Fuente: El Pensamiento Navarro, 24 de Enero de 1971, página 3.




¡TOMAD EUROPEÍSMO!

Por Rafael Gambra



Estamos casi saturados del disco de nuestra “europeización”, de la necesidad de “abrirse a Europa” o del proceso (irreversible como dicen los marxistas de todo proceso, excepto del de Burgos) de “integración europea”.

Este término “europeización” era familiar en la generación de 1898, época en que se utilizaba con un sentido bastante preciso. En esta su reaparición en los años 60 – 70 se emplea, en cambio, de un modo equívoco y taimado. Si pedimos precisiones sobre el mismo se nos contesta que no tiene más alcance que el económico. (Bien es verdad que para gran parte de la mentalidad ambiente la economía lo es todo, o, al menos, la clave de cuanto históricamente acontece.) Ante esta respuesta hemos de contestar que, si se trata sólo de adherirse a determinadas comunidades de producción europeas o a determinados mercados comunes, nada tendríamos que objetar: es asunto de economistas que conocerán el pro y el contra de tales asociaciones.

Pero en el trasfondo de la palabra europeización –lo sabemos todos, y lo saben quienes la emplean– hay mucho más que una simple conveniencia económica circunstancial. Todo europeísta suele añadir: “es preciso que abandonemos nuestro celtiberismo hirsuto (¡habría que oír a un británico si se hablase despectivamente de su anglosajonismo!) y que nos incorporemos a Europa”. Entonces la expresión adquiere un alcance cultural, incluso político.

“Europa” puede entenderse en dos sentidos, y es hoy muy importante distinguirlos. Uno es geográfico y elemental: se trata de un territorio limitado (verticalmente en el mapa) por los Urales y por las costas occidentales atlánticas. España forma parte de este territorio, por lo que resultaría absurdo hablar, en este sentido, de que se incorpore a Europa.

Pero este territorio fue asiento, a lo largo de la Edad Media y hasta el siglo XVI-XVII, de una gran comunidad de pueblos que se llamó la Cristiandad. Aunque formada por países y soberanías diferentes, esta Comunidad poseía unidad de fe, de cultura, empresas comunes e incluso reconocía la doble soberanía del Pontificado y del Imperio en los órdenes espiritual y temporal. Ello constituía a la Cristiandad en una comunidad y no en una mera coexistencia. Esta unidad religiosa e histórica se rompe con la sedición protestante, y, tras las guerras de religión, la paz de Westfalia (1648) consuma de jure esta ruptura.

Inexistente ya la Cristiandad como comunidad de almas, de empresas y de autoridad, reaparece el nombre de Europa para designar a este territorio. Europa, en este nuevo sentido, no será ya una mera designación geográfica, sino que significará la secularización frente a la fe y la mera coexistencia neutra frente a la anterior unidad comunitaria. Los reyes de España –y los españoles en entusiasta unión con sus soberanos– emplearon la mejor parte de su historia en el empeño titánico de reducir la escisión protestante y restablecer la unidad de fe y autoridad que constituyó la Catolicidad pre-luterana. Sus armas y sus letras consiguieron mucho en la empresa de reintegrar gentes y pueblos a la Iglesia Católica, pero no alcanzaron a restaurar la antigua unidad de la Cristiandad. Ese empeño marcó, sin embargo, con una significación indeleble a la cultura española (civilización del barroco y de Trento, católica por antonomasia), significación gloriosa para unos, execrable para otros, según la fe que profesen.

Por los mismos siglos, los españoles extendieron su propia civilización –y su fe católica– por las tres cuartas partes del Nuevo Continente, por ellos descubierto. De modo tal que, a partir de 1684 [sic], el límite de la Catolicidad homogénea y comunitaria coincide con una línea (horizontal en el mapa) que sigue la cumbre de los Pirineos para prolongarse, al otro lado del mar, por la línea aproximada del río Colorado. Al norte de esta línea se sitúa la Europa plural religiosamente, laicista, germen y escenario de las futuras revolución industrial, política, social…

¿Qué significa entonces, para un español de 1898 o de 1971, ser europeizante o propugnar la “incorporación a Europa”? No significa adherirse a determinadas convenciones o pactos económicos, que es cosa de menor cuantía, asunto de peritos economistas, que no supone imperativo humano ni ideal de ningún género. Tampoco consiste en unirnos a un continente del que la naturaleza y la historia nos han hecho parte.

Significa para un español –entiéndase bien– ABJURAR DE LA PROPIA HISTORIA Y DE LA PROPIA FE, RENDIRSE PACÍFICAMENTE DESPUÉS DE TRES SIGLOS A LOS ENEMIGOS QUE SUS ANTEPASADOS COMBATIERON Y VENCIERON, y solicitar vilmente su incorporación al mundo laicista y revolucionario que surgió de la desaparición de la Catolicidad allá donde ésta no pudo subsistir como unidad de fe y de cultura.

Nuestra guerra de 1936 (como antes las carlistas y la Independencia) fueron reacciones católicas y españolistas contra el espíritu derrotista y abjurador de los europeizantes, que fueron en el siglo XVIII los Ilustrados o afrancesados, y en 1936 los “intelectuales” de izquierda.

Paradójicamente, a pesar de la actoría del Alzamiento Nacional, gran parte de los tecnócratas que rigen hoy nuestros destinos profesan un europeísmo ambiguo que proclama como único objetivo de la vida española alcanzar el desarrollo o “nivel” europeo, y que hace de “Europa” un ideal de madurez y convivencia. Para esta mentalidad el pasado español, su ejecutoria y esa línea horizontal que separó la hispanidad católica del mundo secularizado son un lastre histórico –caduco y superado– que es preciso olvidar y enterrar. Ellos solicitan servilmente su ingreso en las organizaciones europeas, piden vergonzosas “descolonizaciones” en el propio territorio a los altos organismos del mundo laicista, entregan gratis nuestras posesiones en holocausto de propiciación, trazan planes de enseñanza estatista “made in UNESCO”, y entonan el “mea culpa” de la propia Historia.

En la cumbre de la paradoja (y de la vileza), sectores visibles de la Iglesia actual se postran ante el “pluralismo” y el protestantismo europeos, y clérigos de nuevo cuño marchan a Holanda, cuna de herejes, a aprender “teología nueva” y el modo de vaciar nuestros templos como vacíos están los suyos hace más de un siglo.

La respuesta de “Europa” se ha hecho patente, sin embargo, en los últimos meses. No es tan fácil enterrar una significación histórica ni a millones de muertos por la fe de nuestros mayores. Ha bastado un principio de disgregación dentro de nuestras fronteras para que esa Europa tan cortejada tome unánime partido por los disgregadores y promueva una campaña de asaltos a nuestras embajadas y de escarnios a nuestra bandera. ¡Tomad europeísmo, amigos! Roma no paga a traidores…