Revistas humorísticas (ABC, 29 de diciembre de 1974)
En España, desde hace algún tiempo, se están multiplicando rápidamente las revistas humorísticas y pronto podrá hablarse de un verdadero apogeo de ellas, similar, «mutatis mutandis», al auge de la novelística iberoamericana de hogaño o al cine italiano posterior a la guerra mundial última. Se avecina el siglo de oro español de las historietas cómicas, peculiar contribución a la cultura universal.
Hay que reconocer que esta clase de literatura («sit venia verbo») es sumamente beneficiosa, sobre todo por el desenfado con que se refiere a innumerables temas de solemne semblante y empaque de juez de tribunal. Constituye una verdadera higiene del espíritu liberarse paulatinamente, por medio de la burla, de respetos apolillados y de prejuicios mohosos, acumulados tras luengos siglos de sometimiento a la autoridad civil y a la eclesiástica. Encontrando el talón de Aquiles de personajes y personajillos, de instituciones rimbombantes, de uniformes, togas, mitras, pelucas, hopalandas, birretes, gorgueras escaroladas, cordones, charreteras, correajes, medallas, cintajos, cruces y pasamanerías, las personas sencillas recuperan la confianza en sí mismas y pueden mirar cara a cara al Estado (el más frío de todos los monstruos, como dice Nietzsche) y a las demás colectividades.
Bien arraigada tiene España la tradición satírica, y las revistas que ahora florecen no han inaugurado, ni mucho menos, el género. Ateniéndonos únicamente a las salidas después de la guerra civil es «La Codorniz» decana de todas, variada, lúcida y mesurada, cuyos chistes reprueban para corregir, mas sin ensañarse. Por otro lado, nunca se ha parado en barras la chanza en nuestro país, manifestando una propensión a degenerar en sarcasmo, y hasta en befa, que no tiene la ironía francesa, no menos agresiva si bien se mira, pero sutil y de manera comedida; ni la tiene el humorismo inglés, generalmente bienintencionado, quizá con la sola excepción de Swift. Mucho se hablado de la ferocidad y de la chocarrería de «La Traca» y del «Fray Lázaro», pero hay que confesar que, en cuanto a escarnecer al adversario con las injurias más venenosas que pueda dictar un ingenio irritado, abundan los ejemplos clásicos, cuyos autores no se amilanaban por nada y que, en cuanto había oportunidad, ponían lengua incluso en personas habitualmente acatadísimas. ¿Quién no recuerda, por ejemplo, la cuarteta con que se zahiere a Juana de Portugal, mujer de Enrique IV de Castilla?:
«A ti, diosa del deleite,
gran señora de vasallos;
dícenme que tienes callos
en el rostro del afeite…»
Ya hace quinientos años se era mordaz sin contemplaciones. Pero volvamos a nuestro tiempo.
No sé si es grande o parva la tirada de estas revistas, si su público es escaso o abundante; en cambio sí se puede observar que el lenguaje de muchas de ellas, sus dibujos, los problemas que tocan, cuanto indirectamente propugnan o combaten, todo huele a clase media curiosa y muy leída. Con las palabras y los modismos que se hablan en las Universidades y en los cenáculos políticos (y que pronto caerán en desuso, convirtiéndose en una especie de fósil semántico) hablan los personajes de nuestros humoristas: sus ideas, sentimientos, pasiones, son los de buena parte de los estudiantes, profesionales, empleados públicos o privados, empresarios con veleidades populistas, mujeres más o menos curiosas y letradas, ambiciosillos de puestos suculentos a cargo del erario, clérigos que zascandilean por la economía política y la sociología. Como cierta película, a la que algunos necios hicieron famosa intentando destruirla o impedir su proyección, son las publicaciones satíricas, ininteligibles para quienes no pertenezcan a los grupos mencionados o no chapurreen su jerga. Y ya que nombramos la ininteligibilidad, podemos añadir que así como es efímero (creado por la moda, el capricho, la necesidad pasajera, la asociación arbitraria de ideas y vocablos) el lenguaje de tales chistes e historietas, es también efímero su contenido, y no creemos aventurado profetizar que buen número de las gracias que ahora tanto se celebran serán dentro de poco casi tan comprensibles como la escritura rúnica.
Comparado con otra clase de humor, como el de la célebre «Mafalda», por ejemplo, tiene el que está en boga en España un aire localista, casi folklórico, que le hace eludir todo asunto que no cosquillee fácilmente la curiosidad o la malevolencia de esa clase de lector perezoso al cual no le gusta reflexionar demasiado. Saca prevalentemente la inspiración del rumor, del chisme, de la noticia de rebotica, de ciertas oficinas ociosas y murmuradoras, de la satisfacción de algunos políticos, del desencanto y la ira de otros; parece no tener más fin que hacer reír a unos cuantos miles de burlones que encuentran en estas páginas el objeto de sus preocupaciones como reflejado en espejos cóncavos o convexos.
Lo más sugestivo de los susodichos semanarios, ciclos de historietas, etc. (no de todos, por supuesto, sino de la mayoría), son los asuntos de que se mofan.
Por lo que se refiere a España, con bastante audacia critican los apuros de los obreros y las estrecheces de la burguesía asalariada, y con algo menos de claridad la situación política; asimismo son frecuentes los pinchazos a la burocracia en general, a los mitos históricos, a los acontecimientos considerados comúnmente gloriosos, a los ídolos deportivos, etcétera.
Uno se pregunta por qué nunca aparecen bromas acerca de los países comunistas. Por ventura, ¿no es ridículo Mao con sus hazañas natatorias y su librito sabelotodo y curalotodo? ¿Por qué, cuando de chancearse de los combatientes del Vietnam se trata, siempre son los estadounidenses quienes pagan los platos rotos, nunca los guerrilleros marxistas? Fidel Castro, garrulo, bien atado a Rusia, jactancioso y cruel, ¿no puede dar ocasión por lo menos de una ironía, de una caricatura, de algunas de esas observaciones corrosivas que se prodigan con los reaccionarios y meramente conservadores? Y en cuanto a la Unión Soviética, ¿nada hay en ella que agudice los donaires de nuestros guasones? ¿Ni las cejas selváticas de Breznev, ni las patochadas de Krushev, ni la persecución de los escritores, por no mencionar enormidades que todos conocen? ¿Cómo esa sutileza, a la que nada censurable se le escapa de ciertos estadistas y naciones, no encuentra materia de sátira en el Vietnam del Norte, ni en la Corea septentrional, ni en Siria, ni en Hungría, ni en Checoslovaquia, ni en Irak, ni en la Alemania de Ulbricht y de Honnecker, ni siquiera –para no irnos demasiado lejos– en el Perú de Velasco Alvarado o en el Portugal del clavel rojo?
Nosotros no pensamos torcidamente: sólo nos asombramos de ver siempre la balanza cargada del mismo lado.
Tal vez con esa extraña inclinación concuerde un sentimiento muy desagradable que a veces se barrunta más bien en los dibujos que en las palabras. Es incontrovertible que no pueden las zumbas ser de total inocencia: precisamente lo que les da sabor es su malicia; pero ciertos humoristas parecen más ganosos de inquietar que de divertir, más propensos a la maldad que a la malicia, y conciben monstruos enigmáticos de los que nada en limpio se saca, salvo el encono y el resentimiento del autor, que, falto de medio de expresión más transparente, bosqueja amenazas desde los recovecos de su corazón. Si con los sarcasmos y las chanzas es posible reír, sonreír, encogerse de hombros o indignarse, en el caso de los engendros de marras se sobrecoge uno; no hay en ellos nada del llamado humor negro, es decir, de la síntesis de lo cómico y lo horrible, sino la fusión de lo grotesco con lo horrible, como esa fotografía que acompaña a la tragedia «Soldados», de Hochhuth, fotografía de una mujer quemada viva cuando el bombardeo de Dresde y que, semiconsumida, sonríe macabramente.
Mario Soria
Fuente: HEMEROTECA ABC
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