«Formas de malditismo» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 29/X/2015.
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Nos proponen que iniciemos una galería de raros, pero… ¿qué es un raro? El término, a los efectos que aquí interesan, lo acuña Rubén Darío, en una serie de semblanzas para el diario argentino «La Nación» por las que se pasean el desventurado Edgar Allan Poe, «alma potente y extraña encerrada en hermoso vaso», y el conde de Lautréamont, adorador del sapo y glorificador del piojo, pero también su «padre y maestro mágico» Paul Verlaine, a quien Rubén pinta cadavérico, farfullando plegarias para exorcizar al demonio y asediado -«su cuerpo era la lira del pecado»- por los fantasmas de la lujuria.

Aquellos «raros» de Rubén eran, en realidad, su propia versión de un libro anterior de Verlaine, « Les poètes maudits», publicado en 1884, en la que se codifica la figura del maldito «fin de siglo» (mirándose, naturalmente, en el espejo de Baudelaire): el maldito verlainiano era el escritor genial que, sintiéndose rechazado por una sociedad filistea, adoptaba formas de vida e ideales radicalmente antiburgueses que lo convertían en un transgresor (cuando transgredir aún era jugarse el tipo y no hacer de bufón políticamente correcto, como ocurre hoy); y el raro o maldito, ante la marginación de la sociedad burguesa, respondía de forma desdeñosa, furibunda, blasfema o incluso satánica.

Andando el tiempo, por raro o maldito ya no se entendió tan sólo al artista genial y transgresor de las convenciones burguesas, sino en general al bohemio más o menos dandi o pulgoso, más o menos desgarrado o excéntrico, que actúa como fuerza de choque o catapulta «ante las murallas escondidas de la preceptiva»; este concepto más extenso de raro es el que Pere Gimferrer prefiere en su personal recopilación de raros. Nosotros mismos hemos incluido, en algún elenco juvenil de malditos, a las escurrajas de una bohemia degenerada en golfemia que hace del sablazo un género literario y del anarquismo una expresión facunda y alucinada de la sífilis.

Pero, poco a poco, el malditismo fue siendo asimilado por el sistema, al principio imperceptiblemente, después con descaro cínico, pues veía en las heterodoxias y extremosidades del maldito un aspaviento regocijante e inocuo que, además de servirle como entretenimiento, le permitía propugnar modelos vitales y paradigmas culturales que contribuyeran a la cretinización y envilecimiento de las masas. Y así, el maldito ya domesticado fue primero tolerado benévolamente, después admitido púdicamente en sociedad, hasta por fin ser entronizado como icono «pop».

El maldito, de este modo, se convirtió en un artista aceptado por el sistema, aureolado por una mitología autocomplaciente y falsorra de rebeldía, que no sólo no se revolvía contra las convenciones ideológicas y estéticas de su época, sino que en cierto modo las proclamaba y encarnaba orgullosamente, adornadas por supuesto con sus alamares y chorreras de amores que no quieren decir su nombre (que, para entonces, ya son amores que cacarean su nombre, exaltados por el sistema), pulsiones suicidas de pacotilla y paraísos artificiales de garrafón, más alguna tournée internacional a cargo del presupuesto público. Sólo desde esta asimilación puede sostenerse sin rubor que sean malditos autores tan sistémicos como Truman Capote o Roberto Bolaño.

Con razón escribía Chesterton que la ortodoxia es la única forma de heterodoxia que nuestra época no admite. Maldito no es hoy el autor que se complace en invocar a los demonios, sino el que se atreve a rezar a los santos; maldito no es el activista del desenfreno, sino el apóstol de la templanza; maldito no es el rapsoda chillón de la libertad, sino el juglar discreto de la tradición. Maldito, en fin, no es el niño pijo, autodestructivo y nihilista cuyas bufonerías aplaude el sistema, sino el artista que se atreve a llevar la subversión hasta donde el sistema empieza a echar espumarajos, como la niña de «El exorcista»: hasta el escarnio de su religión democrática, hasta la denuncia de sus vacuas naderías y pomposidades, hasta la execración de sus turbias ideologías, hasta el altar donde Dios se hace carne.

Algo de esto intuyó nuestro amado (y llorado) Santiago Castelo, en un soneto titulado «Malditismo» que se incluye en su libro «La sentencia», de inminente publicación: «Somos la mezcla rara que desnorta: / buen vividor, católico… y maldito. / ¡Anatema sin más y al infinito / se lanzan las infamias! No se acorta // la lengua en el ataque clandestino. / Ser la casualidad golfa y besada / y escribir y triunfar y amar el vino // y hasta rezar de forma apasionada, / es nuestro malditismo y nuestro sino… / Por eso nos condenan a la nada».

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