LOS terapeutas del orden público blanden estadísticas para demostrarnos que vivimos con más seguridad que antes. Sus inventarios son inapelables: los robos con violencia dentro de viviendas han descendido más de un 10% este año, y tenemos el dudoso honor de ser el país de la Unión Europea con mayor tasa de granujas encarcelados: 140 presos por cada cien mil habitantes. Sólo hace falta que alguien diga que nuestros temores cotidianos a ser víctimas de un malhechor silencioso o ruidoso son tan infundados como los de un grupo de adolescentes histéricos que temen compartir pesadilla con Freddy Krueger. Las estadísticas toman la temperatura real de una situación, en ocasiones por vía rectal, pero no necesariamente la sensación térmica. Sucede como con el tiempo: el termómetro marca lo que quiere, pero nuestra piel tiene la desagradable impresión de que estamos diez grados por encima o por debajo de lo que señala el mercurio, bien sea por el viento, por la humedad o por la combinación de ambos. La sensación de inseguridad no es ningún movimiento esotérico azuzado por los medios de comunicación. Las impresiones pueden ser subjetivas, pero obedecen a realidades inapelables como las padecidas ayer en Catalunya. Nadie quiere regocijarse con la cultura del miedo y mucho menos convertirse en una potencial y desamparada víctima. Asistimos a uno de los problemas complejos que más se agudizarán y ante el que los estados continúan sin encontrar respuestas.



ALFREDO ABIÁN - Director adjunto de la Vanguatrdia
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