¿Estamos locos? (ABC Sevilla, 16 de Noviembre de 1975)


Llega un momento en que es difícil comprender nada de lo que ocurre. Todo son alegatos contra la violencia –justísimos por lo demás– desde los medios de comunicación social intentando contener y reprimir en la conciencia popular la fatal tendencia a dirimir cualesquiera que sean las diferencias entre los hombres por el camino de la agresión y de la sangre. ¿Cómo es posible, entonces, que se bombardee, y se permita hacerlo, la sencillez y elementalidad de las gentes desde las pantallas grandes y pequeñas con toda suerte de violencia? Hoy es fácil contemplar la proyección de una película en España, y me imagino que en el mundo entero, donde la brutalidad llega a extremos increíbles y en la que, entre otras muchas muestras, la cámara se regodea durante minutos en el asesinato a sangre fría de un hombre por otro. El espectador graba en su retina, sucesivamente, cómo el asesino se aposta a la espera de la llegada de la víctima, cómo envuelve cuidadosamente su pistola en un trozo de tela para amortiguar el ruido de los disparos y cómo, por último, se incrustan en el cuerpo de la víctima dos balazos, uno en el corazón y el segundo en la mejilla, para terminar con el repugnante colofón de enseñar cómo se mete la pistola en la boca de la víctima, ya moribunda, y la masa encefálica mancha la pared.

El corolario es aún peor. Tras la «hazaña», el asesino, después de ocultar cuidadosamente arma y objetos comprometedores y hacerse con el dinero de la víctima, se reúne con su joven esposa y sus tres hijos, protagonizando una conmovedora escena de amor filial en una escalera. Por supuesto, el muerto era «malísimo», hombre del hampa de la peor laya, y así el asesinato cobra perfiles de oscuro acto justiciero al que se ha buscado poco menos que la justificación previa de presentar a la víctima, durante minutos y minutos de proyección, en toda su repugnante dimensión. No hay que decir tampoco que el cine, la sala, estaba a tope, sin una sola butaca vacía. El éxito comercial, asegurado. Y vuelvo al principio: ¿estamos locos o qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué se puede esperar de la reacción de gentes elementales y evidentemente no formadas para contemplar este tipo de espectáculos después de ver la magnificación del «héroe mafioso» o «el héroe chacal», cuya trayectoria delictiva y sangrienta se justifica en las lacras y en la corrupción de las estructuras sociales que producen este «anti-héroe»? Para colmo de despropósitos, el triunfo constituye la culminación de la «carrera» de estos personajes siniestros, triunfo que no hubiesen alcanzado por la vía de la honradez, el trabajo y la vida normal.

Parece como si la repulsa de la violencia, en todas sus formas, se hubiese concretado casi exclusivamente en la proscripción de las películas de ambiente bélico. Parece, insisto, como si la única forma de violencia no apta para la proyección fuera la guerra, en la que al fin y al cabo es muy posible encontrar escenas aleccionadoras y exponente de virtudes humanas, como son el valor, la abnegación, el compañerismo, el sacrificio y hasta el heroísmo, dentro, y esto no lo niego, de un marco ambiental catastrófico. Se dice hoy, en «slogan» martilleante: «haz el amor y no la guerra». Pero no te preocupes, que con tal de que no hagas la guerra ni ayudes a los que quieren hacerla –o se pretende que quieren hacerla– ya te enseñaremos cómo puedes practicar el mencionado «slogan» a través de la droga, la vagancia, la suciedad y la zafiedad en todos sus matices y, ¿por qué no?, el asesinato del rival y del adversario. Según todos los indicios no se trata de educar a las nuevas generaciones en la lógica y natural repulsa a la aventura bélica, concretando esa formación en el respeto a las leyes, al Derecho, al diálogo y a la disciplina social imprescindible. No, por el contrario, «esa pretendida formación» (por llamarle de alguna manera) lo que canta es el libertarismo y la anarquía frente a toda institución o forma de disciplina.

Las modernas sociedades industrializadas, con sus casi completos niveles de educación básica y media, con la producción masiva de profesionales y la natural y no correlativa existencia de puestos de trabajo y oportunidades de triunfo para ocupar a todos y con la total desaparición del desahogo que durante siglos supuso para estas potencias, que hoy llamamos desarrolladas, el envío de marginados, frustrados o descolocados «al imperio» o «a las colonias» para dar rienda suelta a su motivaciones de rebeldía, han alcanzado unas casi intolerables cotas en la generación de frustrados y frustraciones colectivas. Son demasiado numerosos los estudiantes que abandonan, los profesionales descorazonados, los especialistas despreciados, los jóvenes naturalmente inquietos y con la sangre hirviendo. Son demasiados, en resumen, los marginados, los decepcionados, los desilusionados y los desesperados, producto lógico del canto en exclusiva a nuestros dioses materialistas. ¿Cómo es que entre tanto sabio planificador nadie vio con claridad que la incitación al consumismo desenfrenado, al no corresponderse lógicamente con unas posibilidades mayoritarias para conseguir satisfacciones duraderas por esta vía iba a desembocar en una desesperación colectiva y anarquista que también, lógicamente, se iba a escapar a todo control?

Razonablemente –si hubiese podido presumírseles un mínimo de espiritualidad residual– hubiera debido esperarse que sacerdotes, escribas y fariseos del consumismo materialista salieran de su error y cedieran un porcentaje de sus indudables y plenos poderes sobre la imaginación y la voluntad de las gentes –conseguidos a través de esa arma terrible que llamamos publicidad y propaganda– a la recuperación de un mínimo indispensable de espiritualidad e idealismo. Pero no lo han hecho. Se han limitado, para aumentar aún más sus dolosos beneficios, a cubrir este innegable, y técnicamente reconocido, «gap», con la creación de mitos e imágenes con envoltura de falsa espiritualidad y falso idealismo, incluso con ribetes de un novísimo, sucio y anárquico romanticismo hecho de tristes baladas y lamentos contra todo lo establecido. Mitos e imágenes que, naturalmente, cuestan dinero, y no poco.

Los resultados han sido catastróficos y están a la vista. Era lógico. Ni la satisfacción del disfraz podía ser duradera, ni la contorsión psico-somático-musical podía producir más que una creciente excitación, ni el anonadamiento de la droga podía llevar a una situación aptas para el razonamiento, ni la vagancia tolerada y hasta adulada podía conducir a otra meta que la que estamos contemplando: la anarquía total y totalitaria, puesto que no que se conforma con ser tolerada, sino que intenta imponerse por la fuerza. La marea reviste ya caracteres de gravísima inundación. No es que los Estados ni los Gobiernos de nuestro mundo toleren benévolamente el espectáculo: es que abiertamente retroceden aterrorizados por la virulencia del espectáculo. Ya no se atreven a prohibir ni a dictar normas, se limitan a recomendar, tarde, y a predicar a un auditorio inexistente. Mientras tanto el consumismo suicida, al servicio del único dios del beneficio, obra y gracia de los mismos Estados, o surgido a su socaire, hoy atemorizados por sus resultados, ofrece a través de la imagen y la expresión oral y escrita todo el arsenal y adiestramiento necesarios para que los últimos reductos salten por el aire de una vez al ritmo de la metralleta y al son del alarido, donde ya no es posible escuchar la voz de la razón.

Si estamos locos nos tendrán que encerrar y todo parece indicar que lo van a hacer. Las oscuras, grises y tristes legiones de la hoz y el martillo, perfiladas en un horizonte amenazador desde hace muchos años, ya ni se molestan en atacar. Se sientan al calor de la ancestral hoguera de su resentimiento, a caballo de su férrea y paradójica moral atea, a esperar la casi inevitable caída de una masa de tontos enloquecida por un pequeño número de desalmados.


Manuel Monzón



Fuente: HEMEROTECA ABC