«Muchas rosas y una Margarita» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 26/VII/2016.
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Nacida en Bruselas en 1911, Margarita de Pedroso llevaba en sus venas sangre cosmopolita y azulísima: su padre, el diplomático Luis de Pedroso y Madan, conde de San Esteban de Cañongo, era descendiente de irlandeses; su madre, la princesa rumana María Sturdza, formaba parte de una de las estirpes más acendradas de Europa. A finales de la década de los veinte, cuando sus padres se instalen tras un periplo europeo en Madrid, Margarita es una nínfula de largas trenzas rubias que deslumbra a Juan Ramón Jiménez, treinta años mayor que ella. «Era un hombre solitario, idealista y nada gregario –lo evocará Margarita, mucho tiempo después–. Pasábamos muchas tardes hablando largamente. La mayor parte de las veces no estaba Zenobia. Después subíamos a la terraza para ver la puesta de sol. Creo que yo era por entonces bastante ingenua y un tanto asexuada, si cabe explicarlo así. Una amiga mía me decía que Juan Ramón estaba enamorado de mí, pero yo le explicaba que era sólo una buena amistad intelectual».

En 1932, con ayuda de JRJ, Margarita de Pedroso logra publicar en «Revista de Occidente» un ensayo lírico titulado «Hacia Galilea», un texto que transpira una rara simbiosis sensual y mística, con pasajes muy turbadores. El conde de San Esteban del Cañongo debió de detectar algo alambicado en la relación de su hija con el poeta, con el que tuvo un cruce de acusaciones algo agrio; pero JRJ sigue enviando durante un tiempo rosas amarillas a su musa.

Durante la guerra se refugiará en Burgos, donde Ridruejo, a la sazón Director General de Propaganda, la destina al departamento de ediciones, a las órdenes de Laín Entralgo. En Burgos coincidirá también con su siempre amado Luis Escobar, el cineasta Neville, el pintor José Caballero y los poetas Rosales, Vivanco y Leopoldo Panero. En diciembre de 1939, con España todavía humeante de pólvora, Margarita publica su primer y único libro de poemas, «Rosas», una crónica de su idilio fantasmal con Juan Ramón Jiménez: «Yo era la niña seria / que por la ventana / tú veías pasar. / Yo era la niña grave / con trenzas de oro / y ojos claros / que tu mirada seguía / a través del cristal. / Tú eras mi amigo / invisible y sombrío. / Cuando por el balcón / me veías, ya sonreías [...] / Un día me llamaste por mi nombre. / ¿Despertaste el sueño / o borraste la realidad?». No faltan tampoco en el libro los tímidos reproches: «Desnudaste mi niñez / en las auroras de abril [...] / Tú fuiste / el que abriste / mis ojos azules / con estrellas de oro, / bajo la tarde violeta, / al estío del alma. / Ese abrazo inefable / que arrancaste cruel / a la blancura de los nardos / yo no te lo podía dar. / ¿Qué esperabas de mí, Poeta? / No te bastaba / que yo fuera la niña muda / que tú amabas».

A partir de entonces, Margarita permanecerá mucho tiempo en el extranjero, desde donde envía crónicas al ABC. Publica en 1945 un delicioso libro de cuentos de hadas, «Cabeza a Pájaros y la Infanta», que deslumbra a André Gide, quien patrocinará su edición francesa. En 1948 viaja a Buenos Aires y se tropieza en el vestíbulo de su hotel con un Juan Ramón casi anciano, que le entrega una rosa amarilla; pero donde hubo nidos antaño ya no había pájaros hogaño.

Tras una larga estancia en la América hispánica, Margarita publica otro magnífico libro de cuentos, «El volcán y el potro de Coipué» (1951), un gran cántico antifonal hormigueante de folclore y faunas legendarias. En Italia conocerá al hombre de su vida, cuya identidad prefirió siempre mantener secreta. Cuando su amor muera, en 1971, Margarita volverá muy apesadumbrada a Madrid; pero el descubrimiento de Brihuega le devolverá los bríos, y dedicará los últimos años de su vida a rehabilitar el patrimonio de esta localidad alcarreña.

En 1988 le diagnostican un tumor cerebral; a la clínica en la que se consume acudirá cada día, con lealtad indeclinable, Luis Escobar, aquel amor imposible de juventud, para pasearla en silla de ruedas. Al final de aquellos melancólicos paseos, Escobar le habla de los amigos muertos, de los sueños desvanecidos, y a los ojos de ambos acude entonces el tributo furtivo de las lágrimas.

Margarita de Pedroso y Sturdza se apagó el 17 de enero de 1989. Su prima Isabel de Aldasoro me contó que, al expirar, su habitación se llenó con el perfume matinal y póstumo de las rosas.

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