De cementerios, autopsias y mesas de quirófano

El otro día leí esta entrada sobre los cementerios en el blog The Catholic Convert, el cual –por cierto- me encanta. A diferencia de Richard Maffeo, el judío converso al catolicismo autor de dicha bitácora, a mí sí me gusta ir a los cementerios. De hecho periódicamente, casi siempre en compañía de un buen amigo que es médico también, frecuentamos algún que otro cementerio. Rezamos por los muertos, reflexionamos en silencio y en voz alta sobre la muerte, tocamos la “vanidad de vanidades” (Eclesiastés 12, 8) que es esta vida al contacto con las tumbas, nos empapamos de la brevedad de la vida, constatamos la brevedad de esta vida al leer las lápidas, nos percatamos de que la muerte puede estar acechando en cualquier esquina, en cualquier sitio, y que bien hace uno en estar permanentemente dispuesto al encuentro con ella …
Otras veces también los visito solo, llevado de ese deseo expreso y también de esa obligación de cumplir con el 4º Mandamiento más allá de esta vida también y de cumplir con la Pietas, la romana y la cristiana. Pero escribir sobre la Pietas hoy nos apartaría del tema de los cementerios, aunque Pietas sea lo que me mueve a visitarlos y devoción a las almas del Purgatorio (¡ay, qué devoción tan olvidada!) lo que me espolea a hacerlo.
Doy gracias a Dios que, como médico, haya tenido la oportunidad de estar en casi medio centenar de autopsias. No son agradables. Ni la vista, ni el olor, ni nada, por más que puedan ser muy interesantes por otras razones. Pero le hacen a uno pensar en lo poco que realmente somos. He visto gente muy joven y gente mayor en la mesa de autopsias. Muertes inexplicadas y muertes violentas. Y muertes naturales también. Entre ellos había gente importante y gente menuda. Altos, bajos y de todo tipo. Hombres y mujeres. Pero, al final, he comprobado la tremenda nada de nuestros propios cuerpos cuando el alma se va de ellos. La muerte a todos nos iguala y a menudo –es difícil poder evitarlo- uno se pregunta qué fue de la vida de aquellas personas cuya autopsia se estaba realizando. Idéntica reflexión a la que uno se hace en el cementerio al pasar por delante de lápidas, tumbas y nichos.
¿Qué queda después de toda una vida? Pues una cosa sola. La virtud. El bien que uno haya hecho. No en vano decía San Juan de la Cruz, con su alma poética, aquello de “[a]l final de la tarde, te examinarán del amor”. Es decir, a la hora de la muerte, sólo el amor cuenta. Lo demás (posesiones materiales, dineros, títulos, honores, distinciones, cargos, etc.) son sólo títulos perecederos. No en vano daba la clave de amor a Dios como máxima suprema el pequeño fraile carmelitano. La cita completa reza así: “A la tarde te examinarán en el amor; aprende a amar como Dios quiere ser amado y deja tu condición” (Avisos y sentencias, nº 57).
Otra de las ventajas espirituales de ser médico es la mesa del quirófano. He visto cuerpos esbeltos, esbeltísimos, seccionados con el bisturí y con el tórax abierto, los intestinos fuera o el cerebro expuesto. Y también he tenido la sensación de que todos éramos terriblemente iguales por dentro y que esa otra versión light de la muerte que es la anestesia y el quirófano también nos igualaba. Es aquí donde más de una y más de dos veces me he visto reflexionando sobre la futilidad de la somatolatría que nos aflige. Este omnipresente culto al cuerpo, este excesivo quehacer en peluquerías y centros de belleza, esta absurdidad de tantísima cirugía estética, esta ascética abrumadora y absurda de los gimnasios … Esos cuerpos eran todos iguales. Abiertos no son somos tan bellos. He visto los efectos devastadores de algunas enfermedades sobre dicho cuerpo y veo a diario el impacto del envejecimiento sobre el mismo. ¿Tanto esfuerzo para un cuerpo perecedero cuando hay un alma eterna? ¿Cuánto tiempo dedicamos, diariamente, al gimnasio del alma?
Por cierto. Richard Maffeo se preguntaba acerca de los epitafios. Yo sí tengo decidido el mío: “Hasta luego”. No es original. No recuerdo dónde lo leí. Pero me parece un muy buen epitafio. Gritarle, espetarle, al paseante ocasional eso y también –esperemos- al visitante regular de mi tumba, que espero sean mi familia y amigos, acerca de la brevedad de esta vida, me parece un buen último servicio que debo hacer en pos de la salud (física, mental y espiritual) de los otros que por allí pasen.
O, alternativamente, este otro más corto aún: “¡Volveré!”. Porque esa es la verdadera esperanza, la de la resurrección de los cuerpos. La de la reintegración del alma en el cuerpo resucitado. Todo lo demás es necedad de necedades.
Pero como mi mala leche y temperamento irascible me tientan a convertir el “¡Volveré!” en un “¡Volveré, cabrones!”, casi mejor me quedo con el “¡Hasta luego!”.

Rafael Castela Santos

A Casa de Sarto