A vueltas con la corrupción
JUAN MANUEL DE PRADA
SI, como afirma Samuel P. Huntington, «la corrupción puede ser considerada un factor de modernización y de progreso económico, pues permite, por ejemplo, un recambio social a favor de clases emergentes dispuestas a desbancar el obstruccionismo de las viejas élites», hemos de concluir que España es un país que, al calor de la democracia, se ha modernizado una barbaridad. Es el mismo proceso «modernizador» que ya observase Salustio en La conjuración de Catilina: «Desde que empezaron a honrarse las riquezas y se comprobó que detrás de ellas iban la gloria, la autoridad y el mando, decayó el lustre de la virtud, túvose la pobreza por afrenta y la inocencia de costumbres por odio y mala voluntad». La corrupción política, que en España se ha hecho sistemática (o, como dicen ahora, sistémica), provoca en estos días cruces de acusaciones entre las dos banderías o facciones políticas, mientras crece el escándalo causado por sus respectivos latrocinios. ¿Y qué saldrá de tanto escándalo? Pues alguna condena penal de poca monta, para aplacar la indignación de la plebe; tal vez, incluso, alguna carrera política truncada; y poco más. Pero pasará esta escandalera y España seguirá gangrenada por la corrupción, con las instituciones degradadas y el envilecimiento moral campando por doquier.
Esto ocurre siempre así, impepinablemente, a los pueblos incapaces de restaurar sus bienes eternos: pues una vez que uno ha renunciado a sus bienes eternos, es ley de vida que alguien venga a arrebatarle sus bienes temporales. La realidad es que corrupción habrá siempre, pues está en la debilidad de la naturaleza humana «honrar las riquezas» (sorprende que la aceptación de un dogma tan evidente como el del pecado original, provoque tantos berrinches y pataletas). Pero la corrupción no es más que un epifenómeno, un corolario inevitable de otros males más profundos. El Estado de partidos --que es el régimen imperante-- es por esencia corrupto; está en su naturaleza constitutiva serlo, y no puede contrariar ese designio, pues las oligarquías que lo forman no tienen otra misión sino acaparar la mayor cuota posible de poder, para lo que requieren una ingente financiación. Súmese a este mal la obsesión de los partidos políticos por invadir, en su afán acaparador, la administración y la función pública, así como otras áreas ajenas al poder político; y se concluirá sin esfuerzo que el Estado de partidos no sólo es corrupto y corruptor, sino también corruptógeno, si se me admite el palabro.
Pero, aparte de estos factores institucionales, existen causas morales que explican el auge de la corrupción. Allá donde no existe la contención moral, es natural que toda forma de corrupción halle su asiento. Si, además, como ha ocurrido en nuestro país, son las élites políticas quienes han favorecido esa falta de contención moral, es fácilmente explicable que su propia inmoralidad haya generado conductas imitativas entre la población; como escribía Juan de Lucena, ensalzando a Isabel la Católica: «Lo que los reyes facen, bueno o malo, todos ensayamos de lo facer. Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia la reina, somos agora estudiantes». La corrupción que hoy padecemos no es sino el corolario de un deterioro moral mucho más profundo de la sociedad, en el que las viejas virtudes cristianas ya no actúan como freno. Y esta ha sido una demolición inducida por las élites dirigentes, que han ido minando concienzudamente el ethos social; por supuesto, una vez alcanzada la demolición completa, ellos también perecerán entre los cascotes. En el pecado llevan la penitencia.
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