa de los súbditos. Los deberes de la nobleza son muchos. Pero se ,destaca en primer término el de la fidelidad, no propiamente a un monarca, sino a una dinastía, pues que su misión, impuesta por los deberes del linaje no acaba a la muerte ,del Rey sino que perdura en la sucesión dinástica.



Ya sé que en el Derecho nuevo -estragos de las revoluciones liberales, la nobleza no pasa de un ornato de la Monarquía, de una sistematización de las vanidades, de una función cortesana, que mientras más servil ha sido en lo político, más ha desatendido su gravísimo deber social, Pues esa nobleza que quieren ustedes instaurar ni podrá recuperar sus fines sociales ni desposeerse de la condición esencial en que la constituyen de yedra cortesana de un poder seudo-monárquico, sin abolengo ni seguridad de la perennidad sucesoria.



No es que niegue que se pueda restaurar la nobleza simultáneamente que la Monarquía. Pero es esencial que la obra restauradora sea verdadera e inequívocamente monárquica y que el restablecimiento de la aristocracia de la sangre se haga con una autoridad monárquica, para los mismos nobles indiscutible. De ahí que en ausencia del Rey, sólo pueda ejercer esa función restauradora un Regente que representando la continuidad de una sucesión dinástica pueda, al propio tiempo, tener potestad para el restablecimiento de las instituciones monárquicas. Porque un Regente no es un mero hombre. Es el representante de una potestad eminentemente monárquica.



Monarquía sin Rey, Monarquía sin contenido, ficción monárquica o con Regente de mero nombre, fue la de Hungría bajo el Regente Horty. Era una regencia que había roto con la Monarquía húngara ya la que faltaba la continuidad ,dinástica. Era un Regente sin sangre real, sin sucesión y continuidad histórica de los gloriosos Reyes húngaros. No era un Príncipe que, por tanto, pudiera considerase, cual expresa su nombre, «El primero». El primero de los nobles, el primero entre sus «pares». Sin esa preeminencia, difícil es la restauración de una nobleza.



En el discurso de las Cortes el señor Goicoechea quiso apoyarse como precedentes en Espartero, Don Amadeo y Serrano. Pero en verdad, más que su tesis, prueba la que sustentamos en este escrito. Aparte de que Espartero obraba a nombre de Isabel II hay que tener en cuenta que había recibido de la Reina Gobernadora el Ducado de la Victoria con grandeza de primera clase, es decir, que tenía tan relevante preeminencia sobre los demás nobles. El General Serrano estaba en el mismo caso, pues era Duque de la Torre y gozaba también de la grandeza de primera clase. Más todavía, Amadeo de Saboya era Rey, es verdad que elegido, pero era miembro de la antigua y nobilísima Casa de Saboya en la rama de los Cariñán, llamada por la Ley de sucesión española de 1713 a suceder, en su lugar y su puesto, en los derechos a la Corona de España al extinguirse la Casa de Borbón y ejercía por el consenso de las Cortes Constituyentes de 1869 las prerrogativas reales.



Que en caso de Regencia y en ,defecto de Príncipe, es conveniente que la encabece un noble, por entre los primeros, nos lo ilustra nuestra tradición Carlista. Estando en Portugal Carlos V, y ante el temor de caer prisionero de los Cristinos de Rodil y quedar preso con su familia en una fortaleza extremeña, según tenía ordenado Doña María Cristina, resolvió designar para ese evento, una Regencia que gobernara en su nombre. Pero antes concedió al Marqués de Valde Espina la grandeza de España, ya que éste debía ser el representante de la nobleza en la Regencia prevista.



La nobleza tiene su jerarquía. El primero es el Príncipe, llámese como se llame. Dimana su jerarquización de la Corona y desciende por las gradas del Trono. Pero si no existe Corona ni Príncipe que en función real ocupe el Trono, la nobleza dimana de la última grada, se queda en el plano de la misma, es decir, está degradada y se convierte en codiciosa oligarquía, guardia pretoriana, injustificada desigualdad en el honor y prerrogativas.



Veamos los aspectos de la presente Ley: Respecto a los títulos de nueva creación que se concedan en recompensa de heroicos servicios prestados al glorioso Alzamiento Nacional, adolecerán, sí, de esa ausencia del régimen monárquico que es el único clima propio para la germinación y florecimiento de una verdadera nobleza, pero tenemos a gala ser los primeros en la admiración y reverencia a los españoles insignes por su heroísmo, laureados en las gloriosas empresas guerreras de nuestra Cruzada y merecedores de la más destacada exaltación.



Mas la rehabilitación de los títulos antiguos, e incluso de los del derecho, liberal -1833 a 1931-, si no tiene otro alcance que el puramente fiscal es asunto intrascendente en el que no entramos, como no entramos tampoco en lo que a ese sólo efecto de naturaleza fiscal hagan o dejen de hacer los carlistas poseedores de títulos nobiliarios.



Ahora bien, en tanto constituye reconocimiento de derechos, razón transmisora de una nobleza, preeminencia en La vida social, concreción en uno, en vez de otros familiares. del mismo linaje, hay algo sustantivo que supone para esa nobleza cosa tan definitiva como el enfrentamiento con las dinastías monárquicas de las que proceden: la carlista representada por el Príncipe Regente y la alfonsina representada por Don Juan de Borbón. Significan una rebeldía a cualquiera de estas dinastías. Nobleza es lealtad. Por esto, nobleza obliga. Si es lealtad debe ser ésta guardada a la dinastía. En las disputas dinásticas es explicable que el deber objetivo de lealtad tenga ciertas subjetividades de apreciación, y así un noble puede pasar SU lealtad de una a otra dinastía. Pero lo que no se concibe es que repudie una dinastía para ofrendar su lealtad nobiliaria a un régimen que no representa continuidad histórica y que contraviene el orden sucesorio dinástico.



Invitar a romper con la dinastía ala que se guarda lealtad, es invitar a la rebeldía. y si la lealtad es nobleza, la deslealtad, en abstracto, es innobleza. Sin verse un noble degradado en su alta estimación del linaje, pudo, por subjetiva interpretación de la Ley sucesoria, cambiar su obediencia de una a otra rama en el transcurrir de las luchas del siglo XIX. Lo que no se explica es el rendimiento de un linaje, de que no es dueño sino deudor, a un estado o situación política que para tener la ostensible cualidad monárquica necesita ocupar el Trono. Y no tengo que decir por innecesario que me refiero únicamente a la lealtad nobiliaria, en modo alguno al debido acatamiento y máximo respeto que todo ciudadano debe a las legítimas instituciones estatales. Una es la ley de obediencia de todos los ciudadanos a los Poderes legítimos, y otra la razón de ser de especiales servicios y personal afección a que se vincula la aristocracia. Para lo primero, cualquier régimen. Para lo segundo, la Monarquía solamente. Se da ahora beligerancia a los títulos carlistas. Se les da beligerancia sin penetrar su significado ideológico. Habrá casos de que existan dos del mismo titulo. El Ducado de la Victoria, por ejemplo. Hay dos, el de Espartero y el de Zumalacárregui. Si se aplica la legislación existente de 1931 según ,dispone la Ley, habrán de distinguirse con un aditamento porque no se pueden precisar de otra manera las victorias a que se refiere el Ducado de Zumalacárregui que fueron muchas y sonadas y anteriores a las del otro Ducado, mientras que la de Espartero fue la acción de Guardamino, que bien se sabe hoy exactamente que no victoria, sino compra del traidor Maroto, fue la cacareada acción de Guardamino y Ramales. Y en otro ejemplo, de más general extensión, cabe preguntar qué ha de hacerse de aquellos títulos de que fueron sus poseedores exonerados por la dinastía carlista por sus deslealtades, pero que inmediatamente fueron reconocidos por Alfonso XII. Porque si los Reyes Carlistas son reconocidos como legitimo origen de la nobleza debe ser respetada la autoridad con que decretaron esas exoneraciones. Difícil será amalgamar en un mismo cuadro de honor títulos de tan diversa procedencia y representativos de tan encontrados ideales. Porque concedamos a los títulos de origen militar o guerrero la caracteristica de ser mera recompensa a un heroísmo personal. ¿Pero y aquellos que fueron dados por los Reyes Carlistas en premio a una constante lealtad? ¿Pueden ser rehabilitados si aquella lealtad quebró, y cedió su puesto a las codicias humanas?



Más aún, la Comunión Tradiliciona1ista, conservadora de los ideales que fueron el alma y la esencia de las guerras de protesta contra el liberalismo y de reivindicación de la España auténtica, este partido de leales, no puede ver en sus títulos nobiliarios otra cosa que una profesión de ideales. Si estos no han de ser tenidos en cuenta se habrá vulnerado la esencia misma, la base constitutiva de la nobleza Car1ista. Mejor quedarían en el secular ostracismo, que adornados con una etiqueta negatoria del antiliberalismo, del tradiciona1ismo auténtico que le dio el ser. La Comunión Tradicionalista, bajo los principios generales expuestos sobre la nobleza tiene que declarar, en orden a los llamados títulos carlistas que podrá el Poder público aceptarlos o no, pues le es potestativo, pero no ese reconocimiento, sino la historia y la observancia de lealtades da a los mismos la condición de verdaderamente nobiliarios o los reduce a la caducidad de lo inoperante, colaboradores en la conservación y lucha por el triunfo de los ideales que deben presidirlos, o servidores de las fuerzas y situaciones que a ese triunfo se oponen.



De V. afmo. s. s. q, e. s. m.



Manuel FAL CONDE



Sevilla, 10 de julio de 1948.»