Saludos cordiales. (Contestando a David de l'horta)
Me gustaría aclarar algo más este tema sin ánimo de polemizar y así como ya os he dicho que no pertenezco al M.S.R. también he de reconocer que el participar en este foro no lo hago tanto en el sentido de identificarme completamente con todo lo expuesto en él, especialmente en el tema religioso. Personalmente tengo mis ideas al respecto pero es un tema que no voy a tratar porque es una cuestión personal que no me interesa resaltar en este foro. La línea que más me interesa de este foro es su defensa de la Hispanidad desde un punto de vista tradicional y la idea de “Las Españas” siempre me ha parecido interesante y dentro de nuestra idiosincrasia del pueblo Hispano la única concepción de organización de la nación española que podría funcionar. Rechazando los centralismo jacobinos de origen masónico y rechazando los separatismos y el odio entre pueblos hispanos hermanos (donde también veo la influencia de la masonería). Por otra parte además de Hispano, soy valenciano (“caballer valencià de nació catalana” como Ausias March –nación en el sentido lingüístico y cutural, es decir étnico-) y añadiría que me siento francamente unido a Europa por Tradición, Cultura, Raza e Historia y no concibo una España aislacionista cerrada a una Europa que habrá de constituirse de forma Imperial si desea tener algún futuro y desea reaccionar en un sentido recto y tradicional. Aunque esto hoy en día pudiera ser algo utópico visto las condiciones actuales de decadencia del mundo moderno.
También considero muy interesante los apartados referentes a Historia, Prehistoria, tradiciones y el forum de de patriotismo catalán hispánico etc.
Con respecto al MSR lo dejo estar pues francamente, tampoco me interesa demasiado, seguiré comprando los libro que me interesen y punto.
En el tema de Guenon y Evola, pues habría mucho que hablar. Son autores que en el mundo intelectual se consideran Tradicionales en el sentido que han expuesto magistralmente lo que es y no lo que o es Tradición, y han hecho trabajos hasta la fecha insuperables, nadie como ellos han demolido intelectualmente las bases de la decadencia del mundo moderno. Posiblemente Evola no sea un autor recomendable, o no sea del todo del agrado de un católico “ortodoxo” pero no deja de tener obras que hasta el más ultra-católico podría sacar provecho. Algunos de ellos serían “Orientaciones”, “Cabalgar el tigre”, “Revuelta contra el mundo moderno” y hasta si me apuras “El misterio del Grial”. Por cierto, que la crítica que hace Augusto al “sindicalismo revolucionario” es de un carácter evoliano que tumba de espaldas. Y si no, leeros el libro del Barón Julius Evola “El fascismo visto desde la Derecha”. En algunos aspectos parece calcado y no creo que augusto sea un “pagano”.
De libros de Guenon personalmente os recomiendo la lectura de todos y si prefieres empezar por alguno en particular recomendaría “La crisis del Mundo Moderno”, “El reino de la cantidad y los signos de los tiempos”, son fáciles de conseguir gratis en internet por si os interesan.
Además me gustaría hacer un pequeño experimento y es ver si un catalán como tu y un valenciano como yo nos podemos entender, para ello traduzco al valenciano lo arriba expuesto. Lo digo porque parece que hay algún forista que piensa que hablamos lenguas completamente distintas. Personalmente me entiendo mejor y me suena mucho mejor al oído el catalán de un leridano que no el valenciano de la capital de los que hablan la variedad del valenciano “apitxat” siendo yo originario de una comarca alicantina. Ya me dirás si entiendes lo que escribo o no.
Salutacions cordials.
M'agradaria aclarir una miqueta més este tema sense ànim de polemitzar i aixina com ja vos he dit que no soc del MSR també he de reconéixer que el participar en este fòrum no ho faig tant en el sentit d'identificar-me completament amb tot el que s’exposa en ell, especialment en el tema religiós. Personalment tinc les meues idees respecte d'això però és un tema que no vaig a tractar perquè és una qüestió personal que no m'interessa ressaltar en este fòrum. La línia que més m'interessa d'este fòrum és la seua defensa de la Hispanitat des d'un punt de vista tradicional; la idea de “Les Espanyes” sempre m'ha semblant interessant i dins de la nostra idiosincràsia com a poble Hispà l'única concepció d'organització de la nació espanyola que podria funcionar. Rebutjant els centralisme jacobins d'origen maçònic i rebutjant els separatismes i l'odi entre pobles hispans germans (on també veig la influència de la maçoneria). D'altra banda a més d'Hispà, sóc valencià (“caballer valencià de nació catalana” com deia Ausias March –nació en el sentit lingüístic y cultural, es a dir étnic-) i afegiria que em sent francament unit a Europa per Tradició, Cultura, Raça i Història i no puc imaginar una Espanya aïllacionista tancada a una Europa que haurà de constituir-se de forma Imperial si desitja tindre algun futur i desitja reaccionar en un sentit recte i tradicional. Encara que açò hui en dia poguera ser un poc utòpic vist les condicions actuals de decadència del món modern.
També considere molt interessant els apartats referents a Història, prehistòria i el forum de de patriotisme català etc. etc.
Amb respecte al MSR ho deixe estar perquè francament, tampoc m'interessa massa, seguiré comprant els llibre que m'interessen i punt
En el tema de Guenon i Evola, hi hauria molt que parlar. Són autors que en el món intel·lectua de Dreta es consideren Tradicionals en el sentit que han exposat magistralment el que és i el que no o és Tradició, i han fet treballs fins a hui insuperables, ningú com ells han demolit intel·lectualment les bases de la decadència del món modern. Possiblement Evola no siga un autor recomanable, o no siga del tot del gust d'un catòlic “ortodox” però no deixa de tindre obres que fins al més ultracatòlic podria traure profit. Alguns d'ells serien “Orientacions”, “Cavalcar el tigre”, “Revolta contra el món modern” i fins a si m'esgotes “El misteri del Grial”. Per cert, que la crítica que fa Augusto al “sindicalisme revolucionari” és d'un caràcter evoliano que tomba d'esquena. I si no, llegir-vos el llibre del Baró Julius Evola “El feixisme vist des de la Dreta”. En alguns aspectes pareix calcat i no crec que august siga un “pagà”.
De llibres de Guenon personalment vos recomane la lectura de tots i si preferixes començar per algun en particular recomanaria “La crisi del Món Modern” i “El regne de la quantitat i els signes dels temps”, són fàcils d'aconseguir gratis en internet per si vos interessen.
Por cierto Evola tambien llegó a afirmar que el Cristianismo jugó un papel importante y central en la formación de Europa, ya que sirvió para dar forma a un concepto orgánico de unidad continental con el catolicismo como eje central. En 1942 escribió:
"El Catolicismo medieval se identifica con la comunidad de naciones europeas, comunidad concebida como unidad orgánica y militar donde las éticas del honor y la lealtad contaban mucho más que otros conceptos como la solidaridad o la fraternidad."
En cuanto a lo que es y no es Tradición Guenon lo explica de este modo:
¿Qué hay que entender por tradición?
"En lo que precede, nos ha ocurrido a cada instante hablar de tradición, de doctrinas o de concepciones tradicionales, e incluso de lenguas tradicionales, y por lo demás, es imposible hacer de otro modo cuando se quiere designar lo que constituye verdaderamente todo lo esencial del pensamiento oriental bajo sus diversos modos; ¿pero que es, más precisamente, la tradición? Digamos inmediatamente, para descartar una confusión que podría producirse, que no tomamos esta palabra en el sentido restringido en el que el pensamiento religioso de Occidente opone a veces «tradición» y «escritura», entendiendo por el primero de estos dos términos, de una manera exclusiva, lo que ha sido el objeto de una transmisión oral únicamente. Al contrario, para nós, la tradición, en una acepción mucho más general, puede ser escrita tanto como oral, aunque, habitualmente, si no siempre, haya debido ser ante todo oral en su origen, como ya lo hemos explicado; pero, en el estado actual de las cosas, la parte escrita y la parte oral forman por todas partes dos ramas complementarias de una tradición, ya sea religiosa u otra, y no tenemos ninguna vacilación en hablar de «escrituras tradicionales», lo que sería evidentemente contradictorio si no diéramos a la palabra «tradición» más que su significación más especial; por lo demás, etimológicamente, la tradición es simplemente «lo que se trasmite» de una manera o de otra. Además, es menester comprender también en la tradición, a título de elementos secundarios y derivados, pero no obstante importantes para tener una noción completa, todo el conjunto de las instituciones de diferentes órdenes que tienen su principio en la doctrina tradicional misma.
Considerada así, la tradición puede parecer confundirse con la civilización misma, que, según algunos sociólogos, es «el conjunto de las técnicas, de las instituciones y de las creencias comunes a un grupo de hombres durante un cierto tiempo»[1]; ¿pero qué vale exactamente esta última definición? A decir verdad, no creemos que la civilización sea susceptible de caracterizarse generalmente en una fórmula de este género, que será siempre demasiado amplia o demasiado restringida por algunos lados, y que corre el riesgo de dejar fuera de ella elementos comunes a toda civilización, y de comprender por el contrario otros elementos que no pertenecen propiamente más que a algunas civilizaciones particulares. Así, la definición precedente no tiene en cuenta lo que hay de esencialmente intelectual en toda civilización, ya que eso es algo que no se podría hacer entrar en lo que se llaman las «técnicas», que se nos dice que son «conjuntos de prácticas destinadas especialmente a modificar el medio físico»; por otra parte, cuando se habla de «creencias», agregando que esta palabra debe ser «tomada en su sentido habitual», en eso hay algo que supone manifiestamente la presencia del elemento religioso, el cual es en realidad especial a algunas civilizaciones y no se encuentra en las otras. Es para evitar todo inconveniente de este género, por lo que nos hemos contentado, al comienzo, con decir simplemente que una civilización es el producto y la expresión de una cierta mentalidad común a un grupo de hombres más o menos extenso, reservando para cada caso particular la determinación precisa de sus elementos constitutivos.
Sea como sea, por eso no es menos verdad que, en lo que concierne a Oriente, la identificación de la tradición y de la civilización toda entera está justificada en el fondo: toda civilización oriental, tomada en su conjunto, se nos aparece como esencialmente tradicional, y esto resulta inmediatamente de las explicaciones que hemos dado en el capítulo precedente. En cuanto a la civilización occidental, hemos dicho que está al contrario desprovista de todo carácter tradicional, a excepción de su elemento religioso, que es el único que ha conservado este carácter. Las instituciones sociales, para que se puedan llamar tradicionales, deben estar vinculadas efectivamente, como a su principio, a una doctrina que lo sea ella misma, ya sea esa doctrina metafísica, o religiosa, o de cualquier otro tipo conveniente. En otros términos, las instituciones tradicionales, que comunican este carácter a todo el conjunto de una civilización, son aquellas que tienen su razón de ser profunda en su dependencia más o menos directa, pero siempre expresa y consciente, en relación a una doctrina cuya naturaleza fundamental es, en todos los casos, de orden intelectual; pero la intelectualidad puede estar en ella en el estado puro, y entonces se trata de una doctrina propiamente metafísica, o bien puede encontrarse mezclada con diversos elementos heterogéneos, lo que da nacimiento al modo religioso y a los demás modos de los que puede ser susceptible una doctrina tradicional.
En el islam, hemos dicho, la tradición presenta dos aspectos,uno de los cuales es religioso, y es ese al que se vincula directamente el conjunto de las instituciones sociales, mientras que el otro, el que es puramente oriental, es verdaderamente metafísico. En una cierta medida, hubo algo de este género en la Europa de la edad media, con la doctrina escolástica, donde, por lo demás, la influencia árabe se ejerció bastante fuertemente; pero es menester agregar, para no llevar demasiado lejos las analogías, que en la doctrina escolástica la metafísica no ha estado separada nunca tan claramente como hubiera debido estarlo de la teología, es decir, en suma, de su aplicación especial al pensamiento religioso, y que, por otra parte, lo que se encuentra en ella de propiamente metafísico no está completo, puesto que permanece sometido a algunas limitaciones que parecen inherentes a toda intelectualidad occidental; sin duda es menester ver en estas dos imperfecciones una consecuencia de la doble herencia de la mentalidad judaica y de la mentalidad griega.
En la India, se está en la presencia de una tradición puramente metafísica en su esencia, a la que vienen a agregarse, como otras tantas dependencias y prolongamientos, aplicaciones diversas, ya sea en algunas ramas secundarias de la doctrina misma, como la que se refiere a la cosmología por ejemplo, ya sea en el orden social, que, por lo demás, está determinado estrictamente por la correspondencia analógica que se establece entre las formas respectivas de la existencia cósmica y de la existencia humana. Lo que aparece aquí mucho más claramente que en la tradición islámica, sobre todo en razón de la ausencia del punto de vista religioso y de los elementos extra-intelectuales que éste implica esencialmente, es la total subordinación de los diversos órdenes particulares con respecto a la metafísica, es decir, del dominio de los principios universales.
En China, la separación muy clara de que hemos hablado nos muestra, por una parte, una tradición metafísica, y, por otra, una tradición social, que pueden parecer a primera vista, no sólo distintas como lo son en efecto, sino incluso relativamente independientes una de otra, tanto más cuanto que la tradición metafísica ha permanecido siempre el patrimonio casi exclusivo de una elite intelectual, mientras que la tradición social, en razón de su naturaleza propia, se impone igualmente a todos y exige al mismo grado su participación efectiva. Únicamente, aquello a lo que es menester prestar mucha atención, es que la tradición metafísica, tal como está constituida bajo la forma del «taoísmo», es el desarrollo de los principios de una tradición más primordial, contenida concretamente en el Yi-king y que es de esta misma tradición primordial de donde fluye enteramente, aunque de una manera menos inmediata y sólo en tanto que aplicación a un orden contingente, todo el conjunto de instituciones sociales que se conoce habitualmente bajo el nombre de «Confucionismo». Así se encuentra restablecida, con el orden de sus relaciones reales, la continuidad esencial de los dos aspectos principales de la civilización extremo oriental, continuidad que uno se expondría a desconocer casi inevitablemente si no se supiera remontar hasta su fuente común, es decir, hasta esa tradición primordial cuya expresión ideográfica, fijada desde la época de Fo-hi, se ha mantenido intacta a través de una duración de casi cincuenta siglos.
Después de esta vista de conjunto, ahora debemos marcar, de una manera más precisa, lo que constituye propiamente está forma tradicional especial que llamamos la forma religiosa, después lo que distingue el pensamiento metafísico puro del pensamiento teológico, es decir, de las concepciones en modo religioso, y también, por otra parte, lo que la distingue del pensamiento filosófico en el sentido occidental de esta palabra. Es en estas distinciones profundas donde encontraremos verdaderamente, por oposición a los principales géneros de concepciones intelectuales, o más bien semiintelectuales, habituales en el mundo occidental, los caracteres fundamentales de los modos generales y esenciales de la intelectualidad oriental".
Con respecto a si Guénon fue o no musulmán he de decir que efectivamente al final de su vida se convirtió al Islam y murió en el Cairo donde está enterrado, tema que ha traído mucha polémica y discusión en el mundo de los que estudian las doctrinas tradicionales, pero eso fue una opción personal suya. Personalmente el pensaba que donde más pura se mantenía la Tradición Primordial fue en la India, al menos en cuanto a concepción metafísica (especialmente en el Vedanta-Advaita) pero para seguir la vía Hinduista hay que ser Hindú, descender de algunas de las castas existentes todavía y recibir una iniciación de casta específica. Al no poder seguir esta vía y al considerar él el Islam como una vía intermedia entre Oriente y Occidente, tomo la decisión personal de abrazar el Islam tras recibir la iniciación –Baraka- en una orden sufí donde recibió el nombre de Abd Al-Wahid- Yahia. Al contrario de otros como Schuon, el jamás recomendó para Occidente la vía islámica por no ser apropiada a la forma de ser del europeo. Por el contrario el recomendó el Catolicismo como la única vía Tradicional posible de recuperación de los valores Tradicionales y como una de las pocas opciones de invertir la decadencia Occidental. En ese sentido creo que es un autor que os podría interesar enormemente. Además hizo un ataque demoledor a la masonería, el teosofísmo, el protestantismo, la democracia, el igualitarismo etc. etc.
En lo que respecta a sus ideas con respecto al catolicismo os adjunto estos extractos sacados de su obra “La crisis del Mundo Moderno”:
“Se dice que el Occidente moderno es cristiano, pero eso es un error: el espíritu moderno es anticristiano, porque es esencialmente antireligioso; y es antireligioso porque, más generalmente todavía, es antitradicional; eso es lo que constituye su carácter propio, lo que le hace ser lo que es. Ciertamente, algo del Cristianismo ha pasado hasta la civilización anticristiana de nuestra época, cuyos representantes más «avanzados», como dicen en su lenguaje especial, no pueden evitar haber sufrido y sufrir todavía, involuntaria y quizás inconscientemente, una cierta influencia cristiana, al menos indirecta; y ello es así porque una ruptura con el pasado, por radical que sea, no puede ser nunca absolutamente completa y tal que suprima toda continuidad. Iremos más lejos incluso, y diremos que todo lo que puede haber de válido en el mundo moderno le ha venido del Cristianismo, o al menos a través del Cristianismo, que ha aportado con él toda la herencia de las tradiciones anteriores, que la ha conservado viva tanto como lo ha permitido el estado de Occidente, y que siempre lleva en sí mismo sus posibilidades latentes; ¿pero quién tiene hoy día, incluso entre aquellos que se afirman cristianos, la consciencia efectiva de esas posibilidades? ¿Dónde están, incluso en el Catolicismo, los hombres que conocen el sentido profundo de la doctrina que profesan exteriormente, que no se contentan con «creer» de una manera más o menos superficial, y más por el sentimiento que por la inteligencia, sino que «saben» realmente la verdad de la tradición religiosa que consideran como suya? Querríamos tener la prueba de que existen al menos algunos, ya que estaría en eso, para Occidente, la mayor y quizás la única esperanza de salvación; pero debemos confesar que, hasta ahora, todavía no los hemos encontrado; ¿es menester suponer que, como algunos sabios de Oriente, se mantienen ocultos en algún reducto casi inaccesible, o es menester renunciar definitivamente a esta última esperanza? Occidente ha sido cristiano en la edad media, pero ya no lo es; si se dice que todavía puede volver a serlo, nadie desea más que nos que ello sea así, y que eso ocurra un día más próximo de lo que haría pensar todo lo que vemos alrededor nuestro; pero que nadie se engañe al respecto: ese día, el mundo moderno habrá desaparecido”.
Existe ahora, en Occidente, un número de hombres mayor del que se cree que comienzan a tomar consciencia de lo que le falta a su civilización; si se reducen en eso a aspiraciones imprecisas y a investigaciones muy frecuentemente estériles, si les ocurre incluso extraviarse completamente, es porque carecen de datos reales a los que nada puede suplir, y porque no hay ninguna organización que pueda proporcionarles la dirección doctrinal necesaria. No hablamos en eso, bien entendido, de aquellos que han podido encontrar esta dirección en las tradiciones orientales, y que, intelectualmente, están así fuera del mundo occidental; esos, que por lo demás no pueden representar más que un caso de excepción, no podrían en modo alguno ser parte integrante de una élite occidental; ellos son en realidad un prolongamiento de las élites orientales, que podría devenir un eslabón de unión entre éstas y la élite occidental el día en que ésta última hubiera llegado a constituirse; pero, por definición en cierto modo, ella no puede ser constituida más que por una iniciativa propiamente occidental, y es ahí donde reside toda la dificultad. Esta iniciativa no es posible más que de dos maneras: o bien el Occidente encontrará los medios para ello en sí mismo, por un retorno directo a su propia tradición, retorno que sería como un despertar espontáneo de posibilidades latentes; o bien algunos elementos occidentales cumplirán este trabajo de restauración con la ayuda de un cierto conocimiento de las doctrinas orientales, conocimiento que no obstante no podrá ser absolutamente inmediato para ellos, puesto que deben permanecer occidentales, pero que podrá ser obtenido por una suerte de influencia de segundo grado, que se ejerza a través de intermediarios tales como esos a los que hacíamos alusión hace un momento. La primera de las dos hipótesis es muy poco verosímil, ya que implica la existencia, en Occidente, de un punto al menos donde el espíritu tradicional se habría conservado integralmente, y hemos dicho que, a pesar de algunas afirmaciones, esta existencia nos parece extremadamente dudosa; así pues, es la segunda hipótesis la que conviene examinar más de cerca.
En este caso, habría ventaja, aunque eso no sea de una necesidad absoluta, en que la élite en formación pudiera tomar un punto de apoyo en una organización occidental que tenga ya una existencia efectiva; ahora bien, parece que, en Occidente, ya no hay más que una sola organización que posee un carácter tradicional, y que conserva una doctrina susceptible de proporcionar al trabajo de que se trata una base apropiada: es la Iglesia católica. Bastaría restituir a su doctrina, sin cambiar nada en la forma religiosa bajo la que se presenta al exterior, el sentido profundo que tiene realmente en sí misma, pero del que sus representantes actuales ya no parecen tener consciencia, como tampoco la tienen de su unidad esencial con las demás formas tradicionales; por lo demás, las dos cosas son inseparables. Sería la realización del Catolicismo en el verdadero sentido de la palabra, que, etimológicamente, expresa la idea de «universalidad», lo que olvidan demasiado a menudo aquellos que querrían hacer de ella la denominación exclusiva de una forma especial y puramente occidental, sin ningún lazo efectivo con las demás tradiciones; y se puede decir que, en el estado presente de las cosas, el Catolicismo no tiene más que una existencia virtual, puesto que en él no encontramos realmente la consciencia de la universalidad; pero por eso no es menos verdad que la existencia de una organización que lleva un tal nombre es la indicación de una base posible para una restauración del espíritu tradicional en su acepción completa, y eso tanto más cuanto que, en la edad media, ya sirvió de soporte a este espíritu en el mundo occidental. Así pues, en suma, no se trataría más que de una reconstitución de aquello que ha existido antes de la desviación moderna, con las adaptaciones necesarias a las condiciones de una época diferente; y, si algunos se sorprenden o protestan contra una idea semejante, es porque, sin saberlo y quizás contra su voluntad, ellos mismos están imbuidos del espíritu moderno hasta el punto de haber perdido completamente el sentido de una tradición de la que no guardan más que la corteza. Importaría saber si el formalismo de la «letra», que es también una de las variedades del «materialismo» tal como lo hemos entendido más atrás, ha asfixiado definitivamente la espiritualidad, o si ésta no está más que obscurecida pasajeramente y puede despertarse todavía en el seno mismo de la organización existente; pero es solo la sucesión de los acontecimientos la que permitirá darse cuenta de ello.
Por lo demás, puede ser que estos acontecimientos mismos impongan pronto o tarde, a los dirigentes de la Iglesia católica, como una necesidad ineludible, aquello cuya importancia desde el punto de vista de la intelectualidad pura no comprenderían directamente; ciertamente, sería deplorable que, para hacerles reflexionar, fueran necesarias algunas circunstancias tan contingentes como las que dependen del dominio político, considerado al margen de todo principio superior; pero es menester admitir que la ocasión de un desarrollo de posibilidades latentes debe serle proporcionada a cada uno por los medios que están más inmediatamente al alcance de su comprehensión actual. Por eso es por lo que diremos esto: ante la agravación de un desorden que se generaliza cada vez más, hay lugar a hacer llamada a la unión de todas las fuerzas espirituales que ejercen todavía una acción en el mundo exterior, tanto en Occidente como en Oriente; y, por el lado occidental, no vemos otras que la Iglesia católica. Si ésta pudiera entrar en contacto con los representantes de las tradiciones orientales, no tendríamos más que felicitarnos por este primer resultado, que podría ser precisamente el punto de partida de lo que tenemos en vista, ya que no se tardaría sin duda en apercibirse de que un entendimiento simplemente exterior y «diplomático» sería ilusorio y no podría tener las consecuencias queridas, de suerte que sería menester llegar efectivamente a aquello por lo que se hubiera debido comenzar normalmente, es decir, a considerar el acuerdo sobre los principios, acuerdo cuya condición necesaria y suficiente sería que los representantes de Occidente vuelvan a ser de nuevo conscientes de estos principios, como lo son siempre los de Oriente. El verdadero entendimiento, lo repetimos todavía una vez más, no puede cumplirse más que por arriba y desde lo interior, por consiguiente en el dominio que se puede llamar indiferentemente intelectual o espiritual, ya que, para nos, en el fondo, estas dos palabras tienen exactamente la misma significación; después, y partiendo de ahí, el entendimiento se establecería también forzosamente en todos los demás dominios, del mismo modo que, cuando se ha sentado un principio, ya no hay más que deducir, o más bien «explicitar», todas las consecuencias que se encuentran implícitas en él. Para eso no puede haber más que un solo obstáculo: es el proselitismo occidental, que no puede admitir que a veces se deben tener «aliados» que no son de ninguna manera «súbditos»; o, para hablar más exactamente, es la falta de comprehensión de la que el proselitismo no es más que uno de los efectos; ¿será superado este obstáculo? Si no lo fuera, la élite, para constituirse, ya no tendría que contar más que con el esfuerzo de los que estarían calificados por su capacidad intelectual, fuera de todo medio definido, y también, bien entendido, con el apoyo de Oriente; su trabajo se haría más difícil y su acción no podría ejercerse más que a más largo plazo, puesto que ella misma tendría que crear todos los instrumentos, en lugar de encontrarlos preparados como en el otro caso; pero no pensamos de ninguna manera que estas dificultades, por grandes que puedan ser, sean de una naturaleza que impida lo que se debe cumplir de una manera o de otra.
Así pues, estimamos oportuno declarar también esto: hay desde ahora, en el mundo occidental, indicios ciertos de un movimiento que permanece todavía impreciso, pero que puede y debe incluso desembocar normalmente en la reconstitución de una élite intelectual, a menos de que sobrevenga un cataclismo demasiado rápidamente que no le permita desarrollarse hasta el final. Apenas hay necesidad de decir que la Iglesia tendría todo el interés, en cuanto a su papel futuro, en encabezar en cierto modo un tal movimiento, más bien que dejarle cumplirse sin ella y ser obligada a seguirle tardíamente para mantener una influencia que amenazaría escapársele; no es necesario colocarse en un punto de vista muy elevado y difícilmente accesible para comprender que, en suma, es ella la que tendría las mayores ventajas que sacar de una actitud que, por lo demás, muy lejos de exigir de su parte el menor compromiso en el orden doctrinal, tendría al contrario por resultado desembarazarla de toda infiltración del espíritu moderno, y por la cual, además, no se modificaría nada exteriormente. Sería un poco paradójico ver al Catolicismo integral realizarse sin el concurso de la Iglesia católica, que, entonces, se encontraría quizás en la singular obligación de aceptar ser defendida, contra asaltos más terribles de los que jamás haya sufrido, por hombres a quienes sus dirigentes, o al menos aquellos a quienes deja hablar en su nombre, habrían buscado desconsiderar primero, arrojando sobre ellos la sospecha peor fundada; y, por nuestra parte lamentaríamos que ello fuera así; pero, si no se quiere que las cosas lleguen a ese punto, es tiempo, para aquellos a quienes su situación confiere las más graves responsabilidades, de actuar con plena consciencia de causa y de no permitir más que algunas tentativas que pueden tener consecuencias de la más alta importancia corran el riesgo de encontrarse detenidas por la incomprehensión o la malevolencia de algunas individualidades más o menos subalternas, lo que ya se ha visto, y lo que muestra todavía una vez más hasta qué punto reina el desorden por todas partes hoy. Prevemos que no se sabrá agradecer estas advertencias, que damos con toda independencia y de una manera enteramente desinteresada; nos importa poco, y por eso no continuaremos menos, cuando sea menester, y bajo la forma que juzguemos que conviene mejor a las circunstancias, diciendo lo que debe ser dicho. Lo que decimos al presente no es más que el resumen de las conclusiones a las que hemos sido llevados por algunas «experiencias» completamente recientes, emprendidas, eso no hay que decirlo, sobre un terreno puramente intelectual; por el momento al menos, no tenemos por qué entrar a este propósito en detalles que, por lo demás, serían poco interesantes en sí mismos; pero podemos afirmar que, en lo que precede, no hay una sola palabra que no hayamos escrito sin haberla reflexionado maduramente. Que se sepa bien que sería perfectamente inútil buscar oponer a eso argucias filosóficas que queremos ignorar; hablamos seriamente de cosas serias, no tenemos tiempo para perder en discusiones verbales que no tienen para nos ningún interés, y entendemos permanecer enteramente ajeno a toda polémica, a toda querella de escuela o de partido, del mismo modo que nos negamos absolutamente a dejarnos aplicar una etiqueta occidental cualquiera, ya que no hay ninguna que nos convenga; que eso agrade o desagrade a algunos, es así, y nada podría hacernos cambiar de actitud a este respecto.
Ahora debemos hacer oír también una advertencia a aquellos que, por su aptitud para una comprehensión superior, si no por el grado de conocimiento que han alcanzado efectivamente, parecen destinados a devenir elementos de la élite posible. No es dudoso que el espíritu moderno, que es verdaderamente «diabólico» en todos los sentidos de esta palabra, se esfuerza por todos los medios en impedir que estos elementos, hoy día aislados y dispersos, lleguen a adquirir la cohesión necesaria para ejercer una acción real sobre la mentalidad general; así pues, a aquellos que ya han tomado consciencia más o menos completamente de la meta hacia la cual deben tender sus esfuerzos, les incumbe no dejarse desviar por las dificultades, cualesquiera que sean, que se levanten ante ellos. Para aquellos que todavía no han llegado al punto a partir del cual una dirección infalible ya no permite apartarse de la vía, las desviaciones más graves son siempre de temer; así pues, es necesaria la mayor prudencia, y diríamos incluso de buena gana que debe ser llevada hasta la desconfianza, ya que el «adversario», que hasta ese punto no está definitivamente vencido, sabe tomar las formas más diversas y a veces las más inesperadas. Ocurre que aquellos que creen haber escapado al «materialismo» moderno son retomados por cosas que, aunque parecen oponerse a él, son en realidad del mismo orden; y, dado el talante de los occidentales, conviene, a este respecto, ponerlos más particularmente en guardia contra el atractivo que pueden ejercer sobre ellos los «fenómenos» más o menos extraordinarios; es de ahí de donde provienen en gran parte todos los errores «neoespiritualistas», y es de prever que este peligro se agravará todavía, ya que las fuerzas obscuras que mantienen el desorden actual encuentran en eso uno de sus medios de acción más poderosos. Es probable incluso que no estemos ya muy lejos de la época a la que se refiere esta predicción evangélica que ya hemos recordado en otra parte: «Se elevarán falsos Cristos y falsos profetas, que harán grandes prodigios y cosas sorprendentes, hasta seducir, si fuera posible, a los elegidos mismos». Como la palabra lo indica, los «elegidos» son aquellos que forman parte de la «élite» entendida en la plenitud de su verdadero sentido, y por lo demás, digámoslo en esta ocasión, es por eso por lo que nos quedamos con este término de «élite» a pesar del abuso que se hace de él en el mundo «profano»; esos, por virtud de la «realización» interior a la que han llegado, no pueden ser seducidos, pero no es lo mismo para aquellos que, al no tener todavía en ellos más que posibilidades de conocimiento, no son propiamente más que «llamados»; y es por eso por lo que el Evangelio dice que hay «muchos llamados, pero pocos elegidos». Entramos en un tiempo donde devendrá particularmente difícil «distinguir la cizaña del buen grano», efectuar realmente lo que los teólogos llaman el «discernimiento de los espíritus», en razón de las manifestaciones desordenadas que no harán más que intensificarse y multiplicarse, y también en razón de la falta de verdadero conocimiento en aquellos cuya función normal debería ser guiar a los demás, y que hoy día no son muy frecuentemente más que «guías ciegos». Se verá entonces, si, en parecidas circunstancias, las sutilezas dialécticas son de alguna utilidad, y si es una «filosofía», aunque sea la mejor posible, la que bastará para detener el desencadenamiento de las «potencias infernales»; esa es también una ilusión contra la que algunos tienen que defenderse, ya que hay muchas gentes, que, al ignorar lo que es la intelectualidad pura, se imaginan que un conocimiento simplemente filosófico, que, incluso en el caso más favorable, es apenas una sombra del verdadero conocimiento, es capaz de remediarlo todo y de operar el enderezamiento de la mentalidad contemporánea, como hay otros también que creen encontrar en la ciencia moderna misma un medio de elevarse a verdades superiores, mientras que esta ciencia no se funda precisamente sino sobre la negación de esas verdades. Todas esas ilusiones son otras tantas causas de extravío; muchos esfuerzos se dispensan por eso en pura pérdida, y es así como muchos de aquellos que querrían reaccionar sinceramente contra el espíritu moderno son reducidos a la impotencia, porque, al no haber sabido encontrar los principios esenciales sin los que toda acción es absolutamente vana, se han dejado arrastrar a atolladeros de los que ya no les es posible salir.
Aquellos que llegarán a vencer todos esos obstáculos y a triunfar sobre la hostilidad de un medio opuesto a toda espiritualidad, serán sin duda poco numerosos; pero, todavía una vez más, no es el número lo que importa, ya que aquí estamos en un dominio cuyas leyes son muy diferentes de las de la materia. Así pues, no hay lugar a desesperar; y, aunque no hubiera ninguna esperanza de desembocar en un resultado sensible antes de que el mundo moderno zozobre en alguna catástrofe, eso no sería todavía una razón válida para no emprender una obra cuyo alcance real se extiende mucho más allá de la época actual. Aquellos que estarían tentados a ceder al desánimo deben pensar que nada de lo que se cumple en este orden puede perderse nunca, que el desorden, el error y la obscuridad no pueden arrebatarlo más que en apariencia y de una manera completamente momentánea, que todos los desequilibrios parciales y transitorios deben concurrir necesariamente al gran equilibrio total, y que nada podría prevalecer finalmente contra el poder de la verdad; su divisa debe ser la que habían adoptado antaño algunas organizaciones iniciáticas del Occidente: Vincit omnia Veritas.
Y para terminar y disculparme por lo largo de la disertación os adjunto el trabajo que realizó sobre San Bernardo, más que nada para que me digáis si un católico no puede sacar provecho de su lectura.
SAN BERNARDO de René Guénon
(1929)
Entre las grandes figuras de la edad media, hay pocas cuyo estudio sea más propio que la de San Bernardo, para disipar algunos prejuicios queridos del espíritu moderno. ¿Qué hay, en efecto, más desconcertante para este espíritu que ver a un puro contemplativo, que ha querido ser y permanecer siempre tal, llamado a desempeñar un papel preponderante en la dirección de los asuntos de la Iglesia y del Estado, y que triunfa frecuentemente allí donde había fracasado toda la prudencia de los políticos y de los diplomáticos de profesión? ¿Qué hay más sorprendente e incluso más paradójico, según la manera ordinaria de juzgar las cosas, que un místico que no siente más que desdén para lo que llama «las argucias de Platón y las sutilezas de Aristóteles», y que triunfa no obstante sin esfuerzo sobre los más sutiles dialécticos de su tiempo? Toda la vida de San Bernardo podría parecer destinada a mostrar, por un ejemplo brillante, que existen, para resolver los problemas del orden intelectual e incluso los de orden práctico, otros medios que aquellos a los que se está habituado desde hace mucho tiempo a considerar como los únicos eficaces, sin duda porque son los únicos al alcance de una sabiduría puramente humana, que no es ni siquiera la sombra de la verdadera sabiduría. Esta vida aparece así en cierto modo como una refutación anticipada de esos errores, opuestos en apariencia, pero en realidad solidarios, que son el racionalismo y el pragmatismo; y al mismo tiempo, confunde e invierte, para quien la examina imparcialmente, todas las ideas preconcebidas de los historiadores «cientificistas» que estiman, con Renan, que la «negación de lo sobrenatural forma la esencia misma de la crítica», lo que, por lo demás, admitimos de buena gana, pero porque vemos en esta incompatibilidad todo lo contrario de lo que ven ellos, es decir, la condena de la «crítica» misma, y no la de lo sobrenatural. En verdad, en nuestra época, ¿qué lecciones podrían ser más provechosas que esas?
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Bernardo nació en 1090 en Fontaines-lès-Dijon; sus padres pertenecían a la alta nobleza de la Borgoña, y, si notamos este hecho, es porque nos parece que algunos rasgos de su vida y de su doctrina, de los que tendremos que hablar a continuación, pueden relacionarse hasta un cierto punto con este origen. No queremos decir que solo por eso sea posible explicar el ardor a veces belicoso de su celo o la violencia que aportó en varias ocasiones a las polémicas a las que fue arrastrado, y que, por lo demás, era todo de superficie, ya que la bondad y la dulzura constituían incontestablemente el fondo de su carácter. A lo que entendemos hacer alusión sobre todo, es a sus relaciones con las instituciones y el ideal caballeresco, a las que, por lo demás, es menester acordar siempre una gran importancia si se quieren comprender los acontecimientos y el espíritu mismo de la edad media.
Hacia la veintena de su vida Bernardo concibió el proyecto de retirarse del mundo; y en poco tiempo logró hacer participar de sus intenciones a todos sus hermanos, a algunos de sus allegados y a un cierto número de sus amigos. En este primer apostolado, su fuerza de persuasión era tal, a pesar de su juventud, que pronto «devino, dice su biógrafo, el terror de las madres y de las esposas; los amigos temían verle abordar a sus amigos». En eso hay algo de extraordinario, y sería ciertamente insuficiente invocar la fuerza del «genio», en el sentido profano de esta palabra, para explicar una influencia semejante. ¿No vale más reconocer en ello la acción de la gracia divina que, penetrando en cierto modo toda la persona del apóstol e irradiando hacia fuera por su sobreabundancia, se comunicaba a través de él como por un canal, según la comparación que él mismo empleará más tarde aplicándosela a la Santa Virgen, y que, restringiendo más o menos su alcance, se puede aplicar también a todos los santos?
Así pues, acompañado de una treintena de jóvenes, Bernardo, en 1112, entró en el monasterio de Cîteaux, que había escogido en razón del rigor con el que allí se observaba la regla, rigor que contrastaba con la relajación que se había introducido en todas las demás ramas de la Orden benedictina. Tres años más tarde, sus superiores no vacilaban en confiarle, a pesar de su inexperiencia y de su salud delicada, la dirección de doce religiosos que iban a fundar una nueva abadía, la de Clairvaux, que debía gobernar hasta su muerte, rechazando siempre los honores y las dignidades que se le ofrecerían tan frecuentemente en el curso de su carrera. El renombre de Clairvaux no tardó en extenderse lejos, y el desarrollo que esta abadía adquirió pronto, fue verdaderamente prodigioso. Cuando murió su fundador, abrigaba, se dice, alrededor de setecientos monjes, y había dado nacimiento a más de sesenta nuevos monasterios.
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El cuidado que Bernardo aportó a la administración de Clairvaux, regulando él mismo hasta los más minuciosos detalles de la vida corriente, la parte que tomó en la dirección de la Orden cisterciense, como jefe de una de sus primeras abadías, la habilidad y el éxito de sus intervenciones para allanar las dificultades que surgían frecuentemente con Órdenes rivales, todo eso hubiera bastado ya para probar que lo que se llama el sentido práctico puede aliarse muy bien a veces con la más alta espiritualidad. En eso había más de lo que hubiera sido necesario para absorber toda la actividad de un hombre ordinario; y, sin embargo, muy a pesar suyo, Bernardo iba a ver pronto abrirse ante él un campo de acción muy diferente, ya que nunca temió tanto a nada como a ser obligado a salir de su claustro para mezclarse a los asuntos del mundo exterior, de los cuales había creído poder aislarse para siempre, para librarse enteramente a la ascesis y a la contemplación, sin que nada viniera a distraerle de lo que, según la palabra evangélica, era a sus ojos «la única cosa necesaria». En esto, se había equivocado enormemente; pero todas las «distracciones», en el sentido etimológico de la palabra, a las que no pudo sustraerse y de las que llegó a quejarse con alguna amargura, no le impidieron alcanzar las cimas de la vida mística. Esto es muy destacable; lo que no lo es menos, es que, a pesar de toda su humildad y de todos los esfuerzos que hizo para permanecer en la sombra, se hizo llamada a su colaboración en todos los asuntos importantes, y que, aunque no hizo nada a los ojos del mundo, todos, comprendidas las más altas dignidades civiles y eclesiásticas, se inclinaron siempre espontáneamente delante de su autoridad completamente espiritual, y no sabemos si eso es más para alabanza del santo o para alabanza de la época en la que vivió. ¡Qué contraste entre nuestro tiempo y aquél donde un simple monje, únicamente por la radiación de sus virtudes eminentes, podía devenir en cierto modo el centro de Europa y de la Cristiandad, el árbitro incontestado de todos los conflictos donde el interés público estaba en juego, tanto en el orden político como en el orden religioso, el juez de los maestros más reputados de la filosofía y de la teología, el restaurador de la unidad de la Iglesia, el mediador entre el Papado y el Imperio, y ver finalmente a ejércitos de varios centenares de miles de hombres levantarse a su predicación!
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Bernardo había comenzado en buena hora a denunciar el lujo en que vivían entonces la mayoría de los miembros del clero secular e incluso los monjes de algunas abadías; sus amonestaciones habían provocado conversiones resonantes, entre las cuales está la de Suger, el ilustre abad de Saint-Denis, que, sin llevar todavía el título de primer ministro del rey de Francia, desempeñaba ya sus funciones. Es esta conversión la que hizo conocer a la corte el nombre del abad de Clairvaux, a quien se consideró allí, según parece, con un respeto mezclado de temor, porque se veía en él el adversario irreductible de todos los abusos y de todas las injusticias; y pronto, en efecto, se le vio intervenir en los conflictos que habían estallado entre Louis le Gros y diversos obispos, y protestar duramente contra las invasiones del poder civil sobre los derechos de la Iglesia. A decir verdad, en eso no se trataba todavía más que de asuntos puramente locales, que interesaban solo a tal monasterio o a tal diócesis; pero, en 1130, sobrevinieron acontecimientos de una gravedad mucho mayor, que pusieron en peligro a la Iglesia toda entera, dividida por el cisma del antipapa Anacleto II, y es en esta ocasión donde el renombre de Bernardo debía difundirse en toda la Cristiandad.
No vamos a seguir aquí la historia del cisma en todos sus detalles: los cardenales, divididos en dos facciones rivales, habían elegido sucesivamente a Inocente II y a Anacleto II; el primero, forzado a huir de Roma, no desesperó de su derecho y apeló a la Iglesia universal. Francia fue quien respondió primero; en el concilio convocado por el rey en Etampes, Bernardo apareció, dice su biógrafo, «como un verdadero enviado de Dios» en medio de los obispos y de los señores reunidos; todos siguieron su consejo sobre la cuestión sometida a su examen y reconocieron la validez de la elección de Inocente II. Éste se encontraba entonces en suelo francés, y fue en la abadía de Cluny donde Suger vino a anunciarle la decisión del concilio; recorrió las principales diócesis y fue acogido por todas partes con entusiasmo; este movimiento iba a arrastrar la adhesión de casi toda la Cristiandad. El abad de Clairvaux fue a ver al rey de Inglaterra y triunfó prontamente de sus vacilaciones; y quizás tuvo una parte, al menos indirecta, en el reconocimiento de Inocente II por el rey Lothaire y el clero alemán. Fue después a Aquitania para combatir la influencia del obispo Gerard d´Angouleme, partidario de Anacleto II; pero fue solo en el curso de un segundo viaje a esta región, en 1135, donde debía triunfar y destruir en ella el cisma al operar la conversión del conde Poitiers. En el intervalo, había debido trasladarse a Italia, llamado por Inocente II que había vuelto allí con el apoyo de Lothaire, pero que estaba detenido por dificultades imprevistas, debidas a la hostilidad de Pisa y de Génova; era menester pues encontrar un arreglo entre las dos ciudades rivales y hacérselo aceptar; es a Bernardo a quién se encargó esta misión difícil, misión que resolvió con el más maravilloso éxito. Inocente pudo finalmente entrar en Roma, pero Anacleto permaneció atrincherado en San Pedro del que fue imposible tomar posesión; Lothaire, coronado emperador en San Juan de Letran, se retiró pronto con su ejército; después de su marcha, el antipapa retomó la ofensiva, y el pontífice legítimo tuvo que huir de nuevo y refugiarse en Pisa.
El abad de Clairvaux, que había regresado a su claustro, se enteró de estas noticias con consternación; poco después le llegó el rumor de la actividad desplegada por Roger, rey de Sicilia, para ganar toda Italia a la causa de Anacleto, al mismo tiempo que para asegurarse su propia supremacía. Bernardo escribió inmediatamente a los habitantes de Pisa y de Génova para animarles a permanecer fieles a Inocente; pero esta fidelidad no constituía más que un apoyo muy débil, y, para reconquistar Roma, era sólo de Alemania de quien se podía esperar una ayuda eficaz. Desgraciadamente, el imperio era también presa de divisiones, y Lothaire no podía volver a Italia antes de haber asegurado la paz en su propio país. Bernardo partió para Alemania y trabajó en la reconciliación de los Hohenstaufen con el emperador; allí también sus esfuerzos fueron coronados con el éxito; vio consagrar el feliz resultado en la dieta de Bamberg, que dejó enseguida para trasladarse al concilio que Inocente II había convocado en Pisa. En esta ocasión, tuvo que dirigir amonestaciones a Louis le Gros, que se había opuesto a la partida de los obispos de su reino; la prohibición fue levantada, y los principales miembros del clero francés, pudieron responder a la llamada del jefe de la Iglesia. Bernardo fue el alma del concilio; en el intervalo de las sesiones, cuenta un historiador de la época, su puerta estaba asediada por aquellos que tenían algún asunto grave que tratar, como si este humilde monje tuviera el poder de resolver a voluntad todas las cuestiones eclesiásticas. Delegado después a Milán para restablecer la ciudad a Inocente II y a Lothaire, se vio aclamado por el clero y los fieles que, en una manifestación espontánea de entusiasmo, quisieron hacer de él su arzobispo, y tuvo que hacer el mayor esfuerzo para sustraerse a este honor. No aspiraba más que a volver a su monasterio; volvió en efecto, pero no fue para mucho tiempo.
Desde comienzos del año 1136, Bernardo debió abandonar una vez más su soledad, conforme al deseo del Papa, para venir a incorporarse en Italia al ejército alemán, al mando del duque Henri de Baviere, yerno del emperador. La desavenencia había estallado entre éste e Inocente II; Henri, poco preocupado de los derechos de la Iglesia, afectaba en todas las circunstancias no ocuparse más que de los intereses del Estado. Así pues, el abad de Clairvaux tuvo que esforzarse aquí para restablecer la concordia entre los dos poderes y conciliar sus pretensiones rivales, especialmente en algunas cuestiones de investiduras, en las que parece haber desempeñado constantemente un papel de moderador. No obstante, Lothaire, que había tomado él mismo el mando del ejército, sometió toda la Italia meridional; pero cometió el error de rechazar las proposiciones de paz del rey de Sicilia, que no tardó en tomar su revancha, devastando todo a sangre y fuego. Bernardo no vaciló entonces en presentarse en el campo de Roger, que acogió muy mal sus palabras de paz, y a quién predijo una derrota que se produjo en efecto; después, siguiéndole los pasos, le encontró en Salermo y se esforzó en apartarle del cisma en el que la ambición le había arrojado. Roger consintió en escuchar contradictoriamente a los partidarios de Inocente y de Anacleto, pero, aunque parecía conducir la encuesta con imparcialidad, solo buscó ganar tiempo y rechazó tomar una decisión; al menos, este debate tuvo como feliz resultado acarrear la conversión de uno de los principales autores del cisma, el Cardenal Pierre de Pisa, que Bernardo condujo con él junto a Inocente II. Esta conversión dio un golpe terrible a la causa del antipapa; Bernardo supo aprovecharla, y en Roma mismo, por su palabra ardiente y convencida, consiguió en algunos días apartar del partido de Anacleto a la mayoría de los disidentes. Esto pasaba en 1137, hacía la época de las fiestas de Navidad; un mes más tarde, Anacleto moría súbitamente. Algunos de los cardenales más comprometidos en el cisma eligieron un nuevo antipapa bajo el nombre de Víctor IV; pero su resistencia no podía durar mucho tiempo, y, el día de la octava de Pentecostés, todos se sometieron; desde la semana siguiente, el abad de Clairvaux retomaba el camino de su monasterio.
Este resumen muy rápido basta para dar una idea de lo que se podría llamar la actividad política de San Bernardo, que por lo demás no se detuvo ahí: de 1140 a 1144, tuvo que protestar contra la intromisión abusiva del rey Louis le Jeune en las elecciones episcopales, después tuvo que intervenir en un grave conflicto entre este mismo rey y el conde Thibaut de Champagne; pero sería fastidioso extenderse sobre estos diversos acontecimientos. En suma, se puede decir que la conducta de Bernardo estuvo siempre determinada por las mismas intenciones: defender el derecho, combatir la injusticia, y, quizás por encima de todo, mantener la unidad en el mundo cristiano. Es esta preocupación constante de la unidad la que le animó en su lucha contra el cisma; es también la que le hizo emprender, en 1145, un viaje en el Languedoc para conducir al seno de la Iglesia a los heréticos neomaniqueos que comenzaban a extenderse en esta región. Parece que haya tenido sin cesar presente en el pensamiento esta palabra del Evangelio: «Que sean todos uno, como mi Padre y yo somos uno».
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No obstante, el abad de Clairvaux no tuvo que luchar solo en el dominio político, sino también en el dominio intelectual, donde sus triunfos no fueron menos brillantes, puesto que estuvieron marcados por la condena de dos adversarios eminentes, Abélard y Gilbert de la Porée. El primero, por su enseñanza y por sus escritos, se había granjeado la reputación de un dialéctico de los más hábiles; abusaba incluso de la dialéctica, ya que, en lugar de no ver en ella más que lo que es realmente, un simple medio para llegar al conocimiento de la verdad, la consideraba casi como un fin en sí misma, lo que resultaba naturalmente en una suerte de verbalismo. Igualmente, parece que haya habido en él, ya sea en el método, o ya sea en el fondo mismo de las ideas, una búsqueda de la originalidad que le acerca un poco a los filósofos modernos; y, en una época donde el individualismo era algo casi desconocido, este defecto no podía intentar pasar por una cualidad como ocurre en nuestros días. Así pues, algunos se inquietaron pronto ante estas novedades, que tendían nada menos que a establecer una verdadera confusión entre el dominio de la razón y el dominio de la fe; no es que Abélard de la Porée fuera hablando propiamente un «racionalista» como se ha pretendido a veces, ya que no hubo racionalistas antes de Descartes; pero no supo hacer la distinción entre lo que depende de la razón y lo que le es superior, entre la filosofía profana y la sabiduría sagrada, entre el saber puramente humano y el conocimiento trascendente, y eso es la raíz de todos sus errores. ¿No llega a sostener que los filósofos y los dialécticos gozan de una inspiración habitual que sería comparable a la inspiración sobrenatural de los profetas? Se comprende sin esfuerzo que San Bernardo, cuando se llamó su atención sobre semejantes teorías, se haya levantado contra ellas con fuerza e incluso con un cierto arrebato, y también que haya reprochado amargamente a su autor haber enseñado que la fe no era más que una simple opinión. La controversia entre estos dos hombres tan diferentes, que comenzó en conversaciones particulares, tuvo pronto una inmensa resonancia en las escuelas y los monasterios; Abelardo, confiando en su habilidad para manejar el razonamiento, pidió al arzobispo de Sens que reuniera un concilio ante el que se justificaría públicamente, ya que pensaba conducir la discusión de tal manera que la manejaría fácilmente para confusión de su adversario. Las cosas pasaron de un modo muy diferente: en efecto, el abad de Clairvaux no concebía el concilio más que como un tribunal ante el que el teólogo sospechoso comparecería como acusado; en una sesión preparatoria, presentó las obras de Abelardo y sacó de ellas las proposiciones más temerarias, cuya heterodoxia probó; al día siguiente, habiendo sido admitido el autor, le intimó, después de haber enunciado estas proposiciones, a retractarse de ellas o a justificarlas. Abelardo, presintiendo desde entonces una condena, no atendió al juicio del concilio y declaró inmediatamente que apelaba para ello a la corte de Roma; el proceso no cambio su curso por ello, y, desde que se pronunció la condena, Bernardo escribió a Inocente II y a los cardenales cartas de una elocuencia abrumadora, tanto que, seis semanas más tarde, la sentencia era confirmada en Roma. Abelardo no tenía más que someterse; se refugió en Cluny, junto a Pierre le Venerable, que le arregló una entrevista con el abad de Clairvaux y se avino a reconciliarlos.
El concilio de Sens tuvo lugar en 1140; en 1147, Bernardo obtuvo igualmente, en el concilio de Reims, la condena de los errores de Gilbert de la Porrée, obispo de Poitiers, concernientes al misterio de la Trinidad; estos errores provenían de que su autor aplicaba a Dios la distinción real de la esencia y de la existencia, distinción que no es aplicable más que a los seres creados. Gilbert se retractó sin dificultad; así pues, se prohibió simplemente leer o transcribir su obra antes de que hubiera sido corregida; su autoridad, a parte de los puntos particulares que estaban en causa no fue menoscabada por ello, y su doctrina permaneció en gran crédito en las escuelas durante toda la edad media.
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Dos años antes de este último asunto, el abad de Clairvaux había tenido la alegría de ver subir sobre el trono pontifical a uno de sus antiguos monjes, Bernardo de Pisa, que tomó el nombre de Eugenio III, y que continuó manteniendo siempre con él las más afectuosas relaciones; es éste nuevo papa el que, casi desde el comienzo de su pontificado, le encargó predicar la segunda cruzada. Hasta entonces, la Tierra Santa no había tenido, en apariencia al menos, más que un lugar muy débil en las preocupaciones de San Bernardo; no obstante, sería un error creer que había permanecido enteramente extraño a lo que pasaba allí, y la prueba de ello está en un hecho sobre el que, de ordinario, se insiste mucho menos de lo que convendría. Queremos hablar de la parte que San Bernardo había tomado en la constitución de la Orden del Temple, la primera de las Órdenes militares por la fecha y por la importancia, y la que había de servir de modelo a todas las demás. Es en 1128, alrededor de diez años después de su fundación, cuando esta Orden recibió su regla en el concilio de Troyes, y es Bernardo quien, en calidad de secretario del concilio, fue encargado de redactarla, o al menos de trazar sus primeros lineamientos, pues parece que no es sino un poco más tarde cuando fue llamado a completarla, y que no acabó su redacción definitiva sino en 1131. San Bernardo comentó después esta regla en el tratado De laude novoe mititioe, donde expuso en términos de una magnífica elocuencia la misión y el ideal de la caballería cristiana, de lo que él llamaba la «milicia de Dios». Estas relaciones del abad de Clairvaux con la Orden del Temple, que los historiadores modernos no consideran más que como un episodio muy secundario de su vida, tenía ciertamente una importancia muy diferente a los ojos de los hombres de la edad media; y ya hemos mostrado en otra parte que constituían sin duda la razón por la que Dante debía escoger a San Bernardo como su guía, en los últimos círculos del Paraíso.
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Desde 1145, Louis VII había concebido el proyecto de ir en ayuda de los principados latinos de Oriente, amenazados por el emir de Alepo; pero la oposición de sus consejeros le había obligado a aplazar su realización, y la decisión definitiva había sido remitida a una asamblea plenaria que debía reunirse en Vezelay durante las fiestas de Pascua del año siguiente. Eugenio III, retenido en Italia por una revolución suscitada en Roma por Arnaud de Brescia, encargó al abad de Clairvaux reemplazarle en esta asamblea; Bernardo, después de haber dado lectura a la bula que invitaba a Francia a la cruzada, pronunció un discurso que fue, a juzgar por el efecto que produjo, la mayor acción oratoria de su vida; todos los asistentes se precipitaron a recibir la cruz de sus manos. Alentado por este éxito, Bernardo recorrió las ciudades y las provincias, predicando por todas partes la cruzada con un celo infatigable; allí donde no podía trasladarse en persona, dirigía cartas no menos elocuentes que sus discursos. Pasó después a Alemania, donde su predicación tuvo los mismos resultados que en Francia; el emperador Conrad, luego de haber resistido algún tiempo, debió ceder a su influencia y enrolarse en la cruzada. Hacia la mitad del año 1147, los ejércitos francés y alemán se ponían en marcha para esta gran expedición, que, a pesar de su formidable apariencia, iba a finalizar en un desastre. Las causas de este fracaso fueron múltiples; las principales parecen ser la traición de los Griegos y la falta de entendimiento entre los diversos jefes de la cruzada; pero algunos, muy injustamente, buscaron descargar la responsabilidad de ello sobre el abad de Clairvaux. Éste debió escribir una verdadera apología de su conducta, que era al mismo tiempo una justificación de la acción de la Providencia, mostrando que las desgracias sobrevenidas no eran imputables más que a las faltas de los cristianos, y que así «las promesas de Dios quedaban intactas, pues no prescriben contra los derechos de justicia»; esta apología está contenida en el libro De consideratione, dirigido a Eugenio III, libro que es como el testamento de San Bernardo y que contiene concretamente sus puntos de vista sobre los deberes del papado. Por lo demás, todos no se dejaron llevar del desaliento, y Suger concibió pronto el proyecto de una nueva cruzada, de la que el abad de Clairvaux mismo debía ser el jefe; pero la muerte del gran ministro de Louis VII detuvo su ejecución. El mismo San Bernardo murió poco después, en 1153, y sus últimas cartas dan testimonio de que se preocupó hasta el fin de la liberación de la Tierra Santa.
Si la meta inmediata de la cruzada no había sido alcanzada, ¿se debe decir por eso que una tal expedición era enteramente inútil y que los esfuerzos de San Bernardo habían sido prodigados en pura pérdida? No lo creemos, a pesar de lo que podrían pensar los historiadores que se quedan en las apariencias exteriores, pues había en estos grandes movimientos de la edad media, de un carácter político y religioso a la vez, razones más profundas, de las que una, la única que queremos apuntar aquí, era mantener en la Cristiandad una viva conciencia de su unidad. La Cristiandad era idéntica a la civilización occidental, fundada entonces sobre bases esencialmente tradicionales, como lo es toda la civilización normal, y que iba a alcanzar su apogeo en el siglo XIII; a la pérdida de este carácter tradicional debía seguir necesariamente la ruptura de la unidad misma de la Cristiandad. Esta ruptura, que fue llevada a cabo en el dominio religioso por la Reforma, lo fue en el dominio político por la instauración de las nacionalidades, precedida de la destrucción del régimen feudal; y, desde este último punto de vista, se puede decir que quien dio los primeros golpes al grandioso edificio de la Cristiandad medieval fue Philippe-le-Bel, el mismo que, por una coincidencia que no tiene ciertamente nada de fortuito, destruyó la Orden del Temple, atentando con ello directamente a la obra misma de San Bernardo.
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En el curso de todos sus viajes, San Bernardo apoyó constantemente su predicación mediante numerosas curaciones milagrosas, que eran para las gentes como signos visibles de su misión; estos hechos han sido contados por testigos oculares, pero él mismo no hablaba de ello sino muy a desgana. Puede ser que esta reserva le fuera impuesta por su extrema modestia; pero, sin duda, él mismo no atribuía tampoco a estos milagros más que una importancia secundaria, considerándolos solamente como una concesión acordada por la misericordia divina a la debilidad de la fe en la mayor parte de los hombres, conformemente a la palabra de Cristo: «Bienaventurados los que crean sin haber visto». Esta actitud concuerda con el desdén que manifiesta en general por todos los medios exteriores y sensibles, tales como la pompa de las ceremonias y la ornamentación de las iglesias; incluso se le ha podido reprochar, con alguna apariencia de verdad, no haber tenido más que desprecio por el arte religioso. Aquellos que formulan esta crítica olvidan sin embargo una distinción necesaria, la que él mismo estableció entre lo que llama la arquitectura episcopal y la arquitectura monástica: es solo esta última la que debe tener la austeridad que él preconiza; no es más que a los religiosos y a aquellos que siguen el camino de la perfección a quienes prohibió el «culto de los ídolos», es decir el culto de las formas, cuya utilidad, al contrario, proclama como medio de educación, para los simples y los imperfectos. Si ha protestado contra el abuso de las figuras desprovistas de significación y que no tenían más que un valor puramente ornamental, no ha podido querer, como se ha pretendido falsamente, proscribir el simbolismo del arte arquitectónico, cuando él mismo hacia en sus sermones un uso muy frecuente de él.
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La doctrina de San Bernardo es esencialmente mística; por ello, entendemos que considera sobre todo las cosas divinas bajo el aspecto del amor, que, por lo demás, sería erróneo interpretarlo aquí en un sentido simplemente afectivo como lo hacen los modernos psicólogos. Como muchos grandes místicos, fue especialmente atraído por el Cantar de los Cantares, que comentó en numerosos sermones, formando una serie que se prosiguió a través de toda su carrera; y este comentario, que permaneció siempre inacabado, describe todos los grados del amor divino, hasta la paz suprema a la que el alma llega en el éxtasis. El estado extático, tal como le comprende y como ciertamente lo sintió, es una suerte de muerte a las cosas del mundo; con las imágenes sensibles, todo sentimiento natural ha desaparecido; todo es puro y espiritual tanto en el alma misma como en su amor. Este misticismo debía reflejarse naturalmente en los tratados dogmáticos de San Bernardo; el título de uno de los principales, De diligendo Deo, muestra en efecto suficientemente qué lugar tiene en él el amor; pero se estaría equivocado si se creyera que esto sea en detrimento de la verdadera intelectualidad. Si el abad de Clairvaux quiso siempre permanecer extraño a las vanas sutilezas de la escuela, es porque no tenía ninguna necesidad de los laboriosos artificios de la dialéctica; resolvía de un solo golpe las cuestiones más arduas, porque no procedía mediante una larga serie de operaciones discursivas; lo que los filósofos se esfuerzan en alcanzar por una vía desviada y como de tanteo, él llegaba a ello inmediatamente, por la intuición intelectual sin la que ninguna metafísica real es posible, y fuera de la cual no se puede percibir más que una sombra de la verdad.
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Un último rasgo de la fisonomía de San Bernardo, que es esencial señalar también, es el lugar eminente que tiene, en su vida y en sus obras, el culto de la Santa Virgen, y que ha dado lugar a toda una floración de leyendas, que son quizás aquellas por lo que ha permanecido más popular. Amaba dar a la Santa Virgen el título de Nuestra Señora, cuyo uso se generalizó después de su época, y sin duda en gran parte gracias a su influencia; es que era, como se ha dicho, un verdadero «caballero de María», y que la consideraba verdaderamente como a su «señora», en el sentido caballeresco de esta palabra. Si se atiende a este hecho del papel que desempeña el amor en su doctrina, y que desempeñaba también, bajo formas más o menos simbólicas, en las concepciones propias a las Órdenes de Caballería, se comprenderá fácilmente por qué hemos puesto cuidado en mencionar sus orígenes familiares. Devenido monje, permaneció siempre caballero como lo eran todos aquellos de su raza; y, por eso mismo, se puede decir que de alguna manera estaba predestinado a desempeñar, como lo hizo en tantas circunstancias, el papel de intermediario, de conciliador y de árbitro entre el poder religioso y el poder político, porque tenía en su persona como una participación en la naturaleza del uno y del otro. Monje y caballero todo junto, éstos dos caracteres eran los de los miembros de la «milicia de Dios», de la Orden del Temple; eran también, y primeramente, los del autor de su regla, del gran santo a quien se ha llamado el último de los Padres de la Iglesia, y en quien algunos quieren ver, no sin alguna razón, el prototipo de Galaad, el caballero ideal y sin tacha, el héroe victorioso de la «gesta del Santo Grial”.
[1] E. Dontté, Magie et religion dans l’Afrique du Nord, Introducción p.5
Última edición por WESTGOTLANDER; 18/06/2005 a las 19:26
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