Cañito y Palenciano
JUAN MANUEL DE PRADA
BRADOMINESCAMENTE, me ocurre con los debates políticos como con el amor de los efebos y la música de Wagner: su interés permanece arcano para mí. Hubo un tiempo en que los discursos políticos se hacían con tropos vibrantes e imágenes enfáticas, al estilo de Donoso Cortés o Castelar; luego la oratoria política perdió colorido y se hizo más contenida o desdeñosa, al estilo de Maura; y por último, en un proceso degenerativo imparable, se fue llenando de cifras y decimales, al estilo de Silva Muñoz. Claro que, al menos, Silva Muñoz soltaba cifras y decimales sin consultar un solo papel, mirando al tendido como hacía Manolete cuando toreaba de muleta, pero hogaño tienes encima que soportar que el político esté mirando patéticamente chuletas mientras te suelta un carretón de cifras, y enseñando para más inri gráficos a la pantalla, como hizo Cañete la otra noche. Aquello, más que un debate, parecía una sesión de power point, que es la oratoria de los memos, los párvulos y los consejeros delegados.
Decía José María Pemán que cuando el político bebe un buche de agua lo que hace es tragarse un tema, como quien se traga una aspirina. Pero Cañete y Valenciano ya vinieron de casa con los buches de agua bebidos, tal vez porque los temas que se tragaron eran más abultados que aspirinas (más bien como ruedas de molino) y no convenía poner a prueba sus tragaderas ante las cámaras. Así, por ejemplo, y a pesar de que todo su debate versó sobre cuestiones nacionales, no dijeron ni pío sobre corrupción, tal vez porque se pusieron de acuerdo en que era un tema en el que ambos llevaban las de perder, puesto que en corruptelas sus respectivos chiringuitos están en tablas. Todo el debate fue una tediosa ensalada de cifras, entretejida de premeditadas omisiones y conmovedoras incongruencias y anegada de ese inagotable depósito de lugares comunes que guarda todo político para vaciar en los momentos en que desea tupir de borra las meninges de sus secuaces, como el calamar guarda su tinta para los momentos de pánico en que hay que poner los tentáculos en polvorosa. Por momentos, Cañete y Valenciano hicieron parecer a los tertulianeses que a continuación glosaron sus lugares comunes sobrinos de Demóstenes; y, en general, si les hubiesen puesto una multa por cada paparrucha que soltaron, al estilo de aquel «Arancel de necedades» que aparece en el Guzmán de Alfarache, ambos candidatos se habrían arruinado.
Para ser del todo justos, hemos de decir que, siendo ambos igual de romos y mazorrales en su expresión, Valenciano anduvo algo más vivilla, tanto en su indumentaria (¿qué soplagaitas aconsejó a Cañete vestir camisa de doble puño y gemelos?) como en su menor dependencia de la chuleta y en su disposición más bravía (como si su apellido no fuese Valenciano, sino Palenciano, que queda más brutote y respingado de pajuelas que Palentino). Y hasta se permitió lanzar alguna pulla a su adversario, que parecía dopado con las mismas pastillas arriolas (versión soporífera de las juanolas) que toma Rajoy para amuermar al respetable, como cuando le recordó malévolamente una frase llena de gracejo y donaire que, al parecer, Cañete había pronunciado en otro tiempo: «El regadío hay que utilizarlo con mucho cuidado, como a las mujeres». Si Cañete no hubiese estado atiborrado de pastillas arriolas tendría que haber respondido, picarón y cachonduelo: «Y, sin embargo, también hay mujeres que son como el secano, como usted misma, a las que uno puede tratar más desenvueltamente». Pero Cañete más bien parecía Cañito, el pobre, temeroso de que lo tomasen por machista, y achantó la mui, encogidín como un prepucio en Cuaresma.
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