VÁZQUEZ DE MELLA
ESTUDIO PRELIMINAR, por Rafael Gambra
Entre las primeras figuras del pensamiento o de la política, hay hombres llamados a participar -como protagonistas o como inspiradores- el los grandes hechos de la Historia; otros, en cambio, parecen destinados sólo a mantener el fuego sagrado de un ideal o de una misión, a transmitir de una a otra generación la antorcha encendida de una ilusión de un espíritu.
Vázquez de Mella perteneció claramente a estos últimos. Entra en la vida pública española después de la segunda Guerra Carlista, cuando los ideales que habían animado a aquel gran movimiento de rebeldía popular parecían asfixiarse bajo el peso de la derrota, y de la ruina de mucho hogares, del ansia de paz y de olvido. Su vida política se extiende a lo largo de aquel enervante período que va desde la restauración de Sagunto hasta la caída definitiva de la monarquía constitucional, época de la amarga crisis nacional de 98 y de los impulsos regeneradores por vía europeizante. Su muerte (1928) se produce en la última parte de la Dictadura, es decir, antes de la gran eclosión de sentimiento españolista y tradicional que provocó la segunda República, y se culminaría con el Movimiento Nacional. No conoció, pues, aquella magnífica delimitación de campos en la que el espíritu cristiano contrario a la Revolución dejó de ser meramente conservador, anémicamente liberal, para abrazar por entero las ideas de que él fué cantor y apóstol, ideas que quizá llegara a juzgar, en sus momentos de desaliento, confinadas ya a una minoría ininfluyente. No le fué dado conocer ni las ilusionadas esperanzas de la segunda Corte de Estella, ni la increíble realidad de revivir, en pleno siglo XX, otra guerra en la línea de las carlistas, coronada ahora por una victoria que esperaron cinco generaciones de españoles leales.
Sin embargo, hoy, a los sesenta años de su entrada en la vida parlamentaria, puede apreciarse el extraordinario papel histórico que cumplió su obra.
La revolución de 1868, que derribó la monarquía isabelina, fué el primer movimiento revolucionario en que hubo una participación del pueblo español, y tuvo, por tanto, una cierta significación social. En él se revelaron los primeros y amargos frutos de lo que llamó Menéndez Pelayo "dos siglos de sistemática e incesante labor para producir artificialmente la revolución aquí donde nunca podía ser orgánica". Hasta entonces, la revolución había sido en España obra de minorías intelectual y volitivamente extranjerizadas, ajenas en todo caso al sentir y a las necesidades reales de las clases populares enraizadas en la nación. La revolución de 68 con el subsiguiente ensayo de una monarquía electiva y la anárquica época republicana, pusieron de manifiesto la grave crisis institucional y moral que habían producido cuarenta años de liberalismo. Entonces, el Carlismo, que llevaba años sesteando en el recuerdo de las pretéritas glorias castrenses, volvió a presentarse a los ojos de todos como la sola esperanza de orden y unión. Un extenso grupo de pensadores adscritos al movimiento neocatólico -Villoslada, Manterola, Gabino Tejado, Aparisi Guijarro- advienen entonces al Carlismo y emprenden una campaña en la que éste deja de aparecer ante la opinión como una supervivencia política, para convertirse en bandera de restauración nacional. Gentes de todas las tendencias antirrevolucionarias y católicas engrosan las filas del Carlismo o vuelven a él sus miradas esperándolo todo del estallido de la guerra en el Norte. Una circunstancia más vino a hacer aquella coyuntura especialmente propicia para la causa del tradicionalismo: la proclamación como rey del tercero de los Carlos en el destierro -Carlos VII-, uniría a las más prometedoras condiciones personales, una convicción y un entusiasmo sin límites.
La guerra, sin embargo, demasiado localizada y falta de reservas, resultó nuevamente adversa para los carlistas, a pesar de sus innumerables e insospechadas victorias. Los cuarenta años de régimen constitucional tampoco habían pasado en balde a los efectos de crear extensos intereses privados, familiares y profesionales que nada bueno podían esperar de una restauración legitimista. El espíritu burgués y acomodaticio no tardó en abandonar la causa carlista en cuánto vislumbró una restauración liberal-conservadora en la figura de Alfonso XII.
Con la derrota final sobrevinieron los momentos más críticos para la supervivencia del Carlismo. Al desaliento que sigue a un largo sacrificio de vidas y haciendas hubo de unirse la hábil gestión conciliadora de Cánovas del Castillo, alma de una restauración cuyo programa fué una unión nacional bajo una nueva monarquía liberal.
Este ensayo, cuando los ánimos sufrían la decepción de la derrota y el anhelo de paz, parecía que iba a lograr en España una mansa consolidación del régimen constitucional. Ello importaría en la realidad el triunfo de aquel escepticismo y atonía nacionales que, impasibles a la pérdida los últimos restos de las Españas de Ultramar y de nuestro prestigio exterior, habrían de cuajar, como fruto de amargura, en la generación del 98. Y, lo que es más grave, se corría el peligro de que ese tradicionalismo español consciente y
actuante, que hasta entonces se había encarnado en la epopeya popular del Carlismo, quedase reducido a una estéril fuente de moderatismos en el seno de aquel artificioso ambiente doctrinario.
Tal fué el escenario humano e histórico que el destino había reservado a Mella. El no llegó al Carlismo por tradición familiar -la influencia de su padre era hostil a ello-, ni por reflexión o madurez de la edad, sino por esa convicción sincera y abierta que puede surgir en la primera juventud, la edad de las posturas íntegras y generosas. Sus primeras armas las hizo en un periódico tradicionalista de Santiago -El Pensamiento Galaico-, por los años de 1887 a 90. Cuando Llauder fundó El Correo Español en Madrid, se fijó en la figura del joven periodista asturiano y lo presentó como una nueva esperanza.
Navarra lo eligió Diputado a Cortes a los veintinueve años. A partir de ese momento la elocuencia de Mella, movida de la convicción y del amor, entusiasmó al pueblo carlista, en los momentos más difíciles para la supervivencia del tradicionalismo en su concreción de partido o Comunión. Mella no sólo lanzó en aquel tiempo el grito de aún vive el Carlismo, sino que fué el gran sistematizador y expositor del conjunto de las ideas políticas y sociales que entrañaba nuestro régimen tradicional, de las que realizo una luminosa síntesis,logrando presentar ante aquella generación un todo coherente de ideas extraídas del difuso elenco del tradicionalismo, hasta entonces más sentido que comprendido.
Dos grandes aspectos hay que considerar en la figura y en la obra de Vázquez de Mella: el orador y el pensador político.
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El primer aspecto es, sin duda, el más importante desde el punto de vista de su misión histórica inmediata y popular. El segundo aspecto, es decir, la obra intelectual del mantenimiento de una conciencia tradicionalista fué compartida con Menéndez Pelayo, la extraordinaria figura de la cultura española en la época que media entre las dos últimas guerras de España. Sin embargo, como he destacado en alguna ocasión (1), el hecho característico y diferencial del tradicionalismo español, que lo hace especialmente apto y fecundo para una verdadera restauración nacional, es su profundo arraigo popular, su asiento en una zona de las clases populares. En la conservación de este espíritu popular y en su supervivencia a la derrota de 1876 y al período canovista tiene una parte esencialísima la palabra cálida, arrebatadora, henchida de fé y de sinceridad, de Vázquez de Mella.
(1) Rafael Gambra, La Primera Guerra Civil de España, Escélicer, Madrid, 1950
La oratoria, como la poesía, debe poner al hombre en contacto con las cosas mismas: el orador, además de sus ideas, debe trasmitir a su auditorio el espíritu, el aliento inspirador que las anima. El auditorio debe entrar en contacto con el mundo de valores y de impulsos que mueven la voz del orador. "Por eso -dice Pemán-, fué Mella pura y perfectamente orador. Porque trajo la oratoria a su verdadero terreno de conciencia viva de un pueblo... Y fué fiel ciertamente al don de Dios. Se mantuvo en su puesto y cumplió su misión. No gobernó nunca..(2)". A Mella, en efecto, le fué ofrecida una cartera de Ministro en dos ocasiones: una, en sus mocedades, en los ensayos unionistas de Cánovas; otra, al final de su vida, en el Gobierno nacional que presidiría Maura. En ambos casos, rehusó. Nunca escuchó el fácil canto de sirena que le comprometería en una fórmula circunstancial de transacción, que, si en algún caso puede ser lícita, no lo era para quien tenía la alta misión de salvar para el mañana la continuidad y el entusiasmo de unas posiciones íntegras.
(2) José María Pemán, Prólogo al tomo II de las Obras de Mella
Su labor oratoria fué extraordinariamente difícil, casi insuperable: en un parlamento divorciado de la verdadera realidad nacional, entregado generalmente a minúsculos doctrinarismos, El se levantaba para impugnar el significado político de todos aquellos grupos y también al propio parlamentarismo; para salirse de la cuestión remontándose a principios que eran una condenación fundamental y sangrienta de cuanto allí se propugnaba; para remover la conciencia religiosa y patriótica de aquellos hombres, quizá en los momentos de su vida más ajenos a tales sentimientos. En estas condiciones, sólo que se le tolerase hubiera sido maravilla. Pero Mella consiguió que se le escuchase en suspenso, que toda la Cámara, por un momento, viviese aquel impulso de inspiración, que los diferentes partidos depusieran pos un instante sus antagonismos para aplaudir unidos al cantor de la común tradición patria.
Su espíritu atraía por su sana sencillez casi infantil, por la abierta sinceridad de sus convicciones. A nadie como a él se le hubiera podido aplicar la definición que Quintiliano daba del orador: vir bonus dicendi peritus.
La elocuencia de Mella sirvió a este fin general de presentar ante aquella generación, de una forma vívida y cordial, la fe de sus mayores manteniendo vivo su espíritu y su entusiasmo; pero, además, prestó tres grandes servicios a la vida de la patria, con motivo de otras tantas coyunturas históricas de su tiempo.
Ante todo, en la ocasión tristísima de la guerra de Cuba y Filipinas. Mella denunció, antes de su estallido, la corrompidísima administración española en la isla de Cuba; y durante aquella torpe y claudicante acción bélica, exigió de los gobiernos una aptitud digna y responsable, destacando con toda claridad ante el Parlamento el radical divorcio entre la verdadera voluntad nacional y el oscuro juego de aquella trama caciquil y parlamentaria, única culpable del desastroso fin.
En segundo lugar, ante el desaliento nacional del 98 y frente a las tendencias europeizantes, Mella realizó ante la conciencia española una labor paralela y complementaria a la de Menéndez Pelayo. Como el polígrafo santanderino en un plano erudito, presentó Mella ante el pueblo y en el Parlamento una interpretación total de nuestro pasado y de nuestra cultura, de la que se desprendían los motivos de un patriotismo superior al de la generalidad de los pueblos por fundarse en la constante y sacrificada lealtad a una fé religiosa.
Por último, ante la gran catástrofe europea de la Guerra del 14, frente al mimetismo aliadófilo de los liberales, Mella sostuvo una postura germanófila basada en motivos históricos y patrióticos, que contribuyó en alto grado al mantenimiento de nuestra neutralidad.
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Pero si la figura de Mella tiene como orador esta profunda significación histórica, no la tiene menor su posición intelectual. A Mella no se le puede situar en una corriente ideológica porque no era, en absoluto, lo que hoy se llama teórico o un intelectual. A pesar de su espíritu sistematizador, su obra fué brote espontáneo de un impulso creador y, como toda obra maestra, no exenta de los defectos inherentes a lo, en cierto modo, improvisado; pero con la virtud única de lo que es fruto de la inspiración. Por eso es imposible asignar a Mella precedentes científicos; él no poseía, quizá, una extensa erudición contemporánea: bebió, simplemente, en el mejor manantial de las esencias patrias y ,movida su voluntad a la vez que penetrada su inteligencia, supo a un tiempo cantar poéticamente y exponer intelectualmente. Mella no escribió apenas fuera del periodismo, ni siquiera volvió sobre su obra para corregirla: su vida fué un presente continuado hasta la muerte.
Mucho debió Mella, como ambiente y como inspiración, a los clásicos del tradicionalismo español, especialmente a Donoso y Balmes; pero la obra de trabar en su sistema total y coherente el mundo de ideas del tradicionalismo político estaba reservado al joven periodista asturiano que, además, sabría presentarlo ante su época de un modo nuevo y sugestivo: no como un partido o escuela política, sino como el alma misma de la Patria de la que representa la continuidad y pervivencia. Ello, unido a su elocuencia, determinaría el milagro de un gran resurgimiento del Carlismo precisamente en los momentos en que atravesaba la tremenda crisis de la segunda guerra perdida.
Desde la época en que cayó el antiguo régimen -el reinado de Fernando VII- quizá la más clara autoconciencia de lo que representó el orden tradicional corresponda a la concepción de Mella a lo largo de su vida oratoria y periodística. Los primeros realistas y carlistas -la época de la primera guerra y de Balmes- conocieron sin duda de un modo más directo y vívido el ambiente y el medio tradicional, pero no poseyeron la clara conciencia de cuanto aquella representaba, de los supuestos en que se apoyaba, de su ensamblaje con el pasado español, de lo que era fundamental y lo que era accesorio. Defendían una realidad vivamente sentida frente a unas ideas que reputaban heréticas y extranjeras. Mella, en cambio, ve en los atisbos geniales, en intentos formidables de visión general, la síntesis profunda de fe y de vida, de filosofía política y de historia, que constituye el orden tradicional, la gran realización política de nuestra vieja Monarquía. Incorpora a su concepción el espíritu medieval, forja la teoría de las coexistentes soberanías social y política, la de la soberanía tradicional para la concreción del poder; la idea, por fin, de la tradición en su sentido dinámico, cuyo alcance no ha sido todavía plenamente valorado...
Posteriormente a Mella, en los últimos treinta años, se ha operado un proceso de olvido, de fragmentación y de idealización en el conjunto de ideas políticas que integran el sistema tradicional español. Sentimientos tan arraigados en el alma española como el monárquico o el foral de determinadas regiones van siendo desconocidos para las nuevas generaciones; multitud de pequeños movimientos construyen su credo y su verdad sobre fragmentos aislados del pensamiento tradicionalista; y, al mismo tiempo, éste se convierte para una extensa opinión en algo utópico, irrealizable, útil sólo para construir párrafos líricos y remover el patriotismo en momentos en que es necesaria la unión.
Si el tradicionalismo de la primera mitad del XIX se hallaba demasiado envuelto por la historia concreta, la tradicional todavía es una realización imperfecta, el tradicionalismo actual de este siglo se encuentra desarraigado de los hechos, de las concreciones reales y viables, envuelto en las brumas de un recuerdo lejano e idealizado. Entre ambos momentos aparece Mella como un punto luminoso, tradicionalista y carlista, es decir, político teórico y político histórico.
El legado de Mella
Para penetrar en el pensamiento de Mella es preciso, ante todo, comprender, el sentido en que emplea el calificativo de social, que es, diríamos,la piedra angular de lo que constituye su principal aportación.
Hoy es muy empleado este calificativo, generalmente precedido del artículo neutro -lo social-, que es un modo de sustantivar conceptos sólo oscuramente conocidos y muy equívocamente empleados. Este concepto actual de lo social coincide en un aspecto con el de Mella, pero difiere muy esencialmente en otro y por ello puede ocasionar multitud de equívocos. He aquí, como ejemplo, un párrafo de Mella que podría juzgarse enteramente actual: "(se extiende por España) un movimiento social que nace del impulso de todo un pueblo.,.; y esa ola social indica que este régimen, estos partidos, estas oligarquías que hoy tienen que transformarse...(3)"
Esta frase podría ser citada como un anticipo profético de lo que hoy se llama política social. Coinciden ambos conceptos, además de en una común referencia a la sociedad, en su aspecto negativo, esto es, en su intención crítica respecto del sistema político liberal o individualista.
(3) Vázquez de Mella, Juan. Obras Completas. Junta del Homenaje a Mella, Madrid, 1932, tomo VIII, pág. 202.
El liberalismo que partía, como es sabido, de la bondad natural del hombre, y que propugnaba una organización racional del Estado y de la sociedad, procuró la destrucción de todas las sociedades e instituciones intermedias entre el poder político y el individuo. Eran éstas consideradas como productos irracionales de un pasado medieval, y constituían para los hombres de la Revolución aquella sociedad que, según Rousseau, era causa de la perversión del hombre. Como dice el propio Mella, "la obra política de la Revolución francesa consistió principalmente en destruir toda aquella serie de organismos intermedios -patrimonios familiares, gremios, universidades autónomas, municipios con bienes propios, administraciones regionales, el mismo patrimonio de la Iglesia- que como corporaciones protectoras se extendían entre el individuo y el Estado". Sobre las ruinas de todas estas instituciones que coartaban la libertad del individuo debería elevarse el nuevo Estado racional, con el imperativo de inhibirse de toda otra función que no fuese la meramente negativa de defender la libertad de los individuos.
Estas instituciones intermedias, que, durante el Medievo y aun durante la Edad Moderna hasta la Revolución, tuvieron vida propia y autónoma, podrían distribuirse en dos distintos órdenes: unas tenían un carácter natural, respondían a tendencias de la naturaleza específica del hombre: así, el impulso que llamaríamos de afectividad y continuidad, determinaba la institución familiar, con el pleno ejercicio de la patria potestad en su esfera, su propio patrimonio y su continuidad en el tiempo a través de adecuados medios sucesorios; el impulso económico-material, determinaba las clases profesionales y la institución gremial, permanente y autónoma; el impulso defensivo engendraba la institución militar, más vinculada por su naturaleza al poder político, pero con su existencia intangible y su propio fuero; el impulso intelectual, por fin, exigía la agrupación universitaria, libre y dotada de su propia personalidad y carácter. Fácilmente pueden reconocerse en estos impulsos las facultades que asignaba Platón a la naturaleza humana- apetito, ánimo e intelecto-,y en tales instituciones, las clases que reconoció el mismo Platón en el Estado ideal. No puede olvidarse que la Edad Media cristiana se propuso la realización del Estado estamentario de Platón, no según la teoría del Grande Hombre que reasumiera al individuo, sino según el principio aristotélico de la sociabilidad natural, es decir, de los impulsos ínsitos en la naturaleza del hombre con una espontánea realización en instituciones adecuadas.
El segundo grupo de instituciones intermedias tiene su carácter más fáctico o existencial que específico o natural. Brota de la realidad geográfica y de la realización histórica de las sociedades humanas y determina la institución municipal para el Gobierno de las agrupaciones ciudadanas o rurales, y la regional, que representa el derecho de toda más amplia sociedad histórica a administrarse por sí misma y a gobernarse por las propias leyes que brotan de su personalidad.
Sobre estas instituciones naturales y fácticas surge la necesidad de unidad y dirección que exige, en el terreno religioso, propiamente espiritual, la institución eclesiástica,y en el orden humano, natural, la dirección del Estado.
Con la Revolución, la familia fué privada de su continuidad a través del tiempo por medio de unas leyes sucesorias individualistas, y, más tarde,ya bajo signo socialista, de su área vital mediante una tendente supresión de la propiedad privada. La Universidad se convirtió de "libre ayuntamiento de maestros y discípulos", en mera oficina estatal para la expedición y registro de títulos académicos. La clase, como unidad consciente de su destino y autodefensora, desapareció con la supresión de gremios y la confiscación de sus bienes.
El municipio dejó de tener personalidad la aplicarse leyes uniformistas, y potencia económica comunal al ser desamortizados sus bienes, y pasó a vivir de "un recargo del presupuesto". La región, en fin, llegó a carecer, en España -pueblo eminentemente federativo y regional- de toda realidad jurídica e institucional. "Así, el Estado contemporáneo -concluye Mella- no reconoce la existencia jurídica del gremio, ni del municipio, ni de la universidad, ni de la misma familia, si no están sancionadas por su expresa voluntad.
Esto ha originado en los individuos dos sentimientos disolventes que son hoy generales entre los miembros de cualquier sociedad civil: el sentimiento de impotencia frente al poder del Estado,que en cualquier momento puede convertirse de laxo y tolerante en despótico y arbitrario; y el sentimiento de desarraigo que hace a cada hombre ajeno a toda institución y a cualquier destino colectivo, espectador de todas las cosas, preocupado sólo por su propio bienestar o, a lo sumo y en razón de instintos primarios de la sangre, por el de su propia familia; y, a la inversa, convierte a toda obra colectiva, a toda institución del régimen uniformista, en fingimiento externo, mentira manifiesta. Nadie se siente hoy vinculado a un gremio, a una universidad, a un pueblo o a una región, de forma tal que, aunque perciba sus defectos, los vea como algo propio, criticable sólo "desde dentro".
Inversamente, la disolución de las sociedades intermedias, naturales e históricas, ha engendrado en el Estado dos características que son también generales y casi necesarias: su carácter absolutista y su falta de estabilidad. Mella, que nunca reconoció trabas ambientales y oportunistas para la verdad y la consecuencia lógica, lanzó contra un régimen que se preciaba de creador de la libertad, el dictado del tiránico y absolutista, precisamente el mismo que se empleaba para designar el tradicionalismo político. Y- lo que es más grave para aquel régimen-, apoyándose en razones irrebatibles. "Si hay un poder- dice Mella- que asume toda la soberanía, si los derechos de los ciudadanos están a merced de su voluntad, si basta que él estima que una situación es grave para que pueda suspender las garantías legales de los ciudadanos, ¿qué cosa es esto, variando los nombres, más que un bárbaro absolutismo?". Donde no existen autonomías ni contrapoderes en el seno de la sociedad, sino que todo depende del Estado, no puede esperarse más que la tiranía, solapada o violenta, pero tiranía siempre.
Un mecanismo estatal difuso y meramente legal ha creado, al suprimir las responsabilidades concretas y las efectivas contenciones, un poder realmente ilimitado. El trámite legal y dialéctico de las democracias a los socialismos es históricamente posterior a Mella, pero está previsto por él.
La falta de estabilidad -que es un hecho empírico en los regímenes de suelo revolucionario- se deriva también de la falta de unas instituciones sociales, tradicionales en su obrar y vinculadas a un fin natural. Ellas eran, en la sociedad, como las raíces sobre los terrenos, a los que deparan contención y arraigo. Un régimen que en aquellas condiciones sólo podría evolucionar lentamente, queda, al ser reasumido todo poder y todo institucionalismo, en un estado unitariamente estructurado, a merced de cualquier eventualidad o movimiento de opinión.
Pero de todos estos males el más trágico y urgente, por ser el que afecta a la vida misma en un sentido inmediato, es el de las relaciones laborales entre los ciudadanos, el llamada por antonomasia problema social. En un régimen que no reconoció a los débiles el derecho eficaz de asociación para su defensa al no sancionar la función gremial, en que no existía tampoco la propiedad común que aseguraba un mínimun vital a los desheredados, en que el Estado conocía sólo la exterioridad jurídica de los contratos, tenía que quedar el débil, necesariamente, a merced del poderoso. No es preciso entrar a describir el siglo del capitalismo -la época de Mella- en que, al lado del lujo y del despreocupado vivir de la burguesía, se iniciaba el más desesperado pauperismo: aquél que para nada es solidario de su medio ni siente el menor apego a su trabajo.
Esta realidad lleva pronto a conflictos inaplazables, a situaciones-límite, tales como el paro obrero y el odio de clases que anuncia la Revolución. Surge entonces la necesidad de imponer un orden, una dirección, a la sociedad misma. De la autonomía individual y de la función meramente jurídica del Estado, no se había derivado la libertad y el progreso, sino la esclavitud y la guerra. Ello hace preciso que en el seno de las relaciones sociales vuelva a surgir una estructura, un principio interno de orden y contención. De aquí se origina la preocupación social típica de nuestro tiempo.
Todas las soluciones del problema social pueden reducirse a dos posiciones generales: una consiste en que el Estado, previamente erigido en institución única, repase los límites meramente negativos y jurídicos a que, por las exigencias teóricas del propio liberalismo, se hallaba reducido, y se convierta en administrador de la riqueza nacional y en reglamentador de las relaciones económico-sociales. Esta es la solución propugnada por el socialismo, y también por aquellos sistemas que, bajo el nombre genérico de política social, representan un socialismo tendente y libre de violencias.
La otra solución, aunque se la presente a menudo como una especie de término medio entre el individualismo y el socialismo o, es, en cuanto a lo social, mucho más radical que ésta. Consiste, no en que el Estado ejerza una tutela sobre la sociedad para imponerle una estructura coherente y duradera, sino en la restauración de la propia sociedad con su órganos naturales y su propia vitalidad interior. No en que lo social se convierta en una función más del poder político, sino en que sea una realidad más amplia de finalidades y órganos varios que contenga en sí- y requiera, en un aspecto- a la autoridad civil.
Esta tesis, que se ha llamado corporativa y orgánica, encontró en Mella el expositor y fundamentador, a mi juicio, más profundo y coherente. El vió toda su inmensa amplitud y se negó a darle esas denominaciones por estimar que rebasa con mucho lo por ella significado (4). Seguramente el propio nombre del socialismo le hubiera convenido con toda propiedad, de no haberlo ilógicamente usurpado una teoría que, por el contrario, representa el estatismo absoluto, es decir, la completa absorción de la sociedad por el Estado, de la estructura social por la política. Por eso improvisó Mella para esta concepción el nombre del sociedalismo.
Ella es el hilo conductor de todo su pensamiento, riquísimo en facetas y matices, y también el mensaje de Mella para nuestra época.
(4) Víd. sobre la denominación de corporativa: Obras Completas, tomo VIII, pág. 155.
El concepto de soberanía social
El fundamento primero de éste que Mella llama sociedalismo es una concepción del hombre en la que se adelanta un cuarto de siglo a las actuales teorías personalistas -hostiles al individualismo- que, desde Max Scheler y Berdiaeff, se extienden hasta Brunner y Mounier.
El concepto de individuo -dice Mella-, que tanto se repite y que sirve de centro a todo un sistema, si bien se mira, no es otra cosa más que un concepto puramente abstracto (5).
Cada hombre es, en cierto modo, una condensación de la historia de su vida, y si, por un proceso de abstracción, se prescindiera de la evolución de su pasado vivido y de la tradición humana en que se halla inserto -esto es, de su tiempo real, personal y transpersonal-, no quedaría más que un inimaginable haz de potencias inactuadas, algo meramente potencial, exento de toda determinación. El hombre no es captable ni en su individualidad teórica, ni tampoco en su ser social, como pretende la sociología de corte universalista. Porque ambos son aspectos abstractos de una y única realidad.
(5) Obras Completas, tomo XI, pág. 49
Pero sea de la cuestión metafísica lo que fuere, lo cierto es que la experiencia no nos ofrece, desde luego, más que sólo hombre: el hombre concreto de carne y hueso, con sus peculiaridades individuales y sus tendencias sociales, que es el dato empírico de que habremos de partir. Máxime teniendo en cuenta que la política, como algo práctico -el arte de dirigir la nave del Estado-, ha de seguir al supuesto -según el adagio escolástico actiones sunt suppositorum-, en este caso, a la persona concreta.
De aquí el absurdo de fundamentar una teoría política en una concepción abstracta del individuo que exige desembarazarle de todas las instituciones naturales que encuadran y completan su ser y su obrar, y que sea representado en la gobernación del Estado de un modo individual, según el principio de sufragio inorgánico. Porque, como dice Mella en un golpe de evidencia, "el verdadero individuo, en lo que tiene de más singular, que sería el carácter nativo, no es representable por nadie más que por él mismo" (6).
(6) Obras Completas, tomo VIII, pág. 150
Este error brota de otro más amplio, nacido del seno mismo del racionalismo moderno, que consiste en concebir a la sociedad en general como algo puramente racional, producto de la convención humana y no de la naturaleza. Para el liberalismo roussoniano el hombre, naturalmente libre y bueno, accede a vivir en sociedad por un voluntario pacto con sus semejantes. La sociedad, por su misma artificiosidad, coarta la libertad del hombre y le hacer perder su espontánea inocencia. La solución radicará en destruir las estructuras irracionales que la sociedad ha creado en su espontánea evolución a través de los tiempos, y en edificar una nueva sociedad racional que no prenda la hombre en sus mallas ni coaccione su primitiva libertad. Para la concepción socialista de la vida en cambio, el hombre es un producto de la sociedad, entidad cuya estructura y leyes de evolución son penetrables científicamente. Una y otra teoría ven en la sociedad -aditiva y unitariamente considerada- una instancia superior de formación racional.
Pero, según , Mella, la sociedad no es algo ajeno al hombre mismo -un pacto y una estructura que se le impone- ni tampoco una realidad superior que incluye en sí y determina al hombre. La sociedad se funda en la misma naturaleza del hombre que es, por ella, un "animal social". En esta concepción de la sociabilidad como natural en el hombre se halla implícita una amplísima teoría, que fué ignorada por el racionalismo liberal y por el socialismo, que es su consecuencia lógica.
Aunque la diferencia específica del hombre sea la racionalidad, su naturaleza abarca distintos estratos de ser, con sus correspondientes formas de conocer y querer. Existe en el hombre un conocimiento sensible, animal, de cosas individuales, con su correspondiente apetito sensible, que tiende a los objetos conocidos ya, pero sin penetrar en la razón de apetibilidad. Existe, en fin, un conocimiento intelectual o racional de esencias universales, que determina el querer libre o albedrío. Y una tendencia de la naturaleza profunda del hombre, como es la sociabilidad, ha de incluir en sí todos esos estratos ónticos en que cala el ser humano. O, lo que es lo mismo, en la construcción de la sociedad han de colaborar instinto, sensibilidad e inteligencia, porque cualquier conocimiento o cualquier tendencia espontánea del hombre los incluye y penetra en apretada síntesis. De aquí que sociedades estructuradas en un lento y, hasta cierto punto, ciego proceso de adaptación, que incluyen en su génesis tanto instinto como razón, ofrecen generalmente condiciones de vida, estabilidad, y aún de progreso, superiores a las fundadas en convenciones o constituciones meramente racionales.
Durante el siglo pasado se realizó sobre las estructuras sociales de la mayor parte de los pueblos algo semejante a lo que representaría destruir la anómala distribución de campos y bosques por la regularidad geométrica de un jardín, sin pensar en la posibilidad de que sequías o lluvias torrenciales impidan en le intermedio su realización. O a lo que hubiera sido el ideal esperantista de acabar, en gracia a la unidad idiomática, con el caudal de sabiduría popular, sentido filosófico y posibilidades estéticas de las lenguas tradicionales.
Y si en el modo natural de constituirse las sociedades están representados los varios estratos que penetra el ser del hombre con formas no racionales -instintivas- de adaptación y de arraigo, también, y como hemos visto, las distintas facultades del espíritu humano contribuyen a conformar, según el esquema platónico, las clases sociales y sus correspondientes instituciones.
La naturaleza humana imprime por otra parte en la sociedad la individuación y la historicidad propias del hombre. No sólo en los usos, costumbres y peculiaridades de gobierno pueden individualizarse las sociedades civiles, de acuerdo con su medio y tradición, sino aún en la misma legislación positiva que, aunque deba interpretar para ser justa la única y eterna ley natural, puede concretarse en mil diferentes formas. Toda unidad local o histórica -afirma Mella- tiene derecho, aunque viva en una más amplia comunidad estatal, a mantener y cultivar su propia estructura político-social.
Por último, la unidad sustancial del hombre -y la exigencia de la unidad final en sus obras- están representadas en la sociedad por el deber político,. Esta unificación ha sido doble en la evolución de los pueblos cristianos: la civil y la eclesiástica. Supuesto que el fin último del hombre, como dice Santo Tomás, no se alcanza por los solos medios naturales, es preciso, al lado del poder civil, otro que sea depositario y administrador de la gracia, debiendo convivir ambos poderes mediante una delimitación de campos y una cierta influencia indirecta.
La diferencia fundamental entre la teoría política nacida de la Revolución y la que expone Mella es ésta: concibe aquella la soberanía política como una instancia superior racional (llámesela Nación o Estado), único principio unificador y estructurador del orden social o de la convivencia humana. Concíbela Mella, en cambio, como cumplidora de un fin y con unas prerrogativas, que la lado de otros fines y de otras instituciones, fuentes asimismo de poder y en su propia jurisdicción.
Estos otros fines naturales -plasmados en adecuadas y vigorosas instituciones- son, juntamente con el propio fin específico del Estado, la única fuente -teórica y práctica- de limitación del poder. La concepción teleológica o finalista es la única que puede eliminar el problema de la limitación -y aún del origen del poder- sin recurrir a las ficciones metafísicas de la transmisión. (7).
(7) Víd. Obras completas, tomo XI, págs. 18 y 61.
Y no puede interpretarse que, con la reabsorción en el Estado, se trata meramente de una distinta pero posible concepción del orden político-social. Porque si esas instituciones naturales son el adecuado complemento de la libre actividad humana, y su existencia es el único freno real y práctico al despotismo estatal, en ella se halla, en cierto modo, incluido el hombre.
Cuando todo depende del Estado- dice Mella-, también quedan atacados los derechos individuales; porque si para realizar el hombre sus fines necesita asociarse a sus semejantes, y este derecho lo regula o lo niega a veces el Estado, es claro que mata la independencia personal..., y no deja siquiera al hombre una fortaleza desde cuyas almenas pueda oponerse a las invasiones de su poder.
Esta concepción político-social de Mella, que encuentra el origen de la sociedad en el mismo individuo personal considerado en su concreción y en su naturaleza, tiene su fundamento en la más pura raíz del aristotelismo escolástico: según esta teoría, todos los seres naturales -y el hombre entre ellos- están compuestos, metafísicamente, de potencia y acto. Sólo Dios es acto puro: los demás seres han de realizar sus potencias en la vida. Su ser es un ser en movimiento, que consiste, precisamente, en el tránsito de la potencia al acto. Apetecer es pedir,necesitar, tender a algo a lo que por naturaleza se está ordenado. Y así como todas las cosas tienen una primera fraternidad en el ser, tienen después otras relaciones de conveniencia que las hace mutuamente perfectibles. Ello determina unas naturales inclinaciones o tendencias en todos los seres, que se realizan de diverso modo según que se trate de seres inconscientes , conscientes o racionales. Pero el fundamento es general y se basa en la suprema ley de orden y armonía, idea que es piedra angular en el pensamiento de Vázquez Mella (8).
(8) Víd. Esteban Bilbao, La idea de orden como fundamento de una filosofía política en Vázquez de Mella, Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Madrid, 1945
En el hombre, cuya característica específica consiste en ese acceso a una esfera superior de común inteligibilidad y comprensión que se llama racionalidad, es la sociedad o vida de relación, una tendencia básica, una condición necesaria. Esto es lo que se expresa al decir que es animal social o que es social por naturaleza.
Las tendencias sociales corresponderán así, como hemos visto, a los grandes grupos de facultades del hombre: el impulso primario de la afectividad y la reproducción (vida familiar), el impulso de cooperación económica (asociaciones laborales), la tendencia a la colaboración intelectual (universidad en su sentido lato), la necesidad de defensa (ejército), y posteriormente, la necesidad de coordinación y dirección que engendra el poder político o Estado.
La sociedad, como tal, se forma de la interferente convivencia de estas formas de vida social, y se realiza al filo del tiempo en un proceso histórico en el que intervienen instinto, sensibilidad y razón, y se concreta en unidades histórico-locales -pueblo o nación- de diversa fisonomía. Por lo cual, constituye una esencial alteración de la naturaleza de las cosas el concebir a la sociedad como una estructura unificada y superior, de constitución racional, que establece o crea a las demás instituciones infrasoberanas.
Llegamos así al concepto de soberanía social, que es piedra angular en el pensamiento de Mella y que, según él mismo la define, es "la jerarquía de personas colectivas, de poderes organizados, de clases, que suben desde la familia hasta la soberanía que llamo política concretada en el Estado, al que debe auxiliar, pero también contener" (9).
La idea de soberanía social incluye, pues, la existencia de instituciones autónomas en la realización de sus fines naturales, y la de conjunto jerarquizado, que se opone, como teóricamente intangible y como prácticamente poderoso, a la soberanía política. Ambas soberanías -la social y la política- se incluyen armónicamente, con sus fines naturales propios y complementarios, dentro del concepto de orden.
(9) Obras completas, tomo XV, pág. 180
Este conjunto armónico de instituciones naturales no supone, sin embargo, una concreción política propia de cada pueblo -región o nación- que aparezca respetable de un modo cuasi natural. Por esto, en el pensamiento de Mella se añade a la idea de la soberanía social la de la soberanía tradicional. "Así, la Monarquía -dice- tiene para nosotros el apoyo de una soberanía muy grande, muy poderosa, y que hoy no se quiere reconocer: la soberanía que llamaré tradicional, en virtud de la cuál la serie de generaciones sucesivas tiene derecho por el vínculo espiritual que las liga y las enlaza interiormente, a que las generaciones siguientes no le rompan y no puedan, por un movimiento rebelde de un día, derribar el santuario y el alcázar que ellas levantaron, y legar a las venideras montañas de escombros" (10). Aquí radica el concepto dinámico de tradición sostenido por Vázquez Mella. Es éste una anticipada aplicación a las colectividades históricas de la durée reelle bergsoniana y de todas las modernas teorías psicológicas de la corriente de la conciencia. No es posible señalar momentos ni hechos aislados en la vida de los hombres o de los pueblos, porque todos son producto de una sola evolución y se penetran y funden en una trama continua. Por eso, el régimen político de un pueblo debe brotar de esa evolución profunda y identificarse con ella y no ser convención momentánea de la razón especulativa desarraigada de la razón histórica.
(10) Obras completas, tomo XV, pág. 196
Este institucionalismo orgánico, en fin, que coloca al Estado dentro de un orden de fines naturales, reaparece en el pensamiento actual como el único medio viable de limitar el poder del Estado y evitar su evolución, en cierto modo dialéctica, desde la democracia hasta el socialismo totalitario. Así, por ejemplo, dice Roland Maspétiol en su reciente obra "LJEtat devant la personne et la société" :"El poder del Estado puede ser limitado por medio de la institucionalización de diversos elementos de la sociedad civil con vistas a mantener su autonomía y su espontaneidad sobre la base de un poder nivelador. Este sistema tiende a asignar a los grupos naturales de la sociedad civil, erigida en comunidad orgánica, su propia autonomía y su propia garantía. Este modo es, a menudo,presentado bajo el nombre de doctrina corporativa, en torno a la cual se pueden agrupar el conjunto de principios que reconocen a las familias, a los grupos locales, a las profesiones, a las tendencias culturales, etc., una base independiente dotada de un poder de decisión y de legislación interno, oponiéndose así eficazmente al poder estatal. No existe más que una manera de defender la libertad, cada vez más amenazada; restaurar contrapoderes y fijar las bases de un derecho que el Estado no pueda modificar según su sólo capricho" (11).
(11) Maspétiol, R. L'Etat devant la personne et la societé, París, 1948, pág. 108.
Víd. asimismo, la idea de Institucionalización del campesinado en la obra del mismo autor, L'Ordre eternel des Champs, París, 1946.
Y también: Jouvenel, B. Du Pouvoir. Histoire naturelle de sa croissance, Géneve, 1945, págs. 424 y ss.
Duclos, P. L'Evolution des rapports politiques depuis 1750, París, 1950.
El proceso federativo
Este conjunto de instituciones autónomas calcadas sobre las facultades del hombre, cimentadas en una fé común y aglutinadas por la Monarquía, constituye propiamente lo que podríamos llamar el régimen tradicional, que se desarrolló a lo largo de los siglos en la Edad Media y Moderna en los pueblos cristianos. Sin embargo, quizá en ningún lugar tuvo este proceso creador un desarrollo tan puro y característico como en España.
Sir Ernest Barker, el conocido tratadista político británico, reconoce (12) que fué España el primer país que puso en práctica un régimen representativo. En las Cortes de Castilla y de Aragón aparecen, en efecto, las primeras representaciones colectivas de ciudades y clases. El antiguo régimen político-social de los reinos españoles fué -según Mella- la mejor realización histórica de aquella más perfecta forma de gobierno que Santo Tomás hacía consistir en una armonía de las tres formas legítimas de gobierno aristotélicas: la democracia, la aristocracia y la monarquía. "España -dice- fué una federación de repúblicas democráticas en los municipios y aristocráticas, con aristocracia social, en las regiones, levantadas sobre la monarquía natural de la familia y dirigidas por la monarquía política del Estado".
Sin embargo, aún más que el institucionalismo de clases y en el régimen representativo, fué característica la historia política de España en el proceso de federación política. No puede olvidarse que en nuestra Patria, sin perjuicio de poseer un espíritu nacional que "no cabiendo en la Península hizo surgir un continente nuevo para darle albergue", fué siempre, hasta la revolución, una federación de cientos de reinos por la monarquía. Nuestro mismo escudo no es uno, sino la composición de cuatro aglutinados bajo la corona de un mismo Rey. La unidad nacional y la unidad política no surgieron en nuestra Patria por una imposición de quien pudiera hacerlo,sino que nacieron de siglos de convivencia y de lucha común y se realizaron, en general, por un lento proceso de incorporación verdaderamente político.
La no identificación entre el Estado -la monarquía- y la nación que, por virtud del institucionalismo orgánico que, hemos visto, se daba en siglos medios, hacía posible federaciones políticas -monarquías duales- sin que nadie pensase en la unión de las correspondientes nacionalidades. Y que la declaración de guerra de soberanos, por ejemplo,no impidiese la normal relación y comercio de los pueblos. Así, en nuestra alta Edad Media, pudieron confluir diversas coronas en un sólo monarca sin que pasase de un efímero y externo hecho histórico, porque la profunda y verdadera unidad espiritual no había madurado aún entre aquellos pueblos (piénsese en Sancho el Mayor de Navarra). Y, en cambio,a principios de la Edad Moderna, la unidad monárquica no era ya sólo un hecho que engendraba inmediatamente una estable y cordial unidad nacional, sino que resultaba, en cierto modo, exigida e impulsada por la misma auténtica unidad ya existente en la sociedad (piénsese en el reinado de los Reyes Católicos).
La unidad superior de los pueblos peninsulares -el hecho de que el nombre de español se hubiera convertido en poco más que una denominación geográfica en algo profundamente sentido- se había realizado como un efecto de la lucha siete veces secular contra el mundo mahometano. Y lo que en su origen fué efecto, producto realísimo de la historia y de la vida, pasa a ser causa, imprimiendo un modo de ser y de agruparse a los que han constituido, en torno a esa unidad, una nacionalidad.
Así como la unidad concebida en sentido estatal moderno no tiene otra forma de verificarse que el uniformismo y la centralización, la unidad íntima nacida del sentimiento y de la Historia, puede ser compatible con un respeto absoluto a las peculiaridades, incluso políticas, de los pueblos federados. Por ello pudo decir Mella, con Pedro José Pidal, que la antigua Castilla "era una especie de confederación de repúblicas administrativas presididas por la monarquía" y que España "fué un conjunto de reinos autónomos vinculados por la fe y gobernados por la monarquía".
Pero en este caso, ¿en que para el ser y la unidad de las grandes nacionalidades que, como España, se forjaron al cabo de los siglos?
Para responder a esto se encuentra implícita en la obra de Mella una teoría sobre la superposición y la evolución de los vínculos nacionales, que entraña una verdadera filosofía de la historia. Según esta teoría, que encontramos apenas esbozada, en la naturaleza de los vínculos que determinan la existencia de un pueblo se da un progreso en el sentido de una mayor espiritualización o alejamiento del factor material, sea racial, económico o geográfico.
Las nacionalidades primitivas que vienen determinadas generalmente por una estirpe familiar prolongada en sentido racial, o bien por un imperativo del suelo o del modo de vida. Mas tarde, una progresiva depuración de estos vínculos va ligando pueblos de raza, medio o vida diferentes en torno a una común dignificación histórica que puede ser de diversa índole. Así, en el seno de una gran nacionalidad actual, como la española, pueden coexistir, en superposición y mutua penetración, regionalidades de carácter étnico, como la eúskara; geográfico, como la riojana; de antigua nacionalidad política, como la aragonesa, la navarra, etc..."A medida que la civilización progresa -apunta Mella- la influencia del medio y de la economía es menor, y podría formularse esta ley que toda la historia confirma: la influencia del factor físico sobre el hombre (y sobre las nacionalidades, por tanto) está en razón inversa de la civilización" (13).
(13) Obras completas, tomo X, pág. 197.
Así, en nuestra Patria, "que es un conjunto de naciones que han confundido parte de su vida en la unidad superior (más espiritual), que se llama España" (14), no está constituido el vínculo nacional "por la geografía..., ni por la lengua...,ni por la raza..., ni aún por la raza histórica..," (15), sino por "una causa espiritual, superior y directiva, que liga a los hombres por su entendimiento y voluntad, la que establece una práctica común de la vida, que después es generadora de una unidad moral que, al transmitirse de generación en generación, va siendo un efecto que se convierte en causa y que realiza esa unidad espiritual que se refleja- por no citar más que este carácter- en la unidad de una historia general e independiente" (16).
(14) Obras completas, tomo X, pág. 320.
(15) Obras completas, tomo X, págs. 197 y ss.
(16) Obras completas, tomo X, pág. 202.
Pero este vínculo superior que hoy nos une -y que para los españoles , es de carácter predominantemente religioso, con determinaciones humanas e históricas propias- ha de ser considerado hacia atrás como un producto de la historia, y al presente, como un elemento vivo de unidad. No debe, sin embargo, proyectarse al futuro como algo sustantivado e inalterable, porque entonces se diseca la tradición que nos ha dado vida. El principio de las nacionalidades sin instancia ulterior procede cabalmente de esa confusión moderna entre el Estado y la Nación y su concepción como una única estructura superior y racional de la que reciben vida y organización las demás sociedades infrasoberanas. El proceso federativo de nuestra Edad Media cristiana y la progresiva espiritualización de los vínculos unitivos no tiene por que truncarse, máxime cuando el principio nacionalista y el punto de vista nacional conducen siempre a la guerra permanente. En los estados modernos el interés nacional y la razón de Estado han de ser, como es sabido, causa inapelable. Y en los países totalitarios se llegó a crear toda una doctrina nacional, con el dogmatismo de una religión y su correspondiente enseñanza obligatoria y reglamentada.
Pero, según la doctrina de la espiritualización y superposición de vínculos nacionales- que responde a la práctica federativa de los siglos cristianos-, el proceso de integración habría de permanecer siempre abierto: al final de este proceso estaría, como vínculo de unión para todos los hombres, la unidad superior y última de la catolicidad, libre de toda modalidad humana. Y el proceso que a ello condujere habría sido, no la imposición de una parte, sino una libre integración -o federación- vista por todos los pueblos como cosa propia y que para nada mataría las anteriores estructuras nacionales. Esto es, un proceso semejante al que en España condujo a la unidad nacional.
La ascensión hacia esta armoniosa meta debería, por otra parte,marchar al unísono con el progreso material que permite -y exige- el gobierno de cada vez más amplias extensiones y multitudes.
Esta es la filosofía de la historia que he dicho estaba implícita en el pensamiento de Mella.
Y en lo acaecido después de truncarse el proceso medieval federativo puede verse una realización de lo que Mella llamaba ley de necesidades, que ya hemos visto: la Revolución consagró el principio de las nacionalidades cerradas, con sus construcciones racionales y definitivas de las Naciones. Pero como la necesidad de sucesiva ampliación de las sociedades políticas pertenece, en cierto modo, a la naturaleza del hombre y de la civilización, el proceso amenaza realizarse hoy, aunque por cauces bien diferentes, en las tendencias internacionalistas del socialismo.
Igualmente se encuentra una confirmación de la teoría político-social de Mella en el estado interno de las actuales nacionalidades europeas. Ese don precioso de estabilidad, que permite a los hombres ordenar su futuro y el de los suyos de acuerdo con leyes eternas, y que es el más sano fruto que debe ofrecer un régimen político, no lo ha poseído, quizá, en los últimos siglos, más que la Monarquía británica. Es frecuente entre los ingleses atribuir esta virtud a la superpuesta democracia liberal de su régimen, pero no sería difícil demostrar que no es por ella, sino más bien a pesar de ella. En los pueblos continentales puede atribuirse esa condición a la riqueza de su imperio, pero sería cuestión si esto es así o si, al contrario, procede su pujanza de su estabilidad.
No es difícil, sin embargo, concluir que esa virtud nace de haberse mantenido allí la tradición, es decir, la continuidad con el antiguo régimen y, en gran parte, la estructura autonomista y orgánica. "Los británicos -dice Barker- no tienen una Constitución escrita. Su Constitución es algo que perdura en la mente de los hombres: y la parte que está escrita procede de la Carta Magna que hubo de otorgar el Rey Juan en época tan remota como el año 1215" Un origen, por tanto, esencialmente distinto del constitucionalismo racional y apriorístico de la Revolución Francesa.
Así ha sido posible continuar allí hasta hoy el proceso, no sólo de incorporación de pueblos extraños -al modo de la antigua Hispanidad- en la Comunidad Británica de Naciones, sino de pacífica asimilación de concepciones políticas modernas, como el liberalismo, y, aún hoy, aunque con probable fracaso, del mismo socialismo.
España no ha podido hallar fuera de su cauce tradicional ni aún le efímera estabilidad que, por algún tiempo y de precario, han logrado para sí otros pueblos del continente.
Pueden enumerarse las lacras políticas y sociales que padece desde hace más de un siglo nuestra sociedad civil, por contraposición con las características que Mella asignaba a nuestra monarquía tradicional:la pérdida del institucionalismo social ocasionó el individualismo y el problema social, en primer término, y el auge del socialismo, en segundo; la desaparición de la estructura regionalista fué causa de la atonía local, primero, y del separatismo más tarde; la muerte de nuestro autonomismo administrativo, originó la irresponsabilidad y mala administración, que han sido endémicas entre nosotros; la ruptura de nuestra continuidad política y el estado de guerra civil casi permanente.
Remedio necesario para tal situación, es para Mella volver a crear esa cadena de instituciones intermedias, estabilizadas y estructuradoras, que sean a la vez el más serio y permanente apoyo del Estado y su contrapoder limitador (17).
Parece empeño contradictorio el de volver a crear con una acción estatal lo que, por su misma naturaleza, ha de ser independiente del poder político. Y, efectivamente, para hacerlo con propiedad, habría que hablar más bien de crear condiciones debidas para que la sociedad vuelva a realizar sus fines naturales a través de instituciones adecuadas y autónomas, que encuadren y completen a la persona.
A este efecto, existen dos clases de sistemas políticos: los que buscan y procuran apoyarse en instituciones de vida enraizada y autónoma, y los que pugnan por desembarazarse de cuanto no responde a su poder e iniciativa inmediata.
"Nosotros -dice Mella- queremos cercar al Estado de corporaciones y de clases organizadas, y vosotros las habéis destruido" Los últimos de estos regímenes son momentáneamente más poderosos; los primeros, en cambio, prolongan su vigencia a través de los siglos y, lo que es más importante, permiten a la sociedad civil vivir su propia vida y espontaneidad.
(17) Obras completas, tomo VIII, págs. 166 y 167.
Para terminar todo este extenso y profundo ideario político, nos ofrece Mella una idea de gran trascendencia práctica: la viabilidad de tal sistema por medio de un previo hecho político: la instauración de la auténtica monarquía, "la primera de las instituciones, que se nutre de la tradición y es el canal por donde corren las demás, que parecen verse en ella coronadas" (18).
Para muchos, el sistema político que Mella sistematizó constituye no más que un ideal irrealizable, de carácter meramente regulativo, propio sólo para inspirar párrafos líricos en el momento de aunar voluntades y remover el patriotismo. Es muy general en las escuelas políticas de hoy el colocar este ideario como lema propio al cuál dicen tender, mientras en la práctica realizan una política concretamente liberal en unos casos -apoyándose en el carácter democrático de las instituciones tradicionales- o totalitario en otros -fundándose en el carácter unitario y personal de nuestra monarquía-. Frente a estos pseudo-tradicionalismos ve Mella la realizabilidad de tal sistema mediante la acción reordenadora de una institución como la monarquía que, por su misma naturaleza y cuando no se halla mediatizada por otros poderes o intereses, ha de asentarse en el tiempo y no en la momentánea oportunidad. Y, frente a todos los regímenes de tesis o de opinión, ve Mella en tal ideario el verdadero empirismo político y el único régimen eficaz y establemente realizable entre nosotros.
(18) Obras completas, tomo XV, pág. 167.
Lo que fué y lo que no fué Vázquez Mella
Vázquez Mella fué, como puede deducirse de todo este resumen, no sólo el "cantor" y el "verbo" de la Tradición, como tantas veces se le ha llamado, sino también el "logos" que, aún en términos oratorios y casi improvisados, hizo explícito y coherente todo un sistema de ideas que hasta él permanecieron más vividas y sentidas que comprendidas.
Sin embargo, bajo la forma del más cálido de los elogios a su personalidad y a la originalidad de su obra, se ha introducido muy a menudo una afirmación que atenta fundamentalmente a la auténtica significación de Mella y al sentido profundo de lo que él defendió. Mella- se ha dicho- forjó todo un sistema político sobre distintos temas y aspectos de la sociedad medieval e injertó todo este contenido doctrinal a un partido meramente dinástico- el Carlismo-, supervivencia del absolutismo del siglo XVIII. Según esta visión de las cosas, la figura de Mella queda realzada como restaurador de nuestro antiguo espíritu nacional, pero a costa de que su posición se vea reducida a una ocurrencia más entre las de nuestros abigarrado siglo XIX. Nuestras luchas civiles -esas que eran para Menéndez Pelayo el único dato para encontrar todavía en el siglo XIX virilidad en nuestro pueblo (19)-,quedarían así privadas de su sentido religioso y doctrinal, y el Carlismo, desconectado de toda continuidad con el espíritu de nuestra antigua y gloriosa monarquía.
(19) Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, tomo VIII, pág. 516.
Ya el propio Mella hubo de enfrentarse con esta afirmación en el Parlamento, en una rectificación que se halla recogida en sus obras bajo el título No hay cambio sustancial en el Carlismo (20): "Su Señoría -dice contestando al señor Figueroa- nos considera como si fuéramos (los carlistas) la evocación de un sepulcro de la Edad Media, como si hubiéramos surgido de improviso en la sociedad y viniéramos de un osario donde están para S.S. las instituciones que pertenecieron a otras épocas. Y afirma S.S. que vengo yo a hacer una evolución en el Carlismo, y que se asombrarían los carlistas de hace cincuenta años si oyesen que yo hablaba de la monarquía representativa y de la monarquía federal, es decir, una evolución que viene a transformar el programa del partido carlista.(...) Pero S.S. -repone- puede haber encontrado, no ciertamente el origen histórico, pero sí el origen oficial de la comunión tradicionalista, y podría haberlo encontrado en el reinado de Fernando VII, cuándo en los proyectos de las Cortes de 1812 representaba nuestros principios Jovellanos en los apéndices a la Memoria de la Junta Central, y en sus escritos políticos el ilustre Capmany, como el Barón de Eroles defendió el programa fuerista y regionalista (en la guerra de la Constitución)"
(20) Obras completas, tomo XI, pág. 81.
El mismo argumento se ha repetido mil veces, porque con él se ha pretendido siempre el mismo objeto: justificar cualquier postura política sin dejar de aceptar los principios fundamentales de nuestra fe y de nuestra tradición nacional. Pero a poco que se examine en sus fuentes nuestra historia de los dos últimos siglos habrá de llegarse a esta opuesta conclusión, que estimo realmente esperanzadora: nuestro país es quizá el único donde lo que podríamos llamar, en términos generales, tradicionalismo, no es una reconstrucción artificial o una posición erudita, sino una continuidad viva y actuante enraizada en el pueblo mismo, y realizada a través de toda una epopeya bélica de resistencia nacional que se ha prolongado hasta nuestros días. En la guerra de 1793 contra la Revolución Francesa, en la Independencia, en los realistas durante las luchas de Fernando VII, y en los carlistas en las sucesivas guerras civiles, pueden hallarse de un modo explícito y entusiasta los mismos ideales y sentimientos que más tarde habrían de inspirar la palabra de Vázquez Mella o la pluma de Menéndez Pelayo. Es decir,que el tradicionalismo español no es una restauración teórica, sino un espíritu nacional vivo y concreto, con todas las inmensas posibilidades que para el futuro se desprenden de ella.
Más aún: en siglo XVIII borbónico, que suele citarse como un absolutismo regalista en que se interrumpe nuestro régimen tradicional y, con ello, nuestra continuidad política, está muy lejos de ser rectamente interpretado, puesto que, como dice Mella, "al final de estos siglos, ante la Revolución Francesa, quedaba todavía una Constitución interna de España, aunque estaba mermada la representación de las antiguas Cortes y los derechos de los fuero de las regiones" (21). Durante esta época las tendencias enciclopedistas y regalistas que se dejaban sentir en la corte y clases elevadas, en poco o en nada llegaban al pueblo, que conservó su propia organización y espíritu. Fué un ejemplo práctico del poder de resistencia que el propio ser de un pueblo posee cuando se halla institucionalizado en sus propios órganos autónomos.
(21) obras completas, tomo XV, pág. 306.
Mella, en mi opinión -y en la suya propia-,no hizo sino beber en un gran río que es el tradicionalismo español -o más exactamente el Carlismo, que es su concreción humana e histórica- y, sobre esa fuente de inspiración, hizo explícito lo que estaba oculto, sistematizó lo que estaba diseminado, movió voluntades y avivó conciencias. Pero nada fué Mella menos que un erudito: difícilmente con su contextura mental hubiera podido forjar una reconstrucción arqueológica en el terreno político. A Mella no se le puede comprender en sus fuentes bibliográficas porque apenas existen, sino en su propia personalidad y en el ambiente que le envolvió: aquel Carlismo de fines de siglo, con la grandeza y la amargura infinitas de la segunda guerra perdida.
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