LA MIRADA DEL TUERTO
JUAN MANUEL DE PRADA
Todos los tuertos con parche que se me vienen a la cabeza eran unos tíos de virilidad probada, salvo el feble de James Joyce
EL alcalde de Barcelona no quiere que una fotografía del torero Padilla se exhiba en las calles, porque «no se adecua a los valores» que la ciudad inspira. El veto o censura se ha interpretado como una ofensa a la tauromaquia, pero yo creo que el alcalde de Barcelona ha impedido que la foto se exhiba, simple y llanamente, porque le asusta. Porque en ese gesto un poco revirado de Padilla, en esa mirada que ha visto de frente y sin parpadear la muerte, en esas manos heridas y sanadoras, como de Cristo de Berruguete, que se calan la montera como se palparían un chichón, hay una gravedad honda de españolazo viejo que mete miedo. En la mirada de ese tuerto hay algo místico y terrible, funeral y vitalista, que es la supervivencia de una España que todavía se resiste a morir, después de corneada. Y eso acojona a quienes ya la daban por muerta.
A Padilla, como al endemoniado Pacheco del que nos habla Jan Potocki en su Manuscrito hallado en Zaragoza, la muerte le ha metido la lengua en el hueco del ojo y le ha lamido el cerebro. Sólo que donde el endemoniado Pacheco aullaba de dolor, el bendito Padilla hace una mueca desdeñosa, porque el beso de la muerte allá en los adentros de su cuenca, sabiendo que Dios lo protege, se le antoja lametón de vaca pastueña. Padilla, como el marqués de Bradomín, es feo, católico y sentimental; y viaja siempre con su capilla portátil, ante la que reza antes de salir a la plaza, pidiendo que la tarde sea propicia, para él y para sus compañeros. En una entrevista que le hicieron después de quedarse tuerto, le preguntaban tal vez con pretendido humor negro si alguna vez se había sentido desamparado por Dios; y Padilla, con esa tranquilidad del hombre acostumbrado a pasearse entre el más acá y el más allá, respondía:
Nunca. El sufrimiento es parte de la gloria y jamás podría pensar que el Altísimo me abandona.
Así, con un par, llamando Altísimo a Dios, que es una cosa que ya muchos curas no se atreven a decir (como tampoco que el sufrimiento es parte de la gloria). Esta gallardía de saberse el catecismo, cuando hasta los curas lo han olvidado, es también muy españolaza; pero no del españolismo cañí y pinturero que provoca risa y escarnio, sino del españolismo arriscado y viril, numantino y corajudo que metía miedo a aquellos gabachos que pretendían cambiarnos el catecismo por un folleto de Rousseau, mucho más aburrido. Y esta gallardía del españolazo Padilla se hace todavía más intimidante y sobrecogedora ante su mutilación, ante su mirada de hombre que lleva el luto en el rostro, como un guiño perpetuo a la muerte. Todos los tuertos con parche que se me vienen a la cabeza eran unos tíos de virilidad probada, salvo el feble y pelmazo de James Joyce, con su sexualidad fecal y alfeñique (aunque, para compensar, tenemos a doña Ana de Mendoza, princesa de Éboli, una tía macho como la copa de un pino): así, a bote pronto, en el arte se me ocurren John Ford, Nicholas Ray, Fritz Lang y Raoul Walsh, un cuarteto que deja a los expendables de Stallone convertidos en mariquitas de pitiminí; y en la guerra se me ocurren Aníbal, Blas de Lezo, Moshé Dayán y Millán-Astray, que habrían podido barrer de un soplo a los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Padilla, que lleva matados a estoque muchos miuras y vitorinos mientras se encomienda a Dios, es la supervivencia de una España con olor a pólvora y abrótano macho que intimida en la era de la sociedad líquida y la política del pichaflojismo, con la que los nacionalistas se han crecido; por eso su mirada acojona al alcalde de Barcelona. Y además, para más inri, Padilla es de Jerez, como el toro de Osborne.
Histrico Opinin - ABC.es - sbado 19 de octubre de 2013
Ole , Ole y Ole los cojones de Padilla y el gran artículo de De Prada.
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