La transición democrática sólo fue posible gracias a presentarse, aparente y formalmente, como una continuidad del régimen el franquista y no como una ruptura radical con el mismo. Por mucho que hoy se nos quiera mostrar la aprobación de la Carta Magna española como un acto constituyente de un nuevo régimen e independiente del anterior, esto no fue jurídicamente así. Torcuato Fernández-Miranda y su famosa argucia: “de la ley a la ley” fue el artífice de esta estratagema que permitió este carácter continuista de la transición.

No en vano, a la Constitución del 78 se la conoció inicialmente como la “octava” Ley Fundamental del Movimiento. Ello no impidió que la Carta Magna derivara en contradicciones evidentes y previsibles: por un lado, se debía a un proceso legal derivado del franquismo y, a la vez, se redactó para desarrollar un cuerpo jurídico que disolviera el régimen del que procedía. La nueva Constitución fue aprobada en referendo y se consumó como una extraña continuidad-rupturista con el Régimen anterior. De ahí que aún arrastre contradicciones que la llevan, con mayor o menor premura, a su autodestrucción.
Muchos políticos, medios de comunicación y “expertos”, han trabajado durante décadas para presentarnos la Constitución del 78 como símbolo de ruptura para con el franquismo y el inicio de una etapa radicalmente diferente, en el orden político. Para ello se ha ido creando el imaginario de un “pueblo” que se levantaba contra la tiranía e imponía su voluntad y ansias de libertad, “dándose” a sí mismo una Constitución democrática. A ello se unió el pacto de silencio sobre el verdadero origen de la nueva “clase política democrática”, tanto los dirigentes pertenecientes a la UCD como los del PSOE. Estos dos grandes partidos que surgían aparentemente de la nada con unos recursos inimaginables y de sospechoso origen, configuraron el bipartidismo. Nadie quiso denunciar que buena parte de esta nueva casta, distribuida entre derecha e izquierda, procedía de muchas de las viejas familias franquistas. El reciclaje en “demócratas de toda la vida”, fueran socialdemócratas o del centro conservador, se produjo de la noche a la mañana.
Nadie quiso denunciar que buena parte de esta nueva casta, distribuida entre derecha e izquierda, procedía de muchas de las viejas familias franquistas.
Podríamos recurrir a muchos textos de expertos constitucionalistas y básicamente muchos de ellos tienen que reconocer que se produjo esa continuidad legal con el anterior régimen. Sin embargo, para distanciarse, presuponen que el nuevo régimen democrático tuvo –aunque con fallos- su propio proceso constituyente y que aunque la legalidad provenía del cuerpo jurídico franquista, su legitimidad provenía del pueblo que la había refrendado. Este recurso intelectual para presentar la Constitución como fruto de la voluntad del pueblo español, tenía sus peligros. El más grande es que se concedía una primacía a la voluntad política sobre la legalidad. De ahí que la Carta Magna, acabara –y aún hoy en día es así- dependiendo de las voluntades políticas dominantes. De hecho su estabilidad durante una generación, se debió a que las esas voluntades políticas llegaron al famoso “consenso”. Pero cuando éste se resquebraja, la legitimidad del texto desaparece.
su estabilidad durante una generación, se debió a que las esas voluntades políticas llegaron al famoso “consenso”. Pero cuando éste se resquebraja, la legitimidad del texto desaparece

Este mal de raíz, aunque se haya querido ocultar siempre, no ha desaparecido. Hoy por hoy, la interpretación del texto constitucional depende de la voluntad política. Hasta hace poco, se trató a la Carta Magna como algo casi “sagrado” e inviolable. No obstante, la emergencia de nuevas voluntades y fuerzas políticas, están haciendo temblar el texto que –como veremos- adolece de criterios fijos de interpretación.
De hecho, la primacía de la voluntad política sobre lo jurídico, explicaría por qué la redacción de la Constitución careció de técnicos juristas y politólogos apropiados o por qué un texto tan fundamental y se redactó y discutió en tres meses. La respuesta es sencilla: urgía para el nuevo entramado democrático –previamente diseñado como un bipartidismo- y por eso nadie se detuvo a analizar el texto de la carta Magna como un “todo” lógico y coherente. Más bien, el proceso de redacción y discusión se asemejó a un mercadeo, donde las discusiones de los ponentes no eran técnicas, sino sobre pequeñas cuñas y matices que se empeñaban en introducir o sacar del texto. La ausencia de técnicos impidió prever futuras contradicciones en los desarrollos legislativos y que nos ha llevado hasta la situación actual.
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