LA JUSTICIA DEL REY
JUAN MANUEL DE PRADA
PUBLICADO antes por la Unión de Bibliófilos Taurinos para coleccionistas, Gonzalo Santonja acerca ahora a los lectores su estudio La justicia del rey (Ediciones Cálamo), donde reconstruye un episodio menor, pero muy significativo, de nuestra Historia, en el que un pueblo leal a sus tradiciones y un gobernante dispuesto a velar por ellas ante los poderes más altos logran preservar la fiesta de los toros.
Ocurrió en El Burgo de Osma, en 1584. Dos décadas antes, el Papa (y no cualquier Papa, sino san Pío V, el hacedor de Lepanto y promotor de la misa tridentina) había promulgado una bula (seguramente inspirada por cuervos de la curia romana que le habían hecho creer que los toros eran una supervivencia del circo romano) en la que condenaba a excomunión a quien asistiera a espectáculos taurinos. En otro libro anterior, Luces sobre una época oscura, Santonja ya nos había contado cómo el rey Felipe II se las había ingeniado para evitar la aplicación de esta bula, logrando además que los sucesores de San Pío V atenuasen sus rigores, hasta persuadir a Clemente VIII de que la derogase para los reinos de España. Pero en El Burgo de Osma el obispo que era señor de la villase empeñó en querer aplicar la malhadada bula, impidiendo que se corrieran toros en la plaza de la catedral. El concejo reclamó entonces justicia al rey.
Gonzalo Santonja aprovecha aquí para explicarnos el juego de equilibrios que regía la composición y funcionamiento de los concejos abiertos de las villas viejas, donde la gente del común podía formular quejas y apelar al Consejo real. También aprovecha para proponernos una etopeya llena de donaire del rey Felipe II, el más odiado de la leyenda negra, del que rescata algunas conmovedoras cartas a sus hijas Isabel y Catalina, escritas desde Lisboa, donde se muestra lleno de dulzura y pródigo en chanzas: «Paréceme que se da mucha prisa vuestra hermana escribe en una en salirse los colmillos; deben de ser en lugar de dos que me andan por caer y bien creo que los llevaré de menos cuando vaya ahí». Tampoco se recata Felipe II en sus cartas de burlarse de los predicadores plúmbeos («me hicieron los dos más largos sermones que he oído en mi vida, aunque dormí parte de ellos») y en ponderar la fogosidad de Catalina, que al poco de casarse con el duque de Saboya se ha quedado preñada: «Que de estarlo muchas veces no tengo duda escribe su padre muy pícaramente, según la buena maña que vos y el duque os debéis dar para ello, que nunca pensé tal de vuestra mesura y muy bien es hacerlo así». Entre las cartas no faltan menciones a la afición de Felipe II a los toros, al menos tan rendida como la que muestra por las devociones religiosas: «Si los toros que hay mañana son tan buenos como la procesión, no habrá más que pedir». Tal vez esa afición ayude a entender que se negase acérrimamente a aplicar la bula antitaurina de San Pío V; y también que su Consejo real dictaminase a favor de la gente del común de El Burgo de Osma, para fastidio de su obispo, que tuvo que soportar que en la plaza de la catedral se siguiesen corriendo toros.
Antes de evacuar este dictamen, el Consejo del Rey se preocupó de requerir testimonio a los más viejos del lugar, para probar que esas corridas eran tradición arraigada. Y es que los pueblos leales a sus tradiciones merecen gobernantes capaces de enfrentarse a los poderes más altos; como los pueblos que reniegan de sus tradiciones merecen gobernantes que los vendan a poderes extranjeros, para que les expolien la hacienda y el alma. En dar a cada uno lo suyo consiste la justicia. Este delicioso libro de Gonzalo Santonja nos enseña que en otro tiempo la merecimos mejor que en el nuestro.
Histrico Opinin - ABC.es - sbado 29 de noviembre de 2014
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores