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Tema: La pena de muerte

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  1. #1
    Avatar de Mexispano
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    Re: La pena de muerte

    Último fusilamiento legal en Bolivia

    El 5 de noviembre de 1927, fue fusilado Alfredo Jáuregui que fue fusilado por asesinar en 1917 al presidente boliviano general José Manuel Pando expresidente de la República.





    https://www.youtube.com/watch?v=OkM7RQYB7Ik

  2. #2
    Avatar de Hyeronimus
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    Re: La pena de muerte

    Francisco, San Agustín y la pena de muerte


    Por
    Mario Caponnetto


    21/10/2020



    La lectura de Fratelli tutti, la controvertida encíclica del Papa Bergoglio, depara más de una sorpresa a cualquier lector medianamente atento. Numerosos comentaristas han señalado, por ejemplo, la grosera tergiversación histórica de la visita de San Francisco de Asís al Sultán Malik-el-Kamil presentada como una suerte de “viaje ecuménico” cuando en realidad el Poverello no tuvo nunca otra intención que exhortar al Sultán a abandonar la herejía mahometana y abrazar la verdadera fe de Cristo. En el mismo parágrafo se observa, además, una no menos gruesa mutilación del texto de la Regla no bulada de los hermanos menores (nos referimos al correspondiente al capítulo 16, 3, 6 que aparece indebidamente fragmentado al punto de tergiversar por completo su sentido)[1].

    Pero las sorpresas no paran aquí. En el número 265 asistimos a una nueva tergiversación de otro texto, esta vez nada menos que de San Agustín. El Papa Bergoglio se ha propuesto, como es público, condenar la pena de muerte negándole toda legitimidad sean cuales fueren las condiciones o circunstancias de su aplicación. En tanto se trata de un tema opinable no puede sorprendernos que Francisco se manifieste contrario a la pena capital y resulta plenamente legítimo que lo haga. Pero lo grave es que no lo hace a título de persona privada sino que pretende imponer su opinión como magisterio auténtico de la Iglesia contrariando de manera explícita lo que la misma Iglesia ha enseñado siempre sobre esta materia.

    Al decir que la pena de muerte es “inadmisible a la luz del evangelio” (así lo ha estampado en el Catecismo de la Iglesia Católica[2]) y al volver a declararla “inadmisible” en Fratelli tutti, ha dogmatizado un asunto opinable: hasta ahora los tratadistas católicos podían libremente expresar su aceptación o rechazo de la pena de muerte atendiendo a razones prudenciales o jurídicas pero ninguno podía negar la clara doctrina de la Iglesia en el sentido de que esa pena, dadas determinadas y bien concretas condiciones, no vulnera la moral católica. También, los gobernantes católicos podían o no hacer uso de este recurso penal conforme a idénticos criterios prudenciales o jurídicos. Ahora esa libertad ha sido abolida ya que, de acuerdo con Francisco, un católico no puede admitir la licitud de la pena de muerte en ningún caso, en ninguna circunstancia, bajo ninguna condición, sin oponerse al evangelio.

    Pues bien, en su empeño por imponer esta neo doctrina el Papa Bergoglio no trepida en tergiversar nada menos que a San Agustín. Trascribimos la parte pertinente del mencionado parágrafo 265:

    Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron claramente contrarios a la pena capital […] Con ocasión del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la vida a los asesinos, y lo fundamentaba de esta manera: «Con esto no impedimos que se reprima la licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes, de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les impide la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la iniquidad de modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las llagas de esos pecadores»[3].

    El texto citado corresponde a la Epístola 133 dirigida a Marcelino, un magistrado que tenía a su cargo juzgar a los mencionados homicidas. Pero en esta cita hay, al menos, dos graves omisiones. La primera es que no se trataba, como apunta Francisco, de “unos homicidas que habían asesinado a dos sacerdotes” sino de unos herejes donatistas como con toda claridad dice el texto de la Epístola:

    Supe que ya has juzgado a aquellos circunceliones y clérigos del partido de Donato que fueron llevados de Hipona a tu tribunal para responder de sus fechorías ante la guardia de disciplina pública. Sé que muchos se han confesado reos del homicidio cometido contra Restituto, presbítero católico; de la muerte de Inocencio, otro presbítero católico, y del ojo que le arrancaron y del dedo que le cortaron[4].

    Este dato, curiosamente omitido, es fundamental para entender adecuadamente la posición del Santo Obispo sobre la pena de muerte. Y esto nos conduce a la segunda omisión en que incurre Francisco. En efecto, tal como ilustres y doctos especialistas en la doctrina de San Agustín han sostenido de modo unánime, el Hiponense mantuvo una clara distinción en lo relativo a la cuestión de la pena máxima: por un lado, hallamos textos agustinianos referidos a la pena de muerte ejercida por el Estado en cuestiones de índole secular, esto es, aplicada a casos de derecho penal común; y, por otro, están los textos referidos a la pena capital en cuanto concierne a su aplicación a los delitos y sediciones de los herejes.

    En un caso y en otro su actitud es distinta. De hecho, Agustín no negó nunca la licitud de la pena de muerte en lo que se refiere a asuntos de derecho penal común. Así se desprende de la lectura de varios de sus textos[5]. Pero en lo concerniente a aplicar esa misma pena a los herejes su pensamiento fue variando a lo largo del tiempo. En los años inmediatamente siguientes a su conversión y en sus comienzos como Obispo de Hipona, Agustín mantuvo una clara posición respecto del trato que debía dispensarse a los herejes: no excederse en las penas, evitar toda crueldad y procurar su conversión. Es en este contexto que se inscribe la Carta a Marcelino.

    Los donatistas cometían toda clase de crímenes contra los católicos, incendiaban los templos, asesinaban a los sacerdotes, saqueaban y robaban; sin embargo, movido por una inmensa caridad el santo Obispo reclamaba la misericordia y la clemencia para estos criminales en procura de atraerlos a la Fe verdadera. Además, había otra cuestión no menor: en tanto Obispo Agustín reclamaba que fuera la Iglesia, antes que el poder temporal, el que entendiese en materia de herejía si bien esta postura no significó nunca negar el auxilio del brazo secular.

    ¿Mantuvo San Agustín esta postura invariable a lo largo del tiempo? Si nos atenemos a la atenta lectura de sus escritos y a la autorizada opinión de los mejores estudiosos del tema, debemos concluir que no. De acuerdo con Henri Maisonneuve pueden distinguirse tres períodos sucesivos en su magisterio: de 392 a 405, período de dulzura; de 405 a 411, período de hesitación; de 411 a su muerte, 430, período de severidad[6]. En la misma línea se ubica el conocido penalista agustino, el P. Jerónimo Montes cuando afirma:

    Ofuscado [San Agustín] quizás durante algún tiempo por su magnánimo corazón y su caridad sin límites hacia los extraviados, opinó que no debían emplearse medios coercitivos contra los herejes. Pero una reflexión más detenida de las cosas o una más larga experiencia de la realidad le hicieron cambiar de opinión[7].

    Téngase en cuenta, además, que en 411 tuvo lugar la famosa Collatio, una reunión de obispos católicos y donatistas convocada por el Emperador Honorio ante la grave situación que creaban los permanentes ataques y crímenes de los herejes, especialmente los llamados circunceliones, lo que había obligado a intensificar las leyes represivas por parte de la potestad civil. No se trataba, en efecto, de perseguir a alguien por sus opiniones religiosas sino por los disturbios que estos herejes protagonizaban con una violencia tal que ponían en riesgo la paz de un reino cristiano. Es bien sabido que la voz católica por excelencia en aquella reunión fue, precisamente, la de San Agustín. Como resultado, varios donatistas se convirtieron a la fe verdadera pero la mayoría continuó no sólo en sus errores sino, sobre todo, en sus crímenes y tropelías por lo que fue preciso endurecer las medidas contra esos criminales. Ante esta situación, San Agustín y prácticamente todos los obispos católicos -que habían hasta ese momento intentado la conversión de los herejes por vía de la persuasión y el diálogo- se vieron obligados a pedir la intervención del poder secular a fin de asegurar la paz.

    En consecuencia al citar una determinada obra del Santo Obispo (en esta u otra materia) es necesario tener muy en cuenta a qué período pertenece dicha obra y situarla, de este modo, en el contexto global del corpus agustinianum. Más aún si se tiene en cuenta que los escritos del Santo Doctor fueron redactados a lo largo de un extenso período de cuarenta años por lo que son relativamente frecuentes los cambios de opinión al punto que el mismo santo escribió hacia el final de su vida unas Retractaciones.

    El tema de la pena de muerte en San Agustín es, en definitiva, un tema complejo que ha sido objeto de estudios y debates por parte de estudiosos y eruditos. Traer a colación un texto aislado de su contexto histórico y proponerlo como si fuera enseñanza definitiva y única de San Agustín-como hace Fratelli tutti– es no sólo una imperdonable ligereza sino una contribución a la confusión y a la mendacidad que caracterizan estos tristes tiempos que nos toca vivir.


    [1] Cf. Fratelli tutti, n. 3.
    [2] Véase Nueva redacción del n. 2267 del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte -Rescriptum “ex Audentia SS.mi“, 02.08.2018.
    [3] Fratelli tutti, n. 265.
    [4] Epistola ad Marcellinum, 133, 1 (PL 33, 509).
    [5] Cf. De libero arbitrio, I, 4 (PL 32, 1266); De sermone Domini in monte, I, 64, (PL 34, 1261).
    [6] Cfr. Henri Maisonneuve, Etudes sur les origines de l’Inquisition, Paris, 1942, p. 20. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, en Revista de Estudios Políticos, 208-209, 1976, p. 209.
    [7] Jerónimo Montes, El crimen de herejía, Madrid, 1918, p. 121. 6. Citado por Emilio Silva, “San Agustín y la pena capital”, o. c., p. 208.



    https://adelantelafe.com/francisco-s...ena-de-muerte/


  3. #3
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    Re: La pena de muerte

    El último condenado a muerte de la Argentina

    Nov 23, 2019 | Nacionales, Portada





    El crimen de la calle Gallo

    Murió con 36 puñaladas a un socio del Jockey Club el crimen que condenó a la pena de muerte por última vez en la Argentina. Los detalles y secretos del caso que se conoció como “El crimen de la calle Gallo” y llevó a la última ejecución legal en la Argentina




    La recreación del cruento «crimen de la calle Gallo» en los medios de la época

    Faltaban dos minutos para las 7.30 del 22 de junio de 1916 cuando sonaron los ocho disparos en el patio de la vieja Penitenciaría Nacional de la avenida Las Heras. Atado a la silla, Giovanni Bautista Lauro, italiano de 24 años, analfabeto, los esperó con la vista al frente – se había negado a que le vendaran los ojos -, sin pronunciar una palabra. A su lado, Francisco Salvatto, también italiano y analfabeto, de 27 años, los esperó con los ojos vendados, convulsionado por el llanto. Los guardias habían tenido que arrastrarlo hasta la silla, mientras rogaba una imposible clemencia.

    Los cronistas de La Razón, Última Hora y Crítica –privilegiados testigos del fusilamiento– no sabían que asistían a la última ejecución por delitos comunes en la Argentina. Sí supieron que estaban cerrando una historia que sus diarios habían seguido paso a paso y que incluso había iniciado un cambio –con grandes titulares en las tapas y profusión de fotografías– en la cobertura de las noticias policiales en la Argentina: El crimen de la calle Gallo.

    Casi dos años antes, la madrugada del lunes 20 de julio de 1914, Lauro y Salvatto habían asesinado de 36 puñaladas al contador Frank Carlos Livingston en el vestíbulo de su departamento de planta baja del barrio de Palermo.




    Dos de los acusados por el asesinato


    El caso había conmovido a los porteños por sus ingredientes y el desarrollo de la investigación: el crimen había sido excepcionalmente sangriento y la víctima un hombre de alta sociedad; la pesquisa policial – a cargo de un comisario inteligente – había ido develando de a poco que lo que parecía un asesinato en ocasión de robo, cometido con inusitada saña, era en realidad un crimen planificado puertas adentro de la casa como desenlace de una larga historia de violencia doméstica.

    El carácter irascible de la víctima, una huella sanguinolenta en el piso del vestíbulo, dos cuchillos de filetear pescado y el olfato –en sentido estricto y en sentido metafórico– de un comisario habían sido las claves que habían permitido armar el rompecabezas que llevaría a los culpables.


    El crimen del contador

    Corrían los primeros minutos del 20 de julio de 1914 cuando Frank Carlos Livingston llegó a la puerta de su casa después de cenar con sus dos hermanas y un cuñado. Había pasado la tarde en el Hipódromo de Palermo, donde había jugado sin suerte unos pocos boletos – era un apasionado por las carreras de caballos, pero mesurado en las apuestas – a Yrigoyen, favorito en el Gran Premio de la República Federativa de Brasil, que terminó cruzando el disco entre los últimos.

    Hombre de mal carácter, la frustración hípica no había contribuido a mejorar su humor y la cena familiar – en la que se presentó, como siempre, sin su mujer, Carmen Guillot – no había sido precisamente una fiesta. Eran casi las 0.30 cuando se bajó del auto de su cuñado, Carlos Luro, en la esquina de Gallo y Santa Fe y caminó hasta su casa jugando con su bastón de caña de Malaca. Lo usaba como símbolo de distinción, pero también sabía emplearlo como arma: unas semanas antes había espantado a los golpes a dos desconocidos que lo atacaron, él creía que para robarle.




    Los dos condenados a muerte


    Apenas entró al vestíbulo del departamento, dos hombres armados con cuchillo se le fueron encima. Intentó defenderse con el bastón, pero los cuchillos pudieron más.

    -¡No me maten, no me maten!– gritó cuando ya estaba en el suelo con varios puntazos en su cuerpo.

    Lo mató un corte en el cuello que le seccionó la carótida.

    Mientras todo esto ocurría, su mujer, sus cinco hijos pequeños y la empleada doméstica de la casa, la uruguaya Catalina González, estaban en sus dormitorios, ubicados en otro sector del amplio departamento, separado por una puerta del vestíbulo.

    -¡Socorro, socorro! – empezaron a gritar la esposa de Livingston y la empleada. No podían salir de los dormitorios porque la puerta que los separaba del vestíbulo había sido cerrada con llave desde afuera.

    Las escucharon el portero del edificio y el agente que solía recorrer siempre esa manzana, de apellido Tapia. Entre los dos forzaron una ventana, el portero entró al departamento y le abrió la puerta al agente Tapia.


    La escena del crimen y una viuda desolada

    En el vestíbulo encontraron el cuerpo sin vida de Livingston en medio de un charco de sangre; una de sus manos ya inmóviles parecía querer alcanzar el bastón que estaba a unos centímetros. Cerca del cadáver había dos cuchillos, de agudos filos. Aunque estaban perfectamente limpios, el agente Tapia le dijo al portero que no los tocara, que podían ser las armas del crimen. También había huellas ensangrentadas que llevaban hacia la puerta que daba a los dormitorios, como si uno de los asesinos hubiera caminado hacía allí para abrirla o cerrarla… después de matar a Livingston.

    A primera vista parecía la escena de un robo que había terminado en asesinato ante la resistencia de la víctima. A Livingston le faltaba la billetera, aunque llamativamente los ladrones habían olvidado el reloj y una lapicera de oro que el contador tenía encima y tampoco faltaba ninguno de los objetos de valor que poblaban el vestíbulo.




    Las dos acusadas


    Más tarde, al recoger testimonios, la policía obtuvo declaraciones de dos vecinos que, a la hora del crimen, vieron salir a dos hombres de la casa y caminar tranquilamente hacia la avenida Santa Fe.

    Cuando el agente Tapia y el portero pudieron abrir la puerta que llevaba hacia los dormitorios, Carmen Guillot entró en el vestíbulo y, al ver a su marido muerto, alcanzó al gritar antes de caer desmayada.

    El juez de instrucción Ignacio Irigoyen empezó a investigar el caso como homicidio en ocasión de robo. Además de trabajar con los policías de la Comisaría 19, que tenía jurisdicción en el barrio, como Livingston -que vivía hacía menos de un mes en el departamento de la calle Gallo – había denunciado intentos de robo en su domicilio anterior, el juez convocó al comisario que había investigado esos casos. Se llamaba Samuel Ruffet y conocía bastante bien – para su disgusto – a la víctima.


    Un infierno interior

    Frank Carlos Livingston tenía 46 años y era subcontador del Banco Hipotecario. Su familia había llegado a Buenos Aires desde Nueva York, a mediados del Siglo XIX. En la capital argentina se había relacionado con las familias más importantes de la ciudad.




    El caso llamó la atención de los periodistas de la época


    Aunque no era un hombre de fortuna, Livingston tenía un buen pasar: a su alto sueldo del banco sumaba la renta que le daban varias propiedades heredadas en el barrio de Belgrano. Llevaba nueve años casado con Carmen Guillot – casi veinte años menor que él – con quien tenía cinco hijos. Se lo veía poco con su esposa, que pasaba la mayor parte del tiempo en su casa mientras el contador trabajaba, hacía vida social, participaba de reuniones en el Jockey Club y visitaba a una amante.

    El matrimonio no era lo que se dice feliz ni tenía una existencia apacible. Livingston era un hombre autoritario y violento, al punto que su mujer – en una conducta muy poco común para la época – había denunciado en la comisaría de Belgrano que solía golpearla con su bastón de caña de Malaca. Guillot también contaba que sólo le daba tres pesos por día para los gastos de la casa, lo que apenas le alcanzaba para alimentar a sus hijos.


    Asaltos y mudanza

    Hasta un mes antes del crimen, el matrimonio había vivido en una de las propiedades de Livingston, en Belgrano, pero se habían mudado luego de que el contador sufriera dos ataques, que tomó como intentos de robo, en plena calle. En ambos casos, su bastón le había servido de arma defensiva para poner a la fuga a sus asaltantes.

    Denunció los ataques en la comisaría de Belgrano. Allí entabló una relación cada vez más tirante con el policía encargado del caso, el comisario Samuel Ruffet. Livingston le exigía capturara a los atacantes, a los que apenas si había podido describir. Como no encontraba las respuestas que quería, el contador empezó a amenazar al policía con utilizar sus influencias sociales y políticas para que lo echaran de la fuerza.

    Cuando conoció la existencia de esos ataques anteriores – relatados por la afligida viuda de Livingston – el juez Ignacio Irigoyen llamó a Ruffet para que se sumara a la investigación.

    En pocos días su participación daría vuelta el caso hasta resolverlo.


    Ruffet entra en escena

    Sin descartar la hipótesis del robo seguido de muerte, Ruffet puso la mira también sobre la familia. Tres asaltos a un mismo hombre en poco tiempo y en dos barrios diferentes eran demasiadas coincidencias.





    Sabía de las desavenencias conyugales y de las denuncias de Guillot sobre la violencia de su marido, que había confirmado por otros testimonios. También tuvo en cuenta que si bien los asaltantes se habían llevado la billetera y un pañuelo de seda de Livingston, habían dejado el reloj y el lápiz de oro, que eran mucho más valiosos. Y trataba de encajar en el rompecabezas las huellas hacia los dormitorios y los dos cuchillos que quedaron en la escena del crimen. Sabía por el informe forense que eran las armas utilizadas por los asesinos y que los habían limpiado utilizando el agua de colonia que utilizaba el contador. Mezclado con el perfume de la colonia, Ruffet había notado la presencia de otro olor, persistente, en los cuchillos, pero no podía identificarlo.

    Un capricho gastronómico y su olfato le darían, casi por azar, la clave para encontrar a los culpables.


    El olfato de un comisario

    Un mes después del crimen la investigación parecía estancada. El comisario Ruffet seguía con los ojos puestos en la mujer de Livingston como autora intelectual del crimen, por los antecedentes de violencia de género que había sufrido pero también porque no había explicación lógica para las huellas ensangrentadas que se dirigían hacia la puerta que daba a los dormitorios. Si la mujer había estado encerrada y se desmayó apenas vio el cadáver, no podían ser posteriores a la llegada de la policía. Si eran anteriores, algo se les escapaba en la pesquisa.

    Ruffet aprovechó una cita que tenía en el Departamento de Policía para comprar pescado en el Mercado del Plata. A su mujer le encantaba cocinar pescado fresco. Allí, mientras encargaba su pedido, prestó atención a los cuchillos que usaban para filetear pescado, algunos se parecían a los de la escena del crimen… Entonces le llegó como una revelación: era olor a pescado el que había notado en los cuchillos, casi tapado por el de la colonia que usaba la víctima.




    Un grupo de periodistas, en la puerta de la Penitenciaría, para presenciar la ejecución de los acusados


    Sin perder tiempo, encargó a uno de sus ayudantes, el subcomisario Villanueva, que averiguara quién abastecía de pescado la casa de los Livingston. El hombre se llamaba Salvatore Vitarelli y no solo llevaba pescado a la casa donde se había cometido el crimen, también mantenía un romance con la mucama de los Livingston, Catalina González. Ruffet supo también que Salvatore – igual que él, pero por otras razones – le tenía encono a Livingston. El contador lo trataba con desprecio y nunca le pagaba el pescado a tiempo.

    Decidió interrogarlos a los dos.


    Conspiración para matar

    Salvatore se mantuvo firme en los interrogatorios, pero Catalina González no demoró en confesar y relató paso a paso el plan y el asesinato.

    Confidente de su patrona sobre los maltratos que le propinaba Livingston, entre las dos pensaron una solución. No eran épocas en las que las parejas pudieran divorciarse – ni siquiera separarse – en la Argentina. La única solución era la muerte.

    Convencida que su única posibilidad de liberación era la muerte de su marido, Carmen Guillot le pidió a su mucama y confidente que le preguntara a Salvatore si conocía gente que fuera capaz de asesinarlo. Ofreció 2.000 pesos a quién o quiénes lo hicieran. Salvatore se sumó el plan criminal y buscó a tres changarines de su confianza: Francisco Salvatto, Giovanni Lauro y Rafael Próstamo.

    Los dos ataques a Livingston en las calles de Belgrano no habían sido intentos de asalto sino que Salvatto y Lauro habían tratado de matarlo sin suerte. La tercera sería la vencida.

    El 19 de julio poco después de las 9 de la noche, la mucama Catalina González franqueó la puerta del departamento de la calle Gallo a los tres asesinos. Debían esperar en el vestíbulo a oscuras a Livingston y matarlo apenas entrara en la casa. Para hacerlo, Vitarelli les suministró los cuchillos de fileteado. La viuda y la mucama, con los niños, se encerrarían en el ala de los dormitorios, con la puerta cerrada. Declararían que, cuando quisieron acudir a los gritos de Livingston, encontraron que él o los asesinos las habían dejado encerradas.

    Uno de los encargados del asesinato, Rafael Próstamo, se arrepintió a último momento y abandonó el departamento a las 11 de la noche; los otros dos se quedaron esperando. Cuando Livingston entró pasada la medianoche, lo asesinaron a cuchilladas.


    Huellas y cuchillos

    Consumado el crimen, la flamante viuda y su confidente entraron en el vestíbulo y Carmen Guillot ordenó a los asesinos que se llevaran la billetera y se fueran. Que les pagaría apenas el dinero de su difunto marido pasara a sus manos. Fue entonces cuando pisó la sangre del piso y dejó sus huellas al volver a los dormitorios. Los hombres limpiaron sus cuchillos con el pañuelo de Livingston, impregnado de colonia, pero al irse olvidaron llevárselos.





    Ruffet ordenó detenerlos a todos y en los interrogatorios los conspirados se fueron quebrando ante las abrumadoras evidencias. La última en confesar fue Carmen Guillot, la viuda e ideóloga del crimen. Demoró seis días en aceptar su participación. Finalmente dijo, según consta en su testimonio ante el juez Irigoyen:


    -Sí. Yo lo hice matar y no estoy arrepentida.

    Condenas y ejecuciones

    Carmen Guillot y Salvatore Vitarelli fueron condenados a reclusión perpetua; la mucama Catalina González y el conspirador que se arrepintió a último momento, Rafael Próstamo, a 15 años de prisión.

    Los autores materiales del crimen, Giovanni Lauro y Francisco Salvatto fueron condenados a muerte. El presidente Victorino De la Plaza se negó a conmutar las penas.





    Los ejecutaron el 22 de junio de 1916 y fue la última vez que se aplicó esa pena –fijada por el Código Penal de 1886– a condenados por delitos comunes en la Argentina.

    Faltaban tres meses para que Hipólito Yrigoyen asumiera la presidencia de la Nación después de las primeras elecciones con voto secreto y obligatorio realizadas en el país. Fuente Inbofae




    _______________________________________

    Fuente:

    El último condenado a muerte de la Argentina | Infouco

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