El azul sólo es un color



El conflicto político

Tras la llegada expansiva a España del mayo del 68, a principios de los 70- con el franquismo moribundo y el marxismo infiltrando las facultades- el nacionalismo catalán progresista, gracias al impulso intelectual de Joan Fuster (malhadado hijo de un carlista de Sueca) conoció un crecimiento en apoyos en nuestro Reino, a nivel asociativo, universitario, y sobre todo político. Fueron años, los 70 del siglo pasado, en nuestra tierra, de una ofensiva sin precedentes por catalanizar lengua, cultura, historia y símbolos propios de Valencia. Frente a ello se alzó una reacción popular, también apoyada por algunos sectores políticos, que luchó por preservar la identidad valenciana frente a la impetuosa y arrogante incautación nacionalista. Fueron los años de la llamada posteriormente “batalla de Valencia”, tras la cual se llegó, a principios de los 80, a una suerte de armisticio o paz armada.


De los tres principales símbolos, la lengua, aunque conservó oficialmente su nombre de valenciana, pasó a ser considerada de facto por instituciones educativas y académicas, como una variante del catalán, sin personalidad propia, y enseñada bajo las directrices de las reglas de Pompeyo Fabra en la normativa llamada “de Castellón”, con el título de “normalización lingüística” (entiéndase normalización como aplicación de una norma general). El nombre de la región, tradicionalmente Reino de Valencia, hubiese querido ser sustituida por País Valenciano por los nacionalistas (como miembro asociado de los llamados “países catalanes”), y por mediación de ciertos sectores conservadores, se optó por una fórmula intermedia, la de Comunidad Valenciana, sin arraigo alguno, y que todavía perdura. La única victoria que obtuvo la resistencia regionalista valencianista (por cierto, iniciada en su vertiente cultural por entidades ligadas de forma directa o remota al carlismo), fue la conservación de la señera real coronada como la bandera oficial de la nueva Comunidad Autónoma, cuando el nacionalismo catalán había tratado de imponer hasta la náusea la llamada “cuatribarrada”, bandera catalana oficial por entonces (y todavía, aunque por poco tiempo, sospecho). Muchas entidades culturales, políticas o sindicales valencianas vinculadas al nacionalismo (incluyendo algunas de las más importantes) siguen usando en sus logos particulares el término “país valenciano” y la cuatribarrada.

Fue precisamente la defensa de ese símbolo tan visual, como es el de la bandera, una de las más virulentas y enconadas de aquel conflicto. Hasta tal punto que a los valencianistas se les conoció, por sus adversarios nacionalistas, con el despectivo mote de “blaveros” o “azulones” en castellano, por el que aún se les moteja. Y en cierto modo, también el valencianismo ha asumido esa identidad, en ocasiones promocionando el color azul en la bandera como casi lo más importante, o al menos representativo. Nuestros enemigos también forman parte de nuestra identidad (que nos lo digan a los carlistas, cuyo nombre pusieron nuestros adversarios). Porque esa franja azul añadida a las cuatro barras de Aragón era el principal signo distintivo de la enseña ostentada por los catalanes, y ya se sabe que el nacionalismo está preñado de simbolismos distintivos, por nimios que sean, a los que se les da una significación desproporcionada. Sobre esa banda azul, y sobre su significado... y sobre las vueltas que da la vida, quiero tratar en este artículo.


Un poco de heráldica para hablar de banderas
Vaya por delante que, con el paso de los años, en cuestiones heráldicas y simbología visual, he llegado a preferir con mucho los escudos a las banderas. Me explico: los escudos, la forma más antigua de representación de una familia, una cofradía, un municipio o hasta un reino, no son sino manifestaciones plásticas de un símbolo que los naturales consideran particularmente representativo de su geografía, su historia, su cultura o su idiosincrasia. Así, en los escudos tenemos plantas, animales, montañas, torres, castillos, símbolos religiosos (cruces, ángeles, agnusDeis, santos) incluso objetos cotidianos como carros, llaves, palas, cacerolas, espadas, mazas o hasta campanas. También a veces motivos más abstractos como cuadros, rombos o barras. Todos ellos tienen su simbología, incluyendo los colores de los objetos o del fondo. Todos ellos representan algo concreto que es particular a un grupo humano (un accidente geográfico, un hecho histórico, una leyenda, una cualidad, una riqueza natural) desde las postrimerías de la alta edad media, y algunos incluso desde la época romana (como el célebre labaro constantiniano).
En las procesiones, en los combates, o en los encuentros diplomáticos, cada grupo lleva en alto su estandarte, en trono al cual concitarse con facilidad, y también- porqué no decirlo- para diferenciarse o distinguirse de otos grupos humanos. Y esa función no se ha perdido con el tiempo.

Las banderas son algo posterior. Nacieron, como casi todo, por necesidad, cuando muchos siglos después de aparecer los escudos, las batallas se hicieron masivas, y los encuentros personales de guerreros dieron paso a las maniobras de grandes grupos de tropas. Ahora, tanto en tierra como en el mar, los oficiales necesitaban que sus soldados distinguieran con facilidad, y de un solo vistazo, al amigo del enemigo. Es por ello que desde el principio buscaron la simplicidad y claridad, de modo que desde bien lejos se pudieran identificar. Es bien conocido que la famosa Cruz de Borgoña, que los carlistas rescatamos a partir de la Cruzada de 1936, fue dada a los tercios de la monarquía católica a mediados del siglo XVI, para agrupar combatientes de cien naciones y señoríos distintos, cada uno con su escudo. Las dos aspas rojas con nudos, sobre fondos de diversos colores, se convirtieron en la primera bandera militar española, y por extensión, de la corona, y fue empleada profusamente hasta finales del siglo XVIII, como atestiguan numerosos escudos en la América hispana. Es bien sabido que en 1785, el rey Carlos III convocó un concurso (que ganó, por cierto, un diseño basado en el escudo aragonés simplificado) que dio lugar a la rojigualda actual. Inicialmente para la marina, y a partir del siglo XIX, poco a poco al resto del ejército y finalmente como enseña nacional en 1843, cuando tales trapos se generalizaron entre todas las naciones liberales.

Y digo que me gustan más los escudos que las banderas, porque estas últimas, de raigambre militar, comenzaron a proliferar a partir de la Revolución francesa y su tricolor, (también con su simbolismo) pero ya no representando hechos de la geografía, la historia o la cultura del pueblo, sino los principios de las ideologías liberales de sus impulsores (la libertad, la igualdad, la nación, la prosperidad, la paz, etc); símbolos abstractos y generales, no enraizados en las comunidades humanas particulares. Esto es, con afán mundializador y absorbente. Pronto proliferaron por toda Europa las banderas revolucionarias, nacidas todas de la francesa aunque con pequeñas variantes locales. Y de aquella significación, por cierto, han nacido las banderas contemporáneas de Italia, Alemania, Rumanía, Bélgica, Irlanda y otros muchos países fuera de Europa. Incluso los adversarios de la revolución francesa, en su época, acabaron por emular la proliferación de banderas, ante el éxito tanto militar como propagandístico que adquirió aquella. Únicamente la Union Jack británica (de finales del siglo XVII) es anterior a esta fiebre general de banderas que no comenzó hasta la primera década del siglo XIX. Pero incluso esta había sido poco usada hasta entonces, únicamente en la marina y poco más.


El origen del señal real de la casa reinante de Aragón

Vayamos al caso valenciano, que es el que nos ocupa. Se impone hacer una pequeña recensión histórica. Lo que hoy conocemos como señal real de Aragón (los cuatro bastones o palos rojos- de gules- sobre fondo de oro) hunde su origen en algún momento anterior a principios del siglo XII, siendo uno de los más antiguos de la península, y aún de la Cristiandad. Descartada la leyenda de Beuter (hermosa pero falsa) acerca de los dedos ensangrentados del emperador Carlos el Calvo sobre el escudo del conde Wilfredo el Velloso, existen varias versiones sobre el origen de la enseña, de las cuales la más sugerente, y probablemente la más cierta, es que los colores fuesen adoptados por el rey Sancho Ramírez de Aragón (1063-1094) en su viaje a Roma en 1068 para infeudar sus señoríos a la Santa Sede. Empleaba el papa como enseña militar dos bandas, una roja y otra amarilla, y se cree que el monarca aragonés, a su regreso, instituyó ese símbolo en su casa, como muestra palpable de su vasallaje al papado.
Otra teoría afirma que eran armas provenientes del condado de Barcelona, pues el primer testimonio de las mismas se produce durante el reinado de Berenguer IV, conde de Barcelona y Príncipe de Aragón, marido de la heredera Petronila. Pero lo cierto es que en la representación de la época abundan con mucho las cruces de san Jorge (roja sobre fondo blanco) como símbolo de la ciudad de Barcelona. Los sucesivos reyes de Aragón emplearían los palos alternos en diverso número (desde dos a once), hasta que Pedro IV el Ceremonioso instituyó el definitivo escudo de la casa real con la forma que conocemos hoy: cuatro bastones rojos sobre fondo de oro (o alternando con cinco bastones amarillos, si se prefiere). La disgresión sobre este asunto es importante, pues recalca dos aspectos fundamentales: uno, el escudo o enseña, de raíces antiguas, es regulado por el rey como palos verticales; dos, es el escudo o señal personal de una familia real y, por analogía, de una monarquía. El cambio de dinastía a los Trastámara, a principios del siglo XV, no modifica el señal real, que se mantendrá ya como símbolo puro de la monarquía de la corona aragonesa. Y por analogía, muchas ciudades y luego señoríos y reinos de la Corona, adoptarán los palos (junto a otros elementos más particulares) como símbolo de su vinculación con la casa real y, por ende, su pertenencia al mismo espacio político.

Vuelvo a insistir en dos aspectos de este escudo: primero, es una enseña primariamente monárquica, y sólo posteriormente territorial; segundo, es una enseña muy probablemente de origen infeudado al papado, esto es, muy relacionada con el concepto de Cristiandad.


Los reyes de Aragón conquistan el Reino de Valencia

Mucho antes de la regulación sobre este escudo dinástico, el reino de Valencia entra en la órbita de la monarquía. Gracias a una cruzada dirigida por don Jaime I el Conquistador, las antiguas taifas musulmanas de Valencia, Alpuente y Denia, constituyen un nuevo reino, dicho de Valencia, que muy precozmente es dotado de sus propias cortes, instituciones, fueros, moneda y lugarteniente real. Es un reino con marcado carácter centralista, al menos en sus primeros tiempos, pues se instaura no antes de la conquista de la gran capital del Turia, y se dota plenamente de personalidad jurídica incluso antes de haber arrebatado a los arraeces musulmanes todos los territorios asignados al mismo por los tratado de Cazola y Almizra. Hasta tal punto que su nombre oficial fue con frecuencia “Ciutat e Regne de Valencia”, pese a que pervivían otros núcleos urbanos también relevantes como Morella, Burriana, Sagunto, Alcira, Játiva o Alcoy (más tarde Alicante u Orihuela). No era raro que el símbolo de la ciudad de Valencia fuese también el del Reino.

En ese sentido, desde el principio, agradecidos por haberlos librado de una más que probable feudalización extrema a manos de los ricoshombres aragoneses y catalanes que habían contribuido a la reconquista cristiana del reino, los valencianos (muchos de ellos hombres nuevos venidos de la emigración o musulmanes convertidos en vasallos) fueron fervientemente realistas. Las armas de la ciudad y reino de Valencia fueron pues, desde el principio, las de la casa real reinante: los cuatro bastones de gules sobre fondo de oro. Asimismo, desde el reinado de Pedro el Ceremonioso (1336-1387), el monarca autorizó que se les añadiera una corona, en premio a su fidelidad durante la guerra de los Dos Pedros. Cabe añadir, no obstante, que hasta el siglo XVII, se han conservado escudos de la ciudad y el reino que representan una ciudad de muros blancos (en plata) sobre fondo azul, alternando con los anteriormente descritos.

A partir del siglo XVIII es la representación de las armas reales la única que se conserva. Por motivos heráldicos, la corona que surmontaba el escudo real comenzó a introducirse en un cuartel por encima cuando se representaba en portulanos, mapas y planos. La corona, de oro, traía fondo. Inicialmente de diversos colores, y finalmente estandarizada en azul (tal vez en recuerdo del fondo azur del antiguo escudo de la ciudad blanca amurallada, o tal vez por el color del paño con la cruz de Íñigo Arista que Pedro IV instituyó en la cimera real heráldica, y que aún se puede ver en el escudo de la actual Generalitat que lo reproduce) desde el siglo XVI. Pero, y me interesa remarcarlo, el color únicamente sirve de fondo para el elemento realmente importante: la corona real. Y esto es porque el significado de la señera real de Valencia es esencialmente monárquico.


La simbología en el último siglo

Llega la proliferación de las banderas en el siglo XIX y, aunque con retraso, por su escaso uso institucional, también el escudo coronado de la ciudad y reino se convierte en bandera, por el sencillo expediente de poner en horizontal lo que era vertical. Ya en el siglo XX las normas de la vexilología contemporánea descomponen la corona en una franja roja incrustada de piedras preciosas, espiculada de los florones de oro, que cubren todo el fondo de azul. Y esa es la representación oficial e institucional que llega hasta nosotros. Es necesario que seamos conscientes de que la bandera no representa otra cosa que el escudo real, coronado, de la casa de Aragón, que es el verdadero símbolo del Reino.

Cataluña optó por conservar en su bandera el escudo de la casa de Aragón inmodificado, mientras otros territorios añadían sus propios símbolos (una ciudad almenada en el caso de Mallorca y el escudo del reino en el centro de las armas reales en el de Aragón). En la llamada “batalla de Valencia” se peleó por imponer o defender un símbolo asimilado a Cataluña frente a otro tradicionalmente asociado a Valencia. Como hemos visto, en realidad se trataba de dos versiones del mismo símbolo de una casa real. Una disputa entre territorios que, por compartir historia común, deberían de estar hermanados, y no ser objeto de imperialismo político o la resistencia al mismo.

Así pues, el problema se planteó por la eliminación u olvido del verdadero significado de los símbolos a lo largo de los últimos siglos de dominio liberal, con lo que las banderas terminan representando ideas políticas en territorios, en lugar de representar personas concretas en familias u otras comunidades humanas. La ruptura de los vínculos naturales y su sustitución por entes abstractos que, finalmente, se encarnan en estados, partidos o administraciones.

Es por ello, que en las últimas décadas, el ostentar la cuatribarrada con o sin franja azul, significaba optar por una inclinación política u otra. Y hemos olvidado todos, que en realidad, el azul es sólo un color. Lo importante era la corona y lo que representaba. Algo muy alejado de la naturaleza política del nacionalismo catalán que alentó la invasión de la cuatribarrada en nuestras tierras. Y algo que también ha olvidado un nacionalismo valencianista de no muy antigua creación, y todavía minoritario, creado al calor de la reacción popular, cuya bandera únicamente se diferencia de la catalana por una franja de color, pero sin saber o recordar, cuál es su sentido.

Somos los carlistas los únicos coherentes en la defensa de la señera real coronada, pues reclamamos junto a ella la recuperación del reino histórico y católico de Valencia y de sus leyes viejas, los fueros, y lo que significan. Es decir, aquello que realmente representa la señera real, con sus palos de los colores papales y su corona de rey cristiano.

El cambio reciente de simbología

El acceso al poder regional, y también en muchas ciudades del Regne, de una coalición política en la que destaca el nacionalismo catalán, ha vuelto a poner de actualidad estos temas, que parecían viejos. Parece la intención de nuestros nuevos gobernantes, todavía con actos relativamente disimulados, colocar de nuevo a nuestro reino en la órbita del nacionalismo catalán, en las últimas décadas triunfante en el desventurado Principado.

Un hecho, no obstante, ha venido en los últimos años, ha aclarar las cosas, desde mi punto de vista, y a confundirlas, desde el punto de vista de los nacionalistas catalanes de Valencia.

El nacionalismo catalán ya ha optado definitivamente por el republicanismo jacobino y el marxismo. La retirada de caretas simplifica las cosas. Ahora la bandera oficial del independentismo es la llamada “estelada”, que sobrepone de forma contranatura a los palos de la casa real de Aragón, los dos símbolos antitradicionales por excelencia.

El primero es la estrella de cinco puntas revolucionaria, que llevaron las banderas de la URSS y sus repúblicas, y portan otros países comunistas (como China, Corea del Norte, Vietnam, Birmania, Angola, Etiopía, Granada o Zaire), y que aún llevan las banderas de naciones no socialistas (como Estados Unidos- y muchos de sus estados-, Burkina Faso, Camerún, Chile, Ghana, Guinea Bissau, Honduras, Islas Salomón, San Cristobal, Liberia, Panamá, República Centroafricana, Senegal, Surinam o Togo).
La estrella de cinco puntas también está presente en algunas repúblicas islámicas confesas que también adhieren algunas ideas revolucionarias, como Siria, Irak, Libia, Tunez, Mauritania, Pakistán, Somalia, o Turquía.

El segundo es el triángulo masónico, presente en las enseñas de Bahamas, Filipinas, Guinea Ecuatorial, Guyana, Nicaragua, República Checa, Sudáfrica, o Sudán.

Aunque en realidad recoge la herencia de aquellos que directamente poseen ambos emblemas: Sudán del Sur, Zimbabue y diversas ex-colonias portuguesas, como Mozambique, Santo Tomé y Príncipe y Timor oriental, o francesas como Comores y Yibuti. Y lo hace porque las banderas de Cuba y Puerto Rico tienen ese diseño, y se pretende evocar de forma directa la derrota española y emancipación de ambas (falsamente, pues Puerto Rico fue botín de guerra yanqui) en la guerra de 1898, a modo de “guerra de liberación” precursora del estado catalán.

Da la casualidad de que, para representar ambos símbolos, los próceres de la patria liberal y revolucionaria catalana han empleado toda una miríada de colores (amarillo para el triángulo y rojo para la estrella los socialistas, rojo y amarillo respectivamente los comunistas, verde y blanco los ecologistas, etc), pero el original, más usado y (pseudo)oficial, presenta un fondo azul con estrella blanca.

Así pues, las enseñas y símbolos, tras muchas décadas de dar vueltas, nos llevan a que el más rabioso independentismo catalán y el valencianismo político más genuino... añaden el mismo color a su seña distintiva del escudo real de Aragón.

Dejando de lado a los que discutan de las variaciones del tono entre una y otra (que las hay), creo que lo más sensato es entender la enseñanza que todo este tráfico de telas y colores variados nos regala, para no caer en absurdos: que los símbolos son importantes en cuanto evocan cosas reales y fundamentales para las comunidades humanas. En este caso, el enfrentamiento irreconciliable entre la monarquía católica y federativa de la Corona de Aragón, y la república liberal-revolucionaria del estadito de Cataluña, con sus aspiraciones imperialistas enanas de absorbernos a valencianos y baleares.

Eso es lo realmente importante. En esa dualidad hay que posicionarse.
El azul... sólo es un color.

El azul sólo es un color