APOTEOSIS DE LA DEMOGRESCA
Juan Manuel de Prada

(ABC, 20 de agosto de 2016)


Ocho meses (y lo que te rondaré, morena) llevamos sin gobierno; lo que sin hipérbole puede calificarse como apoteosis de la demogresca. Castellani inventó este sarcástico vocablo para referirse a una situación política en la que el pueblo, excitado por una sobredosis de “derechos” y “libertades” (en realidad intereses egoístas y deseos primarios) que matan la aspiración de bien común y de justicia, se desgañita en un constante rifirrafe ideológico. Mientras tanto, una oligarquía política cada vez más abroquelada se robustece azuzando ese rifirrafe, que se extiende a todas las facetas de la vida política (incluso a las que debieran ser ajenas a tal rifirrafe, por constituir el meollo de la supervivencia social). Así, a la vez que se mantiene al pueblo (para entonces reducido a masa amorfa; o, sea, ciudadanía) en un estado de creciente cabreo, se le proporcionan enemigos de pacotilla sobre los que poder descargar sus frustraciones. Por supuesto, tales enemigos de pacotilla, llámense “izquierdas” o “derechas”, no son sino un espantajo creado por la oligarquía política, que para asegurar su dominio necesita fragmentarse en negociados que, a la vez que compiten en prometer más “derechos” y “libertades”, se hacen más fuertes mientras el pueblo se debilita.


Desde diciembre vivimos una apoteosis de la “demogresca”, merced a la insensatez de nuestros políticos, incapaces de aunar voluntades en la persecución del bien común, convencidos de que el meollo de su acción política debe cifrarse en la exaltación de las diferencias, en la búsqueda casi siempre falsorra de zonas de fricción con el adversario. Podría afirmarse sin incurrir en la hipérbole que, a medida que “izquierdas” y “derechas” se asemejan más (como cipayas del mundialismo que son ambas), hallan mayor deleite en significarse frente al oponente creando divisiones entre sus adeptos, como si la multiplicación de la conflictividad fuese el sustento de su fortaleza. Y esto ocurre, paradójicamente, en una época en la que no nos cansamos de invocar melosamente palabras como “tolerancia” o “consenso”; pero lo cierto es que tales invocaciones no son sino subterfugios retóricos que disimulan la incapacidad para crear entre las personas adhesiones consistentes, nacidas de un sentido de pertenencia. A la postre, lo que tales invocaciones melosas prueban es la fragmentación creciente (atomización casi) de la sociedad, cuyos miembros sólo pueden “tolerarse” levantando barricadas entre sí.


Vivimos en una demogresca creciente, en la que los llamados “derechos” se han convertido en armas arrojadizas que enarbolamos contra el prójimo, en quien ya sólo vemos un enemigo potencial. Nos han convertido, sin que nos diésemos cuenta, en miembros de sectas desvinculadas y cada vez más irreconciliables; y esta demogresca creciente, que no es sino impotencia para alzarse sobre un nivel rastrero de polución ideológica e individualismo a ultranza, acaba imposibilitando cualquier posibilidad de entendimiento. El escenario político que han deparado las dos últimas citas electorales es expresión evidente de una sociedad hecha trizas, abocada a la desvinculación más completa (y tal vez luego al canibalismo). Y, al rehuir el acuerdo, nuestros líderes políticos no hacen sino echar carnaza a la bestia que ellos mismos crearon.


Afirmaba Donoso Cortés, con una clarividencia atroz y una profundidad insondable, que «el principio electivo es de suyo cosa tan corruptora que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas». Tal vez estos ocho meses sin gobierno sean una premonición de esa muerte por gangrena que nos aguarda, a la vuelta de la esquina, tras la apoteosis de la demogresca.











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