La anomia social deriva en la autoaniquilación del hombre
Para entender el trasfondo teológico del momento actual que estamos viviendo y el fenómeno que se ha venido a denominar la anomia social que experimentamos, debemos recurrir al famoso texto de San Pablo: “Que nadie os engañe de ninguna manera. Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios (…) Vosotros sabéis qué es lo que ahora le retiene, para que se manifieste en su momento oportuno (…) entonces se manifestará el Impío, a quien el Señor destruirá con el soplo de su boca, y aniquilará con la Manifestación de su Venida” (II Tesalonicenses, 3-7). El contexto de estos versículos es la explicación de las condiciones de la Parusía y han suscitado muchas interpretaciones en las que no entraremos.
La cuestión es cómo trasladar este pasaje, que no es alegórico sino anagógico, en la temporalidad de nuestra existencia y en este momento histórico concreto. Con otras palabras, cómo describir y entender nuestra sociedad presente desde una perspectiva de la teología de la historia. No explicaremos tampoco el sentido específico de qué es el Katejón (“lo que ahora le retiene” al Impío), pues ha sido tratado numerosas veces en esta revista. Sólo especificaremos su característica principal: es un principio de autoridad. Una vez desaparece el principio de autoridad es cuando puede manifestarse el “Impío” (Homo peccati), aunque ya esté operando el misterio de la “impiedad” desde la fundación de la Iglesia. Siendo fieles a la Vulgata deberíamos traducir “iniquidad” en lugar de impiedad (“nam mysterium jam operatur iniquitatis”).
Una forma de presentarse la anomía social reinante no es negando las normas, principios de autoridad o leyes, sino autoproclamándose el sujeto racional como única fuente de esa autoridad, normas y leyes.
Cuando Francisco Canals comentaba estos pasajes, insistía en el sentido profundo de iniquidad. Es una palabra que en su significación latina literalmente significa desigualdad, pero puede entenderse como injusticia por haberse lesionado las leyes justas. Moralmente, la interpretación de iniquidad es maldad surgida del desprecio a la ley o norma(nomos). Por tanto, si el Katejón es un principio de autoridad, la iniquidad se abre paso bajo forma de anomía o ausencia de normas y leyes. Una forma de presentarse la anomia social reinante no es negando las normas, principios de autoridad o leyes, sino autoproclamándose el sujeto racional como única fuente de esa autoridad, normas y leyes. La anomía social es concomitante con la autodivinización del hombre. Correspondería en el texto paulino (“todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto”) a ese estado de la humanidad que ha de entronizarse antes de que se manifieste el “Adversario” y liquide esta autodivinización del hombre para “sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios”.
Francisco Canals solía recordar, para escándalo de algunos, que este proceso de autodivinización del hombre se culminaba con la Democracia, no entendida como un sistema de elección del gobernante, sino como un proceso de autodivinización colectiva donde el hombre se convierte en su propio hacedor de normas y conductas; y, de paso, validador de la moralidad. Toda la Modernidad representó, en definitiva, fuera bajo formas democráticas u otras formas de totalitarismo, la superación de la realidad como nos ha sido dada por Dios. Por ello la modernidad nunca ha dejado de ser una forma de “antitipo” (desarrollo y plenitud) de la tentación autodivinizadora del Paraíso. La Modernidad prometió construir el hombre fáustico -el que había robado a Dios su poder creador- para constituirse en una sobrenaturaleza: fuera el superhombre nietzscheano, el Hombre soviético o el Liberal (condenado en la Libertas de León XIII).
Toda la Modernidad representó, en definitiva, fuera bajo formas democráticas u otras formas de totalitarismo, la superación de la realidad como nos ha sido dada por Dios.
El gran sociólogo Daniel Bell describía el emergente dominio del sistema liberal capitalista en el siglo XX y sus aspectos culturales, afirmando que: “el principio axial de la cultura moderna es la remodelación del Yo para lograr la autorrealización”. Pero ¿qué aspecto o característica principal implica los actuales deseos de autorrealización? Francis Fukuyama -quien ve en el triunfo el principio de autorrezación, gracias a la democracia, un gran logro de la humanidad-, nos da una pista. Para él, la autorrealtzación como el motor de la sociedad democrático-liberal triunfante se fundamenta en el triunfo del “Thymós platónico”. En la filosofía y literatura griega pre-aristotélica, el “thymós” era aquella parte del alma fuente de las emociones y de los sentimientos. Otra parte del alma el “Nous” que contenía la voluntad y la razón, era la que regulaba el “Thymós”. Con esta breve explicación queda aclarado el sentido de las palabras de Fukuyama. La “democracia liberal” (de la que es ardiente defensor) consistiría en la primacía de las emociones y sentimientos sobre la razón, lo cual imposibilitaría reconocer la ley natural y la esencia de las cosas.
Actualmente nos han impuesto que la norma moral y la ley política, deben seguir las dinámicas impuestas por los sentimientos y las emociones. De tal modo que cualquier deseo o sentimiento debe ser regulado y elevado a la categoría de bien moral, aunque sólo ataña al deseo concreto de una minoría o una sola persona. Cuántas veces hemos oído que no podemos repudiar una actitud o a una persona porque “se siente así o asá”; o que “nadie me puede prohibir ser como me siento o quiero ser”. Por eso el sentimentalismo, como justificación ética, acompañado de la exigencia de que el Estado moderno lo reconozca como derecho inalienable, es una de las características más sutiles de la sociedad actual.
La “democracia liberal” consistiría en la primacía de las emociones y sentimientos sobre la razón, lo cual imposibilitaría reconocer la ley natural y la esencia de las cosas.
Rafael Gambra, en Tradición o mimetismo, comenta que la Razón ha dejado de ser la esencia del Universo y el instrumento para penetrarlo y dominarlo. Este sería un síntoma de la posmodernidad que abandona el paradigma de la Razón absoluta de la Ilustración para desembocar en un “subjetivismo absoluto”. En el fondo la posmodernidad puede ser entendida como una continuación lógica de la Modernidad aunque muchas veces nos es presentada como una disrupción. De hecho, el paradigma moderno del hombre roussoniano, contiene las dos categorías: por un lado, el hombre debe liberarse o desvincularse de cuanto lo constriña; pero, por otro lado, es la sociedad, por el famoso Contrato Social, la que le permite esa liberación de su naturaleza o la plenitud de la misma (paradójicamente estos conceptos opuestos, en Rousseau son sinónimos). Podemos ilustrar esta teoría roussoniana con una imagen más actual.
El Estado reconoce y regula derechos subjetivos en torno a la sexualidad, sentimientos e identidades. El sujeto posmoderno se siente así liberado. Es un ser anómico, pero se siente sostenido por las normas protectoras del Estado. En otros términos, su “liberación” y autodivinización, se sostienen en el Estado que tanto dicen despreciar. La anomía existencial exige de normas reguladoras para que el subjetivismo individualista y voluntarista se convierta en un “absoluto ético” intocable. Por el contrario, el Estado convierte en delincuente o sujeto inmoral a quien ose poner en duda el principio del relativismo moral o la anomía. Estamos por tanto ante la inversión total de la realidad. En ese paso de transición entre la modernidad y la posmodernidad, el hombre sufre lo que Gambra denomina “la herida del tiempo”. Esta expresión se refiere a la característica psicológica del hombre anómico: frente al hombre que está connaturalizado con la tradición como conjunto de entregas y donaciones recibidas en tiempo personal e histórico, el hombre posmoderno está condenado a sentir el pasado como una alienación y extrañeza. La “atemporalidad”, propia de las sociedades anómicas, es un sucedáneo de la eternidad querida y odiada a la vez.
El Estado reconoce y regula derechos subjetivos en torno a la sexualidad, sentimientos e identidades. El sujeto posmoderno se siente así liberado. Es un ser anómico, pero se siente sostenido por las normas protectoras del Estado.
Gambra recoge la descripción de Max Picard que “ha caracterizado a nuestra época como `un mundo de huida´, un mundo fáustico de la praxis, que ignora la contemplación y, con ella, la donación y el compromiso trascendente”. Nuestro autor continúa describiendo a este hombre del cual: “Su nuevo símbolo o imagen será la `eclosión´ (écletament) o irrupción: entrega autocreadora y transformadora de la realidad, donación libre que brota de un interno impulso vital”. Las formas sutiles y aparentemente ingenuas de este nuevo hombre, subsumido en un capitalismo de masas, las encontramos en el turismo, la moda, el consumismo, el esteticismo, la profunda y misteriosa atracción hacia las masificaciones reales (en forma de escenarios, competiciones o grandes áreas de consumo) o virtuales (redes sociales). El hombre se autoproclama un sujeto autorrealizado que debe ser reconocido como tal por una masa de sujetos igualmente autorrealizados.
Este angustiante estado psicológico, que podría explicar el estado depresivo de la sociedad, los ataques de pánicos, el pavor ante el principio de la realidad o la aversión hacia la naturaleza de las cosas, se aleja experiencialmente del hombre autodivinizado que fue expresado por Max Stirner. Este anarquista, en su obraEl único y su propiedad, expresa sin rubor lo que significa el Yo absoluto. Concluye su obra con estas estremecedoras palabras: “Se dice de Dios: Los nombres no te nombran. Eso es igualmente justo para Mí; ningún concepto me expresa, nada de lo que se considera como mi esencia me agota, no son más que nombres. De Dios se dice, además, que es perfecto, y que no tiene ninguna vocación, que no tiene que tender hacia la perfección. También esto es cierto para Mí. Yo soy el propietario de mi poder, y lo soy cuando me sé Único. En el Único, el poseedor vuelve a la nada creadora de la que ha salido. Todo ser superior a Mí, sea Dios o sea el Hombre, se debilita ante el sentimiento de mi unicidad, y palidece al sol de esa conciencia. Si yo baso mi causa en Mí, el Único, mi causa reposa sobre su creador efímero y perecedero que se consume a sí mismo, y Yo puedo decir: Yo he basado mi causa en Nada”.
Las formas sutiles y aparentemente ingenuas de este nuevo hombre, subsumido en un capitalismo de masas, las encontramos en el turismo, la moda, el consumismo, el esteticismo, la profunda y misteriosa atracción hacia las masificaciones reales
El hombre actual aún no es capaz de digerir este tipo de declaraciones como principio vital y refugia su vértigo existencial en “valores”. Eso sí, con la condición de que no sean impuestos, puedan ser revocados por uno mismo y no se “impongan” a los demás. Todo ello queda acogido por el paraguas de estructuras lingüísticas e imaginarios sociales que “nos han sido impuestos” para que “nos sintamos libres”: tolerancia, solidaridad, humanismo, ecología (primacía de las creación sobre el hombre), son los tocones que nos impone el Estado para que la anomía mental y moral se sustente y el individualismo -llevado a su extremo- no nos aboque al conflicto autodestructivo (al hombre hobessiano antes de su famoso pacto social).
Volvamos al texto inicial de san Pablo que hemos citado: “Primero tiene que venir la apostasía y manifestarse el Hombre impío, el Hijo de perdición, el Adversario que se eleva sobre todo lo que lleva el nombre de Dios o es objeto de culto, hasta el extremo de sentarse él mismo en el Santuario de Dios y proclamar que él mismo es Dios”. Cuando este texto era comentado por Francisco Canals, advertía de su dificultad. La figura Anticrística -insistía- no se levanta sólo contra Dios pues la apostasía ya se habrá producido, sino que se erigirá contra lo que se haya autodivinizado y convertido en objeto de culto. Por tanto, ese momento consistirá en la desaparición de todo aquello que pretenda ocupar el lugar de Dios: las ideologías modernas y sus diseños del superhombre que antes hemos citado, incluso la autoidolatría del hombre nihilista, absolutizado en su individualidad y sólo coexistiendo de la nada (como describió Stirner).
La última y aplastante consecuencia de la anomia, la negación de todo principio de autoridad, norma y naturaleza de las cosas, es la autoaniquilación del hombre. El mundo que ya empezamos a vivir es el que niega incluso al hombre autodivinizado para proclamar su capacidad de dejar de ser hombre. Por eso, la nueva forma de nihilismo es la imposición ideológica del trans-especiecismo: el derecho absoluto que tengo a negar que soy parte de la especie humana. La autocreación del “Hombre” acaba asesinando al Hombre. No en vano al Diablo se le conoce como el Homicida.
Javier Barraycoa
Publicado en Revista Cristiandad (octubre 2019)
https://barraycoa.com/2019/11/13/la-...on-del-hombre/
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