Formas de patriotismo

Juan Manuel de Prada

Resulta llamativo que dos personas tan poco propensas a hacer un uso colorista del lenguaje como nuestros dos últimos presidentes del Gobierno (sino más bien hermanados en un registro lingüístico romo y mazorral) hayan elegido la palabra 'patria' o su campo semántico cuando han tenido que formular acuñaciones despectivas: Zapatero con aquel «patriotismo de hojalata», con el que se refería a quienes se llenan la boca de invocaciones españolistas; y ahora Rajoy con su execración de los «salvapatrias de escoba», aludiendo a quienes basan su programa político en «barrer» (no solo la corrupción, sino también el sistema... que la sostiene). Estas acuñaciones despectivas resultan todavía más llamativas si consideramos que ambos gobernantes se han mostrado siempre remisos a emplear la palabra 'patria' en un sentido luminoso, imagino que por considerarla obsoleta o fachosa.

Y es natural que nuestros gobernantes rehúyan la mención a la 'patria', y que rechacen el amor que la 'patria' inspira, porque la patria «tierra de los padres» es término concreto, palpable, que inmediatamente inspira un amor ligado a las cosas sencillas con las que estamos muy íntimamente vinculados.
El amor a la tierra de nuestros padres solo es posible cuando admitimos que estamos ligados a una misión común, compartida con nuestros antepasados y con nuestros descendientes; una misión que recibimos, heredada a través de la sangre y de la tradición, y que estamos obligados a entregar a quienes vienen detrás de nosotros. Este patriotismo o amor a las cosas concretas que nos transmitieron nuestros padres (afectos y costumbres, posesiones materiales y, sobre todo, espirituales) es exactamente el contrario de las dos formas de patriotismo devaluado que sobreviven hoy, en una época que anhela la ruptura de los vínculos: por un lado, el llamado «sentimiento patriótico», una pura expresión emotivista (cuando no folclórica) que derrama una lagrimilla cuando suena el himno celebrando alguna hazaña deportiva y se disipa con la misma facilidad con que se enardece (o sea, una forma sublimada de cachondeo que nada tiene que ver con el amor); por otro, el llamado «patriotismo constitucional», que nunca hemos entendido exactamente en qué consiste (tal vez porque la expresión constituye en sí misma un oxímoron), pero que se nos presenta como un intento de fabricar un sucedáneo patriótico sin mancomunidad de almas, mediante la mera adhesión a un 'marco legal' establecido que reglamenta la convivencia entre los individuos que pueblan tal o cual territorio, constituido en Estado soberano. Naturalmente, este «patriotismo constitucional» es una paparrucha muy pomposa que, llegada la hora de la verdad, se revela huero, chirle y hebén, porque la gente mientras no está desnaturalizada puede morir por su casa y por su predio, por la Virgen de su pueblo, por su madre o por su hijo, pero resulta mucho más dudoso que muera salvo que lo obliguen o lo compren defendiendo ordenanzas o directrices ministeriales.


Y, junto a estos patriotismos devaluados o falsorros, está aquel patriotismo tan frecuente al que se refería socarronamente Julio Camba, cuando señalaba que en España había muchísimas personas de cuyo patriotismo no tenemos otra noticia que las gallinas que se engullen, las copas que se sorben o los cigarros que se fuman; y este patriotismo de los zampones no ha hecho desde entonces sino crecer. Señalaba también Camba que el problema de España, con sus voces ásperas de violencia terrible y sus puñetazos en las mesas de los cafés, se solucionaría metiendo algunos millones de duros, «siempre, naturalmente, que los millones no se quedaran todos en unos pocos bolsillos», que suelen ser los de esos mismos zampones, quienes apenas notan los millones en sus bolsillos corren a guardarlos muy patrióticamente en algún paraíso fiscal. Ciertamente, las voces ásperas y los puñetazos en las mesas (salvapatrias de escoba, en la jerga gubernativa) quizá no sean el mejor modo de acabar con los tipejos que engullen gallinas, sorben copas y fuman cigarros, mientras se meten unos millones de duros en los bolsillos; pero tal vez los «salvapatrias de escoba» no hubiesen ni siquiera alzado la voz si antes no se hubiese dejado proliferar a los ministros aprovechateguis, a los alcaldes corruptos, a los presidentes autonómicos evasores de capitales y a los partidos políticos convertidos en cónclaves de 'sobre-cogedores'.


Pero es natural que, allá donde el noble amor a la patria es una pasión perseguida o vergonzante, proliferen quienes se dedican a expoliarla.



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