De entre toda su historia lo que más me gusta es la última frase.



Soy hijo de un profesor y de una campesina alemanes. En mi familia no estábamos afiliados a ningún partido. Yo, además, era militar. Me hice soldado de la Reichswehr siendo muy joven, y los militares teníamos prohibido significarnos políticamente. Tampoco podíamos votar ni ser votados. Cuando estalló la guerra en España tenía 28 años. Había terminado la carrera de Medicina y estaba soltero. En Alemania pedían voluntarios y me ofrecí. España me pareció una buena causa y, además, estaba deseando librarme de mi jefe, que no me gustaba nada.
Llegué a España en octubre de 1936. Hice el viaje en un barco llamado El Santuy que tocó puerto en Sevilla. La bodega del barco estaba repleta de munición. Era una bomba flotante, de modo que todos estábamos deseando llegar. Nos recibieron sin celebraciones, porque debía mantenerse en secreto el hecho de que Alemania estaba enviando tropas a España. Al llegar, lo primero que hicimos fue asistir a una conferencia de hora y media sobre las costumbres españolas. Me impresionó mucho. Yo nunca había estado en España. Nos dijeron que cuando viéramos algo que no entendiéramos o que nos extrañara, lo peor que podíamos hacer era reírnos, porque esa no era una buena manera de convivir con costumbres que uno no conocía.
Tenía el cargo de capitán médico. Era médico y aviador. Era piloto de guerra y hacía labores de reconocimiento, y, además, era el médico de varias unidades de la zona. Esto era fundamental para entender los problemas de salud de la gente que volaba. Si no hubiera sido piloto, me hubieran dicho: «Tú puedes ser un buen médico, pero no tienes ni idea de lo que significa volar». Muchos médicos tuvieron que aprender a volar para poder desempeñar mi trabajo.
España no me pareció un país tan atrasado como decían. No era cierto que fuera un país menos civilizado que Alemania. Su historia es mucho más larga que la nuestra, y yo a eso no lo llamaría atraso. De todas maneras, los alemanes no nos relacionábamos demasiado con los españoles. En mi grupo estábamos únicamente alemanes, pero sabíamos los nombres de los grandes pilotos tanto de nuestro bando como del contrario, aunque no les conociésemos. La vida cotidiana era la vida normal de un soldado. No había grandes lujos. Normalmente, nos alojábamos en casas de gente a la que tratábamos con el mismo respeto que si hubieran sido alemanes. En algunas ocasiones tuvimos que alojarnos en hoteles. En la zona de Ávila estuvimos alojados en un convento. Trabajábamos desde muy temprano por la mañana hasta bien entrada la noche. Si estaba lloviendo no volábamos. Esos días la gente salía. Yo nunca salí. Si en algún momento me hubiese ido con españoles y mi general se hubiese enterado, me hubieran acusado de estar con alguna chica española y me habrían enviado directamente de vuelta a casa. No vine a España para estar de paseo. Nunca fui a ninguna fiesta ni a ningún baile. Yo tenía un interés especial en las construcciones antiguas, de modo que, si disponía de tiempo libre, visitaba las iglesias o los castillos de la zona. Era una forma de conocer España. Además, no era necesario saber hablar español para ver monumentos. El idioma era un problema para relacionarnos. Recuerdo las Navidades que pasé en España. En la cena me senté junto a un italiano. Conseguimos mantener una conversación a duras penas, hasta que descubrimos que los dos habíamos estudiado Humanidades y hablamos en latín durante el resto de la noche.
Con los nacionales luchábamos europeos de distintos países, y cada uno tenía sus razones. A mí me llamaba la atención que, por ejemplo, los irlandeses acudieran únicamente por razones religiosas. Decían: «Los comunistas quieren hacer desaparecer la religión, y por eso estamos aquí, luchando contra ellos». Los italianos, en parte, también luchaban por razones religiosas, por defender el catolicismo. Conocí a un finlandés, campeón de hípica. A su padre le habían matado las tropas rusas y pensaba estar presente en todas las guerras en las que se luchara contra ellos. Cada uno tenía sus razones. Yo era protestante. Los alemanes no fuimos a España por razones religiosas. Nuestra razón para luchar en España era la lucha nacionalsocialista contra el comunismo, y también la aventura. Además, influía el hecho de que nos pagaban muy bien. Ganaba el doble que en Alemania, más el mismo importe en dinero español.
El primer avión en el que volé era un producto español con el que ningún otro alemán habría estado dispuesto a volar. Luego volé con los Heinkel 151, que fueron el estándar. En el mío pusimos la inscripción «No me toques y yo no te tocaré a ti». Nunca me dieron. Estuve en numerosos frentes: Sevilla, Brunete, Ávila, Escalona ,Almorox... Luego pasé al frente de Bilbao; estuve en Vitoria, Santander, Llanes, León y Burgo de Osma. Hoy nos acusan de haber bombardeado poblaciones civiles. Yo participé en la Guerra Civil española y en la Segunda Guerra Mundial y siempre he visto lo mismo: volábamos y dejábamos caer las bombas intentando derribar objetivos militares, pero a 4.000 metros no es fácil decir: «Esto es un objetivo militar y estoy seguro de que no voy a matar a población civil». Puedo afirmar que la Legión Cóndor nunca tuvo como misión bombardear poblaciones, pero en ciertas situaciones pudo haber ocurrido.
En la Segunda Guerra Mundial, en Berlín o en Hamburgo se bombardearon muchísimos más objetivos civiles. Para mí, España fue un campo de pruebas en el que rusos y alemanes probaron sus estrategias y su armamento para, posteriormente, emplearlos en la Segunda Guerra Mundial. Fue el primer sitio donde se recurrió a la guerra para defender las ideas que mas tarde enfrentarían al resto del mundo.
Yo abandoné España en febrero de 1938, cuando empezaba la ofensiva de Teruel. Normalmente, los soldados alemanes luchaban durante nueve meses y luego eran relevados. Yo me quedé año y medio. Cuando acabó la guerra, en Alemania nos recibieron como héroes. Se hicieron desfiles pero no hubo grandes fastos. Eso sí, teníamos mucho éxito con las mujeres, que decían: «Es un gran hombre, ha estado en España». Después me alisté como paracaidista. Eso sí era peligroso. Estuve ocho años, también como médico militar. Los paracaidistas eran fundamentalmente voluntarios. Era un puesto para el que hacía falta mucho valor, y no todo el mundo podía afrontarlo. Ser paracaidista voluntario implica elegir la peor parte de la guerra, la más arriesgada y la más difícil, pero para mí era lo más bonito, lo que requería más valor.
En mi unidad no podías estar contando la paga; no hubieras aguantado sólo por el dinero. Tenías que ser consciente de los riesgos que corrías. En el Ejército, ser paracaidista es como ocuparte del traslado del piano si el sargento tiene que cambiarse de casa. Yo era un aventurero. No luchaba sólo por las ideas; me gustaba esa vida, mi trabajo era la guerra. Durante seiscientos años mis antepasados habían luchado en todas las guerras. Mis abuelos combatieron en la Primera Guerra Mundial. No es que fuéramos una familia de guerreros. Éramos campesinos libres. Los campesinos libres eran dueños de sus tierras, y no tenían que dar cuenta a nadie. Luchaban cuando hacía falta luchar. Siempre estaban preparados para el combate. Alemania tenía mucha experiencia en guerras. Los españoles no eran malos guerreros, pero carecían de líderes que supiesen guiar a las tropas.

No volví a España hasta los años cincuenta, pero siempre tuve noticias, porque durante años sirvió en casa una asistenta española. Y eso que esa mujer nunca llegó a hablar alemán y yo solamente hablo español después de beberme media botella de coñac. Yo no sé cómo ven hoy los españoles a Franco. Yo creo que Franco supo unir después de la guerra a la España nacional y a la republicana. Por ejemplo, en el Valle de los Caídos, hay enterrados soldados nacionales y republicanos, eso es muy interesante. La juventud actual, si hubiese pasado sólo una décima parte de lo que pasamos nosotros, hoy sería totalmente distinto. Nos entendería mejor.