PIEDRAS Y PAISAJES DE SALAMANCA
Los que estudian las piedras en los libros, y no las piedras en las piedras, las de oro, de Salamanca, encendidas y rojas, como el sol de las llanuras, les desalientan y aturden.
Conocen el Romancero y Zamora les da la sensación cabal. Saben de memoria el libro de Cervantes y no conciben los sueños de Don Quijote más que en las llanuras de la Mancha. Para desenterrar la vida de Isabel visitan Talavera y Medina del Campo. Estudian el alma plácida del encendido Juan de la Cruz en Fontiveros, los paisajes teresianos en Avila y en Alba de Tormes, dan con las entrañas castellanas en Burgos. Como Castilla es tierra de hombres, quiero decir, de personalidades recias y fuertes, cada pueblo tiene su héroe—guerrero ó místico—que imprimió á su pueblo el marchamo de la personalidad.
Salamanca no es pueblo de un hombre, sino de muchos hombres; no de una generación, sino de muchas. Y Salamanca despista. Las impresiones de los ojos, cargadas de lecturas y de cronicones, no saben encararse con las piedras; la sensación que les da Salamanca no es la sensación libresca; como el sol ciega y las piedras se encienden en festival de luz, niegan su valor á Salamanca que no es pueblo austero. Echó raíces en su ambiente la sencillez bizantina, la transición de lo románico á lo gótico, pero solamente florecieron con pujanza de vida, con entusiasta brío juvenil, las góticas magnificencias.
La vida, el arte del Renacimiento, los primores platerescos de Salamanca comienzan para el espíritu español con la fundación de su Escuela; expansión de ella es toda la ciudad, que está saturada de su ambiente. Los muros de las calles llenos están de leyendas rojas, de vítores y novatadas universitarias; los conventos, henchidos de la vieja sombra de Deza, el amigo de Colón, de Fray Luis el cantor de la Flecha asentada en las plácidas llanuras del Tormes; el espíritu ciudadano, de los rencores de los bandos que apaciguara San Juan de Sahagún, y de aquellos otros rencores mozos de las naciones estudiantiles que en la Escuela comienzan y en la Escuela se apagan.
Distintos elementos forman la vida de la ciudad e integran su encanto. Mil literaturas tienen en la ciudad leonesa su escenario favorito. A la entrada de Salamanca, junto al puente romano, flotando en el ambiente plácido de las tenerías, de las herrerías, de las posadas, surge la sombra del mancebo Calixto, de la dulce Melibea y da la cotorrona Celestina. Y allí mismo, bajo la peña famosa que bautizara la grey estudiantil con el nombre vulgar de la tragicomedia del bachiller Rojas y Montalbán, brota graciosa la tradición. (...)
Y muy cerca del Puente Romano y de la Peña Celestina —destruyóse el torreón glorioso—Tejares, el pueblucho vecino, arrabal de la ciudad, que también se contempla al espejo del claro río, henchido de quietud. Y el puebluco, sin embargo, es asiento de pícaros. Solamente en estas planicies abiertas al sol, abrazándose con la inmensidad del cielo, solamente en estos parajes donde no pasa nada y todas las cosas dejan su huella de eternidad, la mente es fecunda en sutilezas, escamoteos, aventuras y picardías. En el Tormes, por azares especiosos da la fantasía, nació el Lazarillo «por la cual causa tomó el sobrenombre»; pero en Tejares vieron la luz sus padres, Tomás González, ladrón corriente y moliente, y su madre Antonia Pérez, que lo pare acaso de retorno de alguna pillería por aceñas y mesones. Y Tejares es el principio del mundo para el pícaro inteligente y ducho en malas artes; Tejares es patria de hampones y de nómadas, de gente inquieta y trashumante. Del otro lado del puente se piensa y se rima, se ama y se parte á puñaladas el corazón de los bravos; del otro lado del puente, en Salamanca, los escolares de sopa boba, que comen las sobras á las puertas de los conventos entre regaños de un lego malhumorado; los segundones de casa solariega que entretienen su hambre sutilizando, retorciendo silogismos, pariendo dilemas, cantando y poniendo en limpio las liciones de los maestros, pararán en Lázaros. En Tejares, quieto y manso lugarejo, el hijo de Tomás González y de Antonia Pérez, sin filosofar, azotado por la quietud y por la fantasía, pone desde luego en práctica lo que después justificarán, entre rosarios de argucias, los letrados pobretes.
Y junto á Tejares, lugar de la picardía, el Zurguén. Acaso pensando en sus huertos escribió la donosa condesa, de Pardo-Bazán que «Castilla, especialmente Salamanca, son la Arcadia española.» Al Zurguén van los poetas que cantan el amanecer pereciendo en el lecho hasta mediodía; los Arcades hueros que huelen, no á romero, tomillo ó cantueso, sino á estufa y á cristales, á flores de trapo, y á rosas deshojadas y mustias, de trapo también. Cantan el Zurguén los poetas artificiosos y vanos del siglo XVIII; don Juan Meléndez Valdés, admirable en sus informes forenses, que fabrica, en los ratos de ocio, pastorcillos de cartón, en una calle donde suenan constantemente los martillos de los herreros, donde los artífices bordan y labran láminas de plata, donde reinan el barullo, la canción anónima, el prosaísmo y la ciudad; Iglesias de la Casa, preocupado en salir del callejón de sus achaques, luchando á puñadas con la vida ingrata, con un temperamento pobre que no puede soportar el frescor del alba ni el recencio de la noche; Jovino, amanerado y trivial en temas campestres; Francisco Sánchez Barbero, hombre de recio temple, de gran valer de humanidades, ingenuo y descuidado versificador que cree gustar del campo porque le gusta á Horacio...
El que sabe gozar la quietud del paisaje, el que se llena de su acústica armonía, mientras desconcierta á sus colegas á fuerza de paradojas, arbitrariedades y extraños embolismos es el muy humano, inquieto y zumbón doctor don Diego de Torres Villarroel. Las gentes le creen un mago y un brujo y él se ríe de las gentes. La plebe crédula y boba, el pueblo que oye de boca de los escolares toda suerte de fantasías y de hipérboles, rodea á don Diego de una aureola de misterio, mientras don Diego, amigo de desconcertar, de quemar troncos verdes de molleras vacías, á fuerza de calor y de vida, pasea todas las tardes por las afueras de la ciudad dorada, antes de saborear el grato soconusco. Y no pierde nunca la mocedad de su brío ni el ímpetu de la energía contenida. Aumenta su vitalidad con los años «que le iban dando fuerza, robustez, gusto y atrevimiento para desear todo linaje de enredos, discusiones y disparates.»
Y del otro lado de Salamanca, en la ribera derecha del Tormes, la Flecha. El paisaje es aquel donde dialogaban, en preñadísimos diálogos sobre los nombres de Cristo, Sabino, Marcelo y Juliano, en la quinta agustina. A lo lejos, se esfuman las torres de la ciudad, Ias catedrales con su bosque de agujas, el cimborio macizo de las Agustinas, la flecha pretenciosa de San Juan de Sahagún, los dos centinelas de la Clerecía. Corta la monotonía del llano, con sus tierras pardas, con sus surcos derechos que parecen curvos, la línea azul de la Sierra de Béjar. El rio defiende su curso en semicírculo. El campanario de Aldearrubia, con sus casucas de adobes apretujadas; las motas blancas de las casas de los camineros; la silueta de algún gañan que canta una tonada larga á pulmón abierto para que impregne el aire y se la lleve á prisa, no son para distraer el espíritu de su unción religiosa. Solamente en aquel paraje, en tarde calurosa de junio, en mañana fresca de abril, oyendo el cantar de las aves no aprendido, oyendo las endechas aldeanas, bañándose en el río á la caída de la tarde, en que todos los ruidos de la ciudad se estrellan y agonizan, menos el tañido de alguna campanada grave que estremece la tierra, solamente allí puede olvidar el espíritu agitado las preocupaciones ciudadanas, el mundanal ruido y el fragor de los imperios que se hundieron; solamente en la Flecha, mientras el aire orea el huerto y menea los árboles con un manso ruido imperceptible para el profano, se olvida el aguijón del oro, el peso del cetro imperial y se desea un plato de tosca loza de Alba en rural mesa de pino; solamente en la Flecha puede Fray Luis calmar las violencias de su espíritu, hecho á las peleas del claustro murmurador y cominero, que no le perdona su intuición artística, su elegancia horaciana y su amistad con Martínez de Cantalapiedra.
Sigue la huerta bien poblada de árboles, puestos sin orden ni concierto. Sigue la pequeña fuente, con su hilillo de agua fresca y cristalina. Sigue torciendo su curso el Tormes por aquella vega. Siguen los mozos sentados en la encina caída, cabe las aguas, gozando de la paz del campo y de la fresca sombra de los chopos amigos. Tornó á cantar aquella paz y aquel sosiego Gabriel y Galán. Sonó, serena y breve, la voz que pedía sementeras á los campos yermos y á los espíritus estériles.
La musa del fraile agustino resucita inconsciente, en el poeta labrador de las pardas onduladas cuestas, de los mares de encerradas mieses y de las castas soledades hondas. Roba el poeta el secreto al llano á fuerza de arañar sus terrones, de removerlos y de solearlos. El campo que es religioso, la llanura que es templo para Gabriel y Galán, habla de eternidad y de vida.
Pasan las ciudades, pasan los hombres, y queda la llanura fecunda, retoñando cada año, y devolviendo con prodigalidad la simiente con que el hombre la nutre. Aquella ansia de perpetuación, de retorno, de paternidad copiosa y patriarcal, ¿no se la insinuó á Galán el campo que le hizo poeta? Galán, que en viendo verde, como los pájaros y como su maestro, tiene que cantar, renueva el gesto clásico en estos tiempos de olvido y de farándula:
La vida era solemne,
puro y sereno el pensamiento era,
sosegado el sentir como las brisas,
raudo y fuerte el amor, mansas las penas,
austeros los placeres,
raigadas las creencias,
sabroso el pan, reparador el sueño,
fácil el bien y para la conciencia.
Y el Tormes, que nos recuerda sucesivamente el desenfado del bachiller, las andanzas de Lázaro, la bobería y artificio de los árcades, la espontaneidad campesina de Gabriel y Galán, evoca, tierras abajo, los amores del cortesano Garcilaso, la frescura de Juan de la Encina y el empaque de Calderón de la Barca junto al castillo de los Duques de Alba. Allí también, á la sombra del homenaje del mismo castillo, flota el espíritu libre y simpático de Santa Teresa, la monja andariega y donairosa.
Mirad si habla al espíritu el «sacro río» que añora Garcilaso, en sus églogas elegantes y armoniosas, compuestas para ser recitadas al oído de una dama gentil.
JOSÉ SANCHEZ ROJAS (1912)
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