A menudo conocemos gente que cree que los problemas del mundo se reducen a "la pobreza". Es una manera de decir que todos esos problemas pueden arreglarse con dinero. Los que así piensan se suelen contar entre los políticos y entre la mayoría de la gente que, por su formación, carecen de otra perspectiva que la que nos da la ideología hegemónica que todo lo impregna, de carácter fundamentalmente economicista.

Cabría preguntarse por ese concepto de "pobreza" –que la ONU misma considera equivalente a vivir con menos de un dólar USA al día- y que, sin embargo, no explica cÓmo es que gente que carece de lo más mínimo vive mucho más feliz que nuestros yuppies occidentales, con sueldos exorbitantes y varias esposas y maridos en su haber. A algunos nos parece que hay muchas formas de "pobreza".

Quienes hayan viajado a países del Tercer Mundo o a las regiones rurales de la Europa castigada por el marxismo durante setenta años comprobará que esa "pobreza" no les permite tener tres coches, un yate, varios divorcios, dos amantes y ver 59 segundos o Las tardes con Patricia, pero sin embargo viven en familias estructuradas en torno a un conjunto de normas morales ancestrales y con un sentido comunitario que en el Occidente "próspero" brilla por su ausencia. Aquí es donde se hace evidente que ni mucho menos todo es cuestión de dinero.

No quiero que estas palabras se interpreten como un elogio irresponsable de la pobreza, pero sí quiero que sirvan para ilustrar la tesis de que los problemas del mundo no son económicos en su fundamento, pese a que la podredumbre en el corazón de los hombres es lo que ha convertido la economía en un instrumento de opresión.

Por este motivo hay que ir a la raíz del problema y comprender que la Navidad, vivida en lo que significa, supone uno de esos asideros evidentes con los que cuenta hoy el hombre moderno y, especialmente, el hombre occidental. La razón es que es en Occidente donde la crisis de las almas ha alcanzado sus mayores proporciones, porque sólo aquí el hombre ha conseguido nadar en la abundancia material y al tiempo no preocuparse más que por su codicia creciente. En el pasado, la ideología marxista utilizó la violencia para aniquilar el espíritu; hoy, es el materialismo de las sociedades occidentales, cuyo modo de vida impone gustos y aspiraciones incompatibles con cualquier visión trascendente, el que asume de manera sibilina la tarea que antaño emprendiera la otra gran versión del proyecto ilustrado.

La Navidad es la fiesta por excelencia de Occidente y una de las pocas salidas que se le ofrecen al hombre de hoy para escapar a la trampa tendida por los señores del dinero. Para nuestra condición de españoles y europeos supone, además, la celebración del nacimiento de Aquel que modeló la visión trascendente de nuestros ancestros y que nos ha legado lo mejor de nuestro pasado. Hoy, sumergidos en la ética del dinero y del bienestar material, los europeos no tienen otra manera de aspirar a lo trascendente sin caer en la alienación que mirar el rostro inocente de aquel niño nacido en Belén. Solo el mensaje de Cristo tiene, especialmente para los europeos del siglo XXI, la capacidad doctrinal de fundamentar una ética y una visión a salvo de los caprichos de los ideólogos y de los vaivenes del 51% de los votos. Por eso la Navidad correctamente vivida es la primavera de nuestra civilización y una auténtica promesa de futuro; es aquello que puede dar sentido a nuestras vidas y que nos interpela una y otra vez hasta el momento de la muerte.

Y es que con el tiempo, y pese a quién pese, el hombre no puede escapar a la pregunta por Dios. Como mucho puede postergarla y enterrarla en lo trepidante de la vida burguesa y en la aparente necesidad de bienes materiales y de placeres que pasan uno tras otro sin dejar nada tras ellos. ¿Qué hay detrás? ¿Por qué estoy aquí? ¿Es todo un absurdo azaroso? El hombre no puede tener paz mientras no responda correctamente a estas preguntas, unas preguntas que ni la ciencia ni la filosfía han conseguido responder.

Hace dos mil años, la potencia majestuosa de Dios hecho hombre surgió entre los humildes de una aldea de Palestina. Aquella gente no vivía pensando en hacerse rica, ni embrutecida por su intimismo sexual. No vivían pendientes de los desarrollos sesudos de "intelectuales" que pretenden arreglar la vida de los demás cuando fracasan en la propia, ni tampoco buscando distintas formas de hacerse ricos. Eran simplemente carpinteros, pastores y gentes que vivían en la sencillez de la vida ancestral de su pueblo. Dios no podía haber elegido mejor. Cuenta Santa Isabel de Hungría, desde su lecho de muerte, que el Niño Dios nació hacia la media noche –"se acerca la media noche, hora en la que nació el dulce niño Jesús"- y dicen también los testigos de aquel lecho de muerte que la paz y la quietud de la Nochebuena alumbraban la próxima Navidad eterna de la Santa. "Entonces, Él creó una estrella nueva que nunca antes había aparecido", fueron sus últimas palabras. Y es que si sabemos mirar, si prescindimos de la apariencia de las falsas necesidades, si rechazamos la soberbia de creernos la medida de todas las cosas, comprobaremos que esa estrella sigue alumbrando, hoy como entonces, en la quietud de la Navidad. Por eso desear de corazón una Feliz Navidad hace que, aunque sea por unos segundos, queramos ser algo más elevado que las miserias que todos tenemos; hace que queramos mirar absortos esa "nueva estrella" que es, a la vez, norte de nuestra vida y luz de un mundo nuevo.

Eduardo Arroyo

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