Tres siglos de la muerte de Quevedo (1945)
Hoy se cumplen tres siglos de la muerte del príncipe de los polígrafos españoles, don Francisco de Quevedo y Villegas, caballero del hábito de Santiago y señor de la Torre de Juan Abad, señorío enclavado en los campos de Montiel y distante 200 kilómetros de Madrid, 16 de Villanueva de los Infantes, donde falleció el insigne escritor, y 77 de Ciudad Real. Era un español de la mejor cepa, y desde muy niño pasmaba su saber, pues cuando faltábanle dos meses largos para cumplir quince años graduóse en la Universidad complutense de bachiller en Teología. En el mismo histórico centro de enseñanza aprendió latín y griego, y era tal su talento, que el propio padre Mariana le encomendaba y pedía auxilio para revisar y corregir los textos hebraicos.
Su ingenio alcanzó esplendores tan rutilantes que la envidia rodeóle de continuo, causándole grandes disgustos y tremendas penalidades que no sólo torturaron terriblemente su existencia, sino que determinaron su extinción. Su resignación cristiana hízole llevar con paciencia todas las injusticias de que fue víctima; y aunque su modestia corría parejas con sus talentos excepcionales, apreció bien pronto era la envidia la causa principal de los desafueros de todo orden que con él se cometían. Dióse, pues, a estudiar esa enfermiza pasión, llegando a definir así los hombres atacados de ella: «En su mayoría, además de flacos de espíritu sonlo de cuerpo, pues la envidia muerde, pero no come.»
Su figura literaria es tan gigantesca, que a los 300 años de su muerte síguese investigando sobre su vida y su portentosa obra, sin haberse aun dado fondo a tan noble tarea. De los estudios hechos hasta ahora son los más interesantes los siguientes: «Essai sur le vie et les oeuvres de Francisco de Quevedo», por Ernest Merimée (París, 1886) y «Obras de don Francisco de Quevedo y Villegas», colección completa corregida, ordenada e ilustrada por don Aureliano Fernández Guerra y Orbe (Biblioteca de Autores Españoles. M. Rivadeneyra. Madrid, 1859). Pero el señor Fernández Guerra cuando llevaba publicados dos tomos, disgustóse con el editor don Manuel Rivadeneyra, y cortóse la obra quedevesca sin que viesen la luz entonces, ni las obras en verso, que son muchísimas, ni todo el epistolario. (*)
Después de Cervantes, su contemporáneo, es Quevedo el autor cuyas obras se han editado más veces, y en Barcelona, se hizo en 1613 una impresión de las «Jácaras del Escarramán», y en 1702 publicáronse sus «Obras completas», en cinco tomos. Modernamente ha habido infinidad de ediciones más, de todo o parte de lo que trazara la pluma del insigne caballero santiaguista. Y no es extraño, pues todos los escritores que competían con Quevedo le admiraban y elogiaban, incluso el mismo Lope de Vega quien, en carta dirigida al licenciado Diego de Colmenares, dícele entre otras cosas: «... es don Francisco de Quevedo un ingenio verdaderamente insigne, y tan adornado de letras griegas y latinas, sagradas y humanas, que para alabarle más, quisiera conocerle menos».
El vulgo túvole, y aun gentes que presumen de letradas tiénenlo aún, por un satírico, cuando en realidad su ingente obra es la de un polígrafo completo. Cierto que manejó la sátira con singular desenfado; mas un escritor que cultivó al par de lo festivo y satírico, lo político, lo filosófico, lo ascético, la crítica literaria, sentencias, epitafios, anotaciones a noventa cartas de Séneca, etc., no puede ni debe ser catalogado más que como lo que realmente fue: un polígrafo que aun no ha concluido de estudiarse por completo, y mucha de cuya producción fue bárbaramente destruida en los varios registros que sus papeles sufrieron. ¡Que a tanto llegaron los envidiosos de su ingenio sin par!
Las desdichas mayores de Quevedo viniéronle por parte del valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares, cuyo estudio ha trazado tan maravillosamente Marañón, con el subtítulo «La pasión de mandar». Convencido el de Olivares de que toda su poder no era suficiente para atraerle uncido a su bando, descargó sobre el ilustre escritor su saña más odiosa, y así, encarcelóle primero en Uclés, y desterróle después en la Torre de Juan Abad, en la que permaneció tres años. Declarado, al fin, inocente de lo que se le imputaba —defensa calurosa del duque de Osuna— volvió a la Corte; pero al atribuir a su pluma unos libelos que por ella circulaban la noche del 7 de diciembre de 1639, fue preso en casa del duque de Medlnaceli por los alcaldes de Corte, don Francisco de Robles y don Enrique de Salinas. Era por la noche, y Quevedo, que ya reposaba en el lecho, fue desposeído de todos sus papeles y cuanto sobre sí tenía, y llevado en un coche, rodeado de alguaciles y corchetes hasta el Real Convento de San Marcos, en las afueras de León, donde quedó encerrado. Súpose seguidamente la escandalosa nueva en Madrid, y el atropello hubo de ser censurado por todas las personas inteligentes y literatos de pro; a los pocos días, corrían por la corte unos versos, de anónimo poeta, que decían así:
«En San Marcos, de León,
está el insigne Quevedo,
del Conde con mucho miedo
y corta satisfacción.
La causa de su prisión
dicen se pierde de vista,
pero un colegial artista,
destos que en comer son parcos,
dijo: ¡Quevedo en San Marcos!
Está por evangelista.»
El insigne polígrafo fue encerrado en una celda subterránea, húmeda y fría en todo tiempo; cargósele con dos pares de grillos, mas al poco tiempo un religioso del convento, gran admirador de Quevedo logró que se le dejase un solo par que según el propio preso, pesaban “nueve libras o algo más”. Todo lo sufría el polígrafo con admirable paciencia, llegando a escribir a un amigo que estaba “muy agradecido al Conde Duque, ya que los grillos que él había mandado echar, habíasele quitado la cojera”. Y después de detallar todas sus penalidades, añadía: “Esta es la vida a que reducido me tiene el que, por no haber querido yo ser su privado, es hoy mi enemigo”.
Caído, al fin, de su privanza el de Olivares, las amigos de Quevedo instaron vehementemente del presidente de las Cortes de Castilla, don Juan Chumacero y Sotomayor, que se libertase al polígrafo o se le condenase si era reo, pero que en modo alguno tuviésele en el calabozo de la prisión, muriendo en vida. Hízose, al fin, eI estudio del proceso con sentencia absolutoria.
A primeros de julio fueron puestos en libertad don Francisco de Quevedo y, su íntimo amigo Adán de la Parra, llevado también a la prisión de San Marcos de León, por haberse atrevido a recriminar en su propia cara al Conde Duque, la conducta que seguía con aquel eminente escritor. Permaneció Quevedo en Madrid cerca de año y medio, pero no curaban sus achaques las riberas del Manzanares madrileño, en cuya villa había nacido, y en noviembre de 1644 trasladóse a su señorío de la Torre de Juan Abad. Más ya no era un hombre, era un cadáver ya que como escribiera él mismo: «Me duele la habla y me pesa la sombra».
Trasladóse al poco tiempo a Villanueva de los Infantes, donde a 26 de abril de 1645 ordenó su testamento, precioso documento en el que esté reflejada, con toda luminosidad, una vida tan gloriosa como atormentada. Firmó su última voluntad con tembloroso pulso y, convencido de la gravedad de sus dolencias, siguió trabajando en «La vida de Marco Bruto» hasta tres días antes de su muerte, ocurrida en Villanueva de los Infantes a 8 de septiembre de 1645, siendo enterrado su cuerpo en la iglesia parroquial, capilla de los Bustos. En sus últimos momentos le asistió el padre jesuita Diego Jacinto de Tobar, doctísimo varón.
Sábese de Quevedo que fue bautizado en la madrileña parroquia de San Ginés, el 26 de septiembre de 1580, pero en ninguna enciclopedia ni biografía del polígrafo consta la fecha de su nacimiento. Descubrió este dato al topar con un códice de Barnuevo con cuarenta y tres cartas autógrafas e inéditas de Quevedo dirigidas a don Sancho de Sandoval, caballero de Calatrava, el muy ilustre escritor contemporáneo Luis Astrana Marín quien, sin ser, ni mucho menos, un «telarañisfa», pasa su vida consultando archivos y estudiando clásicos, lo que, unido a su gran talento y brillante pluma, hanle proporcionado grandes éxitos y una máxima y merecida reputación literaria. Sábese pues, sin género de duda, que nació el 17 de septiembre de 1580; así es, que hoy puede afirmarse que don Francisco de Quevedo y Villegas, caballero de Santiago, señor de la Torre de Juan Abad y victima del conde duque de Olivares, vivió exactamente sesenta y cinco años menos nueve días. Habitó don Francisco en la casa, número 7 de la calle que lleva hoy su nombre, en las inmediaciones del Palace Hotel madrileño, rúa que tenía entonces el nombre de calle del Niño. (...)
Eduardo Palacio Valdés
(*) Posteriormente aparecieron las Obras Completas de Quevedo, en dos tomos, prosa y verso, por la Editorial Aguilar
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