En los últimos siglos, con la industrialización y los descubrimientos científicos, muchos imaginaron que la humanidad entraría en una era “paradisíaca”, en que la tecnología resolvería todos los problemas. ¡Mera fantasía! Irrumpimos, más bien, en una época caracterizada por el abandono espiritual, una gran desilusión –que ha empujado a más de una generación a los abismos de la droga y otros vicios–, y una incertidumbre cada vez mayor con relación al futuro. El hombre al adorar el progreso material, se esclavizó a la máquina.
Plinio Corrêa de Oliveira, en un artículo escrito para el semanario «El Legionario» en 1931 –cuando el autor tenía sólo veintitrés años– analiza las tendencias de ese período que hoy llegaron a su auge, y señala la solución para la crisis contemporánea: la recristianización del mundo, conquistando un progreso auténtico, sin abandonar los valores del pasado.
En todas partes donde la acción de la Iglesia se hace sentir, ella es eminentemente civilizadora en sus diversas manifestaciones. Al mismo tiempo que el Cristianismo irrumpía en Alemania con San Bonifacio, también entraba con él la civilización greco-romana en los matorrales salvajes de la Teutonia.
Y el mismo soplo de Cristianismo, que barrió de la agreste Germania los fantasmas inconsistentes de su antigua mitología, desterró también el salvajismo y la crueldad que caracterizaban a las implacables hordas de bárbaros, que asolaban constantemente las fronteras del Imperio Romano.
Lo que San Bonifacio hizo en Alemania, lo hicieron en todas las naciones occidentales innumerables misioneros humildes que, como pregoneros de la verdad, recorrían en toda su extensión la Europa bárbara y salvaje de los primeros siglos medievales.
Acción de los misioneros
De aquellos misioneros, algunos fueron elevados a la honra de los altares. Otros yacen sepultados en el olvido. Su obra, sin embargo, les sobrevivió.
Y cuando el hombre supercivilizado de nuestros días –orgulloso de la velocidad de sus ferrocarriles– recorre rápidamente la España meridional o la parte de Portugal que baña sus costas en el Atlántico, en una atmósfera límpida, llena de vida y de luz; o la gélida Suecia, eternamente sumergida en su somnolienta y melancólica neblina; en vez de envanecerse con los inventos de su siglo, debería antes recordar que no hay trazado de línea ferroviaria, no hay recorrido de autopista, no hay campo de aviación y no hay puerto de mar alguno, fuera de los límites del antiguo Imperio Romano, en que, muchos y muchos siglos atrás, no hubiese nuestra civilización penetrado por primera vez con el cayado de un misionero anónimo y abnegado.
Y esta verdad no es sólo europea, se desdobla por todo el universo.
Ningún trasatlántico altivo puede surcar en demanda del Oriente o de América, sin que la sombra de los antiguos misioneros católicos le recuerde que, antes que el lucro del mercader, el ardor del apóstol había recorrido los mismos caminos, enfrentando las mismas dificultades, removiendo los mismos obstáculos y venciendo, por la dulzura y por la predicación, a las mismas gentes que los mercaderes irían a vencer por las armas y por la sangre.
Un ejemplo: el beato José de Anchieta
La calle 15 de Noviembre 1, en la que vibra toda la civilización americana, en la vida agitada de los bancos o en la futilidad de las vanidades femeninas, es con razón el orgullo de los paulistas.
¿Quién, sin embargo, se acuerda que esa arteria trepidante no es más que el fruto bendecido del sudor de un misionero humilde y delgado, que 400 años atrás recorría el mismo lugar –por entonces eriazo y peligroso– catequizando a los indios, y recristianizando con el riesgo de su propia vida a los ambiciosos y crueles exploradores portugueses?
¿Quién recordará que toda esta vida, toda esta grandiosidad que se ostentan en la São Paulo moderna, no son más que los frutos de un árbol pujante que el padre Anchieta plantó con la semilla del sacrificio, y regó con la sangre de las maceraciones y las lágrimas de la penitencia? Nadie.
Es preciso, sin embargo, que a toda costa esta injusticia cese. Nuestra época debe ser sobre todo una época de reparaciones, en que busquemos atar nuevamente las cosas a sus raíces verdaderas. Y la mayor de las reparaciones, la más urgente –la única, en último análisis– es la reparación de lo que concierne a la Iglesia.
Carencia de fuerza moral
Mucho se habla de nuestro progreso. El siglo XX, que fue en su primera década una comedia, se transformó bruscamente en una dilatada y sangrienta tragedia, que está lejos de haber llegado a su fin.
Aún una larga serie de lances dolorosos nos separa del desenlace fatal de la lucha de tantos elementos que chocan hoy en día. Y, como en todo ambiente verdaderamente propicio para las tragedias, podemos distinguir en nuestra época grandes vicios.
Nuestra civilización material es soberbia. El hombre conquistó los aires y puede escudriñar los secretos del fondo del mar. Suprimió las distancias. Voló...
Nuestras fábricas tienen herramientas que pueden torcer como alfileres las más sólidas barras metálicas.
Mientras tanto, nuestra mentalidad padece precisamente del mal contrario. En vez de torcer las barras de metal, como si fuesen alfileres, el alma del hombre moderno se siente débil con relación a los alfileres de los menores sacrificios morales, como si fuesen barras de metal.
Todo se desagrega
Nuestras aspiraciones son desencontradas. Como niños que jugasen en una sala de visitas, los hombres quiebran hoy, inconsciente y estúpidamente, los últimos objetos preciosos y joyas que nos restan de nuestra verdadera Civilización.
La mecánica es utilizada para la destrucción y para la guerra. La química no interesa sólo a los hospitales, sino a las fábricas de gases asfixiantes. Los tóxicos no tienen apenas uso de laboratorio; alimentan también los vicios de una generación inepta para la vida, que busca evadirse de la realidad en las regiones siempre nuevas del sueño y de la fantasía. La máquina, después de haber devorado las tradiciones del pasado, devora actualmente las esperanzas del futuro. La producción ya no tiene proporción con el consumo.
Todo se desarregla, todo se desagrega. Y el hombre de nuestros días comienza apenas a percibir que, junto a los frutos amenos de una civilización material rica en comodidades refinadas, también brotan los frutos amargos de un sibaritismo llevado a su auge por las propias armas que la civilización forjó.
El jarrón roto
Desengañado de todo, el hombre de hoy (al contrario de lo que sucedía a principios del siglo XX) ya no dibuja más el progreso en sus cuadros alegóricos, como una mujer envuelta en una túnica griega, con una antorcha luminosa en las manos, rompiendo las cadenas del pasado y dirigiéndose, con la mirada radiante de esperanzas, hacia un futuro lleno de promesas.
Sólo en las pequeñas revistas y en las estampas de nuestro principio de siglo XX tal ingenuidad consiguió encontrar un lugar. Hoy esas alegorías aparatosas fueron relegadas al olvido. Y si alguien quisiese representar exactamente nuestra época, antes debería pintarla como un niño llorando despavorido ante los pedazos de un jarrón de porcelana que rompió, y que no sabe más cómo reparar.
El hombre incivilizado
Llegó el momento que indaguemos las verdaderas causas de tal desastre. Ha llegado la ocasión para que escudriñemos nuevamente la Historia, no como pasto para fantasías y utopías liberales, sino como laboratorio en cuyos hechos y accidentes, como en retortas y alambiques, se elaboró el presente.
Y llegó el momento en que los católicos debemos proclamar y demostrar la gran verdad de la cual proviene, como de fuente única, la salvación: el progreso, en su acepción moral más elevada y en sus manifestaciones materiales legítimas, proviene directamente de la Iglesia. El cortejo de vicios, de errores, de torpezas que él arrastró atrás de sí provino de un verdadero retroceso a la barbarie, que se generó en el Renacimiento. Y esto porque el Renacimiento fue bárbaro, como es bárbara la condición primitiva de vida de los hotentotes 2. Efectivamente es una tendencia esencial de la civilización hacer cada vez más perfecta la vida de las colectividades humanas.
Bárbaro, por lo tanto, e incivilizado es el hombre que no gobierna sus instintos, y que se vuelve así inapto para la vida social.
Una Sodoma electrificada
Que ese desgobierno de instintos se cubra con los encajes y sedas de los sibaritas, o que ostente solamente el taparrabo de los polinesios o de los hawaianos, hay en ello apenas una cuestión de escenario. Más civilizada sería una nación sin encajes ni sedas, sin tranvías ni telégrafos, pero en la cual la moralidad reinase, que una Sodoma electrificada en todas sus manifestaciones vitales, pero podrida en toda la armazón de su estructura moral.
El cimiento de toda civilización es la moralidad. Y cuando una civilización se edifica sobre los cimientos de una moralidad frágil, cuanto más crece, tanto más se aproxima de la ruina.
Es como una torre que, asentándose sobre cimientos insuficientes, caerá desde que alcance cierta altura. Cuanto más se superponen unos pisos a otros, tanto más próxima está su ruina.
Y cuando los escombros que atiborren la tierra hubiesen demostrado la debilidad del edificio, ciertamente los arquitectos de las Torres de Babel envidiarán la casa de amplios cimientos y de número limitado de pisos, que desafía las intemperies y el paso del tiempo.
El trabajo que la humanidad ha efectuado desde el siglo XIV consistió en debilitar los cimientos y en aumentar el número de pisos.
El cimiento del mundo
La Iglesia, que pudo actuar libremente hasta el siglo XIV, trabajó en sentido contrario: dilatar los cimientos, para más adelante edificar sobre ellos; no el monumento vano de un orgullo temerario, sino el fruto vigoroso y admirable de la prudencia y de la sabiduría.
Los cimientos que aún hoy soportan el peso inmenso de un mundo que se desmorona son obra de la Iglesia. Nada es realmente útil si no es estable. Y lo que aún hoy nos resta de estable y de útil –de Civilización, en suma– lo edificó la Iglesia.
Al contrario, los gérmenes que amenazan nuestra existencia nacieron precisamente de la inobservancia de las leyes de la Iglesia.
Éste es el diagnóstico irrefutable de la sociología católica, que debemos denodadamente defender.
La cultura católica
Uno de los factores característicos de nuestro desordenado ambiente (y, por lo tanto, de nuestro anti-catolicismo, pues el catolicismo y el orden se identifican) es la existencia de males opuestos y antagónicos que, lamentablemente, en vez de destruirse recíprocamente, mutuamente se agravan.
Así, de un lado, el exceso de preocupaciones científicas generó en nuestros días un cientificismo abusivo.
De otro lado, la incapacidad intelectual cada vez más acentuada del hombre moderno produjo una decadencia de la espiritualidad general, verdaderamente funesta en todas sus consecuencias.
Entre estos dos extremos, nacidos del paganismo, el Catolicismo quiere introducir la solución equilibrada, y por lo tanto católica, de una cultura racional sin ser racionalista, y suficientemente generalizada, para impedir el embrutecimiento progresivo de las masas.
Elevación moral
Para la Iglesia, la ciencia no tiene su fin en sí misma. De ese modo, ésta pierde la soberanía que le quiso atribuir el racionalismo, para así doblegarse a sus finalidades naturales y lógicas. Es decir, al conocimiento por la vía de la razón de todo aquel conjunto de problemas que son de interés para la vida del hombre.
Es la restricción que la Iglesia impone al cientificismo desabrido. Desaparece así el derecho que el liberalismo confiere a los pseudo-científicos, de esconderse detrás de falsos principios científicos para hacer del saber un privilegio de perturbadores del orden, y de la intelectualidad una palanca de restricciones y anarquía.
Pero, por otro lado, una cierta dosis de cultura e instrucción, que actualmente anarquiza al mundo, es requerida como condición esencial para la conveniente formación espiritual y moral del hombre.
Y en esta tarea nos cabe a los católicos, el deber de pugnar por la elevación del nivel moral e intelectual de la juventud, expuesta hoy a tantos peligros.
Notas.-
1. Importante arteria comercial en el centro de la ciudad de São Paulo, de donde era oriundo el autor del artículo.
2. Pueblo que habitó cerca del cabo de Buena Esperanza.
Actualmente hay 1 usuarios viendo este tema. (0 miembros y 1 visitantes)
Marcadores