Fuente: Cruzado Español, Números 720 – 723, 15 de Marzo a 1 de Mayo de 1988, página 7.
UN TRÁGICO ANIVERSARIO
Los Tratados de Westfalia sellaron la laicización de Europa
En el 340 aniversario de la llamada «Paz de Westfalia»
En las ciudades de Osnabrück y Münster de Westfalia, se firmaron el 6 de Agosto de 1648 y el 24 de Octubre del mismo año, respectivamente, los Tratados de Paz que ponían término a la desoladora guerra llamada de los Treinta Años.
Dichos Tratados habían de tener consecuencias desastrosas, no sólo para Alemania, sino también para el futuro de la Europa cristiana.
En efecto, la Iglesia, que había hecho constantes y repetidos intentos para detener la orgía de sangre y ruinas provocadas por los desafueros de los protestantes, resultó la principal víctima de tales estipulaciones, otorgadas entre los contendientes de la víspera, ya que en ellas se aseguraba el triunfo de la pseudo Reforma en la sociedad europea.
La Guerra de los Treinta Años se había iniciado en 1618 con la lucha provocada por el Elector del Palatinado contra el Emperador, el Elector de Sajonia y el Duque de Baviera.
La acción del Príncipe calvinista del Palatinado quedó frustrada en el primer momento, pero bien pronto los protestantes obtuvieron la ayuda del Rey de Dinamarca, quien se puso al frente de los rebeldes, contando con la ayuda de Inglaterra y Francia.
Vencido el ejército de Dinamarca, Fernando II obligó a los protestantes a restituir los bienes eclesiásticos robados desde la Paz de Augsburgo [1].
Pero fue solamente un instante de respiro, ya que el Rey de Suecia Gustavo Adolfo entró pronto en escena con un poderoso ejército, derrotando a los imperiales en Leipzig. Empezó entonces un terror despiadado en toda Alemania, con la secuela de terribles profanaciones. Pero pasó también el momento de Suecia, con la muerte de su Monarca en la batalla de Lützen.
Parecía que el Imperio recobraba su antiguo esplendor, pero allí estaba vigilante Richelieu, enemigo declarado de la Casa de Austria, que se dispuso a realizar lo que no habían conseguido daneses ni suecos.
Se reemprende de nuevo la lucha con redoblado esfuerzo, sin que ninguno de los contendientes lograra un resultado decisivo. Y empiezan, así, las negociaciones, a las que España se niega en principio, adivinando quizás las graves consecuencias que entrañaban.
Y así se llegó, en 1648, a firmarse la trágica Paz de Westfalia, que representó, en el orden político europeo, la victoria de los postulados fundamentales engendrados por la rebelión luterana.
Decía el Papa Pío XII, en la Encíclica «Summi Pontificatus», que
«la raíz profunda y última de los males que deploramos en la sociedad moderna, es el negar y rechazar una norma de moralidad universal, así en la vida individual como en la vida social y en las relaciones internacionales».
Y añadía, después, que
«la negación de la base fundamental de la moralidad tuvo en Europa su raíz originaria en la separación de aquella doctrina de Cristo de la que es depositaria y maestra la Cátedra de Pedro».
Es decir, la grave crisis de la sociedad europea comienza con el gesto de desgarbado orgullo de Lutero, que, al negar su obediencia a Roma, sienta los principios que destrozarán la comunidad cristiana de los pueblos, forjada en la Edad Media.
En este sentido, Westfalia representa el momento clave en el que los principios disolventes del protestantismo penetran en el ordenamiento político. Con ello comienza un nuevo período histórico en el cual todavía estamos inmersos.
En Westfalia se entierra para siempre la teoría de la unidad del mundo civilizado –unidad concebida jerárquicamente, teniendo por cabeza al Papa y al Emperador–, porque allí se consagra la desintegración de Europa con la proclamación del llamado «principio de la laicización de la sociedad internacional».
* * *
En Westfalia se puso término a la matanza despiadada y terrible de un trentenio en el que, los asaltos de los Príncipes protestantes y de sus aliados contra la autoridad del Emperador, se sucedieron con redoblado empuje.
Pero, por contra, la firma de la paz se logró en perjuicio, y a expensas, de la Iglesia y de toda su doctrina, fundamento de la verdadera unidad.
Pero Westfalia es algo más.
Es la consumación del despojo más inicuo de la Iglesia en Alemania.
De un plumazo, los Obispados de Halberstadt, Magdeburgo, Camin y Minden pasan a poder del nuevo Elector de Brandeburgo, Federico Guillermo. La Casa de Brunswick se lanza, cual ave de rapiña, sobre las abadías de Walkenried y Groningen, y el Obispado de Osnabrück. El Duque de Mecklemburgo se apodera de los Obispados de Schwerin y Ratzeburgo, y de territorios pertenecientes a la Orden de San Juan.
Todos los Señores protestantes se han dado cita al gran convite.
Pero todo ello no es aún suficiente. Hay que convalidar las usurpaciones sacrílegas cometidas desde la pacificación de Passau. Lo proponen naturalmente los protestantes y así se acepta. Desde 1555 hasta 1644, queda reconocida la propiedad legal de todos los bienes usurpados por los sectarios.
El Papa Inocencio X, por medio de la Bula «Zelus Domus Dei», al protestar contra los inicuos atentados cometidos y firmados en la Paz de Westfalia, decreta:
«Decimos y declaramos… que los dichos Artículos de cada uno de estos Tratados, o de ambos, y todas las demás cosas contenidas en ellos… que dañan o han dañado de algún modo a la Religión Católica, al Culto Divino, al bien de las almas, a la dicha Sede Apostólica Romana, a las Iglesias inferiores, al orden y estado eclesiástico, autoridades, libertades, privilegios, prerrogativas y derechos cualesquiera… son y serán perpetuamente IPSO IURE nulos, írritos, inválidos, inicuos, injustos, condenados, reprobados, frívolos, sin fuerza alguna…».
Efectivamente, la Santa Sede, a partir de Westfalia, queda completamente apartada de toda intervención en el orden público internacional.
Desde entonces, el Papa permanece olvidado, arrinconado en Roma, negándosele su paternal divina autoridad en las continuas tentativas de los poderosos para articular una ordenación jurídica de la comunidad de los pueblos.
Desde entonces, la Iglesia no puede ejercer jurídicamente su divina misión de custodio del derecho de gentes, cumpliendo el soberano poder que tiene sobre las naciones todas [2].
Hasta el año 1898, en que el Zar de Rusia invita al Papa León XIII a participar en la Conferencia Mundial para la Paz, que se reunirá el siguiente año en La Haya, el Vicario de Cristo es víctima, y lo es el mundo, del aislamiento impuesto en Westfalia. Aunque también en La Haya se negará la entrada al Romano Pontífice.
Con el triunfo del protestantismo sobreviene, como lógica consecuencia, el fraccionamiento de Europa.
Desde aquel instante, será vana quimera tratar de la VERDADERA unidad europea, ya que se ha destrozado el fundamento mismo de la auténtica unidad.
Como afirmaba Pío XII, al quedar rota la norma de moralidad universal, será inútil todo intento de organizar orgánicamente el mosaico disperso de los Estados, incapaces de rehacer, por las solas vías naturales, el lazo vital y fecundo capaz de transformar el conglomerado de razas y naciones de Europa en una verdadera familia cristiana de pueblos.
¿Qué queda de las promesas de Westfalia en orden a la paz?
Recordemos el artículo quinto del Tratado ya citado de Osnabrück, en el cual podemos leer:
«… Hasta que las controversias sobre religión no terminen con un convenio amistoso y universal de las partes; hasta tanto no se llegue a un entendimiento sobre la religión cristiana… Y, si Dios no lo quiera, no se alcanzara un acuerdo sobre las diferencias religiosas, no por ello esta Convención dejará de ser perpetua, ni esta paz dejará de durar siempre».
¿Es posible un orgullo mayor del entendimiento humano?
Porque, al instituirse en Westfalia la LAICIZACIÓN de Europa, quedó roto el fundamento de cualquier paz posible, de una auténtica paz.
La Historia nos muestra, desde 1648, la utopía de Westfalia.
J. O. C.
[1] Nota mía. El 31 de Octubre de 1517 Martín Lutero enviaba una carta al Arzobispo de Maguncia, Alberto de Brandeburgo, en la que le adjuntaba 95 tesis contra la Iglesia Católica.
A principios de 1520 el Papa León X creó una Comisión Teológica dividida en tres grupos y presidida por el Cardenal Cayetano para el estudio de las doctrinas vertidas en las obras del monje agustino. A partir del informe final de esta Comisión, el Papa León X elaboró y publicó la Bula Exsurge Domine, de 15 de Junio de 1520, en la que se condenaban 41 de las 95 tesis, y se daba a Lutero un plazo para que se retractase. Pasado el plazo sin que el monje alemán se sometiera, el Papa publicó la Bula Decet Romanum Pontificem, de 3 de Enero de 1521, en la que se declaraba la excomunión de Lutero, es decir, su exclusión definitiva de la Iglesia Católica.
A su vez, se celebró la Dieta Imperial (Reichstag) en la ciudad de Worms (28 de Enero – 26 de Mayo de 1521). Presidida por el Emperador Carlos V, se convocó a ella al heresiarca para que se retractara de sus herejías, pero, en lugar de ello, se reafirmó en ellas.
En consecuencia, Carlos V dictó el 8 de Mayo de 1521 una Proscripción Imperial (Reichsacht) contra Lutero, más conocida como Edicto de Worms, en virtud de la cual se ordenaba que nadie en el Imperio favoreciera de cualquier modo a Lutero, sino que se procediera a su captura a fin de castigarlo por hereje. Este Edicto fue aprobado y confirmado por la Dieta y publicado mediante el Receso (Reichsrezess) de 26 de Mayo de 1521.
Por desgracia, la herejía fue cundiendo entre algunos Príncipes y Ciudades del Imperio, los cuales patrocinaban las correspondientes “reformas” en sus respectivos territorios, procediendo a la destrucción de todo vestigio católico que pudiera restar en los mismos.
Estos Príncipes y Ciudades formaron en 1526 una primera alianza denominada Liga de Torgau, en oposición a la implementación del Edicto de Worms en sus respectivos “Estados Nuevos”, y a las políticas antiluteranas del Emperador.
La situación se volvía cada vez peor en el seno del Imperio, por lo que Carlos V convocó de nuevo la Dieta, esta vez en la ciudad Augsburgo (20 de Junio – 19 de Noviembre de 1530), para tratar de solucionarla.
Pero en ella se evidenció más la separación entre los dos bandos del Imperio. El bando protestante presentó en la Dieta, el 25 de Junio, un documento conocido como Confesión de Augsburgo en donde se recogen por primera vez, de manera sistemática, las doctrinas de Lutero (fue elaborado por su discípulo Felipe Melanchthon).
Carlos V mandó elaborar una réplica a una Comisión Teológica, la cual presentó a la Dieta, el 3 de Agosto, el documento conocido como Confutatio Augustana.
El 22 de Septiembre se leyó un Proyecto de Receso en el que la Dieta concluía que la Confesión había sido suficientemente refutada, y, por consiguiente, se conminaba a los Estados protestantes a volver a la Religión verdadera (se les daba como plazo máximo el 15 de Abril siguiente). Al mismo tiempo, el Emperador se comprometía a promover la convocatoria de un Concilio Ecuménico que pusiera punto final a todas estas cuestiones doctrinales.
Finalmente se aprobó el Receso el 19 de Noviembre, en el que quedaban confirmados los anteriores puntos, manteniéndose en todo su vigor el Edicto de Worms, que dejaba fuera de la ley a Lutero y a sus seguidores en todo el Imperio.
En contestación, el 27 de Febrero de 1531 los Príncipes y Ciudades protestantes se unieron para formar la llamada Liga de Esmalcalda, con el fin de imprimirle, por primera vez, una orientación o perfil militar a su oposición al Emperador.
El Emperador Carlos V, una vez atendidos y solucionados otros compromisos políticos y militares que ocupaban su atención en otras áreas (principalmente contra la continuas incordias promovidas por el Rey de Francia, Francisco I), pudo finalmente fijar sus miras hacia la represión y erradicación del protestantismo en el Imperio. Ante la inminente amenaza, la Liga de Esmalcalda le declara la guerra en Julio de 1546, iniciándose así la llamada Guerra de Esmalcalda, que durará hasta la victoria definitiva del Emperador en la Batalla de Mülhberg, en Abril de 1547.
A continuación, en la Dieta Imperial celebrada en Augsburgo (1 de Septiembre de 1547 – 30 de Junio de 1548) Carlos V quiso restablecer, primordialmente, la paz en el Imperio. A este efecto, la Dieta hizo público el 15 de Mayo de 1548 la Declaración de su Romana e Imperial Majestad sobre la observancia de la Religión dentro del Sacro Imperio hasta la decisión del Concilio General.
En este documento se recogía una solución de compromiso, en la que se establecía una serie de 26 artículos que debían ser provisional o interinamente aceptados por todos los Príncipes hasta tanto el Concilio de Trento se pronunciare de manera definitiva sobre las cuestiones tratadas (el Concilio, iniciado con la sesión del 13 de Diciembre de 1545, se había suspendido en la sesión del 2 de Junio de 1547, y no se reanudaría hasta la sesión del 1 de Mayo de 1551).
Desde el punto de vista doctrinal, las fórmulas acordadas eran vagas e imprecisas (podían interpretarse en un sentido católico o luterano), y además se hicieron incluso algunas concesiones filoluteranas en materia de disciplina eclesiástica, tales como la posibilidad de la comunión bajo las dos especies o el matrimonio de clérigos.
Este documento, que pasaría a la Historia con el nombre de Ínterim de Augsburgo, fue aprobado y promulgado por la Dieta en el Receso Imperial del 30 de Junio de 1548.
Lo cierto es que no satisfizo a nadie, como suele ocurrir con las fórmulas de compromiso. Hay que tener en cuenta que también había fracasado, previamente, el llamado Ínterim de Ratisbona de 29 de Julio de 1541, un documento con la misma finalidad transaccionista, aprobado por Carlos V al finalizar las negociaciones habidas en la Dieta celebrada en la ciudad de Ratisbona (5 de Abril – 29 de Julio de 1541).
El 22 de Mayo de 1551 los Príncipes protestantes reactivaron sus antiguas alianzas mediante el Tratado de Torgau. Y, animados por el apoyo del nuevo Rey de Francia Enrique II mediante el Tratado de Chambord de 15 Enero de 1552, volvieron a emprender una nueva guerra contra el Emperador, denominada Guerra de los Príncipes, y que se saldaría esta vez con la victoria protestante, tal y como se refleja en las condiciones firmadas por el Emperador en el Tratado del 2 de Agosto de 1552, más conocido como Paz de Passau.
En virtud de este Tratado, quedaban liberados los Príncipes protestantes Juan Federico de Sajonia y Felipe de Hesse, que estaban bajo poder del Emperador; y se permitía que los Príncipes protestantes arrumbaran el Ínterim de Augsburgo y abrazaran la Confesión de Augsburgo, hasta tanto se convocara una nueva Dieta que terminara de resolver pacíficamente las disensiones religiosas.
Pero los Príncipes protestantes no consideraron suficientes estas garantías, y reanudaron su guerra contra el Emperador, emprendiendo una nueva campaña conocida como Guerra de los Margraves.
En este contexto, Carlos V sufrió una grave derrota en el llamado Sitio de Metz (19 de Octubre de 1552 – 2 de Enero de 1553), en su intento de recuperar esta Ciudad de la que se había adueñado el Rey de Francia en virtud del mencionado Tratado de Chambord.
Carlos V, espiritualmente agotado por toda una vida de luchas y guerras contra el problema protestante, accede finalmente a la convocatoria de otra Dieta en Augsburgo (5 de Febrero – 25 de Septiembre) y a un acuerdo con los representantes de la Liga de Esmalcalda, aprobado y promulgado en el Receso del 25 de Septiembre de 1555, y más comúnmente conocido como Paz de Augsburgo.
En esta nueva Ley del Imperio se consagraba la libertad religiosa en el seno del Imperio, por medio del principio del Estado confesional o confesionalidad del Estado, más conocido bajo la fórmula cuius regio, eius religio (la religión previamente elegida por el Príncipe se convertirá en la religión oficial del Estado). El Tratado sólo permitía elegir entre la Religión verdadera y la herejía luterana (no se permitiría el calvinismo, ni otras denominaciones protestantes, dentro del Imperio, hasta la llamada Paz de Westfalia de 1648).
En la Ley también se establecía una cláusula en virtud de la cual se establecía que si un cargo eclesiástico católico en un determinado territorio, que a la vez ejerciera funciones de Príncipe sobre ese mismo territorio, abrazaba el luteranismo, no podría apropiarse para su familia de los bienes eclesiásticos adjuntos a su cargo. Este acto de apropiación de los bienes eclesiásticos se denominaba secularización, y la Ley sólo reconocía las secularizaciones anteriores al Tratado de Passau, pero no las que se hicieren después de él, debiéndose restituir a la Iglesia Católica los bienes que se hubieran secularizado a partir de esa fecha. Esta cláusula se conoce bajo la fórmula de reservatum ecclesiasticum.
A finales de Octubre de ese mismo año de 1555, Carlos V inició en Bruselas las abdicaciones de todos sus Reinos, cediendo el Imperio en favor de su hermano Fernando, y los Reinos de la Monarquía Hispánica a su hijo Felipe, quienes habrían de recoger el testigo entregado por el Emperador y continuar el buen combate contra la Revolución protestante, que hacía estragos en el continente europeo.
El Emperador, finalmente, abandona los Países Bajos en Septiembre de 1556 y llega a la Península en ese mismo mes, desplazándose a continuación hasta el Monasterio de Yuste, a donde llega el 22 de Febrero de 1557. Allí dedicará sus últimos días a poner su alma en paz con Dios, falleciendo el 21 de Septiembre de 1558.
Huelga señalar, por último, que, una vez finalizado, por fin, el Concilio de Trento (la última sesión tuvo lugar el 3-4 de Diciembre de 1563), sus Decretos sólo fueron implementados en los Estados del Imperio confesionalmente católicos.
[2] Nota mía. El arminiano (calvinita liberal) holandés Hugo Grocio y el luterano alemán Samuel Pufendorf fueron dos de los grandes sistematizadores del “Derecho” Nuevo en materia internacional o mundial.
Su principal labor consistió en la desvirtuación o tergiversación del derecho natural cristiano y del derecho de gentes cristiano elaborados y expuestos por la Segunda Escolástica Española (de la cual formaban parte, entre otros, como figuras de primer orden, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez), mediante el uso de un llamado “derecho” natural racionalista inventado (no sólo por ellos, sino también en unión con otros publicistas protestantes contemporáneos del siglo XVII), que les serviría para “justificar” o “consagrar” los “hechos consumados” de las implantaciones del protestantismo en varias y distintas zonas y áreas del continente europeo, y, por ende, la “imposibilidad” o “injustificación” de carácter “jurídico” para una reversión de la situación a su estado originario: la unidad de la Cristiandad bajo la única Religión verdadera, única posible garantía de la paz.
En definitiva, son dos de los principales fundadores del “derecho” laico, neutral o masónico en el ámbito internacional o mundial, con vistas a una pretendida búsqueda de la “paz” en dicho ámbito.
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