Debe ser católica la acción política?
José Miguel Gambra
La pregunta que da título a esta reunión -si debe ser católica la vida política- puede entenderse, al menos, de dos maneras:
1) ¿Deben las acciones del estado someterse a la ley natural, reflejo en la conciencia de la ley de Dios, o no?
2) El estado o el gobierno civil, sin prejuicio de la libertad que debe tener en materias de su competencia ¿debe reconocer a la religión católica como única verdadera, beneficiando su labor y sometiéndose a su autoridad en las materias mixtas o no?
Se trata de dos cuestiones, sin duda diferentes, pues la primera se refiere a los actos de gobierno como los de legislar o mantener el orden, mientras que la segunda apunta al título o a los principios por los que el gobierno reconoce estar regido.
Voy a tratar de presentar, a modo de tipos ideales que condensan en unos pocos trazos las complejas y variadas realmente existentes, las respuestas que dan hoy los bautizados a estas preguntas, y a pergeñar las razones en que se apoyan. Y digo los bautizados porque, si se hacen estas preguntas al que no es católico de ninguna manera, ya sabemos cuál es su respuesta.
El católico tradicional, o simplemente tal, se atiene a lo que era el magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia hasta hace unas décadas. Su respuesta inequívoca era un sí a la segunda de esas preguntas y, por tanto, también a la primera: el gobierno tiene no sólo que cumplir la ley natural, plasmación en la conciencia humana de la ley eterna, sino que debe además ser confesionalmente católico. Es decir, debe reconocer en sus principios o constitución que la religión católica es la única verdadera y que es obligación del gobierno favorecer la acción de la Iglesia e impedir la propagación de otras religiones, sin obligar por ello a nadie a abrazar la fe católica. Aunque el deber de procurar esa confesionalidad del estado y la unidad religiosa es inalterable e incondicionado, su aplicación es prudencial y ha de tener en consideración las circunstancias, de modo que, evidentemente, sólo es aplicable, en el caso de sociedades católicas, pero no en aquéllas donde los católicos son minoría. En ellas, el gobernante católico sólo tiene la obligación de que las acciones políticas sean conforme a ley natural y la de conceder a la Iglesia la libertad que necesita para ejercer su ministerio. El fundamento sobre el que se asienta el deber de la sociedad y del estado de “rendir piadosa y santamente culto a Dios”, como decía León XIII, radica en que la sociedad, tan necesaria y beneficiosa para el hombre, procede como el hombre mismo de Dios, de modo que si éste tiene ese deber, no menos los tiene la sociedad.
La doctrina contradictoria de ésta es la del liberalismo católico: su respuesta a ambas preguntas es negativa. Iglesia y estado, religión y política, al igual que la ciencia y la teología son ámbitos disjuntos, esto es, completamente separados o ajenos el uno al otro. Una política católica es para ellos un sinsentido similar a un razonamiento perfumado o a un piedra sentimental.
Veamos, por someramente que sea, sobre qué bases llegaron a semejante conclusión. El liberalismo católico, en cuanto doctrina política, es uno de los aspectos del modernismo o del progresismo. Tales filosofías vienen a ser una especie de versión cristiana de la idea motriz de la mayoría de las filosofías decimonónicas: la idea de que la historia dirige a la humanidad hacia cotas de mayor perfección en todos los órdenes. Los modernistas conforme a esa inspiración vienen a mantener una especie de gnosticismo evolutivo según el cual el cristianismo, igual que todos los demás movimientos espirituales confluyen inexorablemente en un saber religioso superior, o gnosis, que superará y asumirá a todos ellos en el futuro.
En consonancia con tal gnosticismo, piensan que cualquier filosofía o movimiento espiritual, por muchos males que produzca o errores que contenga, siempre entraña una profundización superadora de la etapa anterior, que permite elevar un escalón a la humanidad. Y una de esas doctrinas modernas que, según ellos, permite una mejor inteligencia del cristianismo es la separación, en el seno del hombre mismo, de dos aspectos o vertientes, que unos llaman individuo y ciudadano y, otros, individuo y persona. Podríamos decir que el hombre es una suerte de ser bifronte que obra, según sus caras, en mundos dispares que no se comunican: una de esas caras es la conciencia privada o interior, la otra actúa en el mundo de los acontecimientos físicos o fenoménicos. Pues bien, según ellos la religión pertenece al ámbito privado de la conciencia, mientras que la acción política es cosa del ciudadano o del individuo: “el individuo para la ciudad y la persona para Dios” venía a decir Maritain, según palabras de Leopoldo Eulogio Palacios.
El fondo peor de toda esta concepción reside en la reducción de Dios a la categoría de representación o contenido de nuestra conciencia que ha llevado a cabo la filosofía moderna. Dios no es, como para el catolicismo verdadero, una cosa individual, distinta de nosotros mismos, de la cual todo procede y al que todo debe encaminarse, incluida la sociedad y el estado. Al contrario, Dios es sólo resultado de un sentimiento surgido del hombre, una manifestación de la subjetividad humana, un valor humano. La Biblia vendría a ser como un cuento cualquiera, como El Señor de los Anillos o la Guerra de las Galaxias y los mandamientos algo parecido a las reglas de un juego de rol. Las reuniones y asociaciones privadas que puedan formar los individuos en torno a tales cosas, desde la perspectiva del ciudadano o del estado, son admisibles sólo a condición de que no pretendan influir en la sociedad civil que pertenece al ámbito de la realidad fenoménica.
Los progresistas o modernistas, en suma, si mantienen la aconfesionalidad del estado y han dejado de ansiar que Cristo reine sobre la sociedad es porque han perdido la fe, y ello precisamente porque han convertido a Dios en una opción o en un valor subjetivo de la conciencia. Para ver eso no hace falta traer a colación el testimonio de los papas del XIX y XX que veían en el modernismo el compendio de todas la herejías; basta con consultar a un pensador tan poco favorable al catolicismo como Heidegger. Éste, en una curiosa página de Sendas Perdidas parece achacar a los clérigos modernistas el asesinato de Dios pregonado por Nietzsche como culminación de la modernidad:
El último golpe contra Dios [expresado por la famosa frase de Nietzsche “Dios ha muerto y nosotros le hemos matado”]... consiste en que Dios, el existente de lo existente, se rebaje a la condición de valor.... Ese golpe no viene de los profanos que no creen en Dios, sino de los creyentes y sus teólogos que hablan del más existente de lo existente [es decir de Dios], sin ocurrírseles pensar en el ser mismo [es decir sin pensarlo como real, sino sólo como valor], para percatarse así de que ese pensar y ese hablar es, visto, desde la fe, simplemente sacrilegio si se inmiscuyen en la teología del creer.
Finalmente, en nuestros días, se da una clase de católicos que defiende el deber del estado de acomodar sus leyes y actuación a la ley natural, pero niega o callan que deba reconocer en su ordenamiento jurídico, en su constitución, a la religión católica como única verdadera. Son gente de fe que mantienen como reales los contenidos de la Revelación, en lo cual difieren radicalmente del catolicismo liberal. Son a veces gente entregada, que trabaja con gran esfuerzo por una sociedad conforme a las normas de moralidad cristiana; luchan por una legislación contra el divorcio, el aborto, por unas leyes que favorezca la familia y por la justicia en sentido católico. Lo malo es que, a la hora de explicar su lucha, recurren sin reparo a las más variopintas doctrinas y filosofías, conformándose con bautizarlas con expresiones como “bien entendidas”, “auténticas” o incluso “cristianas”, como si así quedara todo claro y arreglado.
Así, para ellos, la verdadera declaración de los derechos humanos coincide con los preceptos del Decálogo. La auténtica dignidad de la persona no es una doctrina antropocéntrica sino que es la dignidad manifestada por la obra redentora de Nuestro Señor. El humanismo tampoco implica mal doctrinal alguno con tal de que sea humanismo cristiano. El laicismo de estado, condenado por los papas del XIX, se torna bueno con tal de que sea un laicismo sano y la democracia parlamentaria es perfectamente aceptable a condición de que sea una democracia bien entendida. El resultado de semejante proceder es una especie de potaje hecho con sobras indigerible para cualquier mente medianamente lógica.
El trasfondo doctrinal de todo ello parece hallarse en una especie de inversión del gnosticismo progresista del que antes hemos hablado. Consiste en creer que toda filosofía y religión está en cierta medida contenida en la religión católica, que, de ésa manera es concebida como la gnosis en la que confluyen, aún sin saberlo, todas los otros movimientos espirituales. Toda teoría -parecen pensar- tiene, como en germen, una vocación a la verdad plenamente poseída por la Iglesia Católica y, en cierta medida siempre contienen algo de ella. Aunque esto, hechas muchísimas precisiones, pueda tener algo de cierto, en modo alguno autoriza a sustituir la fundamentación católica de la actuación política por máximas de filosofías heterodoxas, por muy eficaz que lo creamos, o por mucho que añadamos la consabida coletilla de “bien entendido”. Y ello por varias razones:
Primero precisamente por razones prácticas: si la lucha por una legislación antiabortista se fundamenta sobre la vida como valor supremo, sobre los derechos de la persona humana y su dignidad, o sobre las declaraciones de derechos humanos y no porque así lo manda la ley de Dios, casi diría que es mejor quedarse en casa. Porque la introducción de principios de origen anticristiano es probablemente un mal mucho mayor que el bien parcial que se persigue. En efecto, al admitir tales principios, de momento quedan como cosa firmemente establecida que esos principios son católicos. Más luego, como desde esos principios puede colegirse también la licitud del aborto, a través de los derechos de la mujer, el derecho al propio cuerpo o similares, la conclusión que se quería sacar, esto es, la supuesta ilicitud del aborto queda en la duda. A fin de cuentas, lo único que se ha ganado con seguridad es la introducción de principios erróneos en el seno de la doctrina católica que socavan su claridad y de su firmeza, junto a su capacidad de guiar nuestra actuación.
Otra razón es que promover obras buenas por amor a la vida, por humanismo o por respeto a la persona, es decir, por motivos humanos y no por amor a Dios puede ser una obra buena en el orden natural. Pero carece del mérito sobrenatural reservado a lo que se hace con caridad o amor a Dios, lo cual supone la verdadera fe. “Si repartiese toda mi hacienda y entregase mi cuerpo al fuego, no teniendo caridad, nada me aprovecha” (I Cor., 13, 3).
Pero lo más grave del indiferentismo o ateísmo del Estado, admitido tácita o explícitamente por estos católicos, es la ofensa que con ello se hace a Dios y, de rebote, las consecuencias que se derivan. Eso ya lo decía León XIII con frases que bien pueden servirme de conclusión y cuyo contenido debiera estremecernos, pues parecen una maldición lanzada, 120 años ha, contra nuestra sociedad:
«Como no hay bien alguno que no deba ser atribuido causalmente a la bondad divina, todo estado que disponga la exclusión de Dios de la legislación y del gobierno rechaza, en cuanto de él depende, el auxilio de la bondad divina; y por tanto se hace merecedor de la negación de toda protección celestial. Por esa razón, aunque ese estado parezca poderoso en recursos y abundante en bienes naturales, lleva, sin embargo, en sus mismas entrañas un germen de muerte y no puede prometerse la esperanza de una larga vida» (Nobilissima Gallorum Gens, n. 3).n
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