Varillas de cohete
Juan Manuel de Prada
Se anuncia a bombo y platillo la creación de una piel sintética, una especie de membrana adhesiva que tapa las arrugas, manchas y flacideces de la piel deteriorada por la edad; y que, según sus inventores, se puede llevar puesta sin que nadie lo advierta (ya será menos). Aquí podríamos rescatar aquella jocosa letrilla de Quevedo, dedicada a una vieja que a toda costa quería parecer joven: «No vistas el gusano de confite / pues eres ya varilla de cohete». Pero, desde que Quevedo escribiera aquellos versos vitriólicos, la ciencia ha avanzado una barbaridad; y las varillas de cohete pueden ahora pasarse por el quirófano y dejar allí su lastre de honrosas arrugas, para salir recauchutadas y estiradas, y desde hoy empapeladas con esta piel sintética, a modo de tirita tamaño sábana, que repara todos sus desperfectos.
El mito de Fausto ya nos advertía de las calamidades que se esconden detrás de ese afán tan penosamente humano de rehuir las asechanzas de la vejez, que a la postre se resumen en la pérdida del alma. Y el hombre moderno, como Fausto, sigue vendiendo su alma a un Mefistófeles vestido de Ciencia, a cambio de la juventud, aquel «divino tesoro» que cantaba Rubén Darío. Aquí alguien dirá enseguida: «¡Qué exageración! ¡Cómo alguien va a perder el alma por aliviarse de arrugas en el quirófano!». Y, desde luego, no la perderá al modo en que lo hacía Fausto, firmando un contrato y consciente del trueque; pues la inteligencia (y el peligro) de este nuevo Mefistófeles consiste, precisamente, en hacernos creer que el alma no existe (como tampoco el diablo, por supuesto), de tal modo que la pérdida se hace más indolora, o se rodea de extraños síntomas que, a la postre, se resumen en una desazón aniquilante. Pues sólo la desazón resta a quienes anhelan un esquivo paraíso en vida (identificado con una perenne juventud), renunciando a un paraíso ultraterreno.
En efecto, en las sociedades religiosas, los hombres aceptaban que estaban hechos de un barro que con el tiempo se iba resquebrajando; aunque, como sabían que era un barro animado por un hálito divino, tenían garantizada la eternidad. Y esta certeza les permitía mirar con amor hacia el pasado, aprendiendo de los muertos que los habían precedido, para crecer a través de su ejemplo y su legado en sabiduría y virtud; y también mirar con esperanza hacia el porvenir, dejando como recuerdo de su paso por la tierra una descendencia que mantuviera viva su memoria. En cambio, en las sociedades idolátricas, los hombres olvidan que están hechos de un barro que con el tiempo se resquebraja (y mucho más de que ese barro está animado por un hálito divino) y se aferran desesperadamente a una juventud conservada en formol. Y así, desconectan del legado de los muertos, creyendo que la Ciencia que les ha prometido una juventud fiambre les regalará también sabiduría y virtud; y, por otro lado, fijos en su presente, obsesionados por disfrutar de su falsa juventud, limitan la natalidad, pues nada recuerda tanto al hombre que tiene que morir como su descendencia. Y así, encapsulados en su narcisismo, sin ayer y sin mañana, los hombres de las sociedades idolátricas se agostan y perecen, rodeados de esterilidad.
Por lo demás, toda la búsqueda del elixir de la eterna juventud característica de las sociedades idolátricas se ha saldado con un estrepitoso fracaso. Pues la dura realidad es que todos los recursos químicos o quirúrgicos que el nuevo Mefistófeles ha puesto a nuestra disposición no han logrado devolvernos la ansiada primavera perpetua, sino tan sólo prolongar un lánguido otoño; no han conseguido reconquistar la fresca «alba de oro», sino tan sólo alargar el crepúsculo. El cohete arde sólo una vez; y por mucho chisporroteo postizo que le pongamos a la varilla, nunca lograremos recuperar su vuelo originario. Y aun suponiendo que lográramos restituirle la pólvora (¡que es mucho suponer!), su vuelo ya no sería el mismo. Pues el vuelo originario de la juventud está lleno de sorpresas y de maravillas inaugurales, propias de quienes arden por primera y única vez; y el vuelo repetido y crepuscular de quien ha vestido el gusano de confite está lleno de resabios y amarguras claudicantes, propios de quienes están ya quemados.
Agustín de Foxá imaginaba, «en un perpetuo atardecer del mundo, a unos vigorosos ancianos de trescientos años, dialogando con amarga sonrisa socrática en un parque sin niños». Ese atardecer, empapelado en piel sintética, ya está entre nosotros. Y es que el crepúsculo que Mefistófeles nos vende, disfrazado de alba dorada, ha cubierto con la luz fúnebre de un eclipse moral a un mundo que se ha quedado sin alma.
Varillas de cohete
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