LA MISIÓN DEL CARLISMO


Pues bien, señores, diputados, y lo digo con toda sinceridad, dirigiéndome a todos vosotros, que, por ser españoles, seguramente tenéis en el fondo de vuestra alma aquel culto hidalgo que siempre se ha rendido en esta tierra a la lealtad y a la consecuencia; podréis decir de nosotros todo lo que queráis, podréis decir que los que a esta Comunión pertenecemos somos absolutistas, somos la rémora del progreso, de la civilización y de la cultura, y todas las vulgaridades inventadas para motejarnos; pero hay una cosa que no se atreverá a decir nadie, y es que alguno de nosotros haya faltado a la lealtad y a la consecuencia jamás. Y cuando aquí se discute todo, cuando aquí se discute la consecuencia de un ministro y la consecuencia de un ministerio, y cuando a propósito de este punto se habla de la sustancialidad y accidentalidad de las formas de Gobierno, no hay nadie tan osado que se atreva a lanzar la nota de inconsecuencia a esta Comunión carlista.

Vosotros, los que desde todos los demás partidos entráis en la vida pública, podéis sentir el ardor y los anhelos de la juventud por aquellas ambiciones cuyos impulsos podéis recibir sin posponer ni agraviar ninguna de vuestras convicciones; vosotros, al entrar en la vida pública, no veis que esas creencias van por un lado y por otro distinto vuestras aspiraciones de mejoramiento en todo, hasta en la posición social; vosotros, cuando aparecéis en la vida pública, podéis oír una voz que os dice: “¡Diputado, serás director; director, serás subsecretario; subsecretario, serás ministro; ministro, serás presidente del Consejo!” Pero nosotros no podemos oír nunca esa voz; nosotros vemos que nuestro deber va por un lado y nuestras conveniencias personales por otro; nosotros, cuando entramos en la vida pública, no oímos más que una voz que nos dice: “¡Ay de ti, si en un momento de debilidad o de cobardía, alargas la mano para recoger cualquier credencial o merced del Poder que el éxito, y no nuestros principios, levanta; porque entonces la palabra traición resonará en tus oídos, nuestra maldición caerá sobre tu conciencia y serás expulsado como réprobo!”.

Y cuando nuestra causa adquiere numerosos prosélitos, en estos días sombríos, en que la revolución se cierne sobre el horizonte y todo tiembla y vacila, hasta los altares, entonces, ¿sabéis la recompensa y el galardón que nos espera a los que venimos aquí a combatir? Una voz imperiosa que resuena en nuestra conciencia, nos dice: “Orador, sella tus labios y cede la palabra a los cañones; escritor, arroja la pluma y empuña la espada; labrador, abandona tu arado y acude a las trincheras.” Y entonces no tenemos que hacer más que pelear con nuevos ardores; y si nuestra bandera llegara a triunfar, sería muy posible que nuestros adversarios de la víspera se nos adelantasen, que ellos recogieran el premio de la victoria y nosotros tuviéramos que retirarnos a nuestros hogares, serenos y satisfechos de haber hecho un culto de la lealtad y el deber.

Por eso podréis decir lo que queráis de nosotros, pero nadie se atreverá a calificarnos de Sancho Panzas; de Quijotes, quizá, y no nos importa, porque somos una especie de caballeros andantes de la generosidad y del honor, que vivimos defendiendo a nuestra Dulcinea, a la señora de nuestros pensamientos, en toda clase de torneos y de justas para sacarla ilesa y ponderar siempre su hermosura, sin que nunca el aliciente material, jamás el goce del Poder, nada que pueda considerarse como medro personal, sirva de Norte a nuestros corazones. Por eso, señores diputados, vosotros, que como españoles, tenéis que rendir acatamiento a la rectitud y a la consecuencia, debéis reconocer la verdad que afirma tan admirable y elocuente Aparisi, al decir: “Cuando se pasa delante del partido carlista, hay que descubrirse como cuando se pasa delante de la estatua del honor.”


Juan Vázquez de Mella (Discurso en el Congreso, el 5 de diciembre de 1894)



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