Un villancico
JUAN MANUEL DE PRADA
A esa locura de amor la llamamos Navidad; y no podemos adentrarnos en su intimidad sin la ayuda de María
EL hombre de nuestra época persigue la felicidad como si de una fórmula química se tratase; pero esa persecución se salda siempre con un fracaso, o en el mejor -peor- de los casos con un sucedáneo de «bienestar» que anestesia fugazmente su dolor de vivir. El hombre de nuestra época, al expulsar a Dios de su horizonte vital, se ha convertido en un ser amputado y, por lo tanto, infeliz; pues sin Dios no hay comunión verdadera entre los hombres; y sin comunión verdadera no puede haber fiesta, sino depresión y congoja, aunque sean disfrazadas de algarabía y atracón de mazapanes. Los mazapanes, cuando falta Dios, son como las algarrobas de los puercos que tuvo que comerse el hijo pródigo de la parábola.
Nos disponemos a celebrar en estos días que Dios se hace carne, que es una locura de proporciones desafiantes. ¿En qué cabeza cabe que un Dios invisible e incorpóreo, omnipotente y glorioso, tome cuerpo y alma de hombre en el vientre de una humilde mujer, para después pasearse entre los hombres? Chesterton calificaba la Navidad, con razón, de «trastorno del universo»; y casi nos atreveríamos a añadir que es también un «trastorno de Dios», pues semejante cosa sólo puede caber en la cabeza de un Dios loco. Loco de amor por el género humano, tan loco de amor que desea acompañarlo incluso en la locura de su desamor. Haciéndose carne y sangre, Dios quiere reparar la deslealtad del hombre, que un día le volvió la espalda, y cargar sobre sí con las consecuencias de esa deslealtad, que son el dolor y el sufrimiento, mostrándonos, además, que nunca más el dolor y el sufrimiento serán estériles. Porque el misterio de la Navidad es la suma de todos los misterios de la fe: Dios asume la fragilidad humana, cuyo destino aparente es la muerte; y, a la vez, hace partícipe al hombre de la naturaleza divina, enseñándole que ese destino no es definitivo, que después de la muerte viene una resurrección, que no es sólo del alma, sino también de la carne. Dios quiso padecer en la carne los sufrimientos de los hombres y morir entre tormentos, como lo haría el más desdichado de los hombres, porque quería salvar no sólo nuestras almas, sino también nuestros cuerpos, nuestra carne sometida a mil achaques y padecimientos, nuestra carne que en esta vida está encadenada a la decrepitud, pero cuyo destino último es la gloria.
A esa locura de amor la llamamos Navidad; y no podemos adentrarnos en su intimidad sin la ayuda de María, cuyo vientre sirvió de morada a tal trastorno divino. Dios quiso, además, nacer en la mayor pobreza, para compartir desde el primer instante las penalidades de nuestra existencia terrenal; y para recordarnos que, aun en las mayores penalidades, es posible la felicidad más completa. Pero esta felicidad de saber que Dios se mete en las entrañas de nuestra frágil humanidad no debe hacernos olvidar que la Navidad fue también el comienzo de una guerra sin cuartel. Chesterton nos recuerda que las campanas de Navidad suenan con el estrépito de cañonazos. En el relato evangélico, junto a la alegría de los pastores y los magos, descubrimos la ira de Herodes, que ordena matar a los inocentes. La nueva alianza de Dios con el hombre se gesta en el vientre de una mujer; y el vientre de la mujer se convierte así en el epicentro de una batalla encarnizadísima que, dos mil años después, sigue cobrándose miles de víctimas inocentes. Recordemos en estos días a los niños que no podrán renovar el misterio de la Navidad, porque serán asesinados en el vientre de sus madres. Nuestro recuerdo será el más bello villancico.
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