Inactuales cogitaciones sobre el matrimonio

Segundo punto. La preparación al matrimonio, como para una institución que no se adapta a mí, sino a la que me debo adaptar, requiere el conocimiento suficiente de la doctrina cristiana: de los aspectos sacramentales del matrimonio, pero también de los que pertenecen a la institución natural del matrimonio, el significado de la jerarquía natural dentro del matrimonio, entre el marido y la esposa, entre los padres y los hijos, los derechos y deberes específicos de la vida conyugal, nociones elementales de criterios educativos para los hijos, el desarrollo de las virtudes cristianas, en especial la prudencia y la fortaleza, pero sin olvidar la paciencia, la magnanimidad, la justicia o la eutrapelia. Otros aspectos inherentes a la educación para la vida conyugal no son específicamente matrimoniales, pero le son insustituibles: la conciencia de que el cristiano está en guerra con el mundo y por lo tanto, el matrimonio debe ser un matrimonio combativo contra el mundo y educador de mentalidades mílites. También, la necesidad de una auténtica vida de oración, y por lo mismo que los esposos se auxilien en la oración mutua y en común, implorando los dones del Espíritu Santo que perfeccionen sus hábitos.
Olvidados de que el matrimonio tiene un aspecto público, constitutivo, que es esencial para el bien común, se tiende a reducirlo al aspecto privado y afectivo. Al igual que la honra al padre es una virtud política, la fidelidad de los esposos entre sí y sobre todo al mismo matrimonio es una virtud que edifica la vida política. Sin matrimonio no hay familia y sin familias no hay patria.
Si olvidamos la dimensión pública del matrimonio, los cristianos muchas veces vivimos un matrimonio privado y mundano.¿Cuántos se conducen como quien tiene entre manos una misión exacta que cumplir y no como quien tiene meramente el encargo de no pecar y en todo lo demás puede hacer como le plazca? La presencia de los aparatos de televisión en los hogares cristianos atestigua esta privatización de la vida familiar, el olvido de la alta misión pública que Dios ha encargado a los esposos: la de ser generadores de orden en la sociedad, de bien común. Nadie piense que un hogar con televisión es más risueño o más feliz que uno sin ella. Todo lo contrario. Pero aquí no se trata de eso, se trata de que un hogar con televisión es un hogar privado, infiel a una exigencia urgente y constitutiva del contrato matrimonial: cooperar con Dios en la edificación de la ciudad cristiana.
Otro síntoma del olvido del carácter público de la institución matrimonial se manifiesta en la pérdida de la autoridad paterna en la educación de los hijos. Los padres deben educarse para tener presente que la firmeza, junto con la prudencia, en la educación tiene como objeto la maduración de la personalidad cristiana y civil de los hijos, no la satisfacción de los padres ni la evitación de problemas con la prole. El fin primario del matrimonio es el de la procreación y educación de los hijos hasta la plenitud intelectual, moral y cívica. Es decir, que el fin primario no se cumple con la mera procreación, aunque sea de abundante prole, si se deserta en la guía de esas almas que Dios ha confiado al matrimonio.
Las almas de los hijos deben llegar a adquirir su madurez como hijos de la Iglesia y como miembros de la comunidad política. Es decir, Dios confía una misión doblemente pública a los padres en lo tocante a la educación de los hijos: la delegación de la Iglesia y la delegación de la patria. El santo temor de Dios, temor servil primero y temor de hijos después, es la virtud principal que deben los padres inculcar en sus hijos a través de la transmisión del respeto filial, expresión del cuarto mandamiento. La abdicación de este deber, por presión ambiental, por espíritu gregario y mundano, por comodidad, por sentimentalismo, demuestra que muchos padres cristianos obran como dueños de su matrimonio y no como comisionados de Dios.
Para concluir con este punto señalaré dos aspectos cruciales: la penetración de la llamada ideología de género en las relaciones entre los esposos y en la educación de la prole y la inversión de los fines naturales del matrimonio.
La pretensión de disolver las diferencias de identidad entre hombre y mujer, de jerarquía, orden y misión dentro del matrimonio entre marido y mujer, señala la débil percepción que tienen los cristianos tanto de la ley natural en general como aplicada al matrimonio. La herramienta principal de esta distorsión ha sido la difusión de la creencia de que la mujer está reprimida dentro del matrimonio tradicional que, no lo olvidemos, es el matrimonio tal como lo quiso Dios. Es decir, la mujer e indirectamente el hombre al interiorizar el mismo discurso mundano, buscan su plenitud al margen de las pautas naturales y en concreto vaciando de contenido natural y limitativo al matrimonio. Señalo brevemente, un punto especialmente sensible hoy, que demuestra hasta qué punto es apremiante una vuelta a la educación no sólo para el matrimonio sino para toda la ley natural. En en el mundo occidental u occidentalizado, las mujeres han dejado de vestir como mujeres y en muchos casos visten de un modo gravemente inmodesto. Está claro que sus maridos o padres o no pueden, no quieren o no sienten ya la necesidad de intervenir en estos asuntos, tal es el derrotismo masculino actual. Digo que las mujeres no visten en general como mujeres, incluso cuando ocasionalmente, por ejemplo en algunas circunstancias sociales aún se siga observando de vez en cuando el uso de la falda. Reducir la falda a una posibilidad más entre otras significa privarle de su condición de hábito propio de la mujer. Sé que estoy tocando un tema sumamente sensible, pero no lo hago desde la perspectiva del moralista, sino desde la perspectiva del padre de familia que defiende el orden público cristiano. La ideología de género ha minado las convicciones de los hombres y de las mujeres católicos, que deberían conocer bien el mandato bíblico de evitar la abominación de la confusión de vestimenta entre el hombre y la mujer. Es ya un lugar común el sugerir la brillante idea de que el vestido es meramente una “realidad cultural” y que en un modo u otro de vestir no hay nada de específicamente femenino, tal como parecería concluirse del conocimiento de las diferentes culturas. Este paralogismo derribó las resistencias de los hombres y sobre todo de las mujeres católicas, que en el arco de cuarenta años han abandonado masivamente su identificación con la falda (lo que muestra que la carencia de fundamento de la educación católica venía de más atrás). Baste decir aquí que, por supuesto, siendo el vestido un artilugio cultural, obviamente varía en diferentes culturas, pero la realidad es que el ser humano es un ser cultural y está radicado en una cultura, lo que hace que aspectos culturales y en sí radicalmente contingente, como el vestido, manifiesten el orden trascendente y jerárquico de la realidad. Seguro que sobre esto habrá que volver.
Otra estratagema que se ha utilizado para confundir ha sido el decir que en ocasiones el pantalón puede ser más modesto para la mujer que la falda, lo cual sin duda es cierto, pero supone una confusión deliberada de órdenes. Dios nos pide a todos que seamos modestos, y además, también que los hombres se vistan como hombres y las mujeres se vistan como mujeres (como simbólicamente lo hacen los hombres y las mujeres de nuestra cultura y tradición). Dios nos pide que protejamos dos bienes: el pudor y el orden de su creación. Quien piense que la prohibición del Deuteronomio ha sido abrogada, o bien afirma que nunca tuvo valor, o bien que es dependiente de aspectos circunstanciales que hoy han decaído, pero ¿cuáles son esos aspectos circunstanciales?:
“La mujer no se vestirá con ropa de varón, ni el varón se pondrá ropa de mujer, puesto que cualquiera que obra así es abominable ante Dios” (Deut. 12, 5).
Lo que este versículo señala no es una prohibición eclesiástica o disciplinar, sino de ley natural. Es decir, busca un bien perenne: el varón debe exteriorizar su condición hasta en la expresión simbólica de su vestir, lo mismo que la mujer y eso en orden al bien común. Lo cual significa que no tiene sentido valernos de la actual e inducida confusión en la vestimenta (buscada dentro de la confusión más profunda de las verdades naturales), pues de lo que se trata es de afirmar aquellas verdades profundas y naturales de la vida y de la convivencia, dentro de cuya lógica se llega hasta a su expresión diferenciada y ordenada en el ropaje. En otras palabras, la confusión actual –e inducida, insisto– no sólo no justifica el abandono de los cánones indumentarios, contingentes, de nuestra cultura, sino que nos obliga a recuperarlos por fidelidad a esas verdades necesarias sobre la moralidad humana. La frivolidad con la que los católicos pretenden “haber superado” este asunto también debería hacernos reflexionar sobre la conformación de nuestras mentalidades a “este siglo”.
El 12 de junio de 1960, cuando esta perturbación alboreaba entre los fieles católicos, el Cardenal Siri publicó una advertencia a toda su diócesis sobre este problema. En aquella preocupada advertencia el cardenal apuntaba que “el vestido masculino, usado por la mujer:
a) altera la psicología propia de la mujer;
b) tiende a viciar las relaciones entre la mujer y el varón; y
c) con facilidad debilita la dignidad materna delante de los hijos.”
El cardenal recordaba que los hijos –esos hijos que Dios nos confía no como propiedad– tienen el derecho de ver siempre en su madre el ideal de la feminidad y de la dignidad. La madre no tiene derecho a disponer de su cuerpo o de su vestimenta a su antojo, olvidada de esos deberes públicos derivados de su condición.
Por otro lado, la modestia y el pudor son también virtudes políticas. Un hombre, pero sobre todo una mujer modesta y pudorosa, está edificando la vida en común, facilitando el orden social y evitando la ocasión de faltar gravemente a los mandamientos de Dios.
He apuntado también que la desorientación de la vida conyugal en la inversión teórica y práctica de los fines del matrimonio, colocando en primer lugar la mutua ayuda y el amor entre los cónyuges, plano al que queda subordinada, de facto, la procreación.
Tanto la confusión de los sexos, como la inmodestia, como la inversión de los fines del matrimonio tienen un insoslayable aspecto –negativo– de moral privada, pero no debe olvidarse tampoco que con estos desórdenes u olvidos se manifiesta de nuevo la privatización de la vida conyugal.
J.A. Ullate Fabo
El brigante: Inactuales cogitaciones sobre el matrimonio
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