PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA (II)
Iniciábamos este relato sobre don Pedro con una referencia a su oficio de soldado, y parece ser que, sin una cierta documentación, nuestro hombre, quizás con la ambición de abrirse camino en el mundo de la milicia, después de escribir en 1637 El galán fantasma, entró al servicio del almirante de Castilla, don Juan Alonso Enríquez de Cabrera, cuando el sitio de Fuenterrabía en 1638. Según investigaciones entró victorioso en Tarragona, se tuvo que retirar del asedio de Barcelona, retornando a Tarragona en donde sufrió hambre y contempló la muerte de compañeros por el sitio de franceses y catalanes. El 21 de agosto de 1641, rechazados los sitiadores, acudió como mensajero a la Corte para comunicar al conde-duque de Olivares todo lo acontecido en la campaña.
En el intervalo de tan confuso relato, reaparecido de un silencio documental, caída Breda el 5 de junio de 1625, y encontrándose don Pedro en Madrid, recibe el encargo de escribir sobre la celebración de la victoria de Breda. La labor la realizó en pocas semanas, estrenándose en el salón de comedias del Alcázar el 5 de noviembre la obra El sitio de Breda, glorificando no solamente las virtudes de la monarquía, sino también algunos apuntes críticos con la intención de comprender y explicar las razones de los vencidos. No es aventurado repetir la semejanza del cuadro de Velázquez, Las Lanzas, con la última escena de la obra de Calderón, quién, al día siguiente, quizás, contempló la obra de Lope de Vega, sobre idéntica temática y más convencional, El Brasil restituido.
En los catorce años que transcurren hasta 1640, don Pedro compone alrededor de sesenta comedias, dramas, tragedias y piezas mitológicas y de espectáculo, a razón de una cada trimestre, y unos veinte autos sacramentales, es decir, sin tratar del teatro breve, más de cinco títulos anuales, casi todos con una sólida arquitectura y notables logros líricos, dentro éstos del marco y propósito teatral. El ascenso de jóvenes escritores, con don Pedro a la cabeza, con el público absolutamente entregado, Lope de Vega lo sufre con melancolía, intentando no verse desmerecido en su trabajo y esmerándose en la calidad de sus piezas, como por ejemplo, con El castigo sin venganza.
Mientras va surgiendo su prolija y exitosa producción, parece que don Pedro sosiega su vida, o, mejor dicho, en su mala vida, que desde joven venía adornada de altercados, amoríos discontinuos, manifestaciones de inconformismo y rebeldía crítica frente a las normas sociales. Los ataques a los excesos del poder tampoco le fueron ajenos. Incluso el mismo Calderón hizo alusión, o mejor confesión, aludiendo a «cierta descalabradura al encaje de unos celos». Sin dejar de lado un grave incidente, con participación de Calderón, consistente en el asalto al convento de las Trinitarias, donde profesaba sor Marcela de San Félix, hija de Lope de Vega. Allá se levantaron velos monjiles y otros excesos, enfrentándose Calderón al párroco predicador real, Fray Hortensio Félix de Paravicino, objeto en su día de retrato por parte de El Greco. El escándalo fue impresionante, con denuncia, por parte del fraile Paravicino, de la conducta impropia de don Pedro, desde el mismo púlpito, aunque los grandes aficionados al teatro, el rey Felipe y su esposa Isabel, seguramente influyeron en la carencia de más consecuencias que tal verbal queja, que tuvo, naturalmente, poética respuesta por parte del denunciado.
Estamos alcanzando un período trascendental en la obra y vida de Calderón. Su creación entra de lleno en el campo del conflicto entre el escritor y la sociedad, con el poder injusto añadido. Son preguntas las que se formula el autor, amagadas entre frases, personajes y símbolos. La vida es sueño, una de sus magnas obras, escrita años antes de 1635, según opiniones fundadas, es considerada como un drama pedagógico, crítica de valores superados, amarga representación existencialista, resignación para con un orden injusto. Calderón va a la búsqueda de respuestas y soluciones a la hipocresía del poder.
El abril de 1637 significó el ascenso social y cortesano de Calderón al serle concedido el hábito de caballero de Santiago, habiendo entrado, además, como caballerizo en la casa del condestable de Castilla y duque de Frías, poseedor de la mejor biblioteca del reino, iniciada por el conde de Haro dos siglos atrás.
Fueron tres lustros que Calderón lleno de deliciosas comedias costumbristas, con una composición perfecta y un enredo vivo. Ahí están, No hay burlas con el amor; El galán fantasma; Antes que todo es mi dama; Mañanas de abril y mayo o Casa con dos puertas mala es de guardar. Como también la satírica, La dama duende o la burlona El astrólogo fingido, o las dramáticas como El príncipe constante, El Tuzaní de la Alpujarra, El mayor monstruo del mundo, Médico de su honra, A secreto agravio, secreta venganza, La hija del Aire, La vida es sueño y su “fausto”, El mágico prodigioso. Imposible no hacer referencia a El alcalde de Zalamea, aunque no es seguro que se escribiese dentro de los mencionados lustros, la energía con que trata las ocupaciones militares del mundo rural, con su respuesta ante el abuso y las vejaciones, mereció desde su puesta en escena el aplauso de un pueblo que lo soportaba en sus propias carnes. Por algún estante llevan desaparecidos su don Quijotey su Celestina, pero no sus primeros autos sacramentales, de teología elevada para la mayoría del público, pero con unas impresionantes cimas de grandiosidad lírica, emoción y belleza que podemos contemplar en La cena del rey Baltasar, el Gran Mercado del Mundo o el Gran Teatro del Mundo.
Muy importante fue el estreno, en la noche de San Juan del 1635 y en el escenario del estanque del Retiro, de una comedia mitológica de gran aparato escenográfico, El mayor encanto amor, en el curso de cuyo montaje chocaron las concepciones del ingeniero italiano Cosme Lotti y de don Pedro, quien acabó imponiendo su criterio de admitir toda la magia y recursos espectaculares ofrecidos por el técnico, pero con subordinación al mensaje intelectual de la palabra.
Se ponía así los cimientos de la luego frustrada ópera española, en la que, a diferencia de la italiana o alemana, la música y el canto no hubieran sido hegemónicos.
En la misma festividad del año siguiente, un Calderón siempre amigo de novedades, estrenaba en el patio del Real Palacio del Buen Retiro, sobre tres escenarios y con tres compañías de cómicos, las de Tomás Fernández, Prado de la Rosa y Sebastián de Prado, Los tres mayores prodigios.
Francisco Gilet
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