Contra Halloween, el cristiano sentido de la muerte

Andrea Greco


Cuando hace algunos años ya, en los ‘90s, escribíamos acerca de la concepción de la muerte en los tiempos hispánicos de la historia de América, a partir del estudio de cientos de testamentos de los siglos XVI al XIX, no nos imaginábamos el contexto actual en que la trivialización corre pareja a la tergiversación y el satanismo con el mal gusto o el culto a lo feo y a lo monstruoso. Me refiero a esta “moda cultural” que ha impuesto a los niños –y a los grandes– la celebración de lo deforme y bestial ocultando oscuras intencionalidades y suprimiendo el concepto cristiano de la muerte. Es que resulta que los mismos adultos que alientan el culto a lo monstruoso en los niños no llevarían jamás a un chico a un velorio o al cementerio para que no se “asuste” con la muerte. O sea está permitido jugar con la muerte y el infierno pero no es bien visto conocer la realidad del paso efímero del hombre por esta vida con destino a la otra. Está bueno pasarse horas viendo momias, zombies y esqueletos en la tele pero es muy “fuerte” que un niño o un joven se enfrente con la muerte verdadera para dar el último adiós al cuerpo de su abuelito, de su madre o de cualquier otro ser querido.


Para recuperar un sentido cristiano de la muerte –que no es posible sin un sentido cristiano de la vida–, me ha parecido que podría resultar de interés volver a repasar algunas de las lecciones que nos ha dejado nuestra historia en este sentido. ¿Por qué vivían y morían los hombres que nos antecedieron? ¿Cómo entendían y afrontaban el momento de la muerte? ¿Cuáles eran las disposiciones del “bien morir”?


Vayan también estas líneas como homenaje a todos los santos y a nuestros fieles difuntos que recordamos cada año los días 1 y 2 de noviembre.


* * *

El largo y detenido estudio, utilizando como fuentes históricas testamentos de los siglos XVI al XIX[1], nos ha mostrado que en esos trescientos años de la larga y sustanciosa sementera hispánica, lenta y tranquilamente, se conformó el hombre americano y argentino, el estilo de vida y la peculiar forma de ser del hombre de estas tierras. Esa exaltación severa de la vida, esa contemplación serena de la muerte, ese acendrado fervor religioso formaron parte de las virtudes que heredó el criollo. Nuestras comunidades fueron gestadas y vieron la luz en una sociedad afianzada firmemente en la fe cristiana, con un sentido de la vida profundamente religioso que imprimió su sello en la vida e incluso la muerte de aquellos hombres.


La invocación



Todo testamento se inicia con la invocación “En el nombre de Dios Todo-poderoso, Amén” o “En el nombre de Dios Nuestro Señor todopoderoso” o simplemente “In nomine Dei, Amén”. También es frecuente la utilización de otra fórmula más larga que aludiendo al misterio trinitario expresa: “En nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios Verdadero”, a veces se agrega también a la Madre de Cristo, así después de nombrar a las tres personas divinas también –se lee: en el “de la Reina de los Ángeles, María, Madre de Dios, otorgo mi testamento”. Estas son las fórmulas más corrientes. Pero en ocasiones el otorgante elaboraba una expresión distinta. Así Margarita de Videla y Jofré, en 1698, hace un compendio de la fe cristiana en una larga invocación cuando afirma:


“En el nombre de la Santísima Trinidad y de la eterna unidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y una esencia divina y un solo Dios verdadero creador y hacedor del cielo y de todas las cosas que son en el mundo y de la bienaventurada siempre Virgen Santa María concebida sin mancha del pecado original, Señora Nuestra y Madre de Nuestro Redentor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, la que todos los fíeles tenemos por señora y abogada en todos nuestros hechos y a la honra y servicio suyo y de todos los santos y santas de la corte del cielo”.

El brasileño Antonio Maris, en 1694, acierta iniciar su testamento con una muy breve: “En el nombre de Dios, Nuestro Señor y de la Virgen Santa María, Nuestra Señora”. En 1695, el Capitán Don Juan Corvalán y Castillo, natural de Santiago de Chile, inicia su testamento:


“En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero, que vive y reina para siempre jamás, y de la gloriosísima Virgen Santa María, Nuestra Señora, con todos los santos y santas de la corte del cielo”.


Cualquiera de estas expresiones, todas ellas nos hablan de una sociedad edificada en la fe, en la que los valores cristianos eran el eje y centro de la vida y con esas disposiciones enfrentaba la idea de la muerte.


Motivos para testar



A continuación se indicaban los motivos o sea ¿cuál era la razón para otorgar testamento? En la mayoría de los casos se hace por motivos de enfermedad, y entonces se declara por ejemplo: “estando como estoy enfermo del cuerpo con la enfermedad que Dios, Nuestro Señor, ha sido servido de darme, y sano del entendimiento, memoria y voluntad” o “en mis cinco sentidos y potencias”. Aclaración esta indispensable conforme a que la plenitud de facultades mentales era requisito indispensable para poder testar. En el testamento de Juan de Sierra, en 1807, se lee “enfermo del accidente que su Divina Majestad ha sido servido de darme”. Pero también hay casos como éste: “por cuanto me hallo en edad avanzada” o “estando sana del cuerpo, en mi entero juicio, memoria y voluntad” o éste “estando sana del cuerpo y por la misericordia de Dios en mi entero juicio y acuerdo natural” o “en mis cinco sentidos y potencias”.


Qué es lo que motiva a una persona sana a hacer su testamento, el mismo otorgante nos da la respuesta cuando continúa “y para estar apercibida y que alguno de los varios accidentes a que está sujeta nuestra naturaleza me impida la disposición tocante al descargo de mi conciencia quiero hacer mi testamento”. En otro caso se afirma “sano del cuerpo y en mi entero juicio, considerando cuán importante cosa sea tener anticipadas las cosas del descargo de mi conciencia” o “para estar prevenida cuando llegue la hora y tener dispuestas las cosas del descargo de mi conciencia”.

Todos estos ejemplos demuestran la preocupación cristiana ante la muerte que asistía al otorgante y cómo el testamento era visto como medio para aliviar el alma y evitarle en el momento de la muerte toda otra preocupación fuera de la del encuentro con Dios. Así la viuda María de la Cruz, en 1706, trata de resolver la gran aflicción de una madre por la suerte de sus hijos menores y entonces declara:


“tengo dos hijos nombrados Joseph y María y es mi voluntad que luego que yo fallezca se le entregue sin dilación alguna el dicho Joseph, al muy Reverendo Padre Presentador General Fray Juan de Quiroga Sarmiento del orden de Predicadores y la dicha María se entregue a mi madre y su abuela para que cada uno me lo tenga en la enseñanza debida hasta que ellos voluntariamente teniendo bastante edad puedan buscar su vida por
sí”.


Este es el sentido del testamento como instrumento para aliviar el alma o descargar la conciencia. Por esto, Juan Nepomuceno Balenzuela Videla muestra de manera explícita sus motivaciones cuando afirma:


“y porque mis habituales achaques pueden privarme del más importante negocio cuál es la determinación de las cosas del descargo de mi conciencia, y que estar en la postrera hora priva las más veces de otras que son más precisas y necesarias para ella, y regularmente con la sofocación de la misma enfermedad, y vecindad a tan terrible trance no se atina, ni acierta a cosa alguna, para estar apercibido y adelantar esta diligencia tan precisa, y embeber todo el tiempo que Dios me concediere en sólo pedirle perdón de mis pecados, por su gran misericordia y no ocupar mi memoria en otra cosa que en lo preciso para tal caso”.


Subrayamos la última expresión en la cual está la idea clave: ocupar todo el tiempo postrero de la vida terrena en pedirle a Dios perdón por los pecados sin ocupar los pensamientos en otro asunto fuera de éste. Esto mismo es lo que expresa en 1806, Antonio Cebilla y Alvarado diciendo: “para estar prevenido y no tener algún cuidado que me obste pedir a Dios a todas veras la remisión que espero de mis pecados”. Esa idea es también recogida por la antigua copla popular en estos versos:


El rico no piensa en Dios


por pensar en sus caudales

pierde los bienes eternos

por los bienes temporales[2].


En el mismo sentido, en el siguiente testamento mutuo o mancomunado de los esposos Don Juan Manuel Bello y doña María Gregoria Morales, de 1782, se lee:


“decimos que por cuanto habiendo reflexionado con toda madurez cuán importante cosa sea la determinación de hacer nuestra disposición testamentaria, para que la gravedad de un accidente a que está expuesta nuestra naturaleza no embarace el piadoso fin de ejecutar esta diligencia en descargo de nuestras conciencias, hallándonos por la Divina Misericordia sanos del cuerpo y en nuestro entero juicio, entendimiento y voluntad… para estar medianamente apercibidos haciendo de nuestra parte, alguna de las que somos obligados y siendo ésta una de las principales ordenamos nuestro testamento y última voluntad”.


Así también Margarita de Videla y Jofré señala que:


“el cristiano debe estar prevenido a hacer las cosas que convienen con que cada cual descargue su conciencia como mejor el Espíritu Santo le alumbrare, disponiendo y ordenando su testamento en tiempo que estemos en nuestro recto sentido y no enajenado el entendimiento y memoria y deseando como deseo llegar a la Divina Majestad de Dios, Nuestro Señor”.


Dos ideas aparecen repetidamente: el piadoso fin del testamento como alivio de la conciencia y la fugacidad de la vida terrena y la inestabilidad de las cosas del mundo por eso José Antonio Selis Moyano, en 1782, escribía:


“porque las cosas de esta miserable vida no tienen estabilidad y mis habituales enfermedades me dan temor, puedan privarme de lograr arreglar las cosas del descargo de mi conciencia”.


En síntesis, el fin que se perseguía era ponerse en paz con Dios y también con los hombres. “El amor a Dios y al prójimo y el miedo a la condenación eterna, unidos, produjeron una serie de actos piadosos que conducían al descargo de la conciencia mediante obras que, trascendiendo lo individual, beneficiaban a otros”[3].


La inestabilidad terrena



Ese concepto de la inestabilidad terrenal es producto en parte de la idea cristiana de la hora inesperada de la muerte para la cual debe siempre el creyente fiel estar preparado, pero también en alguna medida es consecuencia de la inseguridad general de la vida. Una vida austera, difícil, incómoda, riesgosa. Por eso no es extraño que se ordene la última voluntad en las proximidades de un parto. Tal el caso, en 1784, de Nicolasa Pinto que decía “declaro hallarme grávida de meses mayores y próxima al parto”, la misma situación vivía en 1767, Isabel Pavón. También es posible encontrar testamentos otorgados antes de un viaje, como lo hace el Capitán Luis Arias de Molina, alcalde de Mendoza, en 1695, en estos términos: “por cuanto me hallo próximo a hacer viaje con cuatro carretas de mi cuenta para la ciudad de Santa Fe y por si acaso en dicha ausencia sucediere llevarme Dios para sí”. En 1770, Ramón Valdez, vecino de Santiago de Chile, expresa idéntico temor en estos términos elocuentes:


“por cuanto me hallo próximo a seguir viaje para los reinos de España, temiendo, en lo dilatado de esta peregrinación en que son más próximos los peligros, me asalte la muerte sin las debidas disposiciones necesarias al descargo de mi conciencia”…


Igualmente, el castellano José Recuero, en 1807, afirma que por cuanto se halla:


“para hacer viaje a la capital de Buenos Aires y temeroso de que en él pudiera ocurrirle la muerte tan natural y precisa a toda criatura humana, como incierta su hora, para que no lo halle desprevenido de disposición testamentaria” ordena su poder testamentario.

Existe, asimismo, numerosa cantidad de testamentos ordenados con el objetivo de hacer votos religiosos como el de Joseph Lorenzo de Videla que en 1779 escribía:


“considerando la inestabilidad de las cosas de esta vida mortal y que sólo permanece la virtud del que negándose a las cosas temporales se sujeta a vivir en Religión, resignando su voluntad en la de los prelados, habiendo examinado mi vocación con maduro acuerdo y consulta de personas espirituales me resolví a entrar en la religión de mi padre Santo Domingo donde he pasado el año de mi noviciado y obtenido la aprobación para mi profesión y para ejecutarla según nuestras Sagradas Constituciones, precediendo la licencia del Reverendo Padre Licenciado Jubilado Fray Thomas de Obredor, prior de este convento, la pedí in scriptis al Señor Vicario de esta ciudad para otorgar mi testamento y disponer de los bienes temporales, la que me fue concedida (…) quiero hacer profesión religiosa en dicho sagrado orden y para conseguirlo me es preciso hacer renuncia de los bienes temporales que de herencia así paterna como materna me pertenecieren”.


Tanto las constituciones de las órdenes religiosas como el Concilio de Trento obligaban al novicio a otorgar su postrer voluntad a fin de hacer el voto de pobreza habiendo renunciado a los bienes temporales que pudiera heredar.


Hay otro caso muy especial en 1785, Ignacio Moiano otorga un poder testamentario a su hijo Luis Moiano, estando sano pero porque:

“me hallo en edad avanzada, con habituales enfermedades y otras miserias a que está expuesta nuestra frágil naturaleza, he determinado a hacer mi testamento, pero atendiendo a que en el día no me es permitido deliberar sobre mis bienes, por hallarse secuestrados por la Real Justicia, para en caso que la piedad de ésta se digne de absolverme y absolverlos de los cargos que se me imputan, he acordado dar mi poder a don Luis Moiano, mi hijo (…) para que otorgue mi testamento, suplicándole como padre que en caso de ser convicto y por lo mismo desposeído de mis bienes, mire y atienda por este pobre y cascado terrón, y por su pobrecita alma, haciendo de su parte aquello que haría si gozara de ellos”.


En el seno de la Iglesia



A continuación, y después de haber indicado el motivo se hace la profesión de fe. Ésta tiene gran importancia puesto que otorga una especie de “legalidad moral” en la conservación y transmisión de bienes materiales. Toda obra pía tiene valor para la vida eterna si es realizada en gracia y dentro de la comunión eclesial. Además la Iglesia Católica, especialmente desde el Concilio Tridentino, divulgó entre los fíeles la necesidad de hacer pública toda profesión de fe, “debe manifestar con pública profesión de la fe, lo mismo que tiene encerrado en su alma”, enseña el Catecismo del Concilio de Trento.


Todas las fórmulas son trinitarias, pero existen variaciones ya que algunas explicitan otros misterios de la fe o profundizan el comentario de ellos. Por ejemplo, dice brevemente el español Pedro del Casal, en 1668: “Creyendo como creo fiel y verdaderamente en el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero”. En 1588, don Alonso de Reynoso señala escuetamente “creyendo como firmemente creo en la Santa fe católica y en todo aquello que todo bueno y fiel cristiano debe servir y creer y debajo de esta fe y creencia protesto vivir y morir”. Por el contrario extensamente escribía el Capitán Juan Corvalán y Castillo, en 1695,


“creyendo, como creo como católico y fiel cristiano, firmemente todo aquello que tiene, cree y confiesa la Santa Madre Iglesia Católica Romana así como lo debe tener y creer yo lo confieso, creo y tengo, y considerando que todas las cosas en este mundo viviente son perecederas y las del otro, duran y permanecen sin fin, con protestación que hago que si por persuasión del demonio o de otro espíritu malo al tiempo de mi muerte si otra cosa dijere o confesare con alguna fiebre o calentura no teniendo mi juicio natural contra lo que dicho es, sea de ningún valor y efecto”.


Encierran estas palabras el otro propósito de la profesión de fe, que está ligado a la lucha espiritual y agónica a la que el ser humano se enfrenta en el declinar de su existencia, y donde de acuerdo con lo que enseñaban los manuales para ayudar a bien morir, el agonizante podía ser empujado por fuerzas malignas, a la blasfemia, las expresiones irreligiosas o la renuncia a la fe. Por ello, el testante rechaza anticipadamente cualquier afirmación heterodoxa, reafirmándose en su declaración de fe escrita.


El testamento del mendocino Alberto Anzorena, por ejemplo, en 1807, se explaya en el misterio trinitario expresando:


“como firmemente creo y confieso el altísimo, inefable e incomprensible misterio de la Beatísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas que aunque realmente distintas tienen los mismos atributos y son un solo Dios verdadero y una esencia y sustancia, y en todos los demás misterios y sacramentos que cree y confiesa Nuestra Santa Madre la Iglesia Católica, Apostólica y Romana”.


El Capitán Miguel Torres Barros Hinojosa, en 1702, después de profesar su fe en la Trinidad Santísima sólo agrega “y en todo lo demás que tiene y cree, confiesa y predica nuestra Santa Madre Iglesia Católica Romana, regida y gobernada por el Espíritu Santo”. El Capitán Pedro Gómez Pardo declara su fe “en el misterio de la Encarnación del Verbo en las purísimas entrañas de María Santísima, Señora Nuestra, y en la pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo”.


De este modo se afirman los misterios esenciales de la fe cristiana por los cuales se jura vivir y se promete morir, sin apartarse de ellos para hacer realidad la buena muerte en el seno de la Iglesia a fin de poner de esta manera “el alma en carrera de salvación”, según la expresión de la época.


El tránsito a la otra vida



La muerte es para el cristiano un paso, un tránsito a la vida eterna y por ello es vista como cosa natural: “temiéndome de la muerte por ser cosa natural a toda humana criatura”, dicen. Se habla de la “muerte vivida” como la red de gestos y ritos que acompañan el recorrido de la última enfermedad a la agonía, a la tumba, al más allá. O de la “muerte domada”, despojada de la violencia de las fuerzas naturales, ritualizada. Tanto Vovelle como Ariés[4] coinciden en negar la muerte como “natural” sin temor ni aprensión, dice el primero o sentida como fenómeno neutro, el segundo. Creemos que la expresión “natural” con la cual se refieren a la muerte encierra la idea de paso obligatorio para todo hombre y deja traslucir la cotidianidad que tenía en la época, lo cual no invalida el temor sino que pone el acento en la aceptación. Así como la valentía no es la ausencia de miedo sino la superación de éste. Temor y aceptación son dos cláusulas de un mismo discurso. Tal como enseña la Iglesia, lo decía Santo Tomás en 1273:


“si el hombre no esperara otra vida mejor después de su muerte, es indudable que la muerte sería muy de temer, y que el hombre preferiría hacer cualquier cosa antes de caer en sus manos. Pero como creemos que hay otra vida mejor, a la que llegaremos después de la muerte, es claro que nadie debe temer la muerte”[5].


El otro aspecto digno de subrayar es que la muerte no era un acto solamente individual. Igual que la vida, más aún como gran paso de la vida, se celebraba siempre con una ceremonia más o menos solemne que tenía como objeto marcar la solidaridad del individuo con su estirpe y su comunidad.


No es fácil para nosotros comprender la familiaridad con que afrontaban las postrimerías porque la nuestra es una sociedad que rechaza o se avergüenza de la muerte, haciendo como si no existiera, pretendiendo ignorarla. O trivializándola como decíamos al comienzo, a la par que la esconde. En nuestro siglo la muerte ha sido convertida en tabú, fenómeno que se quiere ocultar, pasando de la familiaridad del pasado a la muerte aséptica de los hospitales que favorece un morir impersonal y una ruptura de las relaciones familiares habituales que impiden o dificultan esa solidaridad con la estirpe y la comunidad. Bien observa Vovelle, que esas grandes sacudidas de la sensibilidad colectiva no afectan únicamente a la representación de la muerte sino que desde la familia hasta los sistemas de valores recibidos, todo se vincula a éstas[6]. Más aún la idea de la muerte se transforma cuando la escala de los valores se invierte o se suplanta. El pretendido silenciamiento de hoy, la ha vuelto más temida, más inhumana, estéril y alejada de toda esperanza. Su trivialización tampoco la ha vuelto más humana, por el contrario la ha hecho bestial, más temible y monstruosa. Reírse de ella acaso ¿nos acerca a su comprensión?


El mayor grado de familiaridad de antaño no se explica solamente por las crisis demográficas, la mortalidad infantil y el corto promedio de vida. La muerte, dice Lorenzo Pinar, se adentraba en el ámbito de la iconografía, en la literatura, en los sermones, los cofrades recordaban al hermano fallecido, se visitaban las sepulturas cuando se asistía a los oficios religiosos porque muchas de éstas estaban en el interior de las iglesias.

Pero es necesario oír hablar a los documentos para formarse una idea de la visión que ellos tenían. Joseph de Coria, en 1750, afirma: “temiendo la muerte como feudo que debe pagar toda criatura humana”.


Margarita Videla y Jofré explica en su testamento que:


“es estatuto y de derecho natural y decreto general y de ley inviolable que toda criatura ha de morir y aunque no sabemos el cuándo ni la hora por ser incierta la de la muerte misterio reservado sólo para Dios por lo que en su divina ley y el Evangelio por su divina bondad nos avisa y manda que velemos y estemos apercibidos para cuando Su Divina Majestad nos llamare y porque como cristianos tenemos por fe que a cada uno hallare la muerte y no sabemos cuándo nos llamarán a dar estrecha cuenta de nuestras culpas”.


La copla popular también rescata esta idea cuando dice:


Estos dobles de campana


no son por el que murió,

sino porque sepa yo

que puedo morir mañana.



Ya se acaba el existir,

muere la culpa mundana,

ya se eleva el alma sana

a la presencia de Dios.

Oigo decir a una voz

que puedo morir mañana[7].




Susana Royer de Cardinal dice que la idea de la brevedad de la vida es un tema recurrente de la lírica bajo medieval que toma forma en los testamentos con un lenguaje más conciso, pero no menos poético[8]. Bien podemos nosotros adaptar dicha observación para nuestro caso.

Vemos en estos documentos que la muerte es vista como cosa natural y precisa, necesaria pero inesperada, paso hacia el cielo y la unión con Dios. Todo pasa y la muerte se presenta como camino hacia la eternidad, generando una actitud de suave resignación y hasta beatífico gozo. Es la idea vigente en la Alta Edad Media Europea, antes de la Peste, antes de la consolidación de la burguesía que traerán una imagen macabra, amarga e inoportuna de la muerte. Es la vieja idea la que perdura en nuestras tierras en épocas tan avanzadas de la Edad Moderna. La muerte presente al espíritu y mezclada a la vida.


La intercesión ante el Juez Supremo



El otorgante pide que intercedan por su alma a la Santísima Virgen llamada con múltiples epítetos: “Reina de los ángeles”, “Soberana Emperatriz de cielos y tierra”, “Virgen Santísima Nuestra Señora”, “Reina y Madre de los pecadores”, “Reina de los ángeles y hombres”, “Abogada de pecadores”, “Señora Nuestra y Madre de Nuestro Redentor”, “Serenísima Reina de los ángeles”, “Inmaculada”, “Madre y Señora Nuestra”, “Madre de Dios”.

También se pide la intercesión del ángel de la guarda o custodio, de todos los santos y santas de la corte celestial, de algunos santos o santas homónimos suyos o a los cuales el otorgante tuviera particular devoción. San José, San Francisco, Santo Domingo, San Juan Bautista, San Ignacio, San Luis Gonzaga, San Nicolás de Tolentino, la Virgen Rosa de Santa María, son algunos de los nombrados con mayor frecuencia.


Estos intercesores representan una especie de garantía que se busca para alcanzar el perdón divino y la salvación, a fin de que Dios no juzgue al alma con la vara implacable de la justicia sino con piedad y misericordia en atención a los méritos del mediador o de los propios méritos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo.


A la Virgen, los ángeles y los santos se les pide sean mediadores ante Dios. Así lo expresa Justo Ferreira en 1785: “a quienes suplico rendidamente me alumbren lo que más convenga, e intercedan por mi pobrecita alma ante el divino acatamiento”. En 1806, Nicolasa Serró Jurado lo decía con estas palabras:


“para que impetren de Nuestro Señor y Redentor Jesucristo que por los infinitos méritos de su preciosísima vida, pasión y muerte, me perdone todas mis culpas y lleve mi alma a gozar de su beatífica presencia”.


Evitar litigios



Habíamos señalado la importancia que el derecho otorgaba al testamento como medio eficaz para evitar discusiones y pleitos entre los herederos. El otorgante era consciente de ello y por eso comúnmente al nombrar los herederos agrega “para que lo gocen y partan igualmente, con la bendición de Dios y la mía”.


En 1702, el mendocino Capitán Miguel Torres Barros Hinojosa lo expresa explícitamente al decir:


“elijo y nombro por mis legítimos y universales herederos de todos mis bienes muebles y raíces, habidos y por haber, deudas, derechos y acciones que hasta el día de hoy tengo y en adelante tuviere en cualquier manera a los dichos mis cuatro hijos ya nombrados, para que igualmente partan de ellos y lo gocen y posean con la bendición de Dios y la mía. A quienes ruego y encargo, no tengan litigio y que vivan hermanablemente”.


Y el Capitán Juan Corvalán y Castillo nombra herederos a sus hijos y agrega:


“a quienes pido como hijos cuiden de mi alma y con la bendición de Dios y la mía gocen de todos mis bienes como herederos forzosos partiendo hermanablemente sin litigio alguno (…) Y por cuanto a mi hijo Antonio le veo cargado de hijos, y así él como mi nuera Doña Magdalena Arias de Molina me asisten y han asistido con notable cuidado, encargo a mi hijo Gabriel que en tanto no tome estado, les asista como si yo estuviese vivo pues así se lo pido y ruego para que Dios le ayude, procurando los dos hermanos la unión y caridad que Dios nos enseñó en sus santos mandamientos y que los observen para ganar el Reino de los Cielos procediendo sin escándalo en la República, antes sí como buenos cristianos para que Dios les eche su bendición, en cuyo nombre yo se las comunico y pido al Señor los haga suyos, Amén”.


También una antigua y jocosa copla se hacía eco de esta idea diciendo:


No me quisiera morir


sin hacer mi testamento,

por si acaso, en algún tiempo,

mis hijos quieran reñir[9].




En 1807, el testamento de la mendocina María Dominga Domínguez, resume en pocas líneas todos los objetivos principales que persigue al ordenar su postrera voluntad.


“Temiendo la muerte que es tan precisa y natural en toda criatura humana, como incierta su hora; para estar prevenida con disposición testamentaria cuando llegue, resolver con maduro acuerdo todo lo concerniente al descargo de mi conciencia, evitar con la claridad las dudas y pleitos que por su defecto pueden suscitarse después de mi fallecimiento y no tener a la hora de este algún cuidado temporal que me obste pedir a Dios a todas veras la remisión que espero de mis pecados, otorgo mi testamento en la forma siguiente”…


Conclusiones



En síntesis, podemos afirmar que las sociedades americanas de los siglos XVI al XIX veían a la muerte como tránsito hacia la vida eterna y la visión de Dios. Le temían, pero se sobreponían al temor con la esperanza de la vida celestial.


En esa atmósfera de ritos y comportamientos sociales ante la muerte, la cual era esperada y exigía una preparación, el testamento era visto uno de los instrumentos (un sacramental) para lograr la buena muerte, aliviando la conciencia y dejando al alma desposeída de bienes y preocupaciones temporales para presentarse ante Dios.


Afirmamos, también, que el derecho sucesorio había sufrido pocas variaciones, sujetándose en lo esencial a los conceptos jurídicos medievales derivados del derecho romano, dando por ello primacía a la familia.


De todo lo cual se deriva la evidente conclusión de que la nuestra era una sociedad que aún tenía por centro la fe cristiana, y que esa religiosidad es reflejada en el modo de afrontar el hombre el momento último de la existencia. Que la cosmovisión que sustenta su imagen de la muerte, es la cosmovisión de la cristiandad.


Quiera Dios que la historia, Magistra Vitae, nos permita a través de la contemplación de las actitudes e ideas de nuestros antepasados comprender sus valores. Que podamos recuperar nuestras raíces cristianas. Que seamos capaces de romper con el mundo cuando es necesario y educar a nuestros hijos en los valores perennes de la fe.



Dra. Andrea Greco de Álvarez

Fuentes


Archivo Histórico de Mendoza (A.H.M.), Protocolo N. 24, foja 92 y ss., 23-XII-1698.

A.H.M. Protocolo N. 103, fojas 30-32, 17-111-1778.
A.H.M. Protocolos N. 100, fs 108-110, 12-VIII-1776; fs 153-155, 12-XII-1776 y No 27, foja 67, 2-IX-1718.
A.H.M. Protocolo N. 100, fojas 153-155, 12-XII-1776.
A.H.M. Protocolo N. 103, fojas 30-32, 12-11-1778.
A.H.M. Protocolo N. 112, foja 96-97, 17-VIII-l784.
A.H.M. Protocolo N. 29, foja 43, 6-VII-l 706.
A.H.M. Protocolo N. 153, foja 8, 13-1-1806.
A.H.M. Protocolo N. 85, fojas 1-2, 19-1-1767.
A.H.M. Protocolo N. 155, fojas 97-99,4-IX-1807.
A.H.M. Protocolo N. 103, foja78v., 13-VIII-l 779.
A.H.M. Protocolo N. 116, foja 65, 18-VIII-1785.
A.H.M. Protocolo N. 19, foja 61, 2-VI-1668.
A.H.M. Protocolo N. 2, fojas 117-121, 29-XII-1588.
A.H.M. Protocolo N. 24, foja 60, 20-IX-1695.
A.H.M. Protocolo N. 27, fojas 12-14, 8-IV-1702.
A.H.M. Protocolo N. 24, foja 106, 12-XII, 1696.
A.H.M. Protocolo N. 24, foja 92 ss., 23-XII-1698.
A.H.M. Protocolo N. 153, foja 23, 25-111-1791.
A.H.M. Protocolo N. 27, fojas 12-14, 8-IV-1702.
A.H.M. Protocolo N. 24, foja 60, 20-IX-1695.
A.H.M. Protocolo N. 155, fojas 64-65,19-VII-1807.

[1] Hemos estudiado los testamentos insertos en los Protocolos de Escribanos del Archivo Histórico de Mendoza. Presentamos ejemplos tomados de diversas épocas, desde 1588, el más antiguo, a 1807, el más moderno.
[2] Juan Alfonso Carrizo. Selección del Cancionero Popular de Salta. Buenos Aires: Dictio, 1987, p. 239.
[3] Ana María Martínez de Sánchez. Vida y “buena muerte” en Córdoba durante la segunda mitad del siglo XVIII, Córdoba: Centro de Estudios Históricos, 1996, p. 123.
[4] Michel Vovelle. Ideologías y mentalidades. Barcelona: Ariel, 1985, p. 103. Philippe Ariés. El hombre ante la muerte. Madrid: Taurus, 1984, p. 502.
[5] Tomás de Aquino. El credo comentado (Buenos Aires, 1978), p. 167.
[6] Ariés, op. cit., p. 508; Francisco J. Lorenzo Pinar. Muerte y ritual en la edad moder*na; El caso de Zamora (1500-1800), Salamanca: 1991, p. 14; Vovelle. op. cit, p. 117.
[7] Carrizo, op. cit., p. 95.
[8] Susana Royer de Cardinal, “Tiempo de morir y tiempo de eternidad”, en: Cuadernos de Historia de España LXX, Buenos Aires: Instituto de Historia de España, UBA, FFyL, 1988, p. 158.
[9] Carrizo, op. cit., p. 280.



Contra Halloween el cristiano sentido de la muerte