Proclamación

JUAN MANUEL DE PRADA





ESCRIBÍA Pemán que, «al lado del Carlos V de Tiziano, un presidente de República tiene un cierto aire de retorno hacia el alcalde pedáneo o el juez de paz». Pero todos sabemos que reyes como Carlos V –y pintores como Tiziano–se fueron para nunca más volver; y sabemos también, como nos recuerda Gómez Dávila, que «los monarcas, en casi toda dinastía, han sido tan mediocres que parecen presidentes». En este esfuerzo por fundir la monarquía en la mediocridad presidencial debemos incluir la anunciada proclamación de Felipe VI, que no diremos que nos parece la toma posesión de un alcalde pedáneo o un juez de paz porque en tales actos quien toma posesión invita a su familia en pleno.
Dicen los cortesanos taimados que las baraturas y ramplonerías de la proclamación expresan una voluntad de austeridad; y enseguida nos hemos acordado de aquel pasaje de la Política de Dios y gobierno de Cristo (lectura que debería ser obligatoria para príncipes), en donde Quevedo alerta a los reyes de consejeros felones, comparándolos con Judas, quien tanto se escandalizara de que María, la hermana de Lázaro, se hubiese gastado trescientos denarios en comprar una libra de ungüento de nardo para ungir a Jesús, pudiendo dar ese dinero a los pobres. Quevedo advierte que esos bellacos hipócritas serán los mismos que luego traicionarán a sus reyes por la décima parte del dinero que le aconsejan no gastar, como hizo Judas, vendiendo a Cristo por treinta monedas. Y concluye: «Es arbitrio de los ministros imitadores de Judas poner en necesidad al rey, para con los arbitrios de su socorro y desempeño tiranizar el reino y hacer logro del robo de los vasallos». Ni austeridades ni pamplinas: quienes abogan por una coronación mazorral y pedestre sólo anhelan humillar la institución monárquica y asimilarla con la plebeyez republicana, para que, llegada la sazón, cortar las testas coronadas resulte más sencillo, después de haberlas abajado.
En los Evangelios no se menciona a ningún rey que fuese a adorar al Niño, sino a «magos»; fue la imaginación popular la que convirtió a los adoradores de Belén en reyes, porque cuando el anhelo popular necesita pensar en la grandeza verdadera (que es la que hinca las rodillas ante su Hacedor) piensa en testas coronadas, no en zascandiles encorbatados que firman decretos. Por eso mismo en los cuentos de hadas hallamos reyes de barbas fluviales revestidos de armiño y pálidas princesas que se bañan con luz de luna, para mejor mostrar la sangre azul que discurre por sus venas; y, en cambio, en ellos jamás encontramos politiquillos pedáneos de sonrisa profidén, ni presidentas consortes morenas de rayos UVA y con la jeta retocada por el bisturí. Porque el pueblo –lo que de pueblo subsiste, en las naciones infestadas de ciudadanía envidiosa y rabiosa–, cuando piensa en reyes, los imagina con el boato y la ceremonia que su dignidad exige; es la ciudadanía envidiosa y rabiosa la que dice arteramente que los imagina sin boato ni ceremonia… ocultando que, en verdad, anhela verlos limpiando letrinas o fecundando con su sangre los surcos de la tierra, como reza La Marsellesa.
Por tratar de contentar a quienes nunca van a estar contentos se anuncia una proclamación mazorral y pedestre. Ya Gracián en El Criticón (otra lectura que debería ser obligatoria para príncipes) nos advertía contra esta trágica tentación de contentar «al ingrato, al que se te alza con la baraja, al que te saca después los ojos, al ruin que se ensancha, al villano que te toma la mano, a la hormiga que cobra alas, al pequeño que se sube a mayores, a la serpiente que recibe calor en tu seno y después te emponzoña».






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