¿Qué es nuestra civilización?
Puede parecer fútil hablar de «nuestra civilización», ya que la humanidad entera no puede considerarse como una sola y misma civilización ni desde el punto de vista de las instituciones políticas, ni desde el de la riqueza y el nivel técnico, ni por sus leyes civiles y penales, ni por sus costumbres, y todavía menos por sus creencias, sus mentalidades, sus religiones, sus morales, sus artes. Más aún, la tendencia a reivindicar la diversidad, la particularidad y la «identidad» culturales, como se acostumbra ahora a decir, ha prevalecido, desde mediados del siglo XX, sobre la aceptación de criterios universales de civilización, aunque sean vagos. La descolonización ha acentuado aún más la recusación de lo que, simplificando, se llama «modelo occidental», entendido a la vez como receta de desarrollo económico y como supuesta preponderancia de un racionalismo que se remonta, según se dice, al siglo de las Luces, y que el mismo Occidente discute. ¿Acaso no se ha llegado a suscribir humildemente esta condena del etnocentrismo, esta relatividad de las culturas, esta proclamación de la equivalencia de todas las morales? Los occidentales son paradójicamente casi los únicos en haberlo hecho, pues los portavoces de las culturas no occidentales, por lo menos en sus proclamaciones más agudas, parecen haberse hecho cargo y devuelto la primacía a la intolerancia etnocéntrica que había constituido la regla en las comunidades humanas del pasado, condenando como necias, impuras, incluso impías las maneras de vivir de los demás, y por encima de todo el «modelo occidental». Tal es el caso, en particular, del Islam en las manifestaciones más virulentas de su renacimiento moderno, pero no sólo del Islam.
No parece, pues, el momento adecuado para hablar de una civilización común, cuando la humanidad se lanza de nuevo deliberadamente hacia la fragmentación, glorifica la incomprensión recíproca y voluntaria de las culturas. ¿Hemos estado nunca más alejados de un sistema de valores universalmente compartidos? Sin embargo, la contradicción sólo es flagrante en apariencia. Por diversas que sean, todas las civilizaciones viven hoy en una perpetua interacción, cuya resultante común, a la larga, pesará más sobre cada una de ellas que sus particularidades separadoras. Se admite ya como evidente la existencia de esta interacción en las esferas económicas, geopolíticas y geoestratégicas. En cambio, se tiene menos en cuenta, a despecho de todas las habladurías, hasta qué punto la información se ha convertido en el instrumento principal, como agente permanente de la omnipresencia del planeta en sí mismo. No la verdadera información, por cierto -justamente ahí radica el problema-, sino el continuo torrente de mensajes que empieza a inundar a los espíritus desde la escuela, pues la enseñanza no es más que una de las ramas de la información. Cada minuto el hombre contemporáneo tiene una imagen del mundo y de su sociedad en el mundo. Actúa y reacciona en función de esa imagen. No cesa de transformarla o de confirmarla. Cuanto más falsa es, más peligrosas son sus acciones y sus reacciones tanto para él como para los demás. Pero ya no puede dejar de tener la imagen, o no tenerla más que limitada a las únicas realidades que le rodean. Por lo menos, ese caso es en la actualidad rarísimo y en vías de extinción.
La reivindicación de la «identidad cultural» sirve, por otra parte, a las minorías dirigentes del Tercer Mundo para justificar la censura de la información y el ejercicio de la dictadura. Con el pretexto de proteger la pureza cultural de su pueblo, esos dirigentes lo mantienen tanto como les es posible en la ignorancia de lo que sucede en el mundo y de lo que éste piensa de ellos. Dejan filtrar, o inventan si es preciso, las informaciones que les permiten disimular sus fracasos y perpetuar sus imposturas. Pero el mismo encarnizamiento que despliegan en interceptar, en falsificar e incluso en confeccionar totalmente la información demuestra hasta qué punto son conscientes de depender de ella; más aún, si cabe, que de la economía o del ejército. ¡Cuántos jefes de Estado de nuestra época han debido su gloria no a lo que hacían, sino a lo que hacían decir!
La destrucción de la información verdadera y la construcción de la información falsa derivan, pues, de análisis muy racionales y perfectamente conformes al «modelo occidental» que se supone que rechazan. Occidente ha comprendido desde hace tiempo que en una sociedad que respira gracias a la circulación de la información, regular esta circulación constituye un elemento determinante del poder. En ese punto, por lo menos, los protectores de la identidad cultural no han tenido ningún reparo en seguir las enseñanzas de la «racionalidad» occidental.
En cuanto a la irracionalidad de Occidente, si fuera preciso citar una de sus manifestaciones, bastaría con mencionar nuestras controversias sobre el racionalismo. Que después de tres milenios de adiestramiento en la discusión filosófica los espíritus educados en la tradición occidental no hayan perdido el vicio de disertar sobre nociones abstractas sin haberlas definido, confirma que una civilización puede estar enteramente construida sobre métodos de pensamiento que no obstante no son efectivamente practicados más que por una ínfima minoría de sus miembros. En particular, los filósofos de nuestro tiempo, tan preocupados por el espíritu elegante como olvidadizos de las técnicas rudimentarias de la discusión y de la investigación intelectuales que nos enseñaron Platón y Aristóteles, no han ayudado mucho a sus contemporáneos a reflexionar con seriedad. No nos sorprendamos, pues, de ver con tanta frecuencia cómo los cambios de impresiones sobre conceptos elementales se encallen en la más desesperante confusión. Pero -se objetará- ¿por qué hay que reflexionar con seriedad? Acepto la objeción: no hay ninguna obligación, sino en relación a ciertos objetivos determinados. Construir un avión no deriva de ningún imperativo inherente a la condición humana. Podemos prescindir de ello. Pero si se decide hacerlo, no se construirá un avión capaz de volar si no se observan las normas del pensamiento racional. Lo que, a fin de cuentas, no implica la consecuencia de que la racionalidad gobierne todas las actividades del ingeniero aeronáutico, afortunadamente para él: puede pintar, componer música o escucharla, practicar una religión, sin dejar por ello de diseñar aviones. Hagamos votos porque los mexicanos no se conviertan en racionales, sobre todo cuando se trata del arte, pero dudo de que se puedan sanear las finanzas de México de otro modo que no sea por un cálculo racional. Que un ministro de Economía cingalés amigo mío consulte a un brujo para contrarrestar el hechizo que sufre su suegra, puede sorprenderme, pero su «identidad cultural» en ese asunto ni me concierne ni me molesta, aunque me parezca irracional e ineficaz, incluso respecto al problema de la suegra. En cambio, cuando ese mismo ministro participa en una conferencia del Fondo Monetario Internacional, se inserta sin escapatoria posible en el contexto universal de la racionalidad económica. Entonces, como profesional, aprueba aquellos axiomas. Rechazarlos presupondría excluirse del sistema o provocar la parálisis del mismo. En la esfera racional, sólo puede actuarse racionalmente, pero es evidente que la realidad y la vida conllevan muchas otras esferas.
Además, esta distinción no implica que todos los hombres se comporten indefectiblemente de manera racional incluso en las materias en las que sólo la razón puede y debería regir. Si tal fuera el caso, la humanidad se habría salvado hace ya largo tiempo. Ahora bien, la humanidad no actúa tanto como se dice en razón de sus intereses. Al contrario, en general da pruebas de un desconcertante desinterés, puesto que no cesa de extraviarse con testarudez en toda clase de empresas aberrantes que, por otra parte, paga muy caras. En cuanto a la racionalidad, repitamos que numerosas actividades del hombre no la atestiguan en absoluto y que, en las que sí lo hacen, persistimos en apartarnos de ella cada vez que esperamos hacerlo impunemente.
Casi da vergüenza deber insistir en tales perogrulladas. El caso es que la palabra racionalismo no ha cesado de cambiar de significado. Puede, por ejemplo, designar los grandes sistemas metafísicos del siglo XVII y querer decir, como en Descartes o Leibniz, que el universo es racional porque Dios mismo es Razón. Puede igualmente designar, en el siglo siguiente, lo contrario, de manera que el «culto de la Razón» adquiere entonces una acepción ante todo antirreligiosa y atea. La Razón deviene la facultad humana por excelencia, y las «Luces» se oponen a las «supersticiones», a la barbarie, a las restricciones «liberticidas» que no autoriza ninguna ley. Universal, idéntica en todos los hombres, a condición de no enturbiar su transparencia, la Razón, según esta filosofía, es la única competente para explicar la naturaleza, formular la ley moral, definir el sistema político, garantizar a la vez los derechos del hombre y la autoridad legítima de los gobernantes. A partir de principios del siglo XIX (el vocablo se forja y se extiende, por otra parte, en esa época) los adeptos del racionalismo son ante todo los enemigos de los dogmas y los fieles de la ciencia.
Incluso si ha perdido muy recientemente su carácter antirreligioso, la concepción intelectual y moral del racionalismo heredada de las Luces permanece presupuesta y subyacente en todo el mundo contemporáneo. Cuando un país siniestrado necesita medicamentos y víveres apela a la racionalidad occidental y no a su propia identidad cultural. Lo racional sirve de referencia explícita o implícita cada vez que se firma en alguna parte una petición contra una opresión, una violación de los derechos del hombre, una persecución, un golpe de Estado, una dictadura, el racismo, una guerra, una injusticia social o económica. Por supuesto, la mayor parte de las sociedades, de los gobiernos, de los partidos, de las camarillas, se sirven de ese patrón para juzgar y condenar al prójimo mucho más que a ellos mismos. Sin embargo, es precisamente este instrumento de medida el que aceptan, incluso si ellos mismos hacen trampa en la manera de utilizarlo. En otro sentido aún, la palabra racionalismo, en los siglos XIX y XX, se utiliza peyorativamente para designar la actitud cerrada, llamada en francés como escarnio «cientificismo», idea fija que consiste en reducir toda la actividad del espíritu a su componente lógico, ignorando la originalidad y la función del mito, de la poesía, de la fe, de la ideología, de la intuición, de la pasión, del culto de lo bello e incluso de la sed de lo feo y del mal, del deseo de servidumbre y del amor por el error. Pero a partir de la crítica de esa visión estrecha se pasa demasiado fácilmente a la tesis más o menos confesada según la cual no existiría, en resumidas cuentas, ninguna diferencia entre las conductas racionales y las otras; o, por mejor decirlo, que no existirían conductas realmente racionales ni conocimientos realmente científicos. Todas las conductas serían irracionales y todos los conocimientos serían maneras de ver de igual valor. Las conductas llamadas racionales no lo serían más que en apariencia y las maneras de ver se derivarían de una opción siempre pasional e ideológica.
Aunque esta última hipótesis fuera exacta -empecemos por subrayarlo- no quitaría su carácter racional a un cierto grupo de conductas y de conocimientos, ni su eficacia probablemente superior. Incluso si es un sectarismo cientificista lo que me impulsa a explicar mi gripe por un virus más que por un maleficio echado por un vecino malintencionado, ciertamente aumentaré mis posibilidades de curarla atacando al virus y no al vecino. Aunque haya millones de personas, hasta en las ciudadelas del racionalismo occidental, que creen o se figuran creer en la astrología, esos mismos individuos cuando quieren cubrirse contra un eventual peligro futuro antes que a su astrólogo van a consultar a su agente de seguros. El más feroz defensor del ocultismo prefiere antes de emprender un viaje confiar la revisión de su coche a un mecánico que a un mago. Del mismo modo, los guías intelectuales o políticos de las sociedades en que se exalta la «identidad cultural» antioccidental viven y funcionan en dos sectores a la vez: un sector verbal, en el que cantan a la «identidad cultural», y el sector operativo, en el que saben muy bien que los tractores y los abonos son mucho más útiles a la agricultura que los discursos.
Realmente, demasiado a menudo el sector hechizante y, en particular, ideológico, prevalece en la práctica sobre la racionalidad. Pero las nefastas consecuencias de esa preferencia aparecen, ineluctablemente, más pronto o más tarde. Incluso sucede que los responsables de este error, o sus sucesores, terminan por denunciarlo o a veces por corregirlo. Se oyen periódicamente esas palinodias en los países comunistas, y también en muchas naciones del Tercer Mundo, por ejemplo, después de las estupideces de la moda del «desarrollo auto-centrado». El altavoz que utiliza la ideología de la identidad cultural o del socialismo da paso, cuando es preciso, a otro proporcionado por la racionalidad económica. Un jefe de Estado que conozco bien, por la mañana pronuncia una diatriba ardiente contra las compañías multinacionales, y por la tarde despliega todos sus esfuerzos y su encanto para incitar al presidente de una de esas mismas compañías a invertir en su país y crear una de sus filiales en él. No veamos aquí una contradicción, sino, a lo sumo, un desdoblamiento. A causa de la identidad cultural, ese dirigente debe, primero, seguir la moda del lirismo tercermundista y, después, como hay que vivir, debe ponerse a trabajar y reintegrarse al universo lógico a fin de atraer a los capitales. Sean cuales sean las cegueras ideológicas y las extravagancias de la propaganda, existe así, por primera vez en nuestros días, un fondo común mundial de informaciones y de racionalidad en el que todos los gobiernos coinciden, por lo menos con intermitencias, y en el que incluso los más delirantes hacen de vez en cuando una incursión forzada. Todo país vive hoy bajo la influencia de ese fondo mundial de informaciones, sea para aprovecharse de él, sea para resistirle, o para tratar de adulterarlo en su provecho, pero sin conseguir jamás sustraerse a él, ni escapar al contragolpe de lo que en él se vierte en cada instante.
Se puede, pues, sin resumir en exceso, hablar de «nuestra civilización», reflejando con esta expresión una relativa unidad, aunque se quiebre por miríadas de antagonismos y de diferencias. Pensemos que no ha pasado tanto tiempo desde que los habitantes de ciertas partes del mundo ignoraban incluso la existencia de otras partes del mundo y no tenían ninguna noción precisa, cuando la tenían, de lo que sucedía en aquellas de que habían oído hablar. Comparado con esa parcelación de anteayer en áreas aisladas, que separaban una ausencia completa, una escasez extrema o una parsimonia irrisoria de la comunicación, nuestro mundo es un todo; aunque no precisamente uniforme, sus componentes actúan en cada minuto del día y de la noche unos sobre otros, por el canal y por la fuerza de la información. Su futuro depende, pues, y esto es mucho menos corrientemente comprendido, de la utilización correcta o incorrecta, honesta o deshonesta, de esa información. ¿Cuál es entonces el destino de la información en esta civilización que vive de ella y por ella? Ésta es la cuestión capital. ¿Para qué sirve y cómo se utiliza, para el bien, para el mal, el éxito o el fracaso, para sí mismo o contra sí mismo, para instruir o para engañar al prójimo, entenderse o pelearse, alimentar o reducir al hambre, avasallar o liberar, humillar al hombre o respetarle? Esta cuestión, evidentemente, no puede ser ni planteada ni tratada de la misma manera según se tome en consideración a los dirigentes o a los pueblos, las sociedades democráticas o los regímenes totalitarios, los conocimientos directamente relacionados con los problemas políticos y estratégicos o los otros, las sociedades autoritarias tradicionales o las dictaduras modernas, los países que alcanzaron tiempo ha un buen nivel de educación o los que aún soportan una enseñanza insuficiente, los que disponen de una gran densidad de diarios y de medios de información o aquellos en los que son escasos y pobres de contenido, los países laicos y los países teocráticos, y entre estos últimos, los intolerantes o los que se abren al pluralismo religioso. La cuestión, en fin, no se plantea de la misma manera según concierna a los intelectuales o a las gentes que no tienen ni tiempo, ni la pretensión, ni la responsabilidad de reunir, de comprobar, de interpretar las informaciones y de extraer de ellas las ideas que van a influenciar a la opinión pública. A pesar de estas diferencias entre las sociedades contemporáneas y entre los miembros de cada una de ellas, una gran novedad destaca: la dificultad, para ver claro y actuar juiciosamente, no se debe ya, actualmente, a la falta de información. La información existe en abundancia. La información es el tirano del mundo moderno, pero ella es, también, la sirvienta. Estamos, ciertamente, muy lejos de saber en cada caso todo lo que necesitaríamos conocer para comprender y actuar. Pero abundan aún más los ejemplos de casos en que juzgamos y decidimos, tomamos riesgos y los hacemos correr a los demás, convencemos al prójimo y le incitamos a decidirse, fundándonos en informaciones que sabemos que son falsas, o por lo menos sin querer tener en cuenta informaciones totalmente ciertas, de que disponemos o podríamos disponer si quisiéramos. Hoy, como antaño, el enemigo del hombre está dentro de él. Pero ya no es el mismo: antaño era la ignorancia, hoy es la mentira.
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