Estrellas y ranas hinchadas

Juan Manuel de Prada

· Sánchez pone la nación en almoneda, en su soberbia pretensión de apoderarse del gobierno.
Aconsejaba don Quijote a Sancho que, antes de ponerse a gobernar, procurase conocerse a sí mismo; pues el hombre que se conoce bien no da en hincharse como la rana que quiso igualarse con el buey. Hoy, nuestra política está cada vez más llena de ranas hinchadas que quieren igualarse con los bueyes; y ahí tenemos croando con más ímpetu que ninguna a Pedro Sánchez, el hombre que tras hundir a su partido aspira a convertirse en presidente de Gobierno, para lo que parece dispuesto –como aquellos postulantes de cargos a los que Cervantes satirizaba– a cohechar, importunar, solicitar, madrugar, rogar y porfiar, aunque sea a los que quieren desgraciar España. O sobre todo a estos, porque las ranas hinchadas siempre acaban arrimándose a los sapos.
Este lamentable episodio vuelve a confrontarnos con la degeneración de la política, que los antiguos entendían como una ciencia y el arte del bien común pero hoy ya sólo consiste en apoderarse del gobierno por las buenas o por las malas, sin olvidar –apostillaba Castellani– «hacerse un buen bodigo en bancos de Suiza, para un caso de vejez, invalidez, enfermedad o que los saquen a patadas».
Sánchez sabe que sus correligionarios quieren sacarlo a patadas del partido; y, como la vida de profesor asociado no debe de ser muy rumbosa, da a la desesperada palos de ciego y pone la nación en almoneda, en su soberbia pretensión de apoderarse del gobierno. Que sería un apoderamiento breve, pues las alianzas y carambolas que pretende son descabelladas; pero a Sánchez, por muy breve que sea, le sirve, pues un paso fugaz por La Moncloa le bastará para estar viviendo de sinecuras oficiales toda la vida. A este punto de postración ha llegado la política española, donde el bien común se supedita al interés de una rana hinchada que quiere vivir como un señor buey, pastando del erario público.
Claro que nada de esto ocurriría si, como nos pedía el Aquinate, las personas que aspiran a gobernarnos fuesen las que descuellan sobre las demás en virtud e inteligencia. Uno de los signos más notorios de la corrupción de la democracia es la subversión de las humanas jerarquías, que permite que lleguen a gobernarnos gente sin oficio (o con oficios ilusorios y agregados que enmascaran su carrerismo) ni beneficio (fuera del opíparo que les produce instalarse como lapas en las estructuras partitocráticas). Más triste aún que esta subversión de las jerarquías que permite que los mediocres y los logreros se apoderen del gobierno es que lo alcancen gracias a la «voluntad popular».
Entonces puede decirse con justicia que la sociedad ha alcanzado el grado máximo de corrupción; pues si encumbrar lo que es de naturaleza inferior es siempre una monstruosidad, cuando dicho encumbramiento se hace en nombre de la «voluntad popular» debemos entender que la monstruosidad se ha extendido por doquier. Aunque, en honor a la verdad, a Sánchez no lo ha encumbrado la «voluntad popular», sino su plebeyo afán de apoderarse del gobierno a toda costa. Y es que una rana hinchada, puesta a ascender, aspira a alcanzar las estrellas.

Hablando de estrellas y de la locura de encumbrar lo que es de naturaleza inferior, Chesterton escribió: «Algunas estrellas son grandes, otras son pequeñas; unas están quietas, otras giran en torno a ellas. Están bien ordenadas, pero no son iguales. Y todas son hermosas porque cada una está en su puesto y reconoce a su superior». Claro que, para que esto ocurra, primero es necesario conocerse a sí mismo, a lo que no están nunca dispuestas las ranas hinchadas, que con tal de alcanzar las estrellas les da igual que arda Troya o la nación se ponga en almoneda.


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