MALMENOREROS
Juan Manuel de Prada
El mal menor, como la tortuga de la paradoja de Zenón de Elea, no se para quieto ni aunque lo maten; y uno puede pasarse la vida corriendo detrás de él, como Aquiles, sin llegar a alcanzarlo nunca. Hace menos de veinte años, los malmenoreros nos decían que los conservadores debían pactar con los nacionalistas vascos o catalanes, pues había que expulsar a toda costa a los socialistas del poder, que eran peores que la tiña; y ahora resulta que el mal menor consiste en que los conservadores pacten con los socialistas, que ya no son tan tiñosos, porque al parecer la tiña ha emigrado a los mozos de Podemos, que son todos unos greñudos.
Castellani, que era un gran detractor de la doctrina del mal menor entendida al modo hipocritón y clericaloide, escribió en cierta ocasión: “Parodiando a Monseñor Franceschi, que decía que la peor Cámara era preferible a la mejor camarilla, resulta que hemos llegado a un punto en que tenemos la peor Cámara junto con la peor camarilla. ¡Maldito sea el mal menor y el que lo inventó! Jamás votaré más por el mal menor, y no votaré más si no es por un Bien Mayor”. Pero pedirle a la partitocracia un partido o camarilla que defienda el Bien Mayor es como pedirle peras al olmo; pues de un mal nunca puede salir un bien. Y la razón de ser de la partitocracia no es otra sino alcanzar el consenso político (que es el lugar de encuentro de la gente sin principios), para lo cual es requisito previo indispensable borrar de las conciencias (mediante la demogresca) la noción de bien común, sustituyéndola por la más difusa y utilitarista de “interés general”, que por supuesto es el interés de las oligarquías políticas. Para lograr este birlibirloque, el consenso político recolecta aquí y allá las opiniones más variopintas–como el doctor Frankenstein recolectaba miembros de diversos cadáveres para fabricar su monstruo– y, a través de engaños y manipulaciones, elabora una síntesis caprichosa que presenta como “interés general”. Y, para ayudar a “contemporizar” a los más reticentes, aparecen los malmenoreros, que los llevan hasta el redil. Así, malmenoreando, los conservadores (que, a la postre, suelen ser eminentemente conservaduros) pueden conservar la tranquilidad (y los duros), ya que no los principios.
A estos conservadores malmenoreros les dedicaba en su diario palabras muy duras el bendito cura rural de Bernanos: “¿Qué sería de mí si me resignara al papel de tantos católicos, preocupados tan sólo del conservadurismo social (es decir, en resumen, de su propia conservación)? ¡Oh…! No es que les acuse de hipocresía. Los creo, por el contrario, sinceros. ¿Cuánta gente que se pretende ligada al orden no defiende más que sus hábitos y a veces tan sólo un simple vocabulario cuyos términos son tan corteses y se hallan moldeados por el uso hasta el punto de justificarlo todo sin que jamás se someta nada a discusión?”. Pero este conservadurismo malmenorero que lo justifica todo está llamado al fracaso, pues acaba convirtiéndose --según nos enseñase Balmes-- en “conservador de los intereses creados de una revolución consumada y reconocida”. Hoy vemos a los conservadores suspirando por un pacto con los socialistas, a quienes hace veinte años consideraban unos tiñosos causantes de todas sus desgracias; dentro de veinte años los veremos implorando un pacto con los mozos de Podemos, que para entonces tal vez ya no sean tan tiñosos, porque se habrán quedado calvos.
Y es que el mal menor, como la tortuga de la paradoja de Zenón de Elea, no se para quieto ni aunque lo maten. Y tiene la ventaja añadida de que nos permite ser chaqueteros sin necesidad de andar cambiando de bando.
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