Madrid, 7 diciembre 2012, festividad de San Ambrosio, obispo, confesor y doctor; vigilia de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, Patrona Mayor de las Españas y del Requeté. En relación con el indeseable festejo laico de ayer, publicaba FARO anteayer un despacho titulado "Nada que celebrar el jueves: la fiesta es el sábado". En parecido sentido, la web principal de la Comunión Tradicionalista reproducía ayer un texto clásico y magistral del Excmo. Sr. D. Rafael Gambra Ciudad (q.s.g.h.):
Un "no" reduplicativo a la Constitución
Son muchas las razones que se esgrimen para que se responda con un no profundo al proyecto de Constitución. Se apoyan en la fe, en el honor, en la patria que tan maltrecha saldría. [...] A la Constitución ha de votarse no por el mero hecho de ser Constitución. Ningún católico, ningún creyente puede asentir a una Constitución --a cualquier Constitución--, máxime cuando se trata de implantarla allá donde no existía.
Trataré de explicarlo. Esta Constitución ignora el Santo Nombre de Dios y, con Él, la ley divina en que debe inspirarse toda ley y norma de gobierno. Pero, aunque la Constitución comenzase con una afirmación expresa de catolicidad, también tendría que ser rechazada por un católico. Así, la primera Constitución que se inventó en España --la de 1812-- decía: "La religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera. La nación la protegerá por leyes sabias y justas y prohibirá el ejercicio de cualquier otra" (artículo 12). Y, sin embargo, nuestros mayores la rechazaron como impía y sediciosa, y se alzaron en armas cuando quiso ser impuesta por la traición del coronel Riego (1820) en la guerra llamada precisamente de la Constitución. Las posteriores guerras llamadas carlistas, y aun el Alzamiento de 1936, tuvieron --en su fondo-- aquella misma motivación. El régimen que nació de la victoria nacional dictó unas Leyes fundamentales, no una Constitución.
¿Por qué? Simplemente porque la Constitución es un concepto --y una institución jurídica-- que nació de la Convención (en la Revolución francesa), y se concibe como acto constituyente de la nación, emanado de la soberanía nacional o voluntad general. Esta soberanía nacional o voluntad popular sustituyen, a partir de la Revolución, a la "gracia de Dios", a Dios mismo, como principio y fundamento de la legislación y del orden político. Cuanto en una Constitución se escriba se hace como emanado de una convención o acuerdo de voluntades humanas, nunca como reconocimiento de algo que existe por sí y que trasciende a esa voluntad humana. La propia afirmación de catolicidad del Estado --e incluso de unidad religiosa-- significaba en anteriores Constituciones no un reconocimiento de la existencia de Dios y de su ley, sino parte de la voluntad general en su expresión constituyente. [...]
Que esta Constitución sea, además de Constitución, liberal, atea, divorcista, propiciadora del aborto, disolutoria de la Patria, pro-comunista..., es a mayor abundamiento. Y consecuencia lógica de su progenie, de su gestación y de quienes la amamantaron. De aquí que nuestra respuesta debe ser un no reduplicativo, un no con la papeleta abierta.
- Rafael Gambra. "Constitución y racionalismo político: reflexiones en clave española (recopilación de artículos)", en Verbo (nª 503-504, marzo-abril 2012)
Agencia FARO
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