Este ensayo pertenece al Historiador D. Claudio Sánchez Albornoz, escrito para la columna de un periódico, poco después de llegar al exilio en Argentina, como consecuencia de la Guerra Civil Española. Me ha parecido interesante traerlo al foro, espero que os guste.
"Estaban florecidos los extraños y bellísimos jacarandás de Buenos Aires cuando desembarqué en Puerto Nuevo el 3 de Diciembre de 1940..." C. Sánchez Albornoz.
Gibraltar
El mundo asiste a la más dramática contienda que ha conocido la Edad Contemporánea. Y a una de las jornadas decisivas de la Historia. Yo, historiador, me atrevo a compararla con los grandes acontecimientos del pasado de Europa: las Guerras Médicas, las campañas de Alejandro, las Guerras Púnicas, la invasión de los bárbaros, la entrada en escena del Islam, las Cruzadas, la conquista de América, las guerras por el predominio de España y del catolicismo primero, y contra la hegemonía de Francia, en seguida, y las napoleónicas de expansión de la Revolución Francesa. No cabe igualar con estas gigantescas contiendas, en que se jugó el destino del mundo antepasado del nuestro, de un mundo de radio cada vez más grande, las otras guerras que Europa ha conocido. Cualquiera que haya sido la trascendencia de otros choques entre pueblos e imperios y cualesquiera que hayan sido su duración, sus capitanes, sus efectos, ninguna puede equipararse en dramatismo y en resultados perdurables a esas luchas épicas que han producido, siempre, un giro decisivo en la historia de la Humanidad. Cada una de esas grandes luchas ha durado decenios y algunas se han prolongado durante siglos. Todas han sido iguales y distintas. En muchas la suerte ha estado indecisa largo tiempo. En varias uno de los pueblos en combate ha sido vencido hasta casi morir, pero a la postre ha destruido o humillado al enemigo. Así Grecia, frente a las acometidas de los ejércitos de Oriente; así, Roma, tras las victorias sucesivas de Aníbal; así Europa después de ser conquistada por Napoleón desde Lisboa hasta Moscú, la colosal contienda de hoy es análoga, aunque distinta de las otras.
La Gran Guerra del 14 al 18 no fue uno el primer episodio de esa lucha. Presenciamos el segundo acto de la tragedia. Quizá no sea el último.
Ante acontecimientos de tamaña magnitud no es posible permanecer indiferentes. Cabe el silencio. El noble silencio de quien no ve claro en el horizonte los frutos de la batalla colosal y no se atreve a desear el triunfo de una de las dos fuerzas en contienda. El silencio patriótico de muchos conductores de naciones, que llevan sobre sus hombros Ja inmensa responsabilidad del destino de sus pueblos y callan por no comprometerlo. El silencio temeroso de quien vive encadenado —aunque el hombre sea metafísicamente libre, vivir es sentirse limitado, como ha dicho Ortega— por uno de los regímenes tiránicos que Europa y el mundo padecen, y no se atreve a hablar. El silencio egoísta del que, presto a sacrificar sus inclinaciones y sus ideales en el altar del medro, aguarda, callado, engañándose pero sin engañarnos, al fin de la batalla, para uncirse al carro victorioso del triunfador en la contienda. Y el silencio venal de quien vende su pensar por unas monedas de plata y entra voluntariamente en servidumbre.

Pero sólo los deficientes mentales pueden sentirse extraños a una lucha como la que hoy presencia el mundo entero con angustia. A una lucha de la que va a salir una Europa unida; unida libremente por la libérrima voluntad de los pueblos que la integran en una libre federación de naciones, o una Europa avasallada por un pueblo, que se juzga a sí mismo un pueblo de señores. A una guerra de la que va a surgir un régimen político y social en cuya base esté el respeto a la dignidad de la persona humana y a la libertad de conciencia y de fe, o un régimen parejo de los más sombríos que el hombre ha conocido. A una contienda que va a permitir a América vivir independiente, proa a un mañana de creación y de cambios fecundos, o va a partear una América dominada por la fuerza militar más grande que han conocido los siglos, por una potencia señora de Europa y de África.
Ante este dramático minuto que vivimos —en la Historia unos años equivalen a unos segundos en el correr del día— no podemos permanecer indiferentes. Yo comprendo y respeto todas las posturas, todas las nobles posturas, que dicta el patriotismo de unos; la incoercible inclinación sentimental de otros; el miedo cósmico de muchos a las novedades, previsibles, del mañana; el amor de no pocos a la libre democracia; el deseo de bastantes de que se llegue al caos, con la esperanza, equivocada, de medrar en él o de que en él medre su clase; y el error, cruel error, torpe error, de quienes esperan del hundimiento de un imperio secular la gratuita concesión de una cierta libertad que es preciso saber merecer y conquistar.


No sería yo un hombre liberal y tolerante —me siento orgulloso de serlo y de legar a mis hijos, como la más preciada herencia que podré transmitirles en mi miseria de hoy, esas dos calidades— si no respetase todas las posiciones nobles, inteligentes o erróneas, agudas o torpes, de quienes sin remedio, más que les pese, aunque callen, sin embargo, de sus esfuerzos por disimular su pensamiento, toman partido en la contienda gigantesca que va a cambiar la faz del mundo.


Comprendo y respeto todas las posturas, hasta la del inglés o la del alemán, disidente y hostil, frente a la mayoría de su pueblo, por indomable ímpetu ideológico. ¿ Cómo no he de comprender y de respetar la postura del español emigrado que ha perdido patria, hogar, familia, situación y vive, miserable y humillado, en un rincón del mundo, alentado por un solo sentimiento: la esperanza? ¿Cómo no he de comprender y de respetar la postura del español que desea, con violencia, el triunfo de la libertad y de la democracia? ¿Quién puede asombrarse de su actitud? El adversario más encarnizado, el enemigo más apasionado, en momentos de limpieza de corazón y de triunfo implacable de su conciencia, habrá de justificar y de respetar ese movimiento del ánima de los españoles en destierro.
Pero hay posturas que no comprendo ni respeto y que execro. Y una de ellas es la de los españoles que se atreven a escribir: España no ha querido Gibraltar, no lo quiere, no debe quererlo. Podemos desear los españoles esta o aquella victoria, el triunfo de tal o cual ideología, el afianzamiento de este o del otro sistema político o social.
Pero no puede haber un español, digno de tal nombre, capaz de escribir sin sonrojarse, que Gibraltar no es de España Y si hay alguno que pueda escribirlo sin sonrojo, yo me tomo la libertad de sonrojarme por él, como español, liberal y en destierro.
No; si los Borbones lo perdieron y lo sacrificaron a egoísmos familiares o a torpes ilusiones de posible y fácil reconquista Gibraltar estaba allí junto a España y las posesiones que se pedían en trueque por él se hallaban lejos y una vez ocupadas por Inglaterra no podrían ser nunca tomadas de nuevo, los derechos de España no han caducado jamás. Ha podido el pueblo español, dormido al arrullo de sus campanas en una tarde cualquiera del seiscientos permanecer ciego y sordo a sus destinos, aletargado y somnoliento ante los grandes problemas de su política exterior; pero no por ello ha renunciado jamás a Gibraltar. Han podido pensadores y políticos contemporáneos considerar un sueño la reconquista de Gibraltar, que un gran rey, Carlos III, en un largo, costoso y fracasado asedio intentó recuperar; pero no por ello hemos dejado de soñar con Gibraltar los españoles.


No ha habido un español consciente de los ¡intereses sagrados de la patria que no haya pensado muchas veces en esa puerta de España, Montaña de Táric, por la que entró el Islam en la Península, en el instante más dramático del pretérito español, puesto que todo el pasado y el presente de España ha sido y es fruto de la desviación milenaria de la vieja Iberia de las rutas de los pueblos de Occidente, como resultado de su islamización. No ha habido un español, de mirada alerta al papel de España en el mundo, que no haya clavado sus ojos inquietos en esa llave del Mediterráneo, que a España pertenece, que a ella debe volver y que a ella volverá, y sin cuyo dominio España no será nunca por entero independiente.


Que los ingleses ansíen la perduración de su imperio y que los alemanes quieran el dominio del mundo y mueran a millares por él, enhorabuena. Un español puede desear la victoria de uno de los dos bandos en combate, por esperar de ella el triunfo del mañana que apetece —yo no he hecho misterio de mis inclinaciones y sería imbécil intentar ocultarlas—. Pero, so pena de trocarse en mercenario, un español no puede con su pluma dañar los intereses de su patria. Millones de españoles ansiamos la victoria de la libertad en el planeta. Muchos más, todos, salvo una minoría reducida, quieren para España la paz que le ayude a restañar las heridas de la terrible lucha fratricida —heridas en los cuerpos y en las almas— y que le permita guardar su independencia. Nadie puede renunciar a los derechos de España.


Y ellos pueden cumplirse y se cumplirán en la Europa libre que apetecemos tantos. Sin una Europa libre, Gibraltar no será jamás en realidad de España. En una libre federación de libres Estados europeos la guarda del estrecho de Gibraltar tiene que ser encomendada a España. ¿Sueños de ilusos? Todos los ideales que han triunfado en la Historia no han sido antes sino sueños. Soñemos, alma, soñemos. Soñemos y dispongámonos a combatir por transformar esos sueños en realidad. Y lo serán. No pueden hoy morir millares de seres y destruirse ciudades y naciones para volver al viejo mundo, lleno de crueles injusticias, en que nacimos y vivimos hasta aquí. Será, además, inútil, a la corta o a la larga, que los egoísmos de los vencedores en la lucha lo pretendan. Una de las seculares injusticias que habrán de repararse mañana es la de Gibraltar. ¡Ay de Europa, si se intenta volver, torpemente, al ayer! Que cada uno obre según su conciencia le aconseje o le permita. Nos conocemos todos. El mundo es muy pequeño. Yo, español liberal y en destierro, no mancharé nunca una cuartilla, sino por dos algos, que no son, al cabo, para mi, sino uno: por la libertad y por España.

Albornoz Sánchez C. Ensayos sobre historia de España. Madrid, (1973) edit Siglo XXI DE ESPAÑA EDITORES S.A. págs 170 a 175.