Demolición

JUAN MANUEL DE PRADA


23/02/2013





Después de esta farisaica y soterrada labor de demolición interna llevada a cabo por los desertores llega la hora de los revolucionarios

ES famosa aquella frase de Will Durant que afirmaba que las grandes civilizaciones no se conquistan desde fuera si antes no se han destruido a sí mismas desde dentro. Y lo mismo puede afirmarse de los pueblos y de sus instituciones políticas. A este proceso de disolución interna se refería Rafael Gambra en un pasaje de su obra El silencio de Dios, en donde distinguía dos factores concurrentes: por un lado, la deserción, la pereza y el conformismo de los «sabios de la Ciudad», que se duermen en los laureles y dejan de ejercer la autoridad con sentido, de tal modo que «el orden, las creencias, la moralidad, la justicia y las leyes quedan indefensas» o, en el mejor de los casos, se sostienen de forma farisaica; por otro, la acción de los revolucionarios, «que son los no tienen nada que perder, los que no aman las leyes ni las creencias, los que no respetan los cimientos del orden ni los principios del bien y de la verdad» y que, «si no encuentran contradictores, hombres de fe, de verdadero saber, lo tienen todo ganado, porque sus argumentos halagan las pasiones de los demás».
La crisis de las instituciones que hoy padecemos se explica mediante estos dos factores concurrentes: primero hubo una etapa en que tales instituciones perdieron su sustancia, porque quienes tenían que haberlas defendido se contentaron con mantenerlas de forma farisaica, sin creer verdaderamente en ellas, en un ejercicio de «fachadismo» fundado en la mera conveniencia y sostenido por términos tan sonoros como el de «consenso»; de este modo, las instituciones se fueron pudriendo por dentro, se fueron vaciando de contenido, aunque conservaran una cáscara exterior de apariencia lustrosa. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la «unidad de España», invocación pomposa que los «sabios de la Ciudad» nunca han dejado de proclamar, mientras por deserción, pereza o conformismo -en realidad, por mezquinos intereses y cambalaches políticos- han dejado que fuese sistemáticamente minada. Así ha ocurrido también con la monarquía, que se ha ido quedando indefensa mientras arreciaban las proclamaciones cortesanas de «juancarlismo». Resulta sumamente interesante comprobar cómo los desertores, los perezosos y los conformistas han propiciado el vaciamiento de contenido de las instituciones, bajo la coartada siempre halagadora de «adaptación a los nuevos tiempos», como si en las instituciones fuera posible separar «fondo» y «forma», cuando lo cierto es que la forma las conforma, las nutre de sustancia y sentido; y que, despojadas de su forma originaria, sólo les resta quedarse vacías.

Después de esta farisaica y soterrada labor de demolición interna llevada a cabo por los desertores, los perezosos y los conformistas llega la hora de los revolucionarios. Las instituciones reducidas a pura fachada, vaciadas o prostituidas en su sustancia, se convierten en monigotes inermes ante su demagogia; y su demolición halaga las más bajas pasiones, pues, decaído su prestigio, tal demolición puede llegar a resultar más lógica que su mantenimiento. En este momento crucial nos hallamos, después de que se haya cumplido aquel aserto feroz de Chesterton: «Todo el mundo moderno se divide en progresistas y conservadores: la labor de los progresistas es ir cometiendo errores; la de los conservadores, evitar que los errores sean arreglados». Sólo resta por saber si en España todavía habrá contradictores que sigan creyendo en los principios del bien y de la verdad, capaces de detener este proceso de disolución interna; y si, habiéndolos, podrán hacer escuchar su voz en el pandemónium creado por quienes han cometido los errores y quienes han evitado que tales errores sean arreglados.



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