“Al mediocre le agradan los escritores que no dicen ni sí ni no, sobre ningún tema, que nada afirman y que tratan con respeto todas las opiniones contradictorias.
Toda afirmación les parece insolente, pues excluye la proposición contraria. Pero si alguien es un poco amigo y un poco enemigo de todas las cosas, el mediocre lo considerará sabio y reservado, admirará su delicadeza de pensamiento y elogiará el talento de las transiciones y de los matices.
Para escapar a la censura de intolerante, hecha por el mediocre a todos los que piensan sólidamente, sería necesario refugiarse en la duda absoluta; y aún en tal caso, sería preciso no llamar a la duda por su nombre. Es necesario formularla en términos de opinión modesta, que reserva los derechos de la opinión opuesta, toma aires de decir alguna cosa y no dice nada. Es preciso añadir a cada frase una perífrasis azucarada: “parece que”, “osaría decir que”, “si es lícito expresarse así”.
Al activista de la mediocridad le queda al actuar una preocupación: es el miedo a comprometerse. Así, expresa algunos pensamientos robados a Perogrullo (”Monsieur de la Palisse”, en el original francés), con la reserva, la timidez y la prudencia de un hombre receloso de que sus palabras, por demás osadas, estremezcan al mundo.
Al juzgar un libro, la primera palabra de un hombre mediocre se refiere siempre a un pormenor, habitualmente un pormenor de estilo. “Está bien escrito”, dice él, cuando el estilo es corriente, incoloro, tímido. “Está mal escrito”, afirma él, cuando la vida circula en una obra, cuando el autor va creando para sí un lenguaje a medida que habla, cuando expresa sus pensamientos con ese desembarazo osado que es la franqueza de un escritor.
El mediocre detesta los libros que obligan a reflexionar. Le agradan los libros parecidos a todos los otros, los que se ajustan a sus hábitos, que no hacen romper su molde, que caben en su ambiente, que los conoce de memoria antes de haberlos leído, porque tales libros se parecen a todos los otros que él leyó desde que aprendió a leer.
El hombre mediocre dice que hay algo de bueno y de malo en todas las cosas, que es preciso no ser absoluto en su juicio, etc.
Si alguien afirma categóricamente la verdad, el mediocre lo acusará de exceso de confianza en sí mismo. Él, que tiene tanto orgullo, no sabe qué es el orgullo. Es modesto y orgulloso, dócil frente a Marx y rebelde contra la Iglesia. Su lema es el grito de Joab: “Soy audaz solamente contra Dios”.
El mediocre, en su temor de las cosas superiores, afirma amar ante todo el sentido común; sin embargo no sabe qué es el sentido común. Pues por esas palabras entiende la negación de todo cuanto es grande.
El hombre inteligente eleva su frente para admirar y para adorar; el mediocre eleva la frente para bromear; le parece ridículo todo lo que está encima de él, y el infinito le parece el vacío”.
Artículo de interés de Juan Manuel de Prada para el periódico «ABC» titulado «Hello et à Dieu» publicado el 7/VII/2017.
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En el único retrato que conocemos del solitario Ernest Hello (1828-1885) llaman enseguida la atención las manos sarmentosas, los rasgos macilentos, la mirada abstraída y un mechón de pelos levantiscos, tal vez sacudidos por un soplo celeste que le susurra palabras dulces o terribles al oído. Hello, hijo de un abogado bretón, estudió leyes por proseguir la tradición familiar; pero, tras licenciarse a los dieciocho años, se negó a ejercer, por no defender causas injustas.
Este rasgo levantisco no debe hacernos creer que Hello fuese un rebelde al estilo banal y diletante consagrado por el mundo. Por el contrario, fue un rebelde con Causa, la única causa que puede empujar a un hombre a reaccionar con tan insolente intransigencia. Queremos decir que Hello era católico; no al modo santurrón y anguileante que hoy se estila, sino con una oposición neta a la modernidad que lo condenó, ya en vida, al ostracismo, y en muerte al olvido.
Hello, sin embargo, no lo lamentó demasiado. Tenía vocación de eremita y querencia por el campo; y casi toda su vida la pasó en una finca familiar, en Keroman, acompañado por su esposa, la también escritora Zoé Berthier, que dedicó sus mayores desvelos a cuidar con tesón de su marido, enfermo de los huesos desde niño. Discípulo confeso de Joseph de Maistre, alabado por el Cura de Ars y por Barbey d’Aurevilly, Hello publica su primer libro (una diatriba contra Renan) en 1859, a la vez que despliega una incansable actividad como polemista que le valdrá la admiración de autores como Léon Bloy, quien lo llamaba cariñosamente (le dijo la sartén al cazo) «el loco», tal vez por no llamarlo «el santo».
Y es que, en efecto, toda la obra de Hello está penetrada de un ramalazo de clarividente locura, de entusiástica santidad, que alcanza su culminación en la que sin lugar a dudas es su obra maestra, «El hombre» (1872), una colección de ensayos de intención apologética en la que se entremezclan cuestiones de índole estética, filosófica, científica y teológica. Libro incendiado de sabiduría y atrevimiento, «El hombre» podría definirse como la enmienda a la totalidad que un reaccionario inflamado de misticismo hace al mundo moderno.
Son muchos los pasajes memorables de este libro, en los que Hello refuta las más diversas idolatrías vigentes y descabeza a los santones del mausoleo ilustrado (empezando por Voltaire, a quien profesaba especial inquina); pero tal vez el capítulo más deslumbrante del libro sea el que dedica a «El hombre mediocre», al que identifica por su odio a lo bello y su sumisión a las convenciones establecidas, así como por su horror al hombre de auténtico genio (a quien siempre califica de exagerado).
Durante mucho tiempo, «El hombre» fue reeditado en versiones expurgadas, pues se consideraba que algunas de sus reflexiones vitriólicas podían ofender la sensibilidad meapilas; y, en efecto, abundan en él las afirmaciones incompatibles con el aguachirle doctrinal imperante: «La verdadera misericordia –escribe Hello– es inseparable de un odio activo, furioso, devorador, implacable, exterminador, hacia el mal. ¿Cuándo se comprenderá que, para ser misericordioso, hay que ser inflexible; que para ser blando con el que pide perdón, hay que ser cruel contra el error, la muerte y el pecado? Desde hace mucho tiempo, la malevolencia y la tontería han conspirado para dar a las virtudes un aspecto bobo, deslucido, borroso y lamentable».
Y hay pasajes proféticos que estremecen: «El verdadero santo –asegura– tiene caridad, pero una caridad terrible que arde, que devora, una caridad que detesta el mal, porque quiere la curación. El santo forjado por el mundo tendrá una caridad dulzona que bendecirá a cualquiera y cualquier cosa, en cualquier circunstancia. El santo forjado por el mundo sonreirá al error, sonreirá al pecado, sonreirá a todos, sonreirá a todo. Estará exento de indignación, de profundidad, de alteza, de mirada sobre los abismos. Será benévolo, dulzarrón con el enfermo e indulgente con la enfermedad. Si quieres tú ser ese santo, el mundo te amará y dirá de ti que haces amar el Cristianismo».
Para que quedara claro el modelo de santidad que postulaba, Hello publicaría «Fisonomía de los santos» (1875), una vibrante colección de semblanzas hagiográficas, llena de intuiciones prodigiosas y reflexiones fustigadoras, que tradujo maravillosamente al español el gran poeta catalán Joan Maragall; por supuesto, ninguna editorial católica española se han dignado reeditarla durante el último siglo. Algo de esto ya se olía Hello cuando escribió que «el verdadero creyente provoca un odio furioso en el falso creyente»; y también Huysmans cuando calificaba al solitario de Karoman como «inexpugnable al éxito».
Pero Hello no creía en el éxito, sino tan sólo en la gloria, que no la dan los hombres; y aguardó esa gloria poniéndose a escribir todos los días, en un pequeño pabellón o belvedere, con las cristaleras abiertas hacia el mar y el sol naciente inflamando su escritura de un estilo ardoroso que, aun tomado en pequeñas dosis, abrasa las resistencias del incrédulo y descompone a los tibios y a los eunucoides. Desde ese pabellón o belvedere dijo Hello «adieu» («¡à Dieu!») al mundo, gozoso de abrazar la fuente de su dicha.
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