HIJOS SIN HIJOS
Juan Manuel de Prada
Que los gobernantes tengan o no tengan hijos no es una cuestión baladí
TRAS la victoria del gabacho Macron, un amigo me invita a reflexionar sobre un hecho nada baladí: se trata de un gobernante sin hijos, de otro gobernante europeo más sin hijos, al igual que la teutona Angela Merkel, al igual que la británica Theresa May, al igual que el holandés Mark Rutte, al igual que el italiano Paolo Gentiloni, al igual que el sueco Stefan Löfven, al igual que el luxemburgués Xavier Bettel, al igual que otros muchos mandatarios europeos, incluido el archipámpano Jean-Claude Juncker. Poder designar con plena propiedad a todos estos personajes como una recua de mulas nos procura, ciertamente, enorme gozo. Pero, por lo demás, resulta muy inquietante que una mayoría de gobernantes europeos sean «hijos sin hijos». No parece insignificante que las personas que deben velar por el futuro de Europa y asegurar el porvenir de nuestros hijos sean personas que hayan decidido permanecer estériles.
El pensamiento político clásico, cuando explicaba las obligaciones del príncipe hacia sus súbditos, las comparaba con las del padre hacia sus hijos. El príncipe estaba obligado a velar por sus súbditos con la diligencia que se exige al padre de familia, defendiéndolos hasta el derramamiento de la propia sangre; y, a cambio, los súbditos estaban obligados a mostrarle la obediencia afectuosa y leal que un buen hijo muestra a su padre. Este cuidado amoroso que el príncipe debía a sus súbditos tenía su mejor escuela en la propia institución monárquica, que no en vano se fundamentaba en la continuidad familiar. Cada vez que el príncipe tenía un hijo, sus súbditos lo celebraban con alborozo; pues, aparte de asegurarse un sucesor, aseguraba el porvenir de los hijos de sus súbditos, a quienes tampoco faltaría un príncipe que los protegiese.
Los gobiernos de nuestra época ya no se fundan en la continuidad familiar; pero que los gobernantes tengan o no tengan hijos no es una cuestión baladí. Como escribía el cronista Juan de Lucena, ensalzando a Isabel la Católica: «Lo que los reyes facen, bueno o malo, todos ensayamos de lo facer. Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia la reina, somos agora estudiantes». En efecto, en medio del invierno demográfico que está destruyendo Europa, resultaría esperanzador que los europeos pudieran mirarse en el espejo de unos gobernantes que invitan con el ejemplo a la procreación. Algo muy grave está ocurriendo cuando un continente que atraviesa la etapa más próspera de su historia, que dispone de medios para combatir la enfermedad y prolongar la vida, que parece haberse sacudido la amenaza de las guerras, plagas y catástrofes que en otras épocas diezmaron su población, se niega sin embargo a tener descendencia. Algo muy grave está sucediendo cuando cada vez más europeos se niegan a crear una nueva generación (a la vez que claman farisaicamente contra la invasión musulmana); y, no contentos con ello, eligen gobernantes que los ratifican en esa decisión suicida. Europa es víctima de lo que Solzhenitsyn llamaba un «arrebato de automutilación»: el ombliguismo consumista, el egoísmo parasitario, el hastío vital de un continente que se ahoga en la náusea de su propia esterilidad merecían, en efecto, que los gobernase esta recua de mulas. Y podríamos preguntarnos incluso, a la luz del pensamiento político clásico, si los «hijos sin hijos» son los más idóneos para asumir tareas de gobierno, para brindar su cuidado amoroso y luchar por el porvenir de nuestros hijos.
Europa no sólo carece de recursos morales para mantener su civilización, sino que ni siquiera posee gobernantes que la inviten a prolongar su existencia. Tal vez haya llegado el momento de cerrar el quiosco y esperar la llegada de los bárbaros.
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