La misericordia cervantina (II)
Juan Manuel de Prada
Nadie podrá dudar que Cervantes gusta de mirar con caridad a quienes han sido despreciados, vapuleados y arrojados a los márgenes; pero esta mirada misericordiosa nunca es delicuescente ni posturera. Lo comprobamos, por ejemplo, con el personaje del morisco Ricote, vecino de Sancho, con el que el escudero se encuentra al abandonar mohíno la ínsula Barataria (capítulo LIV, parte II).Tener el cuajo de dar protagonismo (¡y tomar partido por él!) a un morisco que ha entrado disfrazado de peregrino en España, cuando Felipe III acaba de dictar (en 1609 y 1613) sendos edictos de expulsión contra ellos, demuestra que en efecto Cervantes es un escritor de una humanidad privilegiada, pues sólo los hombres de auténtico temple se inclinan hacia el débil y el perseguido. Ricote, como otros muchos moriscos, ha tenido que salir («con justa razón», precisa, pues considera que mantener a los moriscos era «tener los enemigos dentro de casa») al destierro dejando abandonado cuanto poseía; y, después de entrar en Francia, pasar a Italia y llegar hasta Alemania, ha decidido volver a España, dejando a su familia en Berbería, porque -y la afirmación, puesta en labios de un exiliado, nos emociona- «es dulce el amor de la patria». Pero la misericordia cervantina nada tiene que ver con la filantropía hipocritona de nuestra época, que ama a la Humanidad (y cuelga cartelitos de la fachada de los ayuntamientos, dando la bienvenida a los «refugiados») y desprecia al hombre en particular; y lo comprobamos cuando, después de exponer su tribulación, Ricote especifica que «la Ricota mi hija y Francisca Ricota, mi mujer, son católicas cristianas; y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir». Cervantes, pues, se compadece de Ricote porque ama la patria y se ha convertido a la fe católica. Y el mismo amor que Cervantes muestra a Ricote lo muestra por la mora Zoraida: pero su misericordia no es abstracta, sino que se encarna en las circunstancias concretas de cada hombre; y a Zoraida, como a Ricote, Cervantes los acoge amorosamente porque antes se han convertido. Escamotear este hecho fundamental constituye una mistificación de la peor calaña.
También lo es presentar a Cervantes como un «feminista pionero» que se apiada de Marcela, la bella y esquiva pastora, insensible a toda seducción y causante indirecta de la muerte del joven estudiante Grisóstomo (capítulos XII, XIII y XIV, parte I). Todos recordamos el discurso de Marcela, por ser uno de los pasajes más sublimes y conmovedores de la novela, en el que defiende su derecho a rechazar a sus pretendientes y «poder vivir libre» en la soledad de los campos, sin tener que soportar que la culpen sus pretendientes despechados. Al lector ingenuo (y al malandrín) tales argumentos le parecerán novedosos, pero lo cierto es que Cervantes no hace sino repetir lo que podemos leer en los Diálogos de León Hebreo o en los tratados de Marsilio Ficino. Marcela no es, desde luego, una mujer convencional; pero Cervantes no le dedica una hagiografía, sino que nos muestra a una mujer algo fría que -como ella misma admite- «ni quiero ni aborrezco a nadie», una mujer que, sin llegar a ser malvada, prefiere la soledad a la vida en sociedad (y que, incluso, se delata como una narcisista, pues celebra su belleza sola y gusta de contemplar su reflejo en los arroyos). Tampoco es la «mujer independiente» que algunos pretenden: huérfana desde niña, de su tutela se encarga un tío suyo... ¡sacerdote!, que ha permitido que su sobrina permanezca soltera y en ningún momento la ha obligado a aceptar a tal o cual pretendiente. Y es que el tío sacerdote es hombre que entiende que la libertad exige responsabilidad; y Marcela, al aceptar las dificultades de su vida solitaria y agreste, no hace sino aceptar las consecuencias de la decisión que ha tomado. No pide Marcela que le subvencionen la soltería, ni proclama su derecho a tener hijos sin padre, arrastrándolos a su vida solitaria y agreste, ni pretende gozar de las ventajas de la vida social en su apartamiento, como haría el feminismo de hogaño, sino que apechuga con las consecuencias de su decisión. Cervantes no es un misericordioso a la violeta, tan sólo nos muestra con lucidez que el ejercicio de la libertad es un acto responsable que requiere asumir las consecuencias de una decisión, que en el caso de Marcela incluyen la incomprensión de muchos y una vida áspera que imaginamos llena de zozobras y vicisitudes adversas.
Y aún nos queda referirnos al episodio de los galeotes, tal vez el más espinoso del Quijote, donde la misericordia cervantina parece rebelarse contra la justicia.
La misericordia cervantina (II)
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