PURITANOS, por Juan Manuel de Prada
(ABC, 26 de noviembre de 2016)
Afirmaba Foxá que los minutos de silencio son “la cáscara vacía de la oración”; o sea, una oración que se ha quedado sin su meollo, sin su dulce amado centro, que es Dios. Toda la ignominia que ha rodeado la muerte de Rita Barberá, empezando por ese grotesco minuto de silencio que le dedicaron (o se negaron a dedicarle) quienes antes la habían empujado a la muerte se explica porque España es una cáscara vacía que se ha quedado sin Dios. Decía ingenuamente el Kirilov de Dostoievski que “si Dios no existe, todo está permitido”; pero lo que en realidad ocurre es que, si Dios no existe, nada puede ser perdonado. En las sociedades que se han quedado sin Dios hay muchas cosas que no están admitidas (en general, todas las cosas nobles y buenas), pero nadie puede perdonarnos, porque el Dios misericordioso ha sido suplantado por unos diosecillos puritanos que, como el doctor Pedro Recio de Tirteafuera hacía con Sancho, nos apuntan con su varilla cada vez que cometemos un pecado, negándonos el perdón. Sólo en un mundo lleno de Dios fluye la vida de tal modo que haya pecado y perdón; pero allí donde falta Dios los pecados nunca se perdonan y la vida se coagula en la acusación y el reproche, porque los diosecillos puritanos nunca dejan de señalar nuestras culpas. Y como en un mundo sin Dios tampoco hay vida de ultratumba, los diosecillos puritanos que señalan los pecados del prójimo extienden su jurisdicción incluso más allá de la muerte. Por eso Pablo Iglesias, cual Pedro Recio de Tirteafuera que administra una severa dieta moral al prójimo, considera que nada puede ser perdonado, ni siquiera en esa otra vida donde antaño Dios era único juez, y se niega a guardar un minuto de silencio en homenaje a la difunta Rita Barberá.
La impiedad de Pablo Iglesias resulta, sin embargo, irreprochablemente lógica en un mundo sin Dios, en el que no puede haber perdón. En una sociedad religiosa, ante un cadáver se detiene el ansia justiciera, se aplaca la cólera, enmudecen los reproches; porque “la muerte todo lo calla”. Pero esta lección elemental de antropología no vale para las sociedades sin Dios, donde el puritanismo no deja de acusar ni siquiera en presencia de la muerte, donde el furor censorio de los que se creen irreprochables no se detiene ante el sufrimiento del prójimo. Pero más patético aún que este puritanismo rigorista de Iglesias es el puritanismo con freno y marcha atrás de los correligionarios de Rita Barberá, que ahora se muestran muy lloricas ante su cadáver, después de haberla abandonado a su suerte cuando aún estaba viva, mientras los medios de comunicación carroñeros le lanzaban dentelladas sin descanso, hasta conseguir que la depresión y la ansiedad la convirtieron en una sombra de lo que fue, hasta conseguir que su corazón reventara. Y estos correligionarios puritanos, después de abandonarla en vida, pretenden que su muerte tenga un efecto lustral o amnésico sobre su vileza, como si fuese la sangre del Cordero, lavando sus faltas de ayer mismo, cuando la expulsaron de su partido, cuando la dejaron sola ante las dentelladas de los carroñeros, cuando la evitaban en los pasillos, cuando no le cogían el teléfono, cuando la trataban con displicencia y hasta con desdeñosa crueldad, como siempre hacen los puritanos con el pecador (aunque sepan que no ha pecado, aunque sepan que ha pecado menos que ellos). Pero la muerte de Barberá, lejos de lavar la culpa de sus correligionarios, la hace resplandecer como una llama.
¿Y cómo piensan estos puritanos alcanzar el perdón de sus culpas? No será, desde luego, celebrando minutos de silencio, cáscaras vacías de donde ha desertado Dios, el único que –muerta Rita Barberá-- podría perdonarlos.
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