Por tontos
Juan Manuel de Prada
Leo un interesante, aunque a la postre cobardón, reportaje en el diario The Guardian, donde se sostiene que los políticos tontos son preferidos por una mayoría de los votantes. El periódico británico aporta diversos ejemplos irrebatibles de políticos botarates, tanto autóctonos como foráneos, que resultaron elegidos, en clara predilección frente a otros candidatos que parecían mucho más inteligentes; y llega a afirmar, incluso, que son muchos los políticos que, para ganarse las simpatías populares, se fingen estúpidos, o exageran su estupidez congénita. El reportaje prueba luego a averiguar las razones de tal preferencia, para lo que recurre a morralla 'políticamente correcta' que no moleste a nadie. Así, por ejemplo, sostiene que, según el 'efecto Dunning-Kruger', las personas más tontas, quizá por irreflexivas, suelen ser las más confianzudas y echadas palante (frente a las inteligentes, que se plantean dilemas que las hacen titubear); y que esta inconsciencia disfrazada de resolución del tonto gusta más al votante que las dudas del hombre inteligente. También sostiene The Guardian que, conforme a la «ley de la trivialidad de Parkinson», el político tonto resulta siempre más persuasivo que el inteligente, porque plantea soluciones más sencillas, incluso triviales, a los problemas más enrevesados, frente al político inteligente, que suele proponer a su vez soluciones arduas que provocan el repeluzno del votante.
En ambos intentos de explicación psicologista se evita afirmar que los políticos tontos sean los predilectos... de los votantes tontos, o siquiera atontados. Sin embargo, del mismo modo que el gordo suele alabar más encomiásticamente la genialidad de los gordos, o la rubia celebrar con mayores alharacas la belleza de otras rubias (porque es natural sentir solidaridad hacia nuestro semejante), no parece descabellado pensar que los políticos tontos sean los preferidos de los votantes tontos. Claro que, para no ser del todo injustos, habría que distinguir entre tontos y tontos. En su Genealogía de los modorros, Quevedo distinguía tres tipos de tontos: el necio, que es el hombre al que se necesita tratar a fondo para descubrir que es tonto, «porque al primer toque no se puede percibir»; el majadero o mazacote, que delata su tontería con sólo comenzar a hablar; y el modorro, al que basta con ponerle los ojos encima para distinguirlo.
Y Leonardo Castellani proponía otra hilarante clasificación de tontos, atendiendo al grado de conciencia que tienen sobre su tontería: 1) Tonto a secas, esto es, ignorante; 2) Simple, esto es, tonto que se sabe tonto; 3) Necio, esto es, tonto que no se sabe tonto; 4) Fatuo, esto es, tonto que no se sabe tonto y quiere hacerse el listo; y 5) Insensato, esto es, tonto que no se sabe tonto y encima quiere gobernar a otros. Parece evidente que el político tonto, según la clasificación de Quevedo, sería necio; y, según la de Castellani, insensato; mientras que quien lo vota, si aceptamos que lo hace engañado por sus promesas o embaucado por sus encantos de farsante, sería un quevedesco modorro (o, en el mejor de los casos, un mazacote) y un tonto o simple castellaniano. De este modo, la tontería del político sería una tontería alevosa y con agravantes, como de tonto venido a más, tonto crecido y subido al machito que se las ha ingeniado socarronamente para vivir mucho mejor que el listo, a costa de la simpleza ajena; mientras que quien le vota sería tan sólo un tonto bienintencionado, despistado, incluso bondadoso. Salvo que...
Salvo que aceptemos, como afirmaba Unamuno, que «no hay tonto bueno»; y también que todo tonto «rumia el pasto amargo de la envidia». Es decir, que en el tonto, aun en el más aparentemente desprevenido, hay un entrevero de mala voluntad que lo lleva a votar premeditadamente al político tonto como él, por envidia del que es listo; o porque se regodea pensando que, votando al tonto y dándole la victoria, las personas que envidia sufrirán más calamidades; o, simplemente, porque piensa que, siendo gobernado por un tonto, su propia tontería quedará encumbrada. Aquí ya no nos encontraríamos con el votante simplón, sino con un votante malicioso, incluso depravado, que actúa al modo de esos tontos aprovechateguis a los que la policía pilla in fraganti, robando melones o tocando el culo a una señora, y con tan sólo dejar caer la baba, encogerse de hombros y sonreír bobaliconamente logran que los suelten, porque al ser tontos se los juzga inimputables.
Pensar estas cosas da un poco de miedo; por eso los del periódico británico se conformaban bellacamente con explicar el fenómeno con psicología mansurrona. Nosotros, qué le vamos a hacer, somos un poco más inquietos (y así nos luce el pelo).
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